CAPÍTULO IV
EL día fué señalado para los periódicos. Ham pagó treinta céntimos por un diario de la tarde e hizo una mueca al leer el siguiente título:
LA MALDICIÓN DEL INFIERNO VERDE MATA A UN HOMBRE EN NUEVA YORK.
Un explorador cae muerto en la oficina de Doc Savage, a miles de millas de Matto Crosso.
Un artículo espeluznante seguía, explicando que la víctima había ido a la oficina de Doc Savage en busca de consejo, pero cayó herida por la muerte verde antes de poder explicar su historia. No se mencionaba el segundo visitante. Doc no juzgó indicado hablar de él a la policía.
Monk hizo una mueca y volvió a mirar la fotografía que llevaba en la mano.
Esta se hallaba en una revista popular y representaba una muchacha vestida con traje de baño blanco. La muchacha tenía una figura exquisita que normalmente debía atraer y retener la atención complaciente del peludo químico. Sin embargo, éste parecía más bien contrariado.
—¡Maldición! —murmuró—. ¿A cuántos sitios más tendremos que ir antes de obtener algún resultado?
Ham sonrió.
—Es la primera vez que te oigo quejarte siguiéndole la pista a una chica bonita —se burló.
—¿Y por qué ha de andar metida en esto una muchacha linda como ella? —rezongó—. ¿Qué papel representa, después de todo?
Ha sido una manera nueva de acercarse a ti para llamar tu atención —le aseguró tranquilamente Ham.
Monk no se dignó siquiera contestarle. Le dolían los pies y tenía la impresión de haber andado por lo menos un millar de millas sobre el abrasador pavimento de Nueva York.
Mientras Ham hacía perezosos molinetes con su bastón, Monk consultó un Anuario y se paró. A continuación, entró en un edificio destinado a oficinas, seguido de cerca por Ham. Tomaron el ascensor para subir al tercer piso y entraron en una oficina que llevaba el rótulo: «Agencia Modelo de Meredith».
Al alargar la mano para asir el tirador de la puerta, ésta se abrió y un hombre salió atropelladamente, haciendo perder el equilibrio al químico. Monk alargó una de las enormes manazas y agarró al sujeto aquel por el hombro.
—¡Mire usted lo que está haciendo, amigo! —chilló.
El hombre lanzó un terno. Se llevó una mano al sobaco y su rostro duro se contrajo ferozmente.
La sorpresa se dibujó en las facciones de Monk, quien no tardó en sonreír. Levantó el puño derecho con fuerza, pero no tocó nada.
Ham le agarró el brazo y desvió el golpe. Al mismo instante, el hombre se apartó, dejó caer la mano y corrió hacia el ascensor.
—¡Maldición, Ham! —gritó Monk con excitación—. Ese tío ha intentado sacar su revólver, ¡Déjame cogerle! ¡Déjame!...
Seguía exclamando cuando Ham le empujó en la oficina de la Agencia Modelo Meredith. El elegante abogado arrancó la página de la revista de la mano de Monk y la dejó caer sobre la mesa, delante de una muchacha bonita.
—¿Esta modelo se ha apuntando en su agencia? —preguntó amablemente, dando molinetes a su bastón espada, con aire de indiferente aburrimiento.
La muchacha ensanchó ligeramente los ojos.
—S-s-s-sí —dijo— Es Gloria Delpane. Monk recobró repentinamente el buen humor.
—¿Dónde vive? ¿Cómo podría verla? —preguntó rápidamente.
Ham hizo una alegre mueca y dejó caer un billete de diez dólares sobre la mesa.
—Aquí tiene el importe de la tarifa de la agencia. Preferimos ir a verla para convencernos que es el tipo que buscamos —explicó tranquilamente.
Obtuvieron así rápidamente las señas deseadas.
—Pero es posible que tengan que esperar —les avisó la muchacha—. Otro hombre estuvo aquí hace un momento y él también desea obtener las señas de la señorita Delpane. Es indudable que se hace popular y...
La muchacha enmudeció. Nadie la escuchaba ya.
Monk y Ham no esperaron el ascensor. Bajaron la escalera, saltando los peldaños de tres en tres, y corrieron en busca de un taxi.
Llevaban tanta prisa que no vieron al hombre de rostro duro que esperaba al otro lado de la calle. El hombre sonrió de modo extraño, entró en una tienda de tabacos y cigarros e hizo uso del teléfono.
Tal como Ham le hacía notar a menudo, Monk se fijaba de un modo particular en las muchachas. El peludo químico no había lanzado más que una mirada a la muchacha que gritó en el corredor de las habitaciones de Doc, pero le bastó con ello. Sabía que la había visto antes y aunque le costó algún trabajo recordar dónde, cuando lo hizo no tardó en hallar una revista que contenía un anuncio para el cual había posado. De ahí la jira por todas las agencias de modelos.
Ni Monk ni Ham tenían la menor idea de por qué el hombre de rostro duro deseaba hallar a la muchacha, pero se daban cuenta que allí había gato encerrado. El hombre del rostro duro era un sujeto temible a todas luces. Eso se hizo aparente cuando echó mano a su revólver.
¿Qué relación habría entre todo aquello y la muerte verde o Johnny? Además, ¿por qué nadie en Nueva York se interesaba por aquel asunto? No hallaban respuesta adecuada a estas preguntas.
Pero la muchacha tenía la camisa. Doc la quería y aquello les bastaba a Monk y a Ham.
También Doc y Renny estaban ocupadísimos y su ocupación resultaba bien extraña.
Ambos llevaban unos lentes de extraño aspecto que más parecían anteojos provistos de extraños lentes de color y piezas laterales que se adaptaban estrechamente a la cara y cerraban el paso de la luz.
Andaban con la cabeza baja y los transeúntes se apartaban ante ellos. Salieron del rascacielos y siguieron por la acera hasta una entrada del subterráneo.
¡Rayos y truenos! —murmuró Renny, con tono de disgusto.
Doc no dijo nada mientras entraban en la estación del subterráneo y subían a un tren que se dirigía hacia el centro de la ciudad. En cada parada se apeaban, recorrían el andén de arriba abajo y tomaban el tren siguiente.
Los neoyorquinos, acostumbrados a espectáculos extraños, no se fijaban mucho en ellos, pero dos hombres les miraban con atención. Se les habría tomado por hermanos del sujeto del rostro duro que Monk y Ham habían encontrado. Cuando menos, tenían la misma expresión y debajo del brazo se les notaba un bulto sospechoso. Echaron en pos de Renny y del hombre de bronce. Doc no demostró fijarse en su presencia. A través de los lentes, unas marcas débiles y luminosas eran visibles. Eran huellas dejadas por los zapatos de Thorne. Doc hizo sentar a su visitante en un sitio determinado de la oficina donde sus zapatos entraron en contacto con un preparado, invisible al ojo humano, pero que se veía claramente con ayuda de los extraños anteojos.
Eso permitía seguirle la pista a Thorne, aunque el uso del subterráneo complicaba el asunto. Era necesario entregarse a pesquisas en cada parada, para determinar en cuál el individuo se había apeado. Era importante el hallar a Thorne y vital saber en qué región del Matto Grosso había visto matar a Johnny.
Doc habló de pronto a Renny. Una expresión de asombro se pintó en la cara del fornido ingeniero, que hizo una leve mueca y se quitó los anteojos.
En la siguiente parada, Doc salió solo, cuando el tren entró en la estación. Un momento después, los dos pistoleros le seguían.
Una forma inmensa se materializó detrás de ellos. Dos puños enormes, capaces de romper una puerta de roble macizo, salieron disparados y agarraron cada uno un cuello de americana.
Los hombres hicieron gestos desesperados para sacar sus revólveres. No lo lograron y, en vez de eso, se vieron arrastrados hacia atrás, al extremo de la plataforma, fuera de la vista de todos. Hubo una lucha breve y Renny volvió a la plataforma con una sonrisa de satisfacción en sus severas facciones. Estaba solo. Inconscientes, ambos pistoleros yacían ocultos debajo de la plataforma.
En la estación siguiente, Doc halló lo que andaba buscando. Unas huellas que indicaban el hecho de que su visitante había dejado el tren subterráneo en aquel punto. Siguieron la pista hasta la calle.
Al poner el pie en la acera, oyeron el lamento de la sirena de un coche de la policía. En la lejanía, sonaba el gong estrepitoso de una ambulancia.
Una débil arruga se dibujó en la frente del hombre de bronce.
Monk y Ham se apearon de su taxi a una manzana de distancia de la casa donde vivía Gloria Delpane. No tenían motivo especial para andar con cautela; pero era en ellos una costumbre inveterada.
Al extremo de la manzana había un gran sedán que parecía vacío, pero al acercarse Monk y Ham por la acera, parte de la capota del coche cayó atrás y una luz brilló delante de un espejo.
Monk movió rápidamente los brazos, describiendo molinetes. Sus ojillos estaban más hundidos que nunca en las profundas órbitas.
—No te sobresaltes —le dijo rápidamente Ham—. Tal vez sea una falsa alarma. Ese sujeto es posiblemente un fotógrafo.
—¿Y lleva un revólver? —dijo Monk con toda la lógica.
—Sea como sea, no debemos asustar a la chica. Lo que buscamos es la camisa —le recordó el elegante abogado, haciendo saltar con el dedo una manchita de polvo invisible de su traje inmaculado.
La puerta de la casa era del tipo de las que se abren apretando un botón, tocándole al inquilino abrir desde arriba, pero de día la puerta de la calle permanecía a menudo abierta. En la actualidad lo estaba.
Una mirada rápida al registro les enteró que Gloria Delpane vivía en el piso cuarto D. Había un ascensor automático que se oía bajar. Monk y Ham no lo esperaron y subieron rápidamente la escalera.
El piso estaba situado en la parte de atrás. Los dos ayudantes de Doc se acercaron en silencio y se pararon para escuchar. No se oía el menor ruido en el interior.
Ham buscó con la mano el timbre de la puerta y se detuvo. La puerta no estaba completamente cerrada, sino entreabierta. Monk enarcó las cejas y miró a Ham. Este asintió con la cabeza.
Ham cruzó el corredor y se acurrucó, algo apartado de la puerta. Ham se mantuvo a un lado de ésta. De pronto, alargó el brazo y la abrió completamente.
¡P-f-f-f!
Una bala disparada por un revólver provisto de silenciador cruzó el espacio y habría herido a cualquiera que hubiese estado en el umbral.
Al mismo tiempo un grueso proyectil traspuso la puerta en sentido contrario.
Aquel proyectil era Monk, que estaba doblado de tal manera, que sus manos tocaban el suelo.
La idea de Monk era buena. Suponía a la muchacha sola en el piso y contaba con la rapidez de su ataque para desarmarla sin dificultad.
No contaba con los cinco hombres que se hallaban en el aposento junto con ella. Uno de ellos estaba en un ángulo de la habitación con una mano apretada, contra la boca de la muchacha mientras con la otra sostenía un revólver. El era quien había disparado.
Monk les vio en un abrir y cerrar de ojos y enseguida creyó que un equipo de fútbol le había caído encima. Los otros cuatro ocupantes del cuarto le atacaron en todas direcciones.
Varias cachiporras amenazaron la cabeza de Monk, que rodó por el suelo frenéticamente, gruñendo sordamente.
Ham se precipitó en el cuarto. Su bastón había quedado transformado en espada e hirió a un individuo fornido en el preciso instante en que iba a descargar su cachiporra en la cabeza de Monk.
El bandido lanzó un juramento y cayó sin volver a moverse. La punta de la espada de Ham estaba untada de un anestésico de rápidos efectos.
Monk se levantó con dos hombres colgados de su persona. El químico sonreía de puro gusto. Agarró a los dos hombres que se esforzaban en estrangularle y entrechocó sus cabezas con fuerza. Después de eso, dejaron de interesarse por lo que ocurría.
El hombre del revólver hablaba con excitación, pero le era imposible disparar sin herir a sus propios hombres. Ham se le echó encima.
Fué un error. Un ex pugilista alto y esbelto surgió en el umbral a su espalda. Había estado vigilando, viendo la señal del sedán y avisado a sus compañeros que estaban en el cuarto. Llevaba nudillos de metal en ambas manos. Se preparó y lanzó los puños.
Los nudillos alcanzaron a Ham detrás de la oreja. El elegante abogado no supo nunca qué era lo que le había herido. Monk se volvió... a tiempo para interponer la mandíbula en la trayectoria descrita por el segundo par de nudillos. Inmediatamente permaneció quieto e inactivo.
Doc también estaba haciendo frente a una muchedumbre, aunque de distinto tipo. Se hallaba congregada delante de un viejo caserón de piedra y consistía en su mayor parte en policías, detectives y periodistas. Todos, incluso los periodistas, estaban excitados. La casa en cuestión era en donde terminaba la extraña pista luminosa.
El hombre de bronce habló rápidamente a Renny y el ingeniero hizo con la cabeza una seña afirmativa. A continuación, Doc desapareció.
Unos instantes después, una figura se deslizó al interior de la casa por el techo. Doc habría podido obtener directamente unos informes de la policía, pero eso habría podido traer complicaciones. No era nunca amante de hacer público su interés por algún caso que surgiera.
Bajó por una escalera tortuosa y cruzó anchos vestíbulos, pero ni sus propios ayudantes le habrían identificado, aunque sabían que era maestro en el arte de disfrazarse.
En vez de ofrecer a la vista el cuerpo alto y atlético de Doc, el hombre que cruzaba la casa aparecía viejo y encorvado. No tenía el pelo del color del bronce, sino blanco. Su rostro estaba surcado de arrugas y su voz temblaba cuando preguntó a un detective que encontró a su paso:
—¿Qué... p... p... pasa, guardia?
El detective resopló:
—Nada que pueda preocuparle, abuelo —declaró con tono condescendiente—. ¡Un hombre que ha muerto, nada más!
El anciano parpadeó.
—¡No creí que provocaría semejante revuelo...!
El detective se echó a reír, dio un paso a un lado y su interlocutor pudo echar una mirada en el cuarto. Se oyó un débil trino. El detective se volvió, miró con asombro y cuando volvió a dar la espalda, el anciano desapareció.
Doc había visto bastante. La figura tendida en el cuarto que el detective guardaba, era la del hombre que había dicho llamarse Thorne.
Un forense estaba examinando el cadáver cuya cara y cuyo cuerpo estaban verdes. Una expresión de terror estaba pintada en sus facciones. ¡La muerte verde del Matto Grosso había vuelto a herir! ¡El hombre en quien Doc había fiado para obtener nuevas informaciones respecto a Johnny, estaba muerto!