CAPITULO IX
Judith salió de una casa y tropezó con Mike, quien la sujetó por los brazos para que no cayese.
—Oh, Mike, eres tú...
—Te creía en el rancho.
—Vine a casa de la modista para elegir mi vestido de novia.
—Menos mal que tardarán en hacértelo cuatro o cinco días.
—Lo tendrán mañana.
—Eh, Judith, ¿qué modista fuiste a elegir? Nunca conocí a otra que trabajase tan rápido.
—¿Tienes muchas experiencias con modistas?
—Bueno, alguna vez he regalado algún vestido.
—A girls, ¿verdad?
—Ya conoces las obras de misericordia. Una de ellas dice que se debe vestir al desnudo.
—Pues sigue vistiéndolas —repuso ella, enfurruñada y, levantando la barbilla, fue a marcharse.
Pero Mike la tomó del brazo y Duke llegó en aquel momento.
—Hola, Judith. Aquí nos tienes otra vez metidos en el lío.
—¿En cuál lío?
—Mike ha pedido diez mil dólares a los prohombres de la ciudad por impedir el sabotaje.
—¿Diez mil?
—Eh, ¿por qué todo el mundo repite esa cantidad? ¿Te parece mucho? Pues a mí me parece poco por jugarnos la piel, las uñas y los dientes.
La joven sonrió a Mike.
—Ya te comprendo... Pediste diez mil porque piensas darle el dinero a mi padre para que pague al señor Reat y de esa forma no me casaré con él.
—¿Es eso, Mike? —chilló Duke.
—Sí, Duke.
—De modo que debo dejar que me asen para que hagas tu obra buena del día.
—Deja de protestar, Duke. En el fondo, estás de acuerdo en que ayudemos a Judith. ¿No has visto al señor Reat? ¿Te lo imaginas como esposo de Judith? Es un hombre insoportable.
—Pero está podrido de dinero.
—Eso lo hace más insoportable.
Judith se echó sobre Mike y lo besó en la boca.
Duke protestó fuerte:
—Eh, que también el tambor es tropa.
Judith se apartó de Mike y besó a Duke en la mejilla.
—Es lo que siempre me ha molestado, que se haga discriminación —dijo el rubio.
Judith dijo, sonriendo:
—Todavía no me voy al rancho porque he de quedarme en la ciudad para hacer unas compás. Por si fuera poco, el señor Reat nos ha invitado a su casa para tomar el té.
—¿El de las cinco? —preguntó Mike.
—Sí.
—Haremos todo lo posible para no faltar.
—Mike, ten cuidado con lo que haces.
—No hace falta que le des el consejo —repuso Duke—, porque no sabemos lo que vamos a hacer.
Mike cogió a Duke de una oreja y tiró de él.
—Hasta luego, Judith.
Los dos amigos entraron en el saloon y se acercaron al mostrador. Pidieron whisky.
El empleado puso los vasos delante y Mike dijo:
—Necesitamos un viejo conocedor de las galerías de la ciudad, ya sabe, un antiguo minero.
—Está el viejo Jimmy Chey, pero no creo que les sirva.
—No me diga que está en el cementerio.
—No, aunque le falta poco.
—¿Moribundo?
—Borracho. En su estado natural.
—¿Cuál es? —preguntó Duke.
Mike ya había desparramado la mirada por el local y descubrió a un hombre de unos cincuenta años que estaba acostado en una mesa.
—No hace falta que preguntes, Duke. Allí lo tenemos.
Los dos amigos bebieron el whisky y, después de pagar, se dirigieron hacia la mesa en donde se encontraba Jimmy Chey.
Mike lo zarandeó.
—Despierta, Jimmy.
—Vete al infierno, Leonor. No volveré contigo.
—No soy Leonor.
—Lárgate, Emma. El mundo se va a acabar en Denver.
—Tampoco acertó. Mi nombre es Mike Green.
Jimmy abrió los ojos y al ver la cara de Mike dio un grito:
—¿Por qué no te has afeitado, Manuela?
—Jimmy, ¿quiere ganarse diez dólares?
—¡No estoy para matar a nadie!
—Sólo queremos visitar las viejas galerías de donde extraían el carbón.
—Hay demasiados bichos.
—Justamente lo que estamos buscando.
—¿Son de la Sanidad? i Ahora los reconozco...! Son esos tipos que están armando tanto jaleo.
—Los mismos que le van a pagar diez dólares para que los gaste en whisky.
Jimmy hizo un gesto como si le diese náuseas.
—No me nombre el whisky.
—¿Ya no son amigos?
—Rompí con él por dos horas. Deme esos diez dólares.
—¿Está para acompañarnos o quiere que antes le demos un baño en el abrevadero?
—¡Abrevadero, significa agua...! Mike, si usted me mete en esa porquería, reñimos para toda la vida...
—¿Cree que en ese estado puede dar con la entrada de las galerías?
Jimmy rió mientras saltaba de la mesa. Señaló a Mike.
—Soy un topo, ¿lo oye bien? Un topo... Usted me puede dejar en cualquier parte de las galerías y yo sabré salir.
—Demuéstremelo.
—Vamos allá.
Los tres hombres salieron del local.
Se internaron por el callejón, hacia las galerías que quedaban detrás de las casas. En aquella parte crecían los arbustos y se veían algunos agujeros.
—Veo muchas entradas, Jimmy —dijo Mike.
—Tengo una mejor, pero habremos de apartar desperdicios.
—¿Por qué es la mejor?
—Usted dijo que querían llegar a las galerías más antiguas, ¿no es eso?
—Sí.
—La entrada que le digo es la que sirve.
—Adelante, Jimmy.
Siguieron andando y poco después llegaron a un lugar en donde se amontonaban maderos viejos, cubos...
—Empiecen a trabajar —dijo Jimmy—. La entrada está obstruida por la basura.
Los dos jóvenes se pusieron a quitar objetos. Jimmy no les ayudó en nada, porque se sentó en un cubo y se puso a canturrear.
Ninguno de ellos vio acercarse a tres hombres de pistolera baja, barbudos y trajes desaseados.
Los tres se detuvieron y el del medio, que era el más alto, y que exhibía una cicatriz en la mejilla derecha, dijo:
—Si buscan oro, éste no es el sitio adecuado.
Duke y Mike se volvieron.
Los tres tipos tenían la mano sobre la culata del revólver y eso les concedía una gran ventaja.
El viejo Jimmy seguía con la boca abierta y no logró articular sonido alguno.
Mike señaló al terceto y dijo:
—No buscamos oro.
—Ya lo sabemos. Ustedes vinieron aquí en busca de plomo y lo van a recibir en cantidad, ¿verdad, chicos?