DOCE
EL SACERDOTE DE CABELLERA DORADA
l año que Vasilisa Petrovna cumplió
catorce años, Alekséi el metropolitano planeó el acceso al trono
del príncipe Dmitri Ivánovich. Durante siete años, el metropolitano
había ejercido la regencia de Moscú; había maquinado y participado
en escaramuzas, había forjado algunas alianzas y roto otras, había
llamado a los hombres a la guerra y después los había devuelto a
sus casas. Pero, cuando Dmitri se convirtió en un hombre, vio que
era atrevido y entusiasta y de buen juicio. Y pensó: «Un buen potro
no puede estar ocioso», así que empezó a planear su coronación.
Mandó confeccionar los ropajes, hizo comprar las pieles y las
joyas, y envió al joven a Sarái, a rendir vasallaje al kan.
Como siempre había hecho, continuó observando su entorno con atención y discreción para identificar a aquellos que podrían oponerse a la sucesión del príncipe. Así supo de la existencia de un sacerdote llamado padre Konstantín Nikonóvich.
Konstantín era muy joven, cierto, pero era el afortunado (o desafortunado) poseedor de una belleza perversa: cabello de oro viejo y ojos como el agua azul. Era conocido en toda Moscovia por su devoción y, a pesar de su juventud, había viajado muy lejos: hasta Tsargrad hacia el sur y hasta Helias hacia el oeste. Leía en griego y era capaz de discutir sobre los temas más obscuros de la teología. Además, cantaba con voz de ángel y, cuando lo escuchaba, la gente lloraba y alzaba la mirada a Dios.
Pero, sobre todas las cosas, Konstantín Nikonóvich era pintor de iconos. Se decía que sus iconos eran los más extraordinarios que se había visto en Moscovia, que debían de haber salido de los mismos dedos de Dios para bendecir a un mundo malvado. Sus cuadros se copiaban en los monasterios de toda la Rus del norte y los espías de Alekséi le traían nuevas sobre muchedumbres alborotadas y exultantes, mujeres que lloraban al besar los rostros de las imágenes.
Todos esos rumores inquietaban al metropolitano. «Muy bien, libraré a Moscú del sacerdote de cabellos dorados —se dijo—. Si tanto lo veneran, sólo con quererlo, su voz podría poner al pueblo en contra del príncipe».
Entonces se dispuso a sopesar cómo conseguirlo.
Mientras deliberaba, llegó un mensajero de la casa de Piotr Vladímirovich.
El metropolitano lo hizo pasar de inmediato, y este llegó a su debido tiempo, agotado y aún cubieito de polvo, anonadado por todas las cosas brillantes que veía a su alrededor. Se plantó en el salón sin desfallecer.
—Bendecidme, padre —dijo con un leve tartamudeo.
—Que Dios te acompañe —contestó Alekséi, e hizo la señal de la cruz—. Dime qué te trae tan lejos, hijo mío,
—El sacerdote de Lesnaya Zemliá ha muerto —relató el mensajero, y tragó saliva, pues no esperaba tener que transmitir el recado a tan elevado personaje—. El gordo del buen padre Semión ahora está con Dios, y nosotros a la deriva, dice la señora. Le ruega que nos envíe a otro para servirnos de ancla en la tierra salvaje.
—Bien —respondió el metropolitano de inmediato—, ya podéis dar las gracias: vuestra salvación es inminente.
Alekséi despidió al mensajero e hizo llamar a Konstantín Nikonóvich.
El joven se presentó ante el prelado, alto, pálido y ardiente. El hábito de tela oscura resaltaba la belleza de su pelo y de sus ojos.
—Padre Konstantín —dijo Alekséi—, Dios os reclama para una tarea.
El padre Konstantín no dijo nada.
—Una mujer —continuó el metropolitano—, la hermana del gran príncipe, ha enviado a un mensajero para pedir vuestra ayuda. El rebaño de su pueblo ha perdido a su pastor.
La expresión del joven no se alteró.
—Vos sois el hombre que servirá a la señora y a su familia —terminó Alekséi con una sonrisa y un ademán benevolente muy estudiado.
—Bátiushka —dijo el padre Konstantín. Su voz sorprendía de tan grave, y a la sirvienta que estaba detrás de Alekséi se le escapó un gemido agudo. El metropolitano entornó los ojos—. Me honráis, pero ya tengo trabajo entre los ciudadanos de Moscú. Y mis iconos, imágenes que he pintado para la gloria del Señor, están aquí.
—Somos muchos los que atendemos al pueblo de Moscú —contestó el metropolitano. La voz del joven sacerdote era reconfortante e inquietante al mismo tiempo, y Alekséi lo observaba con precaución—. En cambio, esas pobres almas perdidas entre los bosques no tienen a nadie. No, no: debéis ir vos. Partiréis dentro de tres semanas.
«Piotr Vladímirovich es un hombre sensato —pensó Alekséi—. Tres estaciones en el norte bastarán para acabar con este advenedizo o, como mínimo, para ajar tan peligrosa belleza. Eso es mejor que matarlo ahora, no sea que el pueblo se reparta su cuerpo a modo de reliquias y lo convierta en mártir».
El padre Konstantín abrió la boca, pero justo entonces vio la mirada del metropolitano, dura como una roca. Había guardias esperando a cada lado y más en la antesala, armados con largas picas de color escarlata. Se tragó las palabras que habría querido pronunciar.
—Estoy seguro —continuó Alekséi en voz más baja— de que tenéis mucho que hacer antes de que llegue ese día. Que Dios os acompañe, hijo mío.
Konstantín se había quedado pálido y aún se mordía el labio, pero inclinó la cabeza con rigidez y dio media vuelta. La tela gruesa del hábito ondeó a su espalda cuando salía de la sala.
—Hasta nunca —musitó Alekséi.
Aunque todavía no había acallado su preocupación. Se sirvió un trago de kvas frío en un vaso y se lo echó de golpe al gaznate.
En pleno verano, las carreteras estaban secas y bordeadas de hierbas altas. Al sol apacible le gustaba el olor dulce de la tierra y las suaves lluvias salpicaban el bosque de florecillas. Con todo, el padre Konstantín no veía nada de eso, pues cabalgaba furioso junto al mensajero de Anna, con las mandíbulas apretadas. Sus dedos añoraban los pinceles, las pinturas, los paneles de madera, la celda fresca y silenciosa. Más que nada, anhelaba estar con gente, su admiración y su ansia, cómo lo miraban con un rapto miedoso, cómo le tendían la mano buscando las suyas. Deseó que los demonios se llevasen al metropolitano. Estaba en el exilio sin más motivo para ello que haber sido el favorito de muchos.
Pensaba formar a algún chico del pueblo, hacer que lo ordenasen y así ser libre para regresar a Moscú. O tal vez iría hacia el sur, a Kiev, o al oeste, a Novgorod. El mundo era muy grande, y Konstantín Nikonóvich no tenía intención de pudrirse en una granja perdida entre los bosques.
Pasó toda una semana rabioso, hasta que la curiosidad natural pudo con él. Cuanto más se adentraban en las tierras salvajes, más grandes crecían los árboles: robles de troncos gigantes y pinos altos como cúpulas de iglesia. Las praderas luminosas fueron haciéndose cada vez más escasas a medida que los bosques se cerraban a su alrededor. La luz era verde y gris y morada, y las sombras, tupidas como el terciopelo.
—¿Cómo son las tierras de Piotr Vladímirovich? —le preguntó una mañana a su compañero de viaje.
El mensajero se sobresaltó: llevaban una semana a caballo y el bello religioso apenas había abierto la boca más que para comer.
—Muy hermosas, bátiushka —respondió el hombre con respeto—. Árboles como catedrales y riachuelos claros por todas partes. En verano hay flores y frutos en otoño. Pero los inviernos son fríos.
—¿Y el señor y la señora? —preguntó Konstantín, incapaz de reprimir la curiosidad.
—Piotr Vladímirovich es un buen hombre —contestó el otro con calidez—. A veces es duro, aunque justo, y a su gente nunca le falta de nada.
—¿Y la señora?
—Es buena; sí, es buena. No como la anterior, pero buena igualmente. No he oído quejas de ella.
Mientras hablaba, le lanzó una mirada furtiva al padre Konstantín, y este se preguntó qué se había callado el mensajero.
El día de la llegada del sacerdote, Vasia estaba encaramada a un árbol hablando con una rusalka. Tiempo atrás, esas conversaciones le habían parecido desconcertantes, pero se había acostumbrado a la piel verde y desnuda de la mujer, al goteo constante de sus finos mechones de pelo claro. El espíritu estaba sentado en una rama gruesa con despreocupación gatuna, peinándose la larga cabellera sin cesar. El peine era su tesoro más preciado, puesto que, si se le secaba el pelo, moriría. Y ese objeto hacía aparecer agua en cualquier parte. Si se fijaba bien, Vasia veía el agua salir de las púas. A la rusalka le gustaba la carne; al amanecer, atrapaba cervatillos que se acercaban a beber a la orilla de su lago y a veces también a los hombres jóvenes que nadaban allí en el punto álgido del verano. Aun así, Vasilisa le caía bien.
Era por la tarde y la luz de los días norteños acentuaba el brillo de la melena de Vasia, pero atenuaba el verdor de la rusalka hasta que la hacía parecer el fantasma de una mujer. El hada del agua era tan vieja como el lago en el que vivía y, a veces, miraba a la joven con fascinación, la niña descarada de un mundo nuevo.
Las circunstancias que las habían llevado a hacerse amigas eran inusuales: la rusalka había atrapado a un niño del pueblo, y Vasia, al ver desde la orilla que desaparecía y vislumbrar un borboteo y unos dedos verdes, se había lanzado al lago a por él. Aunque sólo era una niña, ardía con la fuerza de su propia mortalidad y podría haberse medido con cualquier rusalka. Agarró al niño, lo arrastró hacia la luz y llegaron sanos y salvos a la orilla. Él estaba magullado y escupía agua, y miró a Vasia con tanta gratitud como horror. Se zafó de ella y salió corriendo hacia el pueblo en cuanto pisó tierra firme.
Vasia se había encogido de hombros y lo había seguido mientras se escurría la trenza. Quería un plato de sopa. Sin embargo, aunque el ocaso primaveral se alargaba y todas las hojas y las briznas de hierba resaltaban en contraste con el aire teñido de azul, Vasia regresó al lago y se sentó en la orilla con los dedos de los pies en el agua.
—¿Querías comértelo? —le preguntó al agua como si nada—. ¿No hay otras clases de carne?
Hubo un silencio interrumpido tan sólo por el sonido de las hojas,
Y entonces:
—No —contestó una voz ondeante.
Vasia se levantó de un brinco y buscó entre el follaje. Por casualidad, más que por otra cosa, alcanzó a ver el perfil sinuoso de una mujer desnuda. La rusalka estaba de cuclillas sobre una rama y tenía algo blanco y reluciente agarrado en la mano.
—No es la carne —explicó la criatura con un estremecimiento. El pelo le ondeó sobre la piel—. Es el miedo y el deseo, aunque tú no sabes nada de eso. Le da sabor al agua y me nutre. Cuando mueren, me conocen de verdad; de otro modo, yo no sería nada más que un lago y árboles y algas.
—Pero ¡los matas! —repuso Vasia.
—Todo muere.
—No pienso dejar que le hagas eso a mi gente,
—Entonces, desapareceré —contestó la rusalka sin inflexión.
Vasia reflexionó un instante.
—Sé que estás aquí, porque te veo. Pero no me muero ni tengo miedo y, aun así, te veo. Podría ser tu amiga. ¿Te basta con eso?
La rusalka la miraba con curiosidad.
—Puede que sí.
En honor a su palabra, a partir de entonces Vasia visitaba al hada del agua. En primavera le lanzaba flores al lago, y la rusalka no murió.
A cambio de eso, el espíritu del lago le enseñó a Vasia a nadar como pocos eran capaces y a trepar por los árboles como los gatos, y así fue que estaban las dos juntas, descansando en la rama de un árbol con vistas al camino, justo cuando el padre Konstantín se acercaba a Lesnaya Zemliá.
El hada fue la primera que lo vio llegar y le brillaron los ojos.
—Por ahí viene uno con el que me daría un festín.
Vasia miró camino abajo y vislumbró a un hombre de cabellera dorada y polvorienta que llevaba un hábito oscuro de monje.
—¿Por qué?
—Está lleno de deseo. Deseo y miedo. No sabe qué desea y tampoco admite sus miedos. Pero siente ambas cosas con tal fuerza que lo estrangulan.
El hombre se acercaba. Su rostro delataba ansia. Los pómulos altos y pronunciados arrojaban sombras sobre las mejillas descarnadas; tenía ios ojos hundidos y azules, y los labios suaves y voluptuosos, aunque el gesto serio disimulaba su suavidad. Junto a él cabalgaba uno de los hombres de su padre, y ambos caballos estaban polvorientos y agotados.
A Vasia se le iluminó la cara.
—Me voy a casa —dijo—. Si viene de Moscú, traerá noticias de mi hermano y de mi hermana.
La rusalka no la miraba a ella, sino que contemplaba el camino por el que pasaba el hombre. Se le encendieron los ojos con una luz hambrienta.
—Me prometiste que no lo harías —le recriminó Vasia.
La rusalka sonrió y entre sus labios verdosos asomaron dientes relucientes y afilados.
—Quizás él desee la muerte —dijo—. Si es así, puedo ayudarlo.
El patio que había ante la casa era un hervidero de actividad bañado de oro por la luz de la tarde. Había un hombre desensillando a los caballos cansados, pero el sacerdote no estaba a la vista. Vasia corrió hacia la puerta de la cocina y Dunia, que la recibió en el umbral, refunfuñó entre dientes por las ramitas que se le habían enredado en el pelo y por las manchas del vestido recortado.
—Vasia, ¿dónde…? —empezó a preguntar—. Da igual. Venga, date prisa.
Se la llevó a empujones para cepillarle el pelo y cambiarle la ropa sucia por una blusa y un sarafán bordado.
Vasia salió sonrojada y dolorida del dormitorio que compartía con Irina, pero más o menos presentable. Aliosha la esperaba y sonrió al verla.
—Puede que al final consigan casarte y todo, Vásochka.
—Anna Ivánovna dice que no —contestó Vasia sin perder la compostura—. Demasiado alta, flaca como una comadreja y con cara y pies de rana. —Juntó las manos y entornó los ojos—. Qué lástima, porque sólo los príncipes de los cuentos de hadas aceptan a ranas por esposas. Son mágicas y pueden volverse bellas cuando quieran. Así que me temo que no habrá príncipe para mí, Lioshka.
Aliosha soltó un resoplido.
—Me compadezco del príncipe. Pero no hagas mucho caso de Anna Ivánovna: no quiere que seas hermosa.
Vasia no contestó, y una sombra oscura le cruzó el rostro.
—Bueno, aquí está el nuevo párroco —se apresuró a añadir Aliosha—. ¿No tienes curiosidad, hermanita?
Ambos salieron afuera y rodearon la casa.
Ella lo miró con la mirada transparente de una niña.
—¿Acaso no la tienes tú? —contestó—. Viene de Moscú y quizá traiga noticias.
Piotr y el sacerdote estaban sentados en la hierba fresca bebiendo kvas. Piotr se volvió en cuanto oyó que se acercaban sus hijos y entornó los ojos al ver a su segunda hija.
«Es casi una mujer —pensó—. Hace demasiado que no me fijo bien en ella. Es muy parecida a su madre y también muy distinta».
Lo cierto era que Vasia continuaba siendo algo desagraciada, pero su aspecto empezaba a mejorar. Aún tenía el rostro huesudo y algo tosco, y la boca ancha y con los labios demasiado gruesos en comparación con el resto. Sin embargo, era cautivadora: sus distintos humores pasaban como nubes por el agua verde y clara de su mirada, y sus movimientos tenían cierta cualidad, la línea de su cuello y de su melena trenzada atraían las miradas. Cuando la luz le iluminaba el pelo, este no tenía brillos de color bronce como los de Marina, sino de color rojo oscuro, como si tuviera granates engarzados entre los mechones sedosos.
El padre Konstantín miró a Vasia con las cejas enarcadas y el ceño levemente fruncido. «No me extraña», pensó Piotr. Tenía un aire asilvestrado, por mucho que llevase un vestido arreglado y el pelo bien trenzado. Parecía un animal salvaje recién cazado y apenas domado.
—Mi hijo —se apresuró a decir Piotr—, Alekséi Petróvich. Y esta es mi hija Vasilisa Petrovna.
Aliosha hizo una reverencia dirigida a su padre y al sacerdote, pero Vasia miraba a Konstantín con expectación transparente. Aliosha le propinó un buen codazo.
—¡Ay! —dijo Vasia—. Bienvenido, bátiushka. ¿Traéis noticias de nuestros hermanos? —añadió al instante con premura—. Mi hermano se marchó hace siete años para hacer votos en la Lavra de la Santísima Trinidad y mi hermana es la princesa de Sérpujov. ¡Decidme que los habéis visto!
«Su madre debería encargarse de ella», pensó Konstantín, malhumorado. Lo adecuado era que una mujer se dirigiese a un religioso con la cabeza gacha y en voz baja, pero aquella chica había tenido el atrevimiento de mirarlo a la cara con sus ojos verdes de hada.
—Ya basta, Vasia —la riñó Piotr—. Ha sido un viaje muy largo.
Konstantín no tuvo que responder. Se oyó el ruido de pasos entre la hierba alta y Anna Ivánovna apareció jadeante y vestida con sus mejores galas. Su hija Irina la seguía; inmaculada como siempre y más bonita que una muñeca. Anna hizo una reverencia mientras la niña se chupaba el dedo y contemplaba al recién llegado con los ojos bien abiertos.
—Bátiushka —dijo Anna—, sois bien recibido.
El clérigo respondió con un cabeceo. Al menos aquellas eran mujeres decentes. La madre se había enrollado un pañuelo alrededor del pelo y la niña era pequeña, reverente y prolija. Aun así, Konstantín no pudo evitar mirar por el rabillo del ojo y reparar en la mirada atenta de la otra hija.
—¿Colores? —preguntó Piotr con el ceño fruncido.
—Colores, Piotr Vladímirovich —respondió el padre Konstantín, intentando que no se le notase la urgencia.
Piotr no estaba convencido de haber oído bien al sacerdote.
Las cenas en la cocina de verano siempre eran un alboroto. El bosque era bondadoso durante los meses dorados y el huerto estaba abarrotado. Dunia se superaba con estofados cada vez más delicados.
—Y entonces echamos a correr como liebres —dijo Aliosha desde el otro lado de la chimenea.
A su lado, Vasia se sonrojó y se tapó la cara. La cocina se llenó de carcajadas.
—Ah, ¿os referís a tintes? —preguntó Piotr, con cara de haber comprendido—. No os preocupéis por eso, las mujeres os teñirán todo lo que queráis.
Sonrió sintiéndose caritativo. Estaba satisfecho con la vida: sus cosechas crecían altas y verdes bajo un sol claro y justo. Desde la llegada del sacerdote de pelo rubio, su esposa lloraba, chillaba y se escondía menos.
—Así es —intervino Anna casi sin aliento. No estaba haciéndole caso al plato de guiso—. Lo que queráis. ¿Tenéis más hambre, bátiushka?
—Colores —insistió Konstantín—, pero no para teñir nada. Quiero hacer pinturas.
Piotr se ofendió: su casa estaba toda pintada de azul y escarlata, y la pintura estaba brillante y bien mantenida. Si ese hombre creía que podía meterse en esos asuntos…
Konstantín señaló el icono que había en el rincón opuesto a la puerta.
—Es para pintar iconos —dijo con claridad—, por la gloria del Señor. Sé lo que necesito, pero no sé dónde encontrar los ingredientes en este bosque.
«Para pintar iconos». Piotr contempló a Konstantín con respeto renovado.
—¿Como los nuestros?
Miró a la Virgen del rincón con ojos entrecerrados. Estaba colocada ante los restos de una vela, pintada sin gusto y oscurecida por el humo. Piotr había hecho traer los iconos de la familia desde Moscú, pero nunca había conocido a un pintor. Esa labor la hacían los monjes,
Konstantín abrió la boca, la cerró, serenó la expresión y dijo:
—Sí, más o menos. Pero para eso necesito pinturas. Colores. Yo mismo he traído algunos, pero…
Los iconos eran sagrados. Los hombres honrarían su casa cuando supieran que en ella vivía un hombre que pintaba iconos.
—Por supuesto, bátiushka—respondió Piotr—. Los iconos… Bueno, pintar iconos… En cualquier caso, os conseguiremos las pinturas. ¡Vasia! —voceó Piotr.
Al otro extremo de la chimenea, Aliosha dijo algo y se rio. Vasia también reía. Un rayo de sol le iluminaba la melena y le encendía las pecas que le adornaban la nariz.
«Desgarbada —pensó Konstantín—. Torpe, inmadura. Y, sin embargo, en esta casa la mitad de la gente está pendiente de todo lo que hace».
—¡Vasia! —la llamó Piotr de nuevo, con tono más cortante.
Ella dejó de susurrar y se acercó. Llevaba un vestido de color verde; se le habían soltado unos mechones de pelo y se le habían enroscado un poco en las sienes, por debajo del pañuelo rojo y amarillo. «Qué fea es», pensó Konstantín, y eso le hizo reflexionar. ¿Qué más le daba a él si era fea o no?
—Sí, padre —dijo Vasia.
—El padre Konstantín quiere ir al bosque —anunció Piotr—. Necesita colores. Tú lo acompañarás y le mostrarás dónde crecen las plantas para los tintes.
La mirada que le lanzó al sacerdote no era la sonrisa afectada ni el gesto tímido de una doncella, sino transparente como la luz del sol, luminosa y llena de curiosidad.
—Sí, padre —contestó, y le dijo al religioso—: Creo que deberíamos ir mañana al amanecer, bátiushka. Es mejor coger las flores antes de que se haga de día.
Anna Ivánovna aprovechó para servirle más estofado a Konstantín.
—Con vuestro permiso —dijo.
Él no apartó la mirada de Vasia. ¿Por qué no podía ayudarlo a encontrar pigmentos algún hombre del pueblo? ¿Por qué tenía que ser la bruja de ojos verdes? De pronto se dio cuenta de que estaba mirándola con rabia y de que del rostro de la joven había desaparecido todo indicio de luz. Recordó cómo debía comportarse.
—Muchas gracias, dévushka.
Hizo la señal de la cruz en el aire que los separaba.
Ella le ofreció una sonrisa repentina.
—Muy bien, mañana.
—Puedes irte, Vasia —dijo Anna con voz estridente—. El padre ya no te necesita.
A la mañana siguiente, había una neblina baja que la luz del sol naciente convirtió en fuego y humo atravesados por las sombras de los árboles. La chica saludó a Konstantín con ademán precavido pero radiante. Era como un hada envuelta en una bruma.
El bosque de Lesnaya Zemliá no era como el que rodeaba Moscú: era más salvaje, cruel y hermoso. Los grandes árboles susurraban entre ellos, y Konstantín sentía como si en todas partes hubiera ojos que lo miraban.
«Ojos, qué tontería».
—Sé de un sitio donde crece menta silvestre —dijo Vasia mientras recorrían un sendero estrecho.
Los árboles creaban sobre ellos una bóveda como la de una catedral. Los pies descalzos de la joven parecían delicados sobre la tierra. Llevaba una bolsa de piel colgada a la espalda.
—Si tenemos suerte, encontraremos bayas de saúco y moras. Aliso para el amarillo. Pero con eso no basta para el rostro de un santo. ¿Nos pintaréis un icono, bátiushka?
—Tengo la tierra roja, las piedras molidas, el metal negro. Tengo hasta el polvo de lapislázuli para el manto de la Virgen. Pero me faltan el verde, el amarillo y el violeta —explicó Konstantín.
Se percató demasiado tarde de la impaciencia con la que hablaba.
—Todo eso podemos encontrarlo —respondió Vasia, dando saltos como una niña—. Nunca he visto a nadie pintar un icono. Ni yo ni nadie. Iremos todos a rogar que nos dejéis mirar mientras trabajáis.
Eso ya lo había vivido. En Moscú la gente se apiñaba alrededor de sus iconos…
—Vaya, vos también sois humano —dijo Vasia al adivinarle algún pensamiento en la expresión—. Lo dudaba, porque a veces también parecéis un icono.
El sacerdote no sabía qué le había visto la joven en la cara y se enfadó consigo mismo.
—Piensas demasiado, Vasilisa Petrovna. Es mejor que estés callada en casa con tu hermana pequeña.
—No sois el primero en decírmelo —repuso Vasia sin rencor—. Pero, si os hiciera caso, ¿quién os acompañaría al amanecer a buscar hojas? Mirad…
Se detuvieron a recoger abedul y, después, mostaza silvestre. La chica manejaba bien la pequeña navaja. Poco a poco, el sol se levantó y disipó la niebla.
—Ayer os hice una pregunta en un momento en que no debería haberlo hecho —admitió Vasia mientras guardaba las hojas alargadas de mostaza en la bolsa—. Hoy os la hago de nuevo y os ruego que perdonéis la impaciencia de una chica, bátiushka. Quiero mucho a mi hermano y a mi hermana, y hace mucho tiempo que no tenemos noticias de ninguno de los dos. Ahora él se llama hermano Aleksandr,
El sacerdote frunció los labios.
—He oído hablar de él —contestó tras un instante de vacilación—. Hubo un escándalo cuando hizo los votos con su nombre de nacimiento.
Vasia dibujó media sonrisa.
—Nuestra madre lo escogió para él, y siempre ha sido muy tozudo.
Los rumores de la intransigencia impía del hermano Aleksandr en ese asunto se habían extendido por toda Moscovia. Pero Konstantín se recordó a sí mismo que los votos monásticos no eran un tema de conversación adecuado para una doncella. No obstante, ella no le apartaba la mirada del rostro, y empezó a sentirse incómodo.
—El hermano Alexander acudió a Moscú para la coronación de Dmitri Ivánovich. Dicen que se ha labrado cierta fama por el servicio que presta en los pueblos —añadió el padre, tenso.
—¿Y mi hermana?
—A la princesa de Sérpujov la honran su devoción y la fuerza de sus hijos —respondió Konstantín, deseoso de que la conversación tocara a su fin.
Vasia hizo una pirueta y dio un grito de alegría.
—Me preocupo por ellos —admitió—. Mi padre también, pero finge estar tranquilo. Gracias, bátiushka.
Lo miró con el rostro iluminado por la alegría, y eso sobresaltó a Konstantín, aunque, muy a su pesar, también le fascinó. Respondió con expresión fría, y se hizo el silencio. El camino se ensanchó y entonces caminaron el uno junto al otro.
—Mi padre dijo que vos habíais viajado a los confines de la tierra —continuó Vasia—. Hasta Tsargrad y al palacio de los mil reyes. A la iglesia de la Santa Sabiduría.
—Sí —contestó Konstantín.
—¿Os importaría hablarme de todo eso? —le pidió—. Mi padre dice que, cuando se pone el sol, los ángeles cantan. Y que el zar gobierna a todos los hombres de Dios como si él mismo fuera Dios. Que tiene habitaciones llenas de piedras preciosas y miles de criados.
Konstantín se sorprendió.
—No son ángeles —respondió despacio—. Son hombres, pero hombres con voces que no avergonzarían a los ángeles. Al atardecer, encienden cien mil velas y por todas partes hay oro y música.
Se detuvo de forma abrupta.
—El cielo debe de ser así —opinó Vasia.
—Sí —contestó Konstantín. El recuerdo lo atenazaba: oro y plata, música, hombres doctos y libertad. El bosque lo ahogaba—. Ese no es tema para niñas —añadió.
Vasia enarcó una ceja. Se acercaron a una zarza y recogió un puñado de moras.
—No queríais venir aquí, ¿verdad? —preguntó con la boca llena—. No tenemos luz ni música, y a duras penas hay gente. ¿No podéis regresar a Moscú?
—Voy adonde me envía Dios —dijo Konstantín con frialdad—. Si mi trabajo está aquí, aquí me quedaré.
—¿Cuál es vuestro trabajo, bátiushka?
Vasia había dejado de comer moras. Entonces se le fue la mirada hacia las copas de los árboles, un instante.
Konstantín le siguió la vista, pero allí no había nada. Aun así, notó una sensación extraña en el espinazo.
—Salvar almas —contestó.
Podría haberle contado las pecas de la nariz. Si había una chica en el mundo que necesitaba la salvación, era ella. Tenía los labios y las manos manchadas de las moras.
Vasia esbozó una leve sonrisa.
—Y ¿nos salvaréis a nosotros?
—Si Dios me da fuerzas, sí.
—Yo no soy más que una chica del campo —observó Vasia antes de meter la mano en la zarza con cuidado de no pincharse—. No he estado en Tsargrad ni he visto ángeles ni he oído la voz del Señor. Pero creo que deberíais ir con cuidado, bátiushka, por si Dios os habla con la voz de vuestros propios deseos. Nunca nos ha hecho falta que nos salvasen de nada.
Konstantín la miró fijamente. Ella se limitó a sonreír, más niña que mujer, alta y delgada y sucia de jugo de moras.
—No nos entretengamos más —añadió ella—, o el sol subirá demasiado.
Esa noche, el padre Konstantín estaba tumbado en su camastro, temblando y sin poder dormir. En el norte, el viento tenía dientes que mordían en cuanto se ponía el sol, aunque fuese verano.
Había colocado sus iconos como estaba mandado: en el rincón opuesto a la puerta. La Madre de Dios estaba en el centro, con la Trinidad justo debajo. Al anochecer, la señora de la casa, tímida pero demasiado solícita, le había dado una vela gorda de cera de abeja para colocar delante de las imágenes. Él la había encendido al llegar el ocaso y había disfrutado de la luz dorada. No obstante, a la luz de la luna, la vela arrojaba sombras siniestras en el rostro de la Virgen y hacía que extrañas figuras danzasen con aire demente entre las tres partes del Todopoderoso. Por la noche, la casa parecía hostil. Casi le daba la sensación de que respiraba.
«Qué necio», pensó Konstantín. Enfadado consigo mismo, se levantó de la cama con la intención de apagar la vela. Pero de camino, oyó con claridad el ruido de una puerta al cerrarse. Sin pensar siquiera, se dirigió hacia la ventana.
Una mujer cruzó aprisa por delante de la casa, envuelta en un chal grueso. Bajo el mantón, tenía un aspecto rechoncho e informe, y el padre Konstantín no distinguía de quién se trataba. La figura se detuvo al llegar a la puerta de la iglesia, cogió la aldaba de bronce, tiró de la puerta y entró.
El religioso se quedó mirando el espacio que acababa de desocupar. No había motivos que le impidiesen a nadie ir a la iglesia en mitad de la noche, pero en la casa tenían iconos. Se podía rezar ante ellos sin exponerse a la oscuridad y al aire húmedo de la noche. Y la manera en que la mujer había corrido por el patio delataba furtividad, casi sentimiento de culpa.
Con creciente curiosidad e irritación —y cada vez más despierto— el sacerdote se apartó de la ventana y se puso el hábito oscuro. Su dormitorio tenía una puerta que daba al exterior, así que, sin molestarse en calzarse, salió sin hacer ruido y atravesó la hierba hasta la iglesia.
Anna Ivánovna se había arrodillado en la oscuridad, ante el iconostasio, tratando de no pensar en nada. El olor del polvo y de la pintura, de la cera de abeja y de la madera vieja la envolvían como un bálsamo mientras el frío le secaba el sudor de la última pesadilla. Había estado caminando por el bosque a medianoche, rodeada de sombras negras y de un coro de voces extrañas.
«Señora —le decían las voces—, señora, por favor. Véanos. Conocednos, o vuestro corazón quedará indefenso. Por favor, señora». Pero ella se negaba a mirar. Seguía caminando mientras las voces la acosaban. Al final, desesperada, rompía a correr y las piedras y las raíces le herían los pies. Se oía un gran clamor lastimero y, de pronto, el camino se acababa. Pero ella seguía corriendo hacia el vacío, hasta que se sintió de nuevo en su piel, jadeando y sudorosa.
Había sido un sueño, nada más. Pero le escocían la cara y los pies, y oía las voces aun estando despierta. Al final, había salido corriendo hacia la iglesia y se había acurrucado ante los iconos. Podía quedarse allí y regresar con las primeras luces del alba: ya lo había hecho en otras ocasiones. Su marido era tolerante, pero esas desapariciones que duraban toda la noche eran difíciles de explicar.
El crujido furtivo de las bisagras le llegó a los oídos. Se levantó como un resorte y se volvió. La luna le dibujó la silueta de una figura vestida con un hábito negro justo cuando entraba por la puerta y se acercaba a ella. Anna estaba demasiado asustada para moverse; se quedó paralizada hasta que alcanzó a ver un reflejo de oro viejo.
—Anna Ivánovna —dijo Konstantín—. ¿Estás bien?
Ella miró boquiabierta al sacerdote. Durante toda la vida, la gente se había dirigido a ella con mal humor y exasperación. «¿Qué haces?», le decían; o «¿Qué te pasa?». Nadie le había preguntado si estaba bien con ese tono de curiosidad. La luz de la luna jugaba con los valles del rostro del religioso.
Anna habló entre tartamudeos.
—Sí… Claro, bátiushka. Estoy bien. Es que… Disculpadme.
Tenía un sollozo atravesado en la garganta que le estranguló la voz. Temblorosa e incapaz de mirarlo a la cara, dio media vuelta, se santiguó y se arrodilló de nuevo ante el iconostasio. El padre Konstantín esperó a su lado un momento sin decir nada y después se volvió, se santiguó y se arrodilló al otro extremo del iconostasio, ante el rostro sereno de la Madre de Dios. Mientras rezaba, el sonido tenue de su voz le llegaba a Anna: un murmullo lento y resonante, aunque no alcanzaba a entender las palabras. Al cabo de poco tiempo, el lamento de su respiración se acalló.
Anna besó el icono de Jesucristo y miró al padre por el rabillo del ojo, que contemplaba las imágenes en penumbra con las manos juntas. Su voz le llegó como algo etéreo e inesperado.
—Dime —pidió él—, ¿por qué buscas consuelo a estas horas?
—¿No os han avisado de que estoy loca? —respondió Anna con amargura y para su propia sorpresa.
—No —contestó el sacerdote—. ¿Lo estás?
Ella inclinó la cabeza con extrema sutileza.
—¿Por qué?
Anna se apresuró a mirarlo a los ojos.
—¿Por qué estoy loca? —preguntó en un susurro hosco.
—No —respondió Konstantín con paciencia—: por qué crees que lo estás.
—Porque veo… cosas. Demonios, diablos. Por todas partes. A todas horas.
Se sentía fuera de sí, como si algo hubiera tomado el control de su lengua y diese forma a sus respuestas. Jamás se lo había contado a nadie. De hecho, casi nunca se lo admitía a sí misma, ni siquiera cuando musitaba en los rincones y las mujeres susurraban tapándose la boca. Ni siquiera el padre Semión, el padre bondadoso, ebrio y torpe que había rezado con ella más veces de las que era capaz de contar, le había arrancado esa confesión.
—¿Por qué significa eso que estás loca? La Iglesia nos enseña que los demonios caminan entre nosotros. ¿Acaso niegas las enseñanzas de la Iglesia?
—¡No! Pero…
Anna sintió frío y calor a un tiempo. Quería mirarlo a la cara otra vez, pero no se atrevía, así que clavó la vista en el suelo y reparó con extrañeza en la silueta difuminada de su pie descalzo. Por fin, consiguió susurrar unas palabras:
—Pero no son de verdad. No pueden serlo. Nadie más los ve… Estoy loca. Sé que lo estoy. —Calló, pero al cabo de un momento añadió despacio—: Aunque a veces creo que mi hijastra Vasilisa los ve. Pero ella no es más que una niña que ha oído demasiadas historias.
El padre Konstantín afiló la mirada.
—¿Lo ha mencionado?
—No. Últimamente no. Pero cuando era más pequeña a veces me hacía pensar… Su mirada…
—¿Y no hiciste nada?
La voz de Konstantín era dúctil como una serpiente y tan afinada como la de un cantante. Anna se acobardó ante su tono de desprecio incrédulo.
—Le pegaba siempre que podía y le prohibí hablar de ello. Pensé que, si la pillaba a tiempo, la locura no arraigaría.
—¿No pensaste en nada más? ¿Sólo en la locura? ¿Nunca temiste por su alma?
Anna abrió la boca, la cerró de nuevo y miró perpleja al sacerdote. Él se acercó al centro del iconostasio, donde un segundo Jesucristo aparecía sentado en el trono, rodeado de sus apóstoles. La luz de la luna le tiñó el oro del pelo de plata grisácea y su sombra negra se deslizó por el suelo.
—Los demonios se pueden exorcizar, Anna Ivánovna —dijo sin apartar la mirada del icono.
—¿E… exorcizar? —preguntó ella con voz estridente.
—Claro.
—¿Cómo?
Tuvo la sensación de que sus pensamientos debían atravesar una capa de lodo para salir a la superficie. Llevaba toda la vida soportando su condena y ahora el religioso le decía que todo aquello podía desaparecer. Su mente era incapaz de abarcar la idea.
—Mediante los ritos de la Iglesia. Y muchas oraciones.
Se hizo un silencio breve.
—Ah —exhaló Anna—. Por favor, haced que desaparezcan. Echadlos, os lo ruego.
Le pareció que el sacerdote sonreía, pero con la luz de la luna no estaba segura.
—Rezaré y lo meditaré. Vuelve a casa y duerme, Anna Ivánovna.
Ella lo miró con estupefacción y los ojos muy abiertos, y después dio media vuelta y fue hacia la puerta a trompicones, sus pies avanzando con torpeza por la madera desnuda.
El padre Konstantín se postró ante el iconostasio y no volvió a dormir en toda la noche.
Al día siguiente era domingo. Al despuntar la luz verdigris del amanecer, Konstantín regresó a su dormitorio con pesadez en los párpados, se echó agua fría sobre la cabeza y se lavó las manos. No faltaba mucho para la liturgia; estaba agotado, pero tranquilo. Durante la larga vigilia, Dios le había proporcionado una respuesta. Sabía qué mal asolaba aquella tierra. Residía en los símbolos del sol que tenía el aya bordados en el delantal, en el terror que sufría la mujer estúpida, en la mirada indómita y sobrenatural de la hija mediana de Piotr. El lugar estaba infestado de demonios: los cherti de la religión antigua. Esa gente necia y asalvajada adoraba a Dios de día y a los antiguos dioses en secreto, tratando de caminar por ambos caminos al mismo tiempo. Eso los rebajaba a los ojos del Señor: no era de extrañar que el mal hubiera acudido a hacer de las suyas.
Un arrebato de emoción le recorrió las venas. Había pensado que estaba allí, en medio de ninguna parte, para pudrirse; pese a ello, acababa de presentársele una batalla. Una lucha por el dominio de las almas de los hombres y de las mujeres: el mal a un lado y él como representante de Dios al otro.
Los vecinos empezaban a congregarse y casi percibía su curiosidad. Las cosas aún no eran como en Moscú, donde la gente bebía sus palabras con sed y lo amaban con ojos temerosos. Todavía no.
Pero lo serían.
Vasia sacudió un hombro y pensó que ojalá pudiera quitarse el tocado. Como estaban en la iglesia, Dunia le había añadido un velo al pesado armatoste de tela y madera y piedras semipreciosas, y le picaba la cabeza. No obstante, el suyo no era nada en comparación con el de Anna, que se había vestido como si fuera un día festivo y llevaba una cruz de gemas colgando del cuello y anillos en todos los dedos. Dunia había echado un vistazo a la señora y había murmurado entre dientes algo sobre la piedad y las cabelleras doradas. Hasta Piotr había enarcado la ceja al ver a su esposa, pero se había mordido la lengua. Vasia siguió a sus hermanos hacia el interior, rascándose el cuero cabelludo.
Las mujeres se colocaban de pie en la parte delantera de la nave, ante la Virgen, mientras que los hombres lo hacían a la derecha, delante de Jesucristo. Vasia siempre había querido ponerse junto a Aliosha para darse codazos y juguetear durante la liturgia; Irina era tan pequeña y buena que esa distracción no ofrecía ningún interés y, además, Anna siempre la veía. Se agarró las manos detrás de la espalda.
La puerta del centro del iconostasio se abrió y por allí salió el sacerdote. Los murmullos de la congregación se silenciaron y se oyó la risa de una niña.
La iglesia era pequeña y el padre Konstantín daba la impresión de llenarla. Su cabellera dorada llamaba la atención de un modo que ni siquiera estaba al alcance de las joyas de Anna. Su mirada penetrante y azul recorrió la multitud de uno en uno, pero el sacerdote tardó en hablar. Se hizo un silencio absoluto entre los presentes, y Vasia se dio cuenta de que se esforzaba por oír la respiración suave y ansiosa de sus vecinos.
—Bendito sea el reino —entonó Konstantín al fin, y su voz los envolvió— del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, ahora y por los siglos de los siglos.
Vasia pensó que no sonaba como el padre Semión, aunque la liturgia fuese la misma. Su voz era como un trueno y, sin embargo, pronunciaba las sílabas como Dunia daba puntadas. Hacía que las palabras cobrasen vida. Era imponente como el caudal de los ríos en primavera. Les habló de la vida y de la muerte, de Dios y del pecado. De cosas que desconocían, de demonios y de tormentos y de la tentación. Lo invocó todo ante ellos para que se vieran sometiéndose al juicio de Dios, condenados y enviados ai infierno.
Mientras cantaba, Konstantín encandiló a sus feligreses hasta que repitieron sus palabras como aturdidos por la fascinación y el terror. Los espoleó con el látigo flexible de su voz hasta que las voces que contestaban se acallaron y los vecinos escucharon como niños asustados durante una tormenta. Justo cuando estaban al borde del pánico (o del rapto), el sacerdote suavizó la voz.
—Apiádate de nosotros y sálvanos, pues Él es bueno y ama al hombre.
Se hizo un silencio denso. En mitad de aquella quietud, Konstantín alzó la mano derecha y bendijo a su congregación.
Salieron de la iglesia de uno en uno como sonámbulos, aferrándose los unos a los otros. Anna tenía una expresión de espanto exaltado que Vasia no comprendía. Los demás parecían aturdidos o agotados, y su mirada aún delataba los retazos de un arrobamiento temeroso,
—¡Lioshka! —llamó Vasia, y echó a correr hacia donde estaba su hermano.
Cuando él se volvió, estaba pálido como los demás y la miró como si lo hiciese desde muy lejos. Ella le dio una bofetada, asustada por sus ojos ausentes. De pronto, Aliosha volvió en sí y le propinó un empujón que debería haberla tumbado; pero ella era más rápida que una ardilla y llevaba un vestido nuevo, así que retrocedió sin perder el equilibrio. Se miraron jadeantes, con los puños apretados.
Ambos recuperaron el juicio al mismo tiempo. Se rieron, y Aliosha dijo:
—Entonces, ¿es verdad, Vasia? ¿Tenemos demonios entre nosotros y, si no los echamos, nos esperan muchos tormentos? Yo creía que los cherti… ¿Se refiere a los cherti? Las mujeres siempre han dejado pan para el domovói, ¿qué le importa eso a Dios?
—No sé si son cuentos o no, pero ¿hay que echar a los duendes de las casas porque lo diga un sacerdote de Moscú? —contestó Vasia—. Siempre les hemos puesto pan y sal y agua, y Dios nunca se ha enfadado.
—No hemos pasado hambre —apuntó Aliosha, vacilante—, y no ha habido incendios ni hemos sufrido enfermedades. Puede que Dios esté esperando a nuestra muerte para que el castigo sea eterno.
—Por el amor de Dios, Lioshka —se quejó Vasia.
Dunia los interrumpió con su llamada. Anna había decretado un festín de especial magnificencia, y Vasia tenía que estirar la masa de las empanadillas hervidas y remover la sopa.
Comieron al aire libre: huevos, kasha y verduras veraniegas, pan, queso y miel. El alboroto y la alegría habituales estuvieron contenidos. Las jóvenes campesinas se reunían a susurrar en pequeños grupos.
Konstantín masticaba con aire meditabundo y un resplandor de satisfacción. Piotr fruncía el ceño mirando aquí y allá como el toro que huele el peligro pero aún no ha visto lobos en la pradera. «Mi padre sabe de animales salvajes y de saqueadores —pensó Vasia—, pero el pecado y la perdición no se combaten peleando».
Los demás miraban al clérigo con terror y admiración ansiosa. Anna Ivánovna tenía un aura de júbilo vacilante. El fervor compartido parecía elevar a Konstantín y transportarlo como si fuera a lomos de un caballo galopante. Vasia no lo sabía, pero en el silencio de la nave, cuando todos habían salido ya, el sacerdote había añadido esa sensación a su exorcismo, lo había aprovechado todo, hasta que incluso un hombre sin el don de la visión podría haber jurado que oía a los demonios gritar y huir más allá de los muros de Piotr para salvar la vida.
Ese verano, Konstantín se mezcló con los habitantes del pueblo y atendió a sus aflicciones. Bendijo a los moribundos y a los recién nacidos. Escuchó a los que le hablaban y, cuando su voz grave resonaba, a su alrededor la gente guardaba silencio.
—Arrepentios si no queréis arder —les decía—. El fuego está muy cerca. Os espera a vosotros y a vuestros hijos cada vez que os acostáis a dormir. Dadle vuestros frutos a Dios y sólo a Dios. Esa será vuestra única salvación.
La gente murmuraba y sus murmullos se hacían más y más temerosos con el paso del tiempo.
Konstantín cenaba todas las noches a la mesa de Piotr. Su voz provocaba ondas en la superficie de sus vasos de hidromiel y hacía temblar las cucharas de madera. Irina empezó a golpear el vaso con la cuchara, pues el ruido le hacía reír. Vasia la animaba: el regocijo de la niña era un alivio. Las charlas sobre la perdición no asustaban a Irina; ella era demasiado pequeña.
En cambio, Vasia sí tenía miedo.
No del clérigo ni de los demonios ni de las hogueras eternas. Ella había visto a esos demonios, los veía a diario. Algunos eran malvados y otros bondadosos; algunos, sólo traviesos. A su manera, todos eran tan humanos como las personas a las que protegían.
Pero no, Vasia tenía miedo de su gente. Ya no bromeaban de camino a la iglesia, sino que escuchaban al padre Konstantín sumidos en un silencio pesado y ansioso. Incluso cuando no había liturgia, los había que inventaban excusas para visitarlo en su cuarto.
Konstantín le había pedido cera de abeja a Piotr, que derretía y mezclaba con los pigmentos. En cuanto la luz del día entraba en su celda, él cogía los pinceles y abría los viales de polvos. Y se ponía a pintar. Su pincel dio forma a san Pedro. Barba rizada, túnica de color amarillo y ocre oscuro; su extraña mano de dedos largos, alzada en señal de bendición.
En Lesnaya Zemliá no se hablaba de nada más.
Un domingo, desesperada, Vasia coló un puñado de grillos en la iglesia y los soltó entre los feligreses. El contrapunto entre el canto de los insectos y la voz grave del padre Konstantín era divertido, pero nadie se rio. La congregación se escalofriaba y hablaba en susurros sobre malos augurios. Anna Ivánovna no había visto nada, pero sospechaba quién era la autora. Cuando acabó la liturgia, la hizo llamar.
La joven acudió a regañadientes a los aposentos de su madrastra, que ya tenía preparada una rama de sauce. El sacerdote estaba sentado junto a la ventana abierta, moliendo un pedazo de piedra azul. No parecía estar prestando atención mientras Anna interrogaba a su hijastra, pero Vasia sabía que las preguntas eran para impresionarlo a él, para demostrar que era una mujer recta y señora de su casa.
El interrogatorio se alargó mucho.
—¡Lo haría otra vez! —espetó Vasia al final, tan exasperada que había abandonado la cautela—. ¿Acaso no ha hecho Dios a todas las criaturas? ¿Por qué somos nosotros los únicos que pueden alzar la voz para alabarlo? Los grillos adoran con su canto, igual que nosotros.
La mirada azul de Konstantín se desvió un instante hacia ella, aunque Vasia no pudo leerle la expresión.
—¡Qué insolencia! —chilló Anna—. ¡Sacrilegio!
Vasia guardó silencio con la barbilla en alto incluso cuando la vara de sauce silbó. Konstantín observaba, serio e inescrutable. Vasia lo miró a los ojos y se negó a apartar la vista.
Anna vio a la joven, al sacerdote y cómo se miraban fijamente, y su rostro furioso enrojeció como nunca. Azotó la vara con todas sus fuerzas mientras Vasia esperaba sin moverse, mordiéndose el labio hasta sangrar. A pesar de sus esfuerzos, le brotaron las lágrimas y le rodaron por las mejillas.
Detrás de Anna, Konstantín contemplaba sin palabras.
Vasia gritó una vez, hacia el final, tanto por humillación como por el dolor. Pero entonces se acabó. Aliosha, pálido, había ido a buscar a su padre. Piotr vio la sangre y la cara blanca de su hija, y agarró a Anna del brazo.
Vasia no le habló a su padre ni a nadie más. Se alejó como pudo de inmediato, aunque su hermano intentó detenerla, y se escondió en el bosque como un animal herido. Si lloró, sólo la oyó la rusalka.
—Eso le enseñará el precio del pecado —dijo Anna con orgullo cuando Piotr la reprobó por su brutalidad—. Es mejor que lo aprenda ahora en lugar de arder después, Piotr Vladímirovich.
Konstantín permaneció en silencio. Lo que pensó no lo dijo.
Cuando se le hubieron curado los cortes, Vasia caminaba con mayor ligereza y estaba más dispuesta a morderse la lengua. Pasaba más tiempo con los caballos y urdía planes disparatados en los que se vestía con ropa de chico para entrar en el monasterio de Sasha o le enviaba un mensajero secreto a Olga.
Sin decírselo, Aliosha empezó a fijarse en sus idas y venidas para que nunca estuviera a solas con su madrastra.
Mientras tanto, Konstantín condenaba las ofrendas de pan e hidromiel que los lugareños hacían a los espíritus de su hogar. «Dádselo a Dios —les ordenaba—. Olvidad a vuestros demonios o arderéis eternamente». Los habitantes del pueblo le hicieron caso. Hasta Dunia estaba medio convencida: musitaba para sus adentros y negaba con la cabeza, pero acabó por descoser los símbolos del sol de los delantales y de los pañuelos.
Vasia no lo vio. Estaba escondida en el bosque o en la caballeriza. Y el domovói era quien más lamentaba su ausencia, porque para él ya no había más que migas.