Capítulo XII
DICK estaba a medio vestir y
bastante aturdido por el sueño cuando oyó la discreta llamada en la
puerta. A fin de no despertar a uno de sus criados, fue a abrirla
personalmente.
—¿Sí? ¿Quién es?
No contestó nadie y a nadie se veía a través
de la mirilla. Dick oyó un ligero crujido junto a sus pies y al
bajar la vista descubrió que alguien había echado un sobre blanco
por debajo de la puerta.
Se inclinó para recogerlo. El sobre estaba
en blanco y contenía una sola cuartilla. La desdobló a la luz de la
lámpara más próxima y empezó a leer:
"Apreciado enemigo:"Al verle he recordado mis vivos deseos de reanudar nuestra relación. La reja que algún imbécil quitó del Arroyo de las Truchas antes de nuestro primer encuentro, ha sido ya colocada de nuevo en su sitio, de modo que no puedo ofrecerme para ahogarle allí. Lo cierto es que resultaría embarazoso abandonar su cadáver en cualquier parte de Eagles."Por consiguiente, propongo que nos encontremos fuera de Eagles. Si utiliza la salida del extremo norte de la Avenida Superior dentro de media hora, me encontrará esperándole en los tejados. Venga bien abrigado y con equipo adecuado para una escalada. Confío en que, como hombre de honor, quemará esta nota y no hablará de ella con nadie."Atentamente,"Un amigo."
"P.D. Si por encontrarse indispuesto prefiere no acudir a la cita, sabré comprenderlo. No se me ocurriría llamarle cobarde la próxima vez que nos veamos."
Dick estrujó el papel. Tenía las manos
heladas y el corazón le latía con fuerza a causa del temor y la
cólera. ¿Cobarde él? El cobarde lo sería Keel, que rehuía una pelea
justa. Lo más probable era que ni él mismo se presentara en el
lugar indicado... Era ridículo... Aquellas alturas vertiginosas
resultaban temibles incluso a la luz del día; peores serían de
noche, en medio del frío y las violentas arremetidas del
viento.
Se volvió. No, sería un estúpido si cayera
en la trampa. Además, era tarde y estaba cansado y no muy
sobrio.
Se detuvo a desgana. Aunque fuera cierto,
esto no cambiaba nada: claro que debía ir.
Después de recoger el papel, que había
tirado al suelo, lo quemó en un cenicero. Al arder chisporroteó con
un sssss burlón, como si estuviera
impregnado de alguna solución inflamable. Con los nervios
crispados, Dick se acercó al armario y empezó a vestirse.
Escogió ropas de abrigo: gruesos pantalones
de montar a caballo, un suéter forrado de piel, suelto y cómodo,
encima de un jersey de cuello alto. Dudó entre los guantes gruesos
y los finos, pero escogió por fin estos últimos. Peor sería tener
los dedos torpes que agarrotados por el frío. Se calzó un par de
botas militares; eran fuertes, pero flexibles como el ante. Se
sujetó el bastón al cinto, quitándole previamente las cadenas del
codo. Después de pensarlo mejor, se metió en el bolsillo un
frasquito lleno de brandy. Echó una última mirada al apartamento, a
la cama caliente y tentadora y al espléndido guardarropa, y
finalmente salió al corredor.
La Avenida Superior aparecía desierta bajo
las estrellas. Dick encontró la puerta metálica y cuadrada, pintada
de gris, en un rincón de la puerta tallada del norte. El macizo
picaporte colgaba abierto.
Hizo girar la puerta contra su resorte y
asomó la cabeza al exterior cautelosamente. La noche era fría y
clara, de un azul metálico. En la cúpula estrellada, la luna
indolente en cuarto menguante, y aquí abajo todo cubierto por una
blancura espectral: tejados, cúpulas, albardillas y las laderas
superiores de la montaña, todo en silencio.
Keel estaba de pie sobre el metal acanalado
del tejado, a pocos metros de distancia. El vaho de su respiración
era blanco. Los ojos brillantes resaltaban bajo sus cejas.
Dick se adelantó, dejando que la puerta se
cerrara a su espalda.
Sintió el frío en la cara; las mismas
estrellas parecían estremecerse de frío en su vasta cúpula. Miró a
su alrededor. Más allá de los contornos de la Avenida de la que
acababa de salir, Eagles aparecía como un bosque de tejados
puntiagudos, cúpulas y minaretes. Cada ventana era un ojo negro;
únicamente la Torre, sobresaliendo como un espejismo del mar de
tejados, derramaba luz amarilla desde su pico.
El viento aullaba con violencia al otro lado
del tejado estrecho en el que se encontraban de pie. Keel habló con
voz ronca:
—¡Feliz encuentro a la luz de la luna!
Dick siguió avanzando hasta que sólo le
separaron algunos pasos de Keel. El hombre rubio vestía de forma
parecida: una chaqueta de cuero, pantalones fuertes y botas altas.
Daba la espalda a la luna y su rostro quedaba en la sombra, apenas
iluminado por el pálido reflejo metálico del tejado. A través del
vaho, le relucían los dientes.
—Si mal no recuerdo, indiqué que no viniera
armado.
Dick señaló la piqueta que asomaba por
encima del hombro de Keel.
—¿Y eso qué es?
Keel volvió ligeramente la cabeza para
mirarla.
—Equipo de alpinista... Muy útil, pero será
mejor que empecemos en igualdad de condiciones.
Se descolgó la piqueta del hombro, junto con
un rollo de cuerda, y los arrojó hacia el borde del tejado. Cayeron
sin ruido.
Con un encogimiento de hombros, Dick se
quitó el bastón, que rodó brevemente por encima del tejado hasta
desaparecer vertiginosamente hacia abajo, en el vacío, donde se
perdió de vista.
Keel aguardaba con una sonrisa
irónica.
—¿Listo? Pues en marcha.
Dándose la vuelta, echó a andar a través del
tejado. En una esquina de la Avenida había una escalera metálica.
Keel empezó a franquearla agarrándose a los escalones. Después de
observarle, Dick le imitó. Sentía en las manos el frío de los
travesaños y se arrepintió de no haberse puesto los otros guantes.
La silueta apareció por un momento contra el fondo del cielo,
desapareciendo después. Las rachas de viento azotaban la espalda de
Dick mientras seguía trepando.
En lo alto de la escalera se encontró frente
a un tejado metálico que se elevaba sesgado hasta un pico alto.
Allí estaba Keel, en negro y plata, esperando.
La escalera se prolongaba tejado arriba en
anchos travesaños de acero espaciados. No podía hacer otra cosa,
excepto seguir trepando. Mientras ascendía, Keel le hizo un saludo
burlón y volvió a desaparecer de su vista.
El pico del tejado resultó ser un extremo de
un largo caballete que terminaba en una curva brusca a lo lejos y
desembocaba después en una torre redonda. Una luz clara bañaba la
torre y los tejados; debajo de ellos, se abría un abismo
insondable. El caballete era plano y formaba una especie de
pasarela de unas ocho pulgadas de ancho. A unos doce metros de
distancia, Keel aguardaba en jarras.
Desde el último escalón era posible poner un
pie sobre el caballete del tejado y, alzando después el otro, izar
el cuerpo en una posición embarazosa. Dick no tuvo más remedio que
encaramarse apoyándose a gatas para no perder el equilibrio a causa
del viento que le zarandeaba por todos lados, pero la humillación
le impulsó a enderezarse. Permaneció de pie, luchando por no perder
el equilibrio, con el corazón agitado.
Por un momento tuvo la certeza de que iba a
caer, pero eso pasó pronto y consiguió sostenerse sin mover los
brazos. Desde lejos, Keel le dirigió otro saludo irónico, después
de lo cual echó a andar hacia la curva del caballete del
tejado.
Poniendo un pie delante del otro, Dick le
siguió cautelosamente. Exceptuando el viento y la distante figura
de Keel, no había indicios de vida en todo el mundo: eso lo habían
dejado abajo. Dick experimentó un singular sentimiento al recordar
los corredores cálidos e iluminados. ¿Cuántas veces los recorrió
sin sospechar siquiera la existencia de este mundo solitario que
había a varios metros por encima de su cabeza?
La luna proyectaba su sombra ante sí mismo.
Sobre los tejados descubrió la Osa Menor y un poco más arriba la
Osa Mayor. La Vía Láctea formaba un arco gigantesco en las alturas.
Dick no se atrevía a mirarla por miedo a perder el
equilibrio.
De forma imperceptible, cada vez se sentía
más aligerado del frío y el vértigo. Apenas veía el blanco
resplandor de los tejados. Siguió a Keel hasta el otro lado de la
torre, hasta adentrarse en un laberinto de paredes y tejados. En
algunas ocasiones franqueaban escaleras y en otras escalaban
aguilones allí donde el techo era demasiado inclinado y no permitía
caminar.
A Dick le silbaban los oídos y tenía los
dedos de las manos y los pies completamente entumecidos, pero
continuó siguiendo los pasos de Keel. Su sentido del peligro era
apenas inaudible, como un sonido familiar extinguiéndose a lo
lejos.
Transcurrió largo tiempo antes de que se
detuvieran a descansar, a horcajadas los dos sobre el caballete del
tejado. Sentados, cara a cara, separados por unos doce metros. A su
alrededor, el cielo y el mar silencioso de las azoteas.
La respiración fuerte de Keel lanzaba vaho
por encima de su cabeza y le relucían los ojos. Sacó un frasco
enfundado en cuero y lo levantó a guisa de saludo. Acordándose de
que él llevaba otro, Dick sacó el suyo y desenroscó el tapón.
Bebieron juntos. El brandy al pasarle por la garganta le inundó el
cuerpo de fuego.
Vio resplandecer los dientes de Keel.
—¿Arrepentido de haber venido?
—¡No! —gritó. Y eso era verdad en cierto
modo, por extraño que pareciera.
Keel asintió con la cabeza y se volvió,
apoyándose con las manos en un declive del tejado mientras las
piernas le colgaban por el otro. Seguidamente se izó dándose
impulso y Dick, imitándole, fue tras él.
Avanzaban por cornisas, aferrados con las
puntas de los dedos, mientras el viento les azotaba por debajo;
recorrieron albardillas donde era preciso combatir el vendaval
abrazándose de piernas y brazos a la piedra frígida; después se
descolgaron por piedras angulares embarbilladas de aristas
cortantes.
La luna estaba ya alta cuando llegaron a lo
que bien podía ser el fin del mundo: un tejado que descendía casi
verticalmente hasta un saliente ancho, a unos veinte pies más
abajo. Más allá, y a cada lado del mismo, había un abismo que no
llegaban ni los rayos de la luna: un abismo que se desplomaba
abajo, abajo hasta terminar en negras sombras.
Manteniéndose a prudente distancia de Keel,
Dick le miró con inquietud. Esto era un callejón sin salida. Pero
Keel estaba vuelto de espaldas al precipicio, descolgándose con
precaución hasta quedar suspendido de las manos y su cuerpo
aplanado en la pendiente inferior. Su rostro, vuelto hacia la luna,
tenía un brillo pálido. Después desapareció sin ruido apenas, y
cuando Dick miró hacia abajo le vio en el saliente inferior.
Por primera vez desde que comenzó la
aventura, Dick se sintió asaltado por un presentimiento. ¿Caerían
al fondo de ese interminable cañón?
—¿Asustado? —preguntó Keel.
Dick apretó las mandíbulas. Se volvió y,
agarrándose al borde como antes lo hiciera Keel, se dejó caer. Las
plomadas le comunicaban su frío al cuerpo. Tragó saliva con
esfuerzo. Debajo no veía nada y resultaba penoso soltar las manos.
Pero era imposible volverse atrás. Aflojó los dedos y sus pies
chocaron con una sacudida en el saliente. Se enderezó,
aturdido.
Keel se encontraba a poca distancia,
contemplando a través del vacío el edificio de enfrente, que tenía
los postigos cerrados. Dick no había visto aquel balcón pequeño de
hierro. Su proximidad era engañosa. Se encontraba algo más abajo de
su posición, pero los dos edificios, según calculó Dick, estaban
separados entre sí por unos quince pies.
—El equipo nos hubiera sido útil ahora —dijo
Keel, sin volver la cabeza.
Dick comprendió a qué se refería. Por encima
del balcón había una cornisa, y echándole un gancho les hubiera
permitido sostenerse y saltar al balcón. Pero eso quedaba
descartado, ya que no tenían una cuerda. Para salvar la distancia,
hubiera sido preciso arrojarse de cabeza, como quien se tira a una
piscina. Para eso hacía falta tener más coraje del que suele tener
la mayoría de hombres.
Keel estaba quitándose los guantes
rápidamente. Se frotó las palmas de las manos en su chaqueta. Dick
le vio gotas de sudor en la frente. Retrocedió hasta tocar la base
del tejado con sus tacones. Entonces, se apoyó en las plomadas para
estabilizar su postura y miró a Dick. Su rostro estaba crispado; su
mirada parecía encerrar una súplica.
Dick era incapaz de articular palabra.
Irguiéndose, Keel hizo oscilar los brazos y
se adelantó hasta el frontal del saliente.
—¡Keel, no lo haga! —gritó Dick
repentinamente, sintiéndose el corazón en la garganta.
Keel agitó la cabeza y retrocedió otra vez.
Hizo una profunda aspiración y volvió a exhalar el aire. Respiró de
nuevo, contuvo la respiración, fija la mirada aún en el balcón de
enfrente.
—Cállese —dijo de pronto—. ¡Oh, Dios.
—Cerraba sus ojos y su mueca revelaba los dientes.
—Escuche, Keel..., golpearemos sobre los
tejados... llamaremos la atención de alguien.
—Jamás —dijo Keel.
Respiró profundamente una vez más, vaciló y
acto seguido, con un extraño gruñido, se precipitó hacia adelante.
Su pie chocó en el frontal del saliente: con el cuerpo casi
horizontal, se arrojó de cabeza.
Dick tuvo la sensación de que la sangre no
le afluía ya a la cabeza. El otro hombre parecía suspendido en el
aire, con los brazos extendidos. Al chocar con los barrotes, las
manos de Keel se asieron a ellos y le resbalaron; el cuerpo de Keel
cayó pegado a la pared. Por un horrible momento pareció estar
colgado, suspendido bajo la sombra del balcón. Dick oyó un grito
ahogado cuando Keel se precipitó bajando un piso y otro hasta
quedar engullido por la silenciosa profundidad. Tras un largo
momento, se percibió un golpe distante y el eco acabó de
extinguirse.