CAPITULO III
El sheriff Lodge descargó la bolsa de monedas de oro sobre su escritorio.
—Ustedes dos tienen más suerte que la pareja de bueyes sementales que importamos de Australia la semana pasada.
Su rostro reflejó la más honda amargura.
Mike y Duke sonrieron al representante de la ley.
—Domine su complejo de inferioridad, sheriff —guiñó Duke un ojo.
El rostro de Lodge se puso cárdeno.
—¡Quisiera saber cómo lo hacen! ¿Cómo atraen la suerte?
Ahora fue Mike quien carraspeó, una mano ante la boca.
—Habitualmente, cobramos un dólar por la consulta, sheriff.
—No se mofe encima, Green.
—Pero por tratarse de usted, le daremos gratis el consejo.
—¿De veras?
—Cómprese un diente de puma, hágale un agujero, pásele un cordón y cuélguelo en su cuello.
El rubio intervino abriéndose el escote de la camisa:
—Aquí tiene uno ya hecho y sólo le costará cinco pavos.
—¡Váyanse los dos al infierno!
Mike recogió la bolsa y miró cejijunto al rubio.
—Andando, Duke. Hay que saber entender una despedida.
—¡Y yo que quería comenzar el primer donativo para un «Fondo Benéfico para Autoridades Jubiladas»...!
El sheriff dio un respingo.
—¿Usted? ¿Usted pensaba hacer eso, Duke... digo, señor Duke?
—No se recoge todos los días una bolsa de cien dólares oro por la captura de dos forajidos.
El sheriff empezó a forzar una sonrisa con una fea mueca.
—Un momento, caballeros... Creo que siempre hemos simpatizado, aunque militando en bandos distintos... Lo del «Fondo de Jubilación» es una antigua idea que he soñado siempre.
—De acuerdo, sheriff —dijo el rubio—. Nos ablandó el corazón su tono patético y aquí tiene para que no diga que no colaboramos.
Arrojó una moneda al aire y el sheriff la atrapó al vuelo.
—¡Veinticinco centavos! —exclamó el sheriff, con una mueca de náuseas.
—Un grano no hace el granero, pero ayuda al compañero —replicó ceñudo el rubio.
Dejaron al sheriff ahogado en una honda cólera y fueron a abrir la puerta.
El alcalde Liston ocupó el hueco con sus ciento veinte kilos de grasa y les impidió la salida.
—¡Vengan a mis brazos, héroes! —rió Con estruendo.
—Póngase en cola que hay dos pelirrojas primero —dijo Mike.
El alcalde borró la alegría del rostro.
—¿Se marchaban sin recibir el homenaje por su acto heroico, muchachos?
—Ya hemos recibido las medallas —sacudió Mike la bolsa.
—Pero Denver entero quiere agradecerles...
—Destaque a dos damas que representen al Ayuntamiento para darnos las muestras de afecto. Ahora le daré las medidas recomendables.
El alcalde salió con una risotada.
—Yo también he sido joven, muchachos...
—Júrelo —intervino el rubio, y puso malcarado al alcalde.
Este resopló ceñudo:
—De acuerdo, sólo quería homenajearles en público y, a continuación, ofrecerles el empleo que Suministros Mineros Asociados desea que les brinde por su acción.
—¿Dijo empleo?
—Sí, señor Green. Un empleo para cada uno. No será de braceros eventuales. Ahora trabajarán solamente diez horas al día y cobrarán un sueldo mensual de cuarenta dólares. Si efectúan cuatro o cinco horas extraordinarias diarias, bien pueden llegar a cincuenta dólares al mes.
Mike y Duke se miraron.
De repente abrieron la boca, echaron atrás la cabeza y rieron con tremendas carcajadas. Lloraron, sé contorsionaron y saltaron.
Todavía reían cuando desaparecieron en la calle.
El alcalde se enjugó el sudor de la frente
—¿Lo escuchó, sheriff?
Lodge tenía el rostro contraído.
—Son dos puntos, señor Liston.
Liston asintió sacudiendo la papada.
—Pero fueron los únicos que balearon a esos enmascarados.
—¿Es una indirecta, alcalde?
Liston apoyó las manos en el escritorio del sheriff.
—¡Se lo diré directamente en la cara, sheriff!
—¡No me grite!
—¡Le gritaré cuanto me venga en gana, Lodge! ¡Mientras no agarre a toda la pandilla seguiré gritándole en el rostro que usted está fallando!
El sheriff pegó un tremendo puñetazo en la mesa.
—¡Juro que caerán en mis manos, alcalde!
—Si le tomara en serio ya lo habríamos procesado más de una vez por perjurio, Lodge.
—¡Maldición, ya tuve bastante con los chistes de esos dos granujas!
—Dos granujas que han conseguido abatir a dos miembros de la misteriosa pandilla. ¡Y los muertos han resultado ser dos peligrosos forajidos! ¿Sabe lo que opino, sheriff?
—Suéltelo porque hoy lo aguanto todo.
El alcalde apretó los gordos labios.
—Opino que estamos ante la organización más importante del país.
—Por fin coincidimos un día.
—Y la gentuza que compone la organización obedece las consignas de un jefe que lleva en mente algo grande.
—Usted es quien lo debe averiguar. Usted es la autoridad de Denver, Colorado. Usted ha de desvelar el misterio de la dinamita robada y decirnos por qué se la llevaron en enormes cantidades.
—Enormes cantidades, ¿eh?
—Después del asalto a Suministros Mineros Asociados, ha desaparecido todo un vagón de dinamita que se hallaba fuertemente custodiado en la estación del ferrocarril de Mediodía.
—Sí, maldita sea —gruñó el sheriff—. Y no dejo de preguntarme hasta cuándo estarán robando dinamita.
—Yo vine a preguntárselo a usted, autoridad.
—¿A mí?
—¡Usted ha de desarticular pronto la organización!
—Para ello necesito hallar un rastro.
—¿Qué clase de rastro, sheriff?
—Uno que me conduzca al cuartel general de esa gentuza. La dinamita debe estar escondida en algún lugar no lejano de Denver.
—Es cierto, sheriff. No pueden transportarse enormes cantidades del explosivo sin que sean vistos.
—¿Y han sido vistos por alguien, alcalde? No, señor. La dinamita ha desaparecido como si fuera humo. Y también los que la robaron.
—Ya tiene a dos cadáveres muy tangibles, sheriff. Los que cobraron Mike Green y Duke Redy.
El sheriff lanzó un chorro de saliva a su escupidera de loza floreada.
—Lo condenado del caso es que los dos pájaros muertos tampoco llevan a ningún lado.
—¿No, eh?
—Eran fulanos que trabajaban a sueldo. Sin duda fueron tomados para el asalto de Equipos Mineros Asociados porque el asunto era de envergadura y necesitaban más gente. Lo dicho, alcalde. Los dos enmascarados no llevan a ningún lado.
—¿Y la descripción que tenemos de los asaltantes que operaron en un par de almacenes?
—No encaja con los prontuarios de delincuentes conocidos. No tengo fichas que hablen de un tipo serio como un muerto, otro con rasgos mexicanos y el tercero llamado Ed, con un ojo ligeramente hundido que brilla de modo asesino.
—Estamos limpios, sheriff —arrugó los gordos labios el alcalde.
La puerta se abrió con brusquedad y el sheriff y el alcalde soltaron a coro una maldición de moda.
En la oficina acaba de penetrar una linda muchacha, de unos veintidós años, ojos negros y grandes y esbeltas curvas.
—Sheriff, tiene que ayudarme —suplicó.
Lodge apretó la mandíbula.
—¡Ya le dije que nada puedo hacer por usted, muchacha!
—Usted no puede consentir una injusticia, sheriff. Y usted tampoco, alcalde.
El alcalde había roto a sudar.
—Creíamos que ya estaba lejos de Denver, criatura.
—Ellos me impidieron tomar el tren.
El sheriff y el alcalde se miraron apesadumbrados porque sólo les faltaba un problema de aquella índole.
La muchacha tenía lágrimas en los ojos.
—¿Creen que puedo casarme con un hombre al que detesto?
—Pequeña —parpadeó el alcalde tratando de ser simpático—. Oye a la voz de la experiencia.
—Ya sé. Va a decirme que Edward Reat es un partido que muchas chicas desearían.
—Edward Reat no es malo, muchacha.
—Es un cerdo adinerado.
—¡Dios santo, no hables así de un hombre al que todos adoran!
—Lo adoran cuatro ricachones que viven a la sombra de sus negocios. Y los cuatro ricachones obligan a los demás a sentir cariño por él.
—Tú eres una rebelde, pequeña.
—Lo que soy es una mujer libre, alcalde. Y no estoy dispuesta a ceder.
El sheriff chascó la lengua e intervino con amargura:
—Judith, si fueras verdaderamente libre, yo sería el primero en prestarte ayuda.
—¿Sí?
—Pero tu padre ejerce autoridad sobre ti. Vives bajo el techo paterno. Debes obedecer en todo al señor Hoye, el autor de tus días.
—Y debo casarme con un hombre al que detesto.
El sheriff cabeceó compungido.
—Muchas mujeres detestaron a sus esposos en el día de la boda. Pero luego les fueron tomando cariño. Edward Reat tuvo el mismo problema con su segunda esposa.
—Me han hablado de Doris Reat, sheriff —dijo Judith.
—Y te habrán dicho que tampoco amaba a Edward Reat.
—Me han dicho más. Doris deseó morirse desde el primer día. Y al final lo consiguió dos años más tarde.
—Vamos, muchacha. Doris acabó por avenirse a la vida con Edward Reat. Todos los hemos visto juntos, en público, evidentemente felices. Sonreía, lo acariciaba, lo besaba.
—Y también me confesó la pobre Doris que Edward le daba náuseas, miedo y odio a la vida.
—¡Judith!
—Lamento airear el secreto de una amiga muerta, pero así es.
El alcalde intervino empapado el pañuelo de transpiración:
—Por favor, Judith. Vuelve a casa de tu padre y accede a la boda.
Primero me arrojo al tren.
—¡Judith!
La muchacha abatió la cabeza.
—Esperé que ustedes me tendieran la mano, pero ya veo que les ocurre lo que a todos.
El alcalde y el sheriff no tuvieron agallas para preguntar qué cosa les ocurría a todos.
Judith lo dijo en voz alta:
—Miedo.
Los dos hombres no rechistaron.
Judith atrapó el pomo de la puerta.
—Pero les aseguro que yo no lo tengo. Y ni los peones de mi padre, ni los criados de Edward Reat serán bastantes para arrastrarme al altar acompañada de Edward Reat.
El alcalde controló las náuseas que sentía de sí mismo y murmuró:
—Edward Reat, el hombre más poderoso de Denver. El hombre que puede bloquear los suministros de alimentos a la ciudad. El hombre que tiene bastante influencia para hacer saltar del puesto al político más prominente de nuestro estado. Tienes razón, Judith. Es miedo lo que sentimos.
Judith les dirigió una mirada penetrante y dijo:
—Buscaré quien no tema a Edward Reat.
—Será difícil hallar el hombre, Judith —agregó el alcalde.
Después, Judith salió furtivamente de la oficina.
La puerta se cerró con un chasquido.
Los dos hombres quedaron en silencio evitando mirarse al rostro.
La puerta se abrió de nuevo y el repartidor de correo lanzó un sobre canturreando:
—¡Correo interior...! ¡Urgente!
El sheriff rasgó el sobre y leyó.
La lectura hizo que sus ojos crecieran dentro de las órbitas.
—¡Alcalde! —exclamó con voz estrangulada.
—¿Qué ocurre?
—¡La dinamita!
El alcalde arrancó el mensaje de manos del sheriff, quien tenía ahora bloqueadas las facultades del habla.
El alcalde también enmudeció después de la lectura del mensaje, que decía:
«Sheriff, la dinamita está bajo de sus botas. Usted habrá mirado instintivamente al suelo de su oficina al leer esto. Pero no quiero decir que la dinamita la colocamos bajo el suelo de su despacho. Está colocada bajo el suelo de Denver. ¿Sabe lo que ello significa? Denver entero está en nuestras manos, bajo nuestro control. Si hacemos estallar la enorme carga, la ciudad será reducida a escombros. ¿Cómo lo pudimos hacer? Está explicado en dos palabras. ¡Usted sabe que Denver se levantó al impulso de las minas de carbón. A ello debe su fundación. Las galerías surcaban el subsuelo y los primeros habitantes trabajaban abajo, mientras sus esposas vivían en casuchas arriba. Así empezó su querida ciudad.
»Pasados los años, los filones se han ido agotando y se han abierto nuevas galerías, abandonando las antiguas. En una de esas antiguas galerías está la carga de dinamita más fabulosa del siglo. Hemos acumulado la suficiente para que Denver salga volando por los aires. Si la explosión cubre justo el centro de Denver, no se librarán los alrededores cuando caigan los bloques de las antiguas casas. ¿Se imagina una lluvia de tremendas piedras arrollando los restos y aplastando los alrededores? He aquí una imagen apocalíptica de lo que puede suceder.
»Pero no ocurrirá así, sheriff. Esa dinamita quedará enterrada bajo el suelo de Denver, olvidada en las antiguas galerías que erosionan por abajo la ciudad. ¿Y sabe por qué? Yo le contestaré de modo contundente. No habrá explosión porque usted comunicará la nueva al alcalde, hombres de negocios y vecinos prominentes.
»Y entre todos ellos van a reunir una suma que justificará la salvación de Denver. Esta suma me hará olvidar la aventura y dejaré una pujante Denver a mi espalda. ¿Verdad que es lindo, sheriff? Tienen veinticuatro horas para reunir el dinero. Pueden colocar huchas en las calles y que cada hijo de vecino deje lo que pueda. Los ricos más, y los pobres menos. Será una muestra de espíritu colectivo que les rendirá dividendos espirituales porque desde ahora amarán a su Denver con conocimiento de causa. ¿Sigue siendo lindo, sheriff? Veinticuatro horas. Ya daremos instrucciones para recoger el dinero. Saludos de»
La Mecha que Arde.
»P.D. — Se me olvidó decirles la cantidad. Son doscientos mil dólares en monedas de oro del tamaño que quieran. Pueden fundirse y no dejan rastro como los billetes marcados. Confieso que es mucho dinero. Pero repartido a escote, apenas representa los ahorros de cada familia. Vale la pena el gasto. Quizá se alegren un día del sacrificio.»