Sexo y ganas de matar.
ME empecé a dar cuenta de que
algo iba mal, muy mal, cuando me descontrolé con el sexo. Había
empezado desde los 20 años a tener encuentros casuales. Era
divertido de alguna manera. Una mezcla de lo prohibido, algo
furtivo, que te pudiesen descubrir, ir en contra de las normas.
Pero no me di cuenta de que, con el tiempo, se convirtió en una
manera de descargar la tensión y la rabia cuando los problemas me
superaban o cuando estaba muy perdido.
Los tres años anteriores al diagnóstico se
empezó a precipitar la situación. Iba al gimnasio y, después de
entrenar, me iba a la sauna. En la sauna pasaba de todo. Al
principio era muy divertido. La novedad, a ver qué te encontrabas,
a ver qué pasaba hoy. Y, claro, con toda la rabia que llevaba
acumulada, qué mejor que descargar para sentirme más relajado. Y lo
que los primeros días te lo calmaba uno, los siguientes lo tenían
que relajar varios. Supongo que me pasaba como lo que pasará con la
cocaína, que para sentir lo mismo que la primera vez, o algo
parecido a la primera vez, quienes la toman necesitan más y más
dosis. Hasta el punto de que ya ninguna dosis valía para nada. Que
no acababa, que no sentía nada, que nada tenía sentido. Pero al día
siguiente, a por más. Y lo peor era cuando terminaba. Me duchaba y
casi no me podía tener en pie, sentía como si me fuese a caer. Me
tenía que sujetar a las paredes. Y luego, cuando me estaba
vistiendo, me tenía que sentar durante un buen rato porque era
incapaz de retomar el aliento. Y cuando, por fin, ya estaba listo y
preparado para salir, no tenía ni puta idea de qué hacer el resto
del día ni de a dónde ir. Esa noche dormía y me relajaba, al día
siguiente se me pasada y me decía a mí mismo que no lo volvería a
hacer. A lo mejor lo conseguía durante dos o tres días, pero no
más. Y vuelta a empezar. El día de la marmota. Años. Ésta vez va a
ser la última. De verdad. Seguro. Y una mierda. La solución, al
cabo de los años y de darme cuenta de que mi fuerza de voluntad no
iba a ser suficiente, fue cambiar de gimnasio a uno que no tuviese
sauna. Grandes problemas, grandes soluciones.
¿Por qué entraba en la sauna cada día
después del entreno? Porque estaba muy enfadado, asqueado y
amargado. Quería matar. Y yo esa agresividad o la sacaba matando a
alguien (ningún interés) o me follaba a alguien. Y hay mucha gente
a la que le encanta el sexo agresivo. Tenía mi público. Me sentía
despreciable. Iba a la sauna, me sentía como Dios. Salía del
gimnasio, me sentía la mayor basura del mundo. Un día, dos, varios
años. Que me diga lo que quiera quien quiera, pero me juego lo que
sea que esos encuentros tóxicos tienen el mismo efecto que la
tortura de la gota china. Un gota no te hace nada, dos tampoco,
miles te causan serias lesiones. Y lo sabía, lo sentía. No me
preguntes cómo. Cuando dejé de hacerlo, desaparecieron muchos
síntomas que iban de la mano de la rabia y la desesperación.
Simplemente se fueron. Me ha costado aprender a diferenciar el sexo
de la rabia, de la agresividad, pero al final se consigue.
La rabia, la ira, es mala, muy mala. Cuando
estaba con mis clientes y ya no les soportaba más, les quería
matar. Sentía tanta rabia, tanto odio, que o me iba a dar una
vuelta por el despacho o les podía decir cualquier cosa. Y todo me
empezaba a temblar. La pierna derecha, el brazo izquierdo, la
cabeza, la costilla izquierda. Mareos, más mareos. “Creo que me voy
a caer, me quiero ir”. Y así cada jodido día. “¿Qué coño hago
aquí?” Siempre he tenido esa sensación en casi todos los trabajos
que he tenido. “¿Qué coño hago aquí? Esto no me motiva, no me mueve
nada, ¿por qué tendré que lidiar siempre con clientes, por qué
siempre tengo algo que ver con el Customer
Service? ¿Qué me interesan a mí los problemas de esa gente y
por qué estoy ahí siempre metido? Es que hay que sacrificarse, hay
que llevar una cruz, la vida es un valle de lágrimas”. Creo que he
escuchado demasiadas veces estas frases por mi background católico. Tanto las escuché, tanto me
reí de ellas, tanto las desprecié y pensé que jamás les iba a hacer
caso, que al final me las tatué y decidí seguirlas al pie de la
letra aunque me fuese la vida en ello. Al final me lo creí. ¿Sabes
cuando siempre tienes la sensación de que te tienes que esforzar
más y más, de que nunca vas a hacer lo suficiente? Sacar mejores
notas, trabajar más horas, resolver más incidencias, ser mejor que
tú, sacar matrícula de honor y no sacar una mísero excelente, ser
el mejor coordinador, ser el mejor supervisor, conseguir más
ventas, correr un poco más. Olvidarme de por qué hago lo que hago.
¿Para qué? ¿Hay algo más? Llegar más lejos, llegar a algún sitio
que no sé ni dónde está. Lo que está claro es que aquí no está,
¿verdad? El aquí y ahora nunca es el
objetivo. Estar presente nunca es el objetivo. La verdad jamás es
el objetivo. ¿Verdad?
Y reventé, exploté: “Tienes más de 30
lesiones en el cerebro. Es posible que en menos de un año tengas
dificultades para caminar. Habrá que comenzar con medicación en
breve”.