Capítulo VIII

 

DURANTE diez días recorrió los corredores de Eagles, entre los "cuerpos" que empujaban sillas de ruedas y no le cedían el paso, sintiéndose centro de todas las miradas y (de ello estaba seguro) objeto de burlas a su espalda. Las ropas hechas en Colorado no tenían estilo, pero era lo mejor que consiguió; el género parecía tosco aunque le pareció excelente cuando el sastre lo llevó a sus habitaciones. Empezaba a comprender el "estilo" de Eagles y a darse cuenta de que él carecía del mismo: los trajes adornados, con pliegues, los complementos, los matices, las plumas o lazos de cintas, los perfumes, las maneras, las actitudes, la manera de andar, un millar de detalles.
Pasó junto a un andamiaje que cubría la mitad de una pared. Desde el corredor contiguo se oía el ruido de martillos perforadores. Al parecer, Eagles era reconstruido, diseñado y decorado de nuevo constantemente.
A pesar del mapa que uno de los Frankies le proporcionó, Dick se había extraviado innumerables veces, pero las múltiples vistas de Eagles empezaban a hartarle. Estaba cansado de sus habitaciones estrechas que carecían de gimnasio, de biblioteca e incluso de una piscina aceptable.
No conocía a nadie en Eagles excepto a Ruell, eso sin contar a los Frankies y demás "cuerpos". Y lo peor era que no lograba entablar amistad con nadie más. Ni siquiera consiguió conocer al coronel Van Etten, el oficial militar encargado del servicio activo. En dos ocasiones fue rechazado en el antedespacho color crema y oro de Van Etten: en la primera le dijeron que para ver al coronel necesitaba citarse previamente; en la segunda, cuando ya estaba citado, le comunicaron que Van Etten había tenido que ausentarse. Si telefoneaba, le contestaban que el coronel no estaba en su despacho.
Del corredor por el que caminaba, descendían escalones amplios y curvados hacia un salón de cóctel en la penumbra. Las botellas y copas del otro lado de la barra del bar resplandecían con colores espectrales, los encargados del servicio eran simples siluetas. Deseoso de tener compañía, Dick miró al interior: en una mesa cercana había una mujer que le miró sin ninguna curiosidad durante unos instantes, volviéndose de nuevo hacia su compañero. Dick titubeó y después retrocedió. Tal vez este sitio estaba reservado... Siguió andando.
El corredor formaba curva en la dirección de una hilera de pequeños talleres de artesanos (joyas de coral, encuadernación de madera, batiks, calabazas pintadas) y desembocaba de nuevo en el corredor central. Ahora se encontraba en territorio conocido: ésta era la arteria principal a nivel medio. Estaba siempre concurrida, de noche y de día. Por ahí venía un hombre vestido de púrpura con una mitra en la cabeza, el tridente en una mano y el incensario en la otra. Dick le había visto anteriormente e hizo preguntas acerca de él. Frankie le informó que ese hombre era un sacerdote de Eblis... a saber qué era Eblis. Apareció entonces un grupo de chicas jóvenes, bonitas casi todas... pero "cuerpos" por desgracia. Dick apenas había visto a una mujer libre desde su llegada a Eagles. Detrás de ellas iban dos tipos morenos, de negro, con cachiporras y semblantes hoscos. Les reconoció por su uniforme: Guardias del Gismo.

 

 

 

Aquí el refectorio pequeño donde Dick comió un par de veces. Estaba situado a pocos metros de la puerta del despacho de Van Etten, pero era inútil dirigirse allá puesto que había conseguido otra cita para dos días más adelante. Le desagradaba comer solo en público, pero era peor hacerlo en sus habitaciones. Abatido, Dick se sentó en una de las mesas y encargó un pequeño refrigerio: pichones, pizza con anchoas, bistec tártara. No tenía apetito.
Movido por un repentino impulso, llamó de nuevo al camarero, que ya se alejaba.
—¿Señor? ¿Desea algo más?
—No, no. Pensaba que... ¿Conoce usted al coronel Van Etten? ¿Quiero decir si le ha visto?
—Oh, sí, señor.
—¿Qué aspecto tiene?
El camarero parpadeó, nervioso.
—¿El coronel Van Etten? Oh, es un hombre muy alto, señor, su aspecto es... serio, y tiene una cicatriz encima del ojo.
—Entiendo. Muy bien, esto es todo.
El camarero le dedicó una inclinación y se alejó. Dick comió el resto de la pizza, a desgana, pensativamente. Bien, ¿por qué no? ¿Qué podía perder? Aunque desaprovechara un día, tanto daba. Abandonó el refectorio, situándose en una arcada enfrente de la puerta de Van Etten. Entraba y salía gente, algunos con uniforme militar. Ninguno de ellos encajaba en la descripción. Era probable que Van Etten utilizara una puerta privada, pero aun en el caso de que la descubriera Dick, seguro que tendría la mala suerte de que el coronel entrase entonces por la puerta principal. Cuando se cansó al fin, Dick se acercó a una cabina de TV, interrumpió la película que aparecía en la pantalla y pulsó el botón de "Privado".
—¿Sí, señor? —dijo la muchacha rubia que apareció en la pantalla.
—Una llamada urgente a Buckhill en los Poconos. Hablaré con quien sea.
—Un momento, señor. —La pantalla se oscureció ligeramente y volvió a iluminarse—. Lo siento, señor, todas las líneas están ocupadas. Haga el favor de solicitar de nuevo la llamada.
Líneas ocupadas todavía. Dick apagó el televisor y volvió a su puesto de observación. Todos los días había intentado llamar a casa, pero las líneas siempre estaban ocupadas. Al principio lo hizo por deber, pero ahora empezaba a preocuparse. Si pudiera preguntarle al Hombre qué debía hacer... Aunque escribiera una carta, no conocía a nadie de confianza para que la llevara a destino. Si entregaba la carta al recadero de otra persona, era posible que la leyera alguien o que ni siquiera fuera enviada.
Pasó una hora, después otra. Cansado y aburrido, Dick permaneció en su puesto. Pensaba en lo que harían Ad y Félix a esta hora... ¿Montarían a caballo o estarían bañándose en el Lago Skytop? Le asaltó una insoportable nostalgia: los olores, el aire, los mismos azulejos que tenía debajo de los pies eran odiosos. Irguió el cuerpo y continuó esperando.
A media tarde salieron tres oficiales del despacho, enzarzados en conversación. El del centro era más alto que los otros, delgado, con las sienes blancas bajo su casco escarlata. Dick avanzó un poco, indeciso. Sí, no, sí, allí estaba la cicatriz.
—¿Coronel Van Etten?
Los tres levantaron las miradas.
—¿Sí? —inquirió el más alto.
—Coronel, soy Dick Jones de Buckhill. Quisiera hablar con usted unos momentos. Se trata de mi destino.
Van Etten parpadeó levemente.
—¿Su destino? —preguntó en tono distraído—. ¿Pasa algo con su destino?
—Todavía no lo tengo, coronel... De eso quería hablarle.
Los otros dos oficiales intercambiaron una mirada. Van Etten dijo:
—¿Dijo usted que se llama...?
—Dick Jones, coronel.
—Jones, pida hora a mi secretario. Los asuntos oficiales los despacho en mi oficina.
Van Etten se volvió para echar a andar. Dick dijo en voz alta:
—Coronel, usted no comprende. He tratado de verle a usted siguiendo los trámites normales, pero su secretario lleva diez días aplazando la entrevista...
Van Etten se detuvo, consternado.
—¡Cielos! —estalló. Uno de los oficiales se puso de puntillas para susurrarle algo al oído—. Sí, por supuesto —dijo Van Etten—. Crump, recuérdemelo después... Jones no será recibido en mi despacho ni siquiera para solicitar una entrevista hasta dentro de un mes. Tome nota.
—Sí, señor —dijo el oficial más joven, sacando una libreta de apuntes.
¡Un mes! Dick tuvo un estremecimiento de indignación.
—Y si no le gusta —prosiguió el coronel, inexorable—, puede regresar a Dunghill o como se llame...
—El nombre es Buckhill, coronel —dijo Dick, alzando la voz. Vio que la gente del corredor se volvió a mirarles.
—¡Dos meses! —exclamó Van Etten. Por un momento miró desafiante a Dick, luego consultó su reloj y dio media vuelta—. Es tarde, vamos.
El oficial joven cerró rápidamente su libreta de notas, susurrándole a Dick:
—¡Estúpido! Más le vale buscarse un amigo cuanto antes.
Seguidamente apresuró el paso para alcanzar a los otros. La multitud hizo corro a su alrededor.
Dick abrió el puño cuidadosamente; las uñas se le habían clavado en las palmas de las manos. Algunos rostros le miraban con curiosidad, otros divertidos, algunos con indiferencia. Tenía la visión borrosa cuando se dio la vuelta, casi a ciegas, encaminándose a donde le llevaran los pies.
Al poco rato descubrió que se encontraba en la Avenida Superior, el nivel más alto de Eagles exceptuando una o dos cúpulas. En el exterior el día se había nublado y la luz grisácea de la pared transparente volvía enfermiza y débil la luz de los fluorescentes.
Dick avanzó despacio, apretando la frente contra el cristal frío. Al otro lado del valle, las distantes montañas eran masas púrpuras y grises; detrás de ellas, las nubes avanzaban rápidamente. Los cúmulos turbios jalonaban el cielo con luz pálida, pero eran tan densos que lo ensombrecían todo como si ya hubiera llegado el atardecer. Por delante de la ventana subían velos de vapor, fantasmales. La enorme hoja de vidrio se abombaba hacia el interior, lastimando la frente de Dick. Se apartó. Los niveles inferiores de Eagles eran hilos de luz. No podía ver el suelo del valle, estaba demasiado oscuro.
Diez días atrás, cuando llegó aquí, fuera era primavera. Al mirar hacia la izquierda vislumbró la Torre inacabada con destellos cobrizos, contra el fondo gris. El cielo se ensombrecía más aún. El granizo racheado azotó cada vez con más fuerza el cristal y finalmente se precipitó un torrente cercando la Avenida como si fuera una cortina de plata.
Era imposible que trataran así a todos los que solicitaban un destino. ¿Por qué encontraba tantas dificultades? Tenía la impresión de que se le cerraban todos los caminos. El coronel no dio muestras de conocerle hasta que uno de los oficiales le dijo algo al oído... Le castigó con un mes de espera y luego con dos por haber protestado. Si volvía a hablar, probablemente tendría que esperar durante tres o cuatro meses... Y le entretendrían de este modo durante el tiempo que se les antojara. ¿Estarían ocupadas aún las líneas con Buckhill? ¿Lo estarían hasta que él se rindiera haciendo lo que le ordenaban? Pero eso no ocurriría jamás.
Cabizbajo, volvió lentamente hacia los ascensores. La gente pasaba en grupos por su lado. Cuando se tropezaba con alguno, Dick daba un rodeo, sin levantar la mirada. Más adelante, encontró un par de piernas cubiertas con mallas verdes que se movían a derecha e izquierda, imitando los movimientos de Dick.
Se detuvo, alzó los ojos: una túnica negra sujeta en la cintura por una cadena de medallones de bronce, una pechera de encaje, un rostro gris. Era Ruell, sonriendo blandamente.
—¿Y bien, joven Dick? ¿Por qué estás tan pensativo?
Dick vio a otros detrás de Ruell que le miraban, pero no les hizo el menor caso.
—Ruell, quiero hablar con usted.
—¡Excelente! Bajemos, hablaremos con más tranquilidad en otro sitio, mi joven amigo.
—No, hablemos aquí —dijo Dick, sin moverse—. ¿Le dijo usted a Van Etten que no me diera ningún destino?
—Mi querido muchacho... ¿tuviste dificultades con Van Etten? —Ruell se rascó la larga mandíbula, con una indolente sonrisa—. Es tan fácil suavizar estas cosas. Debiste acudir a mí. —Detrás de su cabeza, la luz pálida de la lluvia oscilaba en el techo metálico.
Hubo un murmullo de risotadas mal contenidas en último término. Dick se oyó a sí mismo diciendo:
—No puedo combatir a todo el mundo en Eagles, pero a usted sí.
Retiró su bastoncillo de la pinza. El corazón le palpitaba con violencia. Sabía que no podría vencer a Ruell, pero no podía hacer otra cosa. Pensó rabiosamente: "Si me derrota, le desafiaré una y otra vez. Le agobiaré hasta que sea él quien ceda."
—Puesto que insistes tanto... —dijo Ruell lentamente, con la mano encima del pomo de su bastoncillo—. Pero aguarda, una última palabra antes de llegar a medidas tan desesperadas. Me gustas, Dick. Conocí a tu padre. Aunque no lo apruebo, te conseguiré otro protector si lo deseas. ¿Qué te parecería un advenedizo ambicioso que simplemente quiere una sucesión de jóvenes de buena familia? Guardias de corps, aduladores... tal vez alguna que otra pelea. Créeme, Dick, perderé el tiempo cerrando este trato, pero al menos no te malograrás. ¿Sí? ¿Trato hecho?
Dick titubeó. Se dio cuenta de que flaqueaba su firme decisión mientras hablaba Ruell. Le costó trabajo rehacerse. Y su voz sonó con más aspereza de lo que se había propuesto.
—Saque su bastón.
El semblante de Ruell adquirió la dureza que Dick ya le conocía. Sus ojos entornados despedían destellos. Detrás de él, el círculo de espectadores retrocedió un poco, arrastrando los pies. Ruell retiró el pie izquierdo, doblando las rodillas ligeramente. Bajó la mano derecha con lentitud y levantó el bastón con un rápido movimiento. Antes de que aparentemente lo hubiera tocado, el bastón se agitó en el aire como si tuviera vida propia. El bastón de Dick se estremeció en su mano bajo la sucesión de golpes; izquierda, derecha, izquierda...
Recobrándose de la sorpresa, Dick asestó un golpe al hombro que Ruell paró sin apenas moverse y a su vez hizo una finta quebrantando la defensa de Dick y le propinó un golpazo en las costillas.
—Este es el primero —dijo Ruell con aspereza.
Retrocedió poniéndose en guardia.
Dick atacó con furia y destreza, encontrándose enzarzado involuntariamente en una danza de frenética esgrima. Ruell se limitaba a parar los golpes sin contraatacar, o a apartarse un poco dejando que el bastón de Dick azotara el aire. Zas, zas... Ruell estaba poniéndole en ridículo, como a un bebé inofensivo.
—¡Peleé! —gruñó, y oyó carcajadas a su alrededor.
Encolerizado, Dick arremetió de nuevo, pero le contuvo una parada con el codo del otro. Ruell hizo un quite desdeñoso, acorralándole aún más, y de improviso le golpeó en la sien. Tambaleándose, Dick perdió el equilibrio.
—Van dos —dijo Ruell sin alterarse, alcanzándole de nuevo en el estómago—. Y con éste, tres, Dick se desplomó pesadamente, sin aliento, contra el suelo que giraba en torno suyo.
Resonaban los ecos de voces irreconocibles, su mejilla contra el suelo notó la vibración de pisadas que se extinguieron por fin a lo lejos. Cuando se aflojó la opresión del pecho, pudo respirar un poco, con gran esfuerzo. Pero debía hacerlo para no morir.
Alguien le levantó la cabeza en un vano esfuerzo por ayudarle. Se movió débilmente y la mano desapareció. Un minuto después, reaparecieron otras manos, más toscas. Dick pensó en su aturdimiento que la primera debió ser la de una mujer. Le pusieron en pie, pero no se sostenía. Le pasaron los brazos por unos hombros atezados y se dio cuenta, por los ecos, de que le llevaban casi a rastras hacia uno de los gabinetes de la pared posterior. Allí le tendieron en el sofá. Dick les dejó hacer; el malestar le impedía incluso abrir los ojos.
—Pobre gatito mío —dijo una voz femenina, de timbre musical grato al oído—. ¿Quién es? ¿Lo saben?
—Se llama Jones —dijo un hombre—. Frankie dice que en las dos semanas que lleva aquí no ha hecho amistad con nadie.
Hubo un murmullo y luego una sensación de inconsciencia; volvieron las pisadas y alguien le puso un pañuelo húmedo sobre la frente.
—Lo mejor será dejarle solo —dijo la voz varonil—. Ya conocéis a Ruell.
—Sí, pero ¿qué será de él?
—Más no preocuparte, Viv... No puedes hacer nada.
El hombre se expresaba con respeto y cierta pomposidad, como si dijera lo que se esperaba de él y no lo que realmente pensaba.
La mujer insistió:
—Es que yo podría aceptarle.
—Viv, tú sabes que es imposible. En tu lista tienes ya a seis personas de más. Querida, te conviene ser juiciosa.
—Oh, claro, supongo que tienes razón como siempre, Howie.
Al entreabrir los ojos, Dick vio borrosamente una manga masculina de terciopelo rojo y nubes de encaje color crema y un enorme sombrero blanco de mujer. La mujer le miraba, cogiéndose la barbilla con una mano enguantada. Detrás de ella había un grupo de "cuerpos" uniformados.
—Por lo menos podemos llevarle a casa —dijo ella— para que el doctor Bob le reconozca. Después ya decidiremos algo. Saúl, trae una silla, pronto.
Uno de los "cuerpos" hizo una reverencia, diciendo:
—En seguida, señora Demetriou.
Dick volvió a cerrar los ojos sin importarle gran cosa morir o seguir viviendo. Momentos después sintió que le levantaban y le sentaban en una silla rodante. Después se encontró tendido en una cama y vio a su lado a un hombre de bigotes canosos que olía a ron. En el azulado dosel, encima de su cabeza, había pájaros de plata.
—Oh —se quejó Dick, apartándose de los dedos que le palpaban la sien.
—Hum-mmm —observó el hombre de los bigotes canosos, enderezándose con un crujir de seda—. No hay huesos rotos. Se trata de una ligera contusión, nada serio. Se pondrá bien con un par de días de reposo. —Empezó a guardar algo en una caja, con expresión solemne y respiración dificultosa por los gruñidos que lanzaba.
Del resplandor de luz amarilla que había más allá de él, dijo una voz irónica:
—Conque un par de días, ¿eh? Viv, me rindo.
Cuando volvió a despertar, Dick tuvo dificultad en recordar dónde estaba y cómo llegó hasta allí. Incorporándose vio que se acercaba con presteza una chica vestida de amarillo desde el otro extremo de la habitación.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó con una amable sonrisa—. ¿Desea desayunar? —Era joven y bastante bonita, a pesar de la marca en verde de "cuerpo" en el centro de su frente.
—No tengo apetito —Dick descubrió bajo las ropas de la cama que llevaba un complicado camisón de dormir fruncido en el cuello. Dick empezó a saltar de la cama—. Por favor, déme mis ropas.
La chica, inquieta, le empujó suavemente por los hombros para que se acostara de nuevo.
—Oh, no, se lo ruego, señor Jones. Dijo la señora que debe permanecer en cama hasta que esté restablecido. Por favor.
Sentía un insoportable martilleo en la cabeza y no estaba de humor para protestar. Apartándola a un lado, se levantó. Tenía las piernas más débiles de lo que esperaba. Tuvo que apoyarse en el pilar de la cama.
La muchacha retrocedía de espaldas.
—¡Oh, cielos! ¡Señora Demetriou!
Se abrió la puerta y entró una mujer con paso decidido.
—Vamos, vamos, métase otra vez en la cama. ¿No me ha oído?
Para evitar el ridículo de caerse redondo al suelo, Dick se sentó en la cama. La esclava le levantó las piernas y le arropó con el cobertor.
—Esto es todo —le dijo la mujer, que se sentó con gracia en la silla próxima a la cama—. No fuimos debidamente presentados —y su voz gangosa matizó burlonamente sus palabras—. Soy la esposa de Charles Demetriou y usted el señor Richard Jones. ¿Cómo está usted?
Tenía la oportunidad de verla claramente por primera vez. Era esbelta y vestía un vaporoso salto de cama color violeta con una toca del mismo tono graciosamente colocado sobre su melena de cabellos castaños. Su rostro era delgado y moreno, con pómulos salientes y unos ojos grandes de párpados caídos.
Dick comenzaba a impacientarse. Recordaba mal la conversación que oyó el día anterior, pero se habló de la conveniencia de ayudarle o de abandonarle a su suerte. En cualquier caso, esta mujer fue testigo de su humillación.
—Encantado de conocerla —dijo secamente—. Fue muy amable de su parte ayudándome, pero ya me encuentro bien. ¿Puede enviar mensaje a mi esclavo para que venga a buscarme...?
Cuando ella siguió observándole en silencio, sin sonreír, Dick se sintió incómodo y casi obligado a añadir:
—En mis habitaciones podré descansar también. No quisiera parecerle un desagradecido, pero...
—Pero lo es —replicó ella. Se levantó, con el cuerpo muy erguido, y posó la mano sobre un teléfono de estilo francés antiguo. Permaneció así, como si hubiera olvidado lo que iba a hacer—. ¿Es de fiar su criado?
—Lo ignoro —dijo Dick—. Me lo enviaron de la Dirección. Supongo que es buena persona.
—¿Cómo se llama?
—Albert.
—¡Oh, cielos! —exclamó la mujer—. ¿Es un individuo desgarbado y torpe que siempre parece necesitar un buen corte de pelo?
—Sí, ése es. ¿Por qué?
—Es el peor criado de Eagles. Lo destinan a visitantes de paso como mensajeros y gente así. Mi querido señor Jones, ¿no encontró usted nada mejor que ese individuo?
—No la comprendo —dijo Dick; le costaba un esfuerzo seguir la conversación a causa de la fuerte jaqueca—. Me dijeron que estaba prohibido traer a los "cuerpos" propios a Eagles.
—Bueno, esto es cierto, pero no obstante... —Apartando la mano del teléfono, permaneció de pie junto a la silla, mirando a Dick—. ¿Le duele la cabeza?
—Un poco.
—Me lo figuraba. Vamos a ver ahora. —La mujer cogió una bolsa de hielo de la mesa y la puso con cuidado sobre la sien hinchada. Al inclinarse hacia él, Dick notó su perfume fresco y ligero, parecido al de la madera de sándalo—. ¿Por qué se peleó con Ruell? ¿No sabía que iba a pasarle esto?
—Tenía que hacerlo de todos modos —dijo Dick, poniéndose en guardia—. Mi situación no ha empeorado por eso, pero si hubiera ganado yo...
Ella hizo un mohín.
—Ruell es el mejor luchador de bastón de Eagles, pero usted lo ignoraba, ¿verdad?
—Sí —contestó Dick, sintiéndose ridículo y tonto. Pero ¿qué otra cosa podía haber hecho? Y puestas así las cosas, ¿qué iba a hacer ahora?
En cualquier caso, no debía causar la impresión de necesitar compasión.
—Será mejor que me vaya —dijo—. Si me trajeran mis ropas...
—No sea estúpido —dijo ella, sin sonreír—. Tal vez podamos ayudarle. Dígame, ¿pensó en lo que sucedería si derrotaba a Ruell?
—No lo pensé. Supongo que fue una idea improvisada. Tal vez creí que podría obligarle a retirar a sus perros.
—¿Sus perros?
—Ruell ha conseguido que Van Etten y otros que desconozco trabajen para él. No consigo que me den un destino ni llamar a mi casa...
Ella cerró los puños.
—¡Ese reptil! Me pone furiosa pensar que... —Se volvió—. Howard, ven y escucha esto. No darás crédito a tus oídos.
—¿No? —dijo una voz que Dick pudo reconocer. Entró un hombre alto, de anchos hombros, vestido con un traje amarillo de corte sencillo. Era joven, tendría pocos años más que Dick, una cara delgada y simpática, un bigotito y estaba turnando un largo cigarro.
—Richard Jones, Howard Clay. Ahora cuéntenos toda la historia, Richard, porque todos somos amigos. Howard, escucha esto.
—Escucho.
Clay se sentó a los pies de la cama, recostado contra el pilar. Sus ojos castaños eran cordiales, pero irónicos.
Puesto que no había más remedio, Dick les contó todo cuanto le había sucedido desde el primer día. Cuando terminó de hablar, Clay silbó suavemente.
—De todos modos, admiro su temple —dijo—, pero cometió un error. Ahora Ruell, después de haber sido provocado, nunca le dejará en paz a menos que se rinda.
Dick cerró los puños.
—Tiene que haber alguna solución. ¿Acaso lo único que se puede hacer aquí es dejarse maltratar como un "cuerpo" o un animal?
Se produjo una pausa embarazosa.
—No diría yo tanto —dijo la señora con gran frialdad.
Clay se inclinó hacia adelante para sacudir la punta de su cigarro en un cenicero; tenía el ceño fruncido.
—Bueno, lo siento —dijo Dick—, pero así me lo ha parecido.
—Dígame —empezó a preguntar Clay—. ¿No ha pensado en acudir al Jefe?
Dick titubeó.
—No lo sé. ¿Cree que eso daría resultado?
—No, pero es la única tontería que le falta por hacer. Escuche, señor Jones, le aconsejo lo siguiente: Búsquese un protector sin esperar a que Ruell lo haga por usted. Consiga una persona que le agrade y si es posible de más categoría que Ruell para que éste no se atreva a buscarle complicaciones. Todo irá bien para usted si consigue que su amigo le libre de Ruell, aunque sea asustándole. De lo contrario, Ruell le hará morder el polvo. Le acosará implacablemente hasta pulverizarle, y entonces le enviará al Batallón de Inadaptados. Es la verdad.
Clay se puso en pie y cruzó la habitación con las manos en los bolsillos. La mujer le vio salir con expresión pensativa.
—Howard.
—¿Sí? —respondió él, sin volverse.
—Creo que voy a hacerlo yo.
Él giró en redondo.
—Sabía que ibas a decir eso. Estás loca, ¿sabes? Sería lo mismo que adoptar al Cuerpo de Ballet Magyar; tampoco podrías mantenerles.
—Charles tendrá que aumentarme la asignación —replicó ella. Clay refunfuñó.
—Sí, pero ¿te la aumentará?
—Tendrá que hacerlo. —La mujer se volvió hacia Dick—. ¿Quiere que le adopte, Richard?
Dick estaba indeciso. Sin saber por qué, esto no le gustaría, pero la razón le decía que no podía desaprovechar una oportunidad honorable.
—¿Qué tendré que hacer a cambio? —preguntó.
—¿Hacer a cambio? —repitió ella con extrañeza—. Oh, ya entiendo. Richard, ¿qué edad me calcula?
La súbita pregunta no sorprendió a Clay; aproximándose de nuevo, puso el pie encima del brazo del sillón, y ambos observaron a Dick en regocijado silencio.
Dick la miró: su cutis carecía de arrugas, a excepción de unas imperceptibles rayitas debajo de los ojos. Ni una bolsa debajo de la barbilla, y sus manos también eran tersas, sin venas. Era de suponer que éstas eran las señales de vejez. Su figura era esbelta como la de una muchacha. Nada en ella traicionaba una edad avanzada, salvo, tal vez, la mirada penetrante y el trazo firme de su boca. Sin embargo, carecía en absoluto de la suavidad y dulzura de la juventud: su esbeltez era casi esquelética y se veían los huesos delicados de su rostro.
Era probable que tuviera cuarenta años por lo menos. Reduciría años, por cortesía.
—¿Treinta y cinco? —preguntó.
Ambos sonrieron, y la sonrisa de ella le dio un aire casi de adolescente.
—Tengo bastantes más. Soy... Bueno, soy lo bastante vieja. Tengo un nieto que casi tiene su edad, ¿no es cierto, Howie?
—Mmm —dijo Clay, mordiendo la punta de otro cigarro puro.
—Para dejar las cosas en claro —dijo Dick—. ¿Significa esto que resolvería mis problemas respecto al destino y que podría utilizar la TV para hacer la llamada?
—Y además le mantendrá, vistiéndole decentemente —dijo Clay—. Supongo que vivía de su asignación como visitante, ¿verdad? Bueno, Vivian tendrá que hacer mucho más que esto por usted, aunque no se cómo, pero si ella lo promete, lo hará.
Y la miró de soslayo, con los ojos entornados.
Ella le puso la mano en el brazo.
—No te preocupes, Howie —dijo suavemente.
Clay pareció tranquilizarse.
—Y a cambio de todo esto —le dijo a Dick—, ni siquiera tendrá usted que llevar un paquete... a menos que desee hacerlo. Vivian no exige nada... os una filántropa.
Dick fue incapaz de interpretar el significado de la mirada que cruzaron ella y Clay.
—¡Cómo eres! —exclamó la mujer, volviéndose con una sonrisa—. Bien, ¿todo arreglado, entonces?
Dick recordaba las palabras de Ruell: "En Eagles no dan nada por nada." Al otro lado de la cama, estos dos extraños le miraban con una expresión enigmática en los ojos.
Pero ¿acaso podía decir otra cosa más que "sí"?

 

 

 

La imagen era borrosa y fluctuante en la pantalla, por falta de sincronización.
—¿Papá? ¿Eres tú?
—Aquí estoy, Richard. Te veo y te oigo con claridad. ¿Qué ocurre ahí?
—Es que... Oh, ahora ya se ve bien. —Las rayas de color se incorporaron al rostro de su padre, con matices verdosos en las partes más oscuras. Dick aumentó la potencia del control rojo, y redujo la del azul. El rostro adquirió unos contornos más normales—. ¿Cómo están todos?
—Bien, muchacho. Richard, hemos tratado de comunicarnos contigo desde que llegaste ahí. Tu madre ha...
—¡Dick, cariño! —Apareció la cara de su madre y su voz parecía forzada—. Estábamos tan preocupados. ¿Por qué no has llamado?
Dick se oyó decir:
—Había avería en los circuitos. —No tenía la intención de mentir, pero ahora se daba cuenta de que la verdad era imposible porque le hubiera comprometido a dar demasiadas explicaciones.
—Bueno, al menos ya sabemos que estás bien —dijo su madre, mirándole con ansiedad desde la pantalla—. Me da tanta alegría verte de nuevo, hijo. Pareces un poco cansado.
—Será porque tiene mucho trabajo —dijo su padre—. Tengo entendido que te asignaron ya un destino, ¿verdad?
—Sí, papá, estoy en el Quinto de Caballería, al mando del general Myer. —Clay le acompañó al día siguiente de la paliza al despacho de Van Etten y el asunto quedó resuelto en cinco minutos.
Su padre hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
—Es un buen Cuerpo. ¿Hablaste con Ruell?
—Sí.
—¿Has conseguido relacionarte con gente?
—Pues, para ser exactos, no, papá. —Titubeó ahora tendría que explicarlo todo de pe a pa, pero ¿cómo empezaría?
La expresión de su padre se había endurecido.
—¿No? ¿Quieres decir que no tienes ninguna amistad?
—Oh, sí, la tengo... Es la señora Demetriou, una dama muy amable. Pero Ruell y yo tuvimos algunas diferencias... —concluyó con voz apagada.
—¿Una mujer? —preguntó su madre—. Fred, esto no acaba de gustarme. Querido, ¿qué clase de mujer es ella? ¿Cómo la conociste? ¿Es...?
—He oído hablar de ella —dijo su padre—. No tengo nada que objetar. —Miró fijamente a Dick—. ¡Espero que no te hayas enemistado con Ruell!
—¡Oh, no, papá! —Una mentira total.
—Muy bien. Richard, los niños quieren decirte hola. Luego seguiremos hablando.
Su madre se retiró a desgana de la pantalla.
—Dick, procura escribir lo antes que puedas...
Él observó con extrañeza que había envejecido desde que se despidió de ella en casa.
Aparecieron Ad y Félix, gritando:
—¡Hola, Dick!
Y a continuación vio a Constance, muy crecida ya, con el cabello recogido en un moño en lo alto de la cabeza, y el joven Edward en los brazos de la señorita Molly. Todos sonreían y parloteaban a un tiempo...
Momentos después, su padre les hizo salir a todos de la habitación y, volviendo antes la cabeza para cerciorarse de que no podían oírle, miró de nuevo a Dick, en silencio.
—¿Cómo van las cosas en Twin Lakes? —preguntó Dick.
—Todo lo bien que cabía esperar —respondió su padre—. El avión que despegó como señuelo regresó sano y salvo, por si te interesa saberlo.
Dick dio un respingo: se había olvidado del avión.
—Esto, sin embargo, no tiene importancia —prosiguió su padre—. Lo que quería hablar contigo, Richard... —Vaciló, cosa muy impropia en el Hombre, y terminó la frase con un gesto de disgusto—. Tal vez te acuerdes del bufón que se lastimó al caer mientras se celebraba el banquete.
Dick reflexionó unos instantes.
—Oh, sí, ya lo recuerdo.
—Encontramos unas octavillas escondidas en sus ropas. Eran instrucciones para fabricar armas con cuchillos de cocina y herramientas de jardinería.
—Dick notó que palidecía.
—¿Quieres decir que nuestros esclavos...?
—Algunos de ellos han recibido copias de estos folletos y no lo han informado. Ignoramos de quiénes se trata. Aquí jamás hemos utilizado esposas, Richard, pero opino que no tenemos otra alternativa, dadas las circunstancias.
—Sí, naturalmente, papá. —Se humedeció los labios—. Pero... Bueno, es que no puedo creerlo...
—Tampoco yo. Nuestros esclavos siempre fueron leales. Pero este año hay algo extraño en el aire, Richard. Lo noté en Richmond y en otros lugares. Creo que lo mejor es prepararse. Bien, Richard, me parece que esto es todo.
—Sí, papá. Adiós.
La imagen convergió rápidamente en el centro, formó un remolino veteado de color, tembloroso antes de menguar y desvanecerse finalmente.