39
EN definitiva, Jessie no le rascó la espalda. Nunca había creído que él podía excitarla de tal modo después del primer episodio, pero así fue. Y con respecto a hacerlo cómoda y serenamente, empezó así, pero al final fue muy distinto. Fue intenso, rápido, glorioso y agotador.
Después, por un rato, ninguno de ellos se movió. Stuart yacía acostado sobre la espalda, y Jessie se había acurrucado al lado. Dormitaron, y medio despertaron para murmurar palabras de amor, y volvieron a dormir. Cuando Jessie abrió los ojos, ahora bastante despierta, el camarote estaba sumido en sombras. Más allá del ojo de buey, lo que ella podía ver del cielo era un grandioso dosel anaranjado y oro.
A juzgar por lo que ella sentía, el River Queen estaba en movimiento.
—¡Stuart!
Jessie se sentó en el camastro, apartándose los cabellos de la cara y levantando la sábana para cubrir el busto. Al volver los ojos hacia Stuart, descubrió que su impulso hacia el recato había dejado completamente desnudo al hombre. Tendido sobre la espalda, con los brazos sobre la cabeza, era un espectáculo impresionante. Jessie lamentó disponer de muy poco tiempo para admirarlo.
—¡Stuart! ¡Despierta! ¡El barco se mueve!
—¡Se mueve!
Ahora se decidió a abrir los ojos. Se sentó en el camastro, sacudió la cabeza para aclararla, y miró alrededor con los ojos muy grandes. Sin duda, estaba asimilando la prueba inequívoca de que el barco se movía, exactamente como le había sucedido a Jessie.
—Parece que esta vez viajo muy liviano —dijo, y volvió a acostarse sobre el colchón, sonriendo.
—Pero... ¡ni siquiera tienes una muda de ropa para cambiarte! ¡O nada!
—No te preocupes. No es la primera vez que me encuentro en esta situación. Aunque generalmente esa escasez de medios ha sido el resultado de la necesidad de salir de prisa de cierto lugar. Oh, bien, la posada donde dejé mis cosas seguramente me cuidará la ropa hasta el regreso, y si no es así —..— Se encogió de hombros. —No es difícil conseguir prendas de vestir. Entretanto, lavaré la ropa por la noche y me la pondré húmeda por la mañana. Ya lo hice otras veces.
—¿Y Sable? Viniste en Sable, ¿verdad?
—Empecé el viaje montado en Sable, pero perdió una herradura al sur de Vicksburg. Lo dejé allí, en un establo, y alquilé un caballo que ahora está comiendo tranquilamente en otro, detrás de la posada donde pensaba pasar la noche. Cabalgué toda la noche, de modo que estoy un poco escaso de sueño, por eso me adormecí. Querida, me obligaste a hacer un gran esfuerzo.
—¿Lo lamentas? —La pregunta fue formulada en voz baja.
—No. Por Dios, no. ¿Qué es una de las plantaciones algodoneras más importantes de Mississippi comparada con una joven pelirroja que tiene la sangre tan ardiente como los cabellos? Prefiero toda la vida una mujer ardiente a la riqueza.
Estaba burlándose. Pero sus palabras tuvieron el absurdo efecto de tranquilizar por completo a Jessie. Irguió altiva la nariz.
—No es cierto —dijo con aire digno—, no tengo vello rojo.
—Oh, sí, lo tienes. —La miró con una sonrisa perversa.— Y no sólo en tu cabeza. Ahí abajo.
—¡Ya es suficiente! —lo interrumpió Jessie, escandalizada, pero no tuvo más remedio que sonreír al ver cómo se divertía Stuart.— Señor Edwards, tu barniz de civilización está desapareciendo.
Al miraría, los ojos de Stuart parpadearon.
—Jamás un ser humano pronunció palabras más auténticas —murmuró oscuramente Stuart.
Jessie pensó interrogarlo acerca del significado de la frase pero él extendió la mano y la obligó a acercarse.
—Siempre hueles tan bien —murmuró al oído de la joven y después comenzó a besarla en la boca.
Si el estómago de Jessie no hubiese interrumpido la escena con un rezongo estridente y rumoroso, él habría hecho algo que besarla. Pero al oír ese sonido incongruente, él la miró sorprendido.
—Tengo mucho apetito —dijo quejosamente Jessie, y se apartó de los brazos de Stuart para sentarse. Esta vez ella no se cubrió con la sábana, y los ojos de Stuart se regodearon contemplando los pezones rosados.
—Yo también —dijo Stuart, y la habría atraído de nuevo— si ella no desciende del camastro. Y esta vez ella se llevó consigo la sábana.
—No, hablo en serio —insistió Jessie, envolviéndose el cuerpo con la sábana y caminando hacia el lugar en que la esperaba su maleta con una muda de ropa. No he comido un solo bocado desde... Dios mío, desde ayer al desayuno.
—¿Por qué no fuiste al comedor? En el barco hay uno.
—No me agradaba la idea de comer sola. Pensé que a alguien le parecería extraño, sobre todo al verme sola. Además, no sé muy bien cómo... la única vez que estuve en un comedor público fue cuando las señoritas Laurel y Flora me llevaron a Jackson, y ellas se ocuparon de todo.
—Santo Dios. —Stuart volvió a sentarse y moviendo el cuerpo, apoyó los pies en el piso. Se puso de pie, en lo más mínimo avergonzado por su propia desnudez en presencia de Jessie, y se acercó a la jarra y la palangana depositadas en un rincón, y procedió a salpicarse con agua la cara. Jessie le miró las nalgas con mucho interés. Ya sabía que eran delgadas y duras al tacto, pero ésta era la primera vez que podía verlas bien. Llegó a la conclusión de que eran esbeltas, muy esbeltas.
Él se volvió, la sorprendió mirándolo, y sonrió mientras Jessie se sonrojaba y desviaba los ojos.
—Será necesario que comas algo. Lamentaría mucho que por falta de alimento te desvanezcas en el aire. Me agrada que mis mujeres tengan formas de mujer.
Jessie trató de vestirse al mismo tiempo que mantenía la sábana cubriéndola recatadamente, pero era difícil. Stuart terminó mucho antes que ella, y permaneció de pie, mirándola, con una sonrisa que jugueteaba en las comisuras de los labios. Finalmente, exasperada, ella soltó la camisa que había intentado pasar sobre la cabeza y habló a Stuart.
—¿Quieres hacerme el favor de ir a pasear por cubierta... u otro lado cualquiera? Consigues que me sienta nerviosa.
—Tendrás que acostumbrarte a mí.
Pero se apoderó de su sombrero y salió. Jessie pudo vestirse, y atender otras necesidades personales sin la presencia inquietante de Stuart.
Cuando al fin salió del camarote, lucía un vestido escotado de seda roja intenso, lo que ella consideraba más apropiado para ir a cenar, entre todos los que había traído consigo. Tenía los cabellos recogidos sobre la cabeza, y en la mano sostenía el bolso adornado con cuentas.
Stuart estaba apoyado contra la baranda, a la salida del corredor, fumando uno de sus eternos cigarros. Cuando la vio, se le abrieron muy grandes los ojos y él se apartó de la baranda, y arrojó al agua el cigarro.
—Me pareció oírte decir que querías vestirte.
—¡Este vestido es perfectamente decente!
—¿No tienes un chal o algo parecido para acompañarlo? —La mirada de Stuart se deslizó por la hendidura entre los pechos de la joven, visible para él sólo a causa de su estatura— o por lo menos eso pensó irritada la propia Jessie —. De todos modos, ella no pudo evitar el gesto de ajustarse la pechera. Stuart sonrió.
—Si quieres adoptar una actitud ridícula, comeré sola.
Se apartó de él.
—Te muestras muy irritable cuando tienes apetito, ¿eh? Tendré que cuidar que siempre estés bien alimentada. —La alcanzó, le tomó la mano, la llevó a sus propios labios, y la depositó en el hueco de su brazo.— Te ves hermosa, Jessie. Me agrada el vestido... es decir, hasta donde hay vestido.
—¡Oh! —Ella intentó soltar su mano, pero él la mantuvo en el mismo lugar, sosteniéndola con fuerza. Cuando ella quiso golpearlo con su bolso, Stuart alzó una mano para defenderse.
—Sólo estoy bromeando. Ven, vamos a comer. Parece que yo también tengo mucho apetito.
Deseosa de satisfacer cuanto antes su necesidad de alimento, Jessie permitió que él la calmase. Cuando llegaron al salón comedor, Jessie se alegró realmente de la presencia de Stuart. Se acercó un poco más a él, mientras esperaba que les asignaran una mesa. En el comedor había abundancia de candelabros encendidos, y cristalería y manteles blancos... y gente.
La comida fue excelente. Stuart insistió en que ella probase un extraño plato francés que, según pudo comprobar, estaba formado por caracoles cocidos en manteca, y rió estrepitosamente cuando llegó la fuente y ella rehusó comer. Para calmar a Jessie, él consumió los caracoles y le cedió el sencillo y tradicional guiso del Mississippi, un manjar que ella devoró complacida. Sólo cuando llegó al final, satisfecha después del último bocado, Jessie concibió la idea de que su irritante pareja había tenido desde el principio la intención de canjear los platos. Él tenía muchas más probabilidades que ella de ser aficionado a los caracoles.
Stuart bebió la mayor parte de una botella de vino, pero rehusó servir a la joven más de un vaso. Jessie estuvo a un paso de recordarle que ahora él era el amante ilícito, y no el guardián de la moral de la propia Jessie; pero en beneficio de la armonía, prefirió callar. Después, cuando trajeron a la mesa un pastel cubierto de melaza, ella pensó rechazarlo, pero él insistió en que le sirvieran una porción.
Era delicioso, y el sabor la reconcilió de nuevo con él.
El comedor estaba en la cubierta inferior. Cuando salieron Stuart habló en voz baja con el comisario de a bordo. Sonreía cuando regresó adonde ella lo esperaba, junto a la puerta.
—¿Cuánto dinero tienes encima? —preguntó, mientras salían del salón.
—Unos setecientos dólares, ¿por qué?
—Y yo tengo un poco más de mil. Será suficiente.
—¿Para qué? —Jessie estaba completamente desconcertada.
—Para elevar nuestra apuesta. Vamos, Jess, ampliaré un poco tu experiencia.
Se negó a decirle más, y en cambio la condujo a un saloncito que estaba hacia el extremo de proa de la cubierta superior. Allí llamó a una puerta cerrada, y fue admitido en una habitación saturada de humo que a primera vista parecía poblada por caballeros en diferentes estados de embriaguez, jugando a los naipes.
—Guarda silencio, quédate a mi lado, y si llegas a ver los naipes, no ofrezcas indicios que revelen cuál es mi mano —murmuró a Jessie, mientras atravesaba con ella la habitación para acercarse a la mesa donde al parecer acababa de comenzar una partida de naipes.
—¿Puedo unirme a ustedes? —dijo Stuart a uno de los hombres sentados frente a la mesa.
—¿Tiene mil?
—Sí.
—En ese caso, tome asiento. Me llamo Harris, este hombre aquí es Ben Jones. No conozco al otro, y no creo que importe. También tiene mil.
Stuart acercó una silla para Jessie, detrás de la que él ocupaba, la instaló allí, y después pareció que se olvidaba de la joven. Jessie observó un rato el desarrollo regular del juego, y después se aburrió, y permitió que su atención se dispersara. Sabía de los naipes tanto como sabía del manjar francés que Stuart había pedido durante la cena. Pero él parecía totalmente concentrado en el juego, y era evidente que lo había jugado antes. Jessie comprendió que había muchas cosas de la vida de Stuart antes de su llegada a Mimosa que ella ignoraba.
Jessie vio también que había mujeres en la habitación, quizás una media docena... ¡y qué mujeres! Ataviadas con suntuosos vestidos de seda y satén, conseguían que el atuendo de Jessie pareciera casi monacal; reían y bebían exactamente como los hombres cuando finalizaba una mano, y —permanecían en silencio detrás de las mesas durante el juego. Jessie las observó con cierto interés, preguntándose si eran mujeres de mala reputación. Seguramente no, pero en todo caso, exhibían un comportamiento muy atrevido.
Parecía que Stuart tenía ciertas dificultades con la mano herida cuando le tocaba el turno de barajar y dar cartas. Jessie comprendió que la herida había afectado de un modo relativo pero evidente la destreza de los músculos que controlaban los dedos. Compensaba la lesión sosteniendo las cartas con la mano herida y realizando con la otra la mayoría de los movimientos necesarios en el juego. Pero la postura forzada que debía adoptar para sostener los naipes, sin duda, tensionaba los músculos, porque una media hora después de iniciado el juego pasó discretamente los naipes a la otra mano, y descendió la mano herida bajo el nivel de la mesa. Durante un momento flexionó los dedos, extendiéndolos, y después sacudió enérgicamente la mano. El primer instinto de Jessie fue aferrar esa mano y masajearla para aliviar el espasmo de los músculos, como ya había hecho una vez, un tiempo atrás, pero en el mismo instante en que concibió la idea supo que él no apreciaría que lo mimase en presencia de una habitación repleta de extraños. De modo que permaneció sentada, y unos segundos después él reanudó el juego, sin que nadie hubiese prestado mayor atención al breve movimiento lateral de su mano.
—Usted tiene un as en su manga. —El comentario, formulado por Stuart, fue hecho con voz muy tranquila, pero la voz tenía un filo que inmediatamente atrajo hacia él la atención de Jessie. Se dirigía al hombre que estaba directamente enfrente, y que en ese momento parecía tener apilado frente a él la mayor parte del dinero del juego. Cuando habló, la cara de Stuart era la máscara dura e inexpresiva que ella había visto ya una o dos veces. Parecía un hombre distinto del alegre amante que había sido pocas horas antes, y Jessie sintió que se le endurecía el estómago. Cuando Stuart adoptaba esa expresión, había problemas en perspectiva.
—¡Al demonio con eso!
—Sacuda su manga.
Los dos hombres restantes sentados a la mesa volvían sus miradas suspicaces entre Stuart y su antagonista.
—No vi hacer trampa —dijo obstinadamente el hombre a quien Stuart había hablado la primera vez—. Jessie creía recordar que había dicho que su nombre era Harris.
—Yo sí. —La voz de Stuart era muy fría, y los ojos estaban, clavados en el hombre a quien había acusado.— Siempre puede demostrar que estoy equivocado. Sacuda su manga.
—No lo perjudicará hacer eso —dijo Harris, como razonando, en voz alta. El tercer hombre asintió, pero el individuo acusado por Stuart se puso bruscamente de pie.
—¡Nadie me acusará de tramposo! —rugió, echando mano cinturón. Jessie contuvo un grito cuando Stuart se puso de pie de un salto, se inclinó sobre la mesa, aferró la mano del hombre y la retorció. Un cuchillo cayó al piso. Después, aún sosteniendo la mano del hombre en un apretón que provocó un gesto de dolor de la víctima, Stuart desabrochó el puño del hombre y le sacudió el brazo.
Un naipe cayó al piso, al lado del cuchillo.
—¡Por Dios, en efecto hacía trampas! ¡Le debemos una, señor!
Stuart se inclinó, recogió el cuchillo y el naipe, que era el as de corazones, y después soltó la mano de la víctima. Con el rostro enrojecido, el hombre se apartó de la mesa, se volvió y salió de prisa de la habitación.
—¿Cómo lo supo? ¡Yo no vi nada!
Con una mirada a Jessie, la que aparentemente le reveló que ella por el momento se arreglaba bastante bien, Stuart volvió a ocupar su asiento.
—En mis tiempos he jugado un poco a los naipes —dijo Stuart como respuesta. El y los dos jugadores restantes recuperaron el dinero del pozo y dividieron entre ellos las apuestas del tramposo, con la misma actitud indiferente como si eso hubiera sido lo más normal del mundo, y por lo que Jessie sabía, quizás así lo era.
Un hombre que había estado de pie junto a la puerta, al parecer, esperando su oportunidad, se acercó a la mesa.
—Parece que ustedes pueden aceptar un cuarto jugador.
—¿Tiene mil dólares? —Al parecer, era la actitud preferida de Harris.
—Así es.
—Tome asiento.
Se barajaron y dieron las cartas, y el juego estaba desarrollándose de nuevo cuando una mujer se acercó a la mesa. Stuart tenía la cara hundida en su mano, pero Jessie, que no tenía otra cosa que hacer, la vio acercarse. Sonreía de oreja a oreja, una mujer voluptuosa que exhibía la mayor parte de sus considerables encantos.
—¡Clive! —exclamó cuando estuvo bastante cerca, y se acercó a Stuart, que finalmente levantó los ojos—. ¡Clive McInstock, en cuerpo y alma! ¿Dónde estuviste escondido, querido?
—Santo Dios —dijo Stuart, mirándola—. ¡Luce!