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VENI, vidi, vinci: Vine, vi y vencí. Julio César había dicho antes esas palabras, y Clive McClintock las repitió con silenciosa satisfacción, mientras estaba de pie, en actitud solemne, frente al altar cubierto de flores de la pequeña iglesia, mirando a su futura esposa que descendía por el corredor detrás de su hijastra. La marcha nupcial poblaba de ecos el lugar, y los espectadores se inclinaban hacia adelante para ver mejor a Celia en su vestido de novia, y Clive sonreía. Todo lo que siempre había deseado lo tenía al alcance de la mano.

Si se trataba de riquezas, Celia Lindsay y su plantación no podían equipararse a las riquezas de la antigua Roma, pero serían suficientes. Oh, sí, con ella se arreglaría muy bien. Era hermosa, tenía buena educación, era flexible y se trataba de una dama. Y rica. Muy rica. Rica en tierras. Si Mimosa no hubiese sido el incentivo, Clive jamás habría propuesto matrimonio. El lecho quizá, pero no el matrimonio. Imaginaba que en cierto modo la hijastra había tenido razón cuando le dijo que era un cazador de fortunas. Pero su intención era que Celia no perdiese nada en el arreglo. Y tampoco la hijastra, si de eso se trataba. Tenía la intención de hacer todo lo posible para convertirse en un buen marido de Celia, y si jamás una mocosa había necesitado la proverbial mano de hierro con guante de terciopelo, ésa era Jessie Lindsay. Ambas se beneficiarían si él ejercía el control de la plantación y de las dos vidas.

Las cosas se habían desarrollado de un modo que merecía la denominación de justicia poética. Esa mañana inolvidable él había jurado, sobre la cubierta del Mississippi Belle, que alguien pagaría por el robo de su dinero. Y el pagador en definitiva fue Stuart Edwards, que involuntariamente había reembolsado el producto del robo dando a Clive algo que a la propia víctima ya no le servía: su identidad. Y la parte sin usar de su vida.

Por supuesto, Clive inicialmente no se había propuesto asumir la identidad de Edwards. Con la esperanza de descubrir algo que lo condujese a Hulton y su dinero, había rechazado todas las ofertas de tratamiento de su mano para realizar una investigación furiosa en las pertenencias de Edwards. Descubrió un poco de efectivo, algunos recuerdos y una carta. Guardó la carta para conservar la dirección: Plantación Tulip Hill, en el Valle Yazoo, Mississippi. Quizá Hulton se había dirigido allí.

Después Luce, seguida por un médico, lo había encontrado e insistido en que el profesional atendiese la mano. Durante varios días, Clive no había hecho nada más que maldecir al destino, beber y buscar a Hulton y su dinero; pero ambos habían desaparecido de la faz de la tierra.

Cuando Clive finalmente se decidió a leer la carta y supo que provenía de dos ancianas tías (y a juzgar por el texto, dos mujeres que ya chocheaban) de Edwards, casi estrujó la misiva y la desechó por inútil. Pero quién sabe por qué, la conservó. Sólo más tarde, después que los mejores médicos de Nueva Orleans le aseguraron que habían hecho todo lo posible, pero que era dudoso que jamás recuperase la movilidad de los dedos de la mano derecha, recordó a las tías de Edwards.

La puñalada había cortado nervios, músculos y tendones. Por el resto de su vida, sufriría cierto grado de parálisis de la mano.

Las manos de un jugador eran su medio de vida. Desde la niñez, Clive había sido capaz de hacer todo lo que se le antojaba con los naipes; las maniobras propias de un prestidigitador eran una de sus cualidades. La rápida destreza de sus dedos había permitido que él, antaño un "muchacho sucio de la calle", consiguiera los elementos de una existencia cómoda, e incluso a veces lujosa. Unos pocos años más, y podría iniciar una vida ordenada.

Pero esa perspectiva se había esfumado. Al mismo tiempo que el dinero le habían robado los medios de ganarse la vida. Perder la movilidad de la mano derecha era mucho peor que soportar un robo.

Después de algunas semanas dedicadas, por momentos, a accesos alcohólicos de autocompasión y otras veces, a cóleras de borracho, concibió la idea. Buscó frenéticamente la carta y volvió a leerla, esta vez con mucho cuidado.

Las tías de Edwards eran dueñas de una plantación de algodón, lo cual sin duda significaba que eran ricas. Y estaban dispuestas a dejar todo como herencia a su sobrino, con la única condición de que fuese a visitarlas. Eran mujeres ancianas y solitarias, y Edwards era el único pariente varón que sobrevivía. Ya lo amaban, aunque no lo hablan visto desde que era un niño de brazos.

Más acerca del mismo tema. Tres páginas con líneas tachadas y retachadas tantas veces que en ocasiones era difícil leer la carta. Pero Clive consiguió aclarar los que para él eran los hechos esenciales: dos viejas damas no muy cuerdas, sin otros parientes en el mundo, estaban dispuestas a dejar sus grandes bienes terrenales a su sobrino, si éste las visitaba.

Infelizmente para ellas, el sobrino estaba muerto. Pero Clive vivía. Stuart Edwards le había robado cuarenta y cinco mil dólares y sus medios de vida. Stuart Edwards se los debía.

Clive nunca dejaba sin cobrar una deuda cuando podía evitarlo.

Que habría algunos problemas imprevistos en la ejecución de este plan, era algo indudable para Clive. Pero tampoco dudaba de que lograría superarlos. Durante los muchos años que había vivido gracias a su ingenio, había aprendido que, en general, la gente veía sólo lo que deseaba ver, y creía casi todo lo que le decían. Si él se presentaba ante las dos ancianas damas de la Plantación Tulip Hill como el sobrino pródigo, ¿quién podría refutarlo?

Devanándose el cerebro con el fin de recordar algo del apreciado difunto, Clive recordó que Stuart Edwards había sido alto, y tenía cabellos negros. Clive no recordaba el color de los ojos del individuo, pero si las ancianas damas no habían visto a su sobrino ladrón desde que era un infante, probablemente tampoco conocían ese detalle. Además, las posibilidades de que los ojos de Edwards hubieran sido azules eran del cincuenta por ciento. No era mala chance, si de eso se trataba.

Y si por casualidad sobrevenía algún interrogante acerca de su edad, tenía la carta, dirigida a él mismo con el nombre de Stuart Edwards, de Charleston, Carolina del Sur, como prueba de que era quien afirmaba ser. Eso y un cerebro ágil, el mismo que en veintiocho años jamás le había fallado. Engañar a dos viejas damas sería ridículamente fácil. Además, probablemente, sería para ellas un sobrino mejor que Stuart Edwards, ladrón y presunto asesino.

Clive planificaba desde hacía un tiempo una visita a es señoras; después, se instalaría en el vecindario con el nombre Stuart Edwards, y más tarde, cuando las ancianas fueran al cielo a recoger su recompensa (por el sesgo de la carta, eso no tardaría demasiado), volvería a recoger la herencia, y toda la comunidad ratificaría quién era él.

Los mejores planes eran siempre los más sencillos.

Ciertamente, todo había salido incluso mejor que lo que él preveía. Las señoritas Flora y Laurel se arrojaron sobre él apenas el mayordomo anunció quién era, y aceptaron sin vacilar que se trataba de su sobrino. Nadie formuló el más mínimo interrogante acerca de su identidad.

El único inconveniente era que las dos damas, a pesar de toda su chochera, parecían gozar de excelente salud. Clive percibió, claramente (gracias a la charla de las señoritas Edwards acerca de sus longevos antecedentes) que podía pasar un número considerable de años antes de que su plan culminase definitivamente.

No era que deseara el más mínimo daño a las ancianas, pero...

Y entonces conoció a Celia Lindsay, una viuda acaudalada. Mientras la señorita Flora, la más vivaz de las dos tías, no le aclaró bien la condición marital y financiera exacta de Celia, Clive apenas le prestó atención. Tenía bastante buen aspecto, pero por cierto nada que lo atrajese demasiado si se lo comparaba con una camada entera de debutantes recientes.

Pero una viuda acaudalada tenía muchas cosas a su favor. Una viuda acaudalada que hacía todo lo posible para atraerlo a su lecho determinaba que la empresa fuese casi ridículamente fácil.

Clive era un hombre sumamente adaptable. En lugar de esperar que las señoritas Edwards entregasen su alma a Dios, decidió cambiar de planes. Orientaría su conocido encanto hacia la señora Lindsay, la seduciría, y sin más trámites se casaría con ella y con su plantación. De ese modo tendría las tierras con las cuales siempre había soñado, y un modo de vida en el cual jamás había pensado siquiera.

Le agradaba mucho la idea de Clive MeClintock —no, digamos Stuart Edwards—, caballero y plantador.