CAPÍTULO XV

ENTRE LOS BRAZOS DE LA MUERTE

LA escena en el campamento de Sleek Norton era una especie de pastoral de la selva. El bandido se estaba divirtiendo ordenando a los indios cavar un sótano muy profundo. No era exactamente un sótano, pero tenía el mismo aspecto.

A continuación, envió una larga fila de indios en busca de algo. Se alejaron en la obscuridad estremeciéndose... pero Sleek Norton les dio a escoger entre cumplir sus órdenes o digerir una bala. Los indios temían a las balas tanto como a la muerte verde, y se fueron.

Cuando regresaron, llevaban todos, una enorme cesta en la cabeza. Las cestas estaban llenas de hierba. A cada viaje, el sótano se llenó más y más de esa hierba. Sleek Norton reía y se frotaba las manos.

—Excelente —exclamó—. Doc Savage ha muerto y vamos a darles la muerte verde a sus tres amiguitos... así como a ese mico loco...

Química había mordido a Sleek poco después que Hugo Parks llegara al campamento. «Sesos» Parks seguía a Norton, paso a paso, y se enjugaba la frente con un pañuelo de hierbas.

—Tendremos el mundo a nuestras plantas —susurraba—. Haremos...

—Qué tendremos y qué haremos —resoplo.— Tú harás lo que se te indica e irás bien. No lo olvides... y no empieces a tener ideas extrañas.

Gloria Delpane salió de la sombra. Su expresión era de duda.

—Me dijo usted... —empezó.

Parks sonrió, intentando hacerlo con simpatía.

—No se preocupe, Gloria, todo va a pedir de boca. Y no deje que ese petimetre la asuste.

—¡Cierra el pico! —gruñó Norton—. Puedes quedarte con la dama, aunque no lo harías si tuvieses seso.

Monk y Ham habían sido amordazados, pues su incesante pelea verbal empezaba a atacarle los nervios a Sleek Norton.

Pero amordazarles no había resuelto completamente el problema. Alguien había encontrado la ropa inmaculada de Ham en la selva. El elegante abogado colgó su traje de una rama de un árbol, pero en la actualidad yacía en el suelo.

Monk se limpiaba metódicamente los pies en la hermosa chaqueta de su compañero, y cada vez que así procedía, miraba inocentemente a Ham. Aparentemente, el abogado moriría de apoplejía mucho antes que la muerte verde le hiciese su víctima.

Sleek Norton vio el juguetito y lanzó un grito. Ham y Monk le tenían, como ya hemos dicho, con los nervios de punta. Alejó la ropa de un puntapié y plantó su tacón en las costillas de Monk.

—Sacadles las mordazas —ordenó—. Quiero oírles gritar cuando la muerte les alcance. Estarán muertos poco después de la puesta del sol.

Las primeras palabras de Ham fueron:

—¿Me haría el favor de dar otro puntapié, en mi nombre a esta imitación de mico? Tengo los pies cansados.

Sleek Norton resopló y ordenó a los bandidos meter al cuarteto en el sótano. Los gángsters se estremecieron al obedecerlo.

Una conmoción repentina en la selva les interrumpió. Unos gritos de temor brotaron de los labios de los indígenas. Los asustados guerreros que habían atacado la ciudad del acantilado llegaron atropelladamente. Empujaban delante de ellos al hombre harapiento que hacía las veces de intérprete de Norton.

Pterlodin tenía intención de matar a aquel hombre si el ataque al pueblo hubiese tenido éxito. Eso habría impedido que Norton se comunicase con los guerreros Herdotanos. Norton no hablaba su idioma... Pero el ataque, fracasó.

Gloria Delpane lanzó un grito de alegría al ver a aquel hombre de aspecto tan lastimoso. Intentó acercársele, pero Hugo Parks la rechazó rudamente. Durante un momento, el hombre harapiento pareció a punto de echársele encima, pero acabó por encogerse de hombros resignadamente.

Uno de los indígenas balbuceaba una historia de temor. Norton la hizo traducir por el hombre harapiento. El indígena habló de las grandes llamas y Norton se volvió furioso:

—¡Maldito cobarde...

El indígena seguía balbuceando. Habló del gigante de bronce, y la expresión de Norton se trocó en una expresión de temor.

—Ya le dije que no podía vencer a Doc Savage —se mofó Ham con acento de triunfo.

Sleek Norton se volvió.

—¡Al pozo! —bramó.

Los gángsters se apresuraron a obedecerle. El fornido Renny fué el primero en ser trasladado.

—Buena suerte, amigos —exclamó—. ¡Nos veremos en el Infierno Verde!

—Iba a salvar este pueblo —se jactó Sleek Norton—. Es posible que haya un tesoro allí, pero ahora saldrá del mapa como un puñado de polvo... El acantilado, entero está minado. Todo irá a parar al infierno.

Monk fué el último de los ayudantes de Doc en irse. Cuando Química vio que metían a Ham entre la masa de hojas verdes, se introdujo por sí solo entre ellas. El fiel mono no quería separarse de su dueño.

Monk se esforzaba en rascar la espalda de Habeas Corpus.

—¡Ahueca, marrano! —chilló—. Ve a buscar a Doc. ¡Es inútil que tú mueras también!

Sleek Norton se acercó a Gloria Delpane. La muchacha seguía aturdida por el golpe que le dio Hugo Parks. Parecía sentir deseos de hablar al hombre harapiento. Norton se lo impidió y la ató a un árbol, amordazándola.

—¡No es que no tenga confianza en ti, niña! —susurró—. ¡Pero es preferible tomar precauciones!

Había dos guardias frente a la morada subterránea en la cual Doc Savage era prisionero de las amazonas. Una de las dos mujeres que hacían la guardia creyó que su compañera la llamaba, y se alejó unos pasos para contestarle. A su espalda, una figura silenciosa se deslizó por la puerta.

Cuando la amazona decidió que sus oídos la habían engañado, la figura que dejó la cárcel había desaparecido.

El hombre de bronce decidió estudiar el terreno. Anduvo silenciosamente en la obscuridad, volvió una esquina y se aplastó contra la pared. Unos pasos, extraños por cierto, se acercaban. De pronto se oyó una rápida carrera. Doc no se movió y sus ojos dorados brillaron. El frío hocico de Habeas se refregó contra su pierna.

Monk le había dicho a Habeas que buscara a Doc, y el puerco hizo uso de su nariz, y con la agilidad de una cabra, el marrano trepó por un sendero, demasiado estrecho para un hombre.

Doc lo recogió entre sus brazos. No había nada extraño en su aspecto. Habeas estaba como siempre, pero a continuación el hombre de bronce le espolvoreó el lomo con un polvo, y un mensaje brilló inmediatamente en la obscuridad. Monk había escrito lo que sigue:

«Si estás en la ciudad del acantilado, sal inmediatamente. La ciudad entera saltará, pues está minada. Adiós, Doc. Sufrimos la muerte verde».

Doc salió rápidamente de su escondite. Un minuto después estaba al lado de la casilla en la cual Johnny estaba encerrado.

—Vuelve al lado de Monk —dijo el hombre de bronce a Habeas.

El marrano vaciló, chilló con tono de protesta, pero obedeció.

Doc formuló en voz baja algunas preguntas a Johnny.

—Existe un pasadizo subterráneo —contestó Johnny—. Zehi me lo dijo hace unos momentos. Quiere sacarnos de aquí. Dice que las mujeres tienen miedo a aquel lugar, pues existe una superstición.

Doc tanteó la puerta de la cárcel de Johnny. Estaba hecha de algún metal, y no se movió siquiera. El hombre de bronce no perdió tiempo intentando forzarla de un modo ordinario. Se alejó unos pasos y tiró un frasquito.

Una llama cegadora subió al aire. Doc tiró otro frasco. Una mezcla de termita concentrada consumió la puerta de metal como si hubiera sido de papel. La llama blanca iluminó brillantemente la escena. Unos gritos de alarma subieron al acercarse las mujeres en una loca carrera.

Doc Savage desató a Johnny, y ambos hombres echaron a correr a lo largo de los edificios; pero el pueblo despertaba y todas las mujeres se disponían a interceptarles el paso. La voz fría de la princesa Molah resonó:

—¡Matadle! —ordenó—. ¡Es preferible tenerle muerto que como enemigo!

No parecía sino que Doc le había causado profunda impresión. Varias lanzas silbaron en el aire. Johnny señaló un agujero en una pared de uno de los extremos del pueblo.

—¡Por ahí debe ser! —gruñó—. Ahí es donde Zehi dijo que estaba.

Doc siguió corriendo. No podía pararse para discutir. Sabía que las mujeres le impedirían penetrar en un pasadizo sagrado aun si lograba convencerlas que estaban en peligro, pero si el acantilado estaba minado, aquel pasadizo subterráneo era el lugar más indicado para ocultar explosivos.

Las mujeres, obedeciendo a unas órdenes dadas con voz gutural, se dirigieron a la entrada del pasaje sagrado en un grupo compacto mientras otras convergían hacia Doc y Johnny.

De pronto, el geólogo descubrió que corría solo. Doc había desaparecido. Las guerreras alcanzaban ya a Johnny, sin molestarse en tirar las lanzas, pues estaban seguras que no podía escapar.

Se oyó la voz de Doc:

—¡Por aquí, Johnny, deprisa!

La voz llegaba de la izquierda. Obedientemente, Johnny echó a correr en dicha dirección y en un instante se vio rodeado de un humo espesísimo. Sintió la presión de unas manos poderosas en sus hombros. Se le hizo dar media vuelta, impulsándole en la dirección opuesta.

La voz de Doc siguió llegando del otro lado:

—¡Por aquí, Johnny! ¡Sube por el acantilado!

Nuevas columnas de humo subieron al aire. Johnny oyó el débil ruido seco de su proyector portátil y deseó ardientemente que las baterías siguiesen cargadas.

Seguían estándolo. Dos figuras vagas se destacaron de pronto luminosamente entre el humo. Podían tomarse por Doc y Johnny y parecían subir en línea recta por la pendiente del acantilado.

Mientras, Doc y Johnny corrían hacia la entrada del pasadizo secreto. Un grito surgió a sus espaldas. Johnny miró por encima del hombro y echó a correr más aprisa.

—Han descubierto que se trata de un ardid —gritó—. Están destrozando el proyector.

En efecto, algunas mujeres, rompían el proyector, pero el resto iba de un lado a otro, buscando a Doc y a Johnny.

Los dos hombres se hallaban apenas a una docena de yardas de distancia cuando penetraron en el agujero de la pared. Las mujeres se pararon en seco. No intentaron lanzar sus armas por la negra boca del túnel, y empezaron a hablar en voz baja. La alta figura de la princesa Molah surgió entre ellas. La princesa se detuvo y habló:

—Has escogido tu propio fin, hombre de bronce —dijo—. No puedo hacer más por ti.

Había un dejo de pesar en el tono de su voz. Levantó la mano y empujó una palanca oculta. Una puerta de piedra bajó del techo y cortó toda retirada.

El pasadizo estaba abierto entre roca maciza y su suelo era húmedo y resbaladizo. Doc encendió una lamparilla eléctrica y se dio cuenta que iba estrechándose. Un río subterráneo lo cruzaba. Las paredes eran lisas y chorreaban agua. Pequeños animales parecidos a ratas corrían delante de los dos hombres.

Al cerrarse la puerta de piedra detrás de él, Johnny se volvió. Unos ojos amarillos le miraban con malevolencia. Un gato salvaje lanzó su grito.

—¡Corre, Doc! ¡Cruza el río! —gritó Johnny.

Uno de los animalejos, asustado por el grito del gato salvaje, se zambulló en el río subterráneo. El agua entró en conmoción, se tiñó de sangre y Johnny se echó atrás, asombrado.

—¡Perturbación submarina de proporciones teratogénicas! —murmuró el arqueólogo.

—Son pirañas —dijo Doc—. Transformarían un caballo en esqueleto en diez minutos. Esos ríos están llenos de ellas.

El gato salvaje volvió a lanzar su grito en la obscuridad del túnel.

—Vamos —dijo Doc, y tiró una cápsula en el agua al acercársele. Hubo una explosión sorda y un surtidor de agua brotó.

—Explosión minúscula —explicó el hombre de bronce—. Hará las veces de bomba de profundidad. No matará a los peces, pero los aturdirá por unos momentos.

Doc y Johnny se metieron en el río, cuyas aguas les llegaron a la cintura.

A los pocos segundos estaban en la otra orilla y seguían adelante. El aspecto del pasadizo subterráneo cambió, y allí donde sólo había roca resbaladiza, se veían ahora matorrales; a trechos, se distinguían árboles raquíticos.

Un silbido salió de los matorrales. Johnny saltó a un lado al alargarse un tentáculo con el fin de agarrarle.

Doc se acercó corriendo con el fin de socorrerle. Su lámpara alumbró el animal retorcido que amenazaba al arqueólogo; pero no vio al otro que se alargó. Aquel era más grueso que un brazo humano. Era una boa gigantesca, que se enrolló alrededor de la cintura de Doc, levantándole en el aire.