LIBRO II
Primera salida de Lucio por la ciudad: encuentro casual con su aya Birrena; advertencias que ésta le hace (1-5). - Lucio conquista a Fotis, la sirvienta de su huésped Milón (6-17). - Birrena invita a Lucio a cenar en su casa: historia de Telifrón; una velada fúnebre (18-31). - Grave incidente al regresar Lucio a casa de Milón: topa con tres maleantes, a los que da muerte (32).
1. En cuanto se disipó la noche y el sol trajo un nuevo día, desperté y salté de la cama, impaciente y lleno de curiosidad por conocer cosas raras y maravillosas. «Heme aquí —pensaba— en el corazón de Tesalia, la tierra universalmente célebre como cuna de la magia y de los encantamientos; en el recinto de esta ciudad ocurrió la aventura aquella de mi excelente compañero Aristómenes». Suspenso así entre la impaciencia y la curiosidad, observaba cada cosa con el mayor interés. Nada de cuanto veía en la ciudad me parecía ser lo que aparentaba; todo se me figuraba alterado y transformado por una fórmula infernal: si veía una piedra, me imaginaba que era un hombre petrificado; si oía aves, también eran personas cubiertas de plumas; los árboles que rodeaban el recinto de la ciudad eran igualmente personas cargadas de follaje; las aguas de las fuentes manaban de algún cuerpo humano. Creía que en cualquier momento las estatuas e imágenes echarían a andar, que las paredes se pondrían a hablar, que los bueyes y otros animales análogos anunciarían el porvenir, que del propio cielo y de la órbita radiante del sol bajaría de pronto algún oráculo.
2. Con esta obsesión, o, mejor dicho, con esta fiebre producida por el deseo que me atormentaba, lo iba recorriendo todo sin descubrir no obstante el más leve indicio o el menor rastro de mis sueños. Como quien se ha entregado al los excesos del vino, yo iba rondando de puerta en puerta, cuando, de pronto y sin saber cómo, me encuentro en el mercado; y he aquí que en ese preciso instante pasaba una señora acompañada de nutrida servidumbre; acelero el paso para alcanzarla; el oro de sus alhajas y de su indumentaria —como engarce en un caso, como tejido en el otro— anunciaba ciertamente una gran dama.
A su lado iba un anciano, cargado de años, que al verme: «Sí, por Hércules —dice—, es Lucio». Y me da un beso. Acto seguido susurra al oído de la señora unas palabras que no pude captar: «¿Qué esperas —añade— para acercarte a saludar a tu madre?». «No me atrevo —contesto—, no conozco a esta señora». Sin más, todo sonrojado, me quedo cabizbajo e inmóvil. Pero ella, volviendo sobre mí su mirada: «He ahí —dice— el sello de familia, la modestia de la dignísima Salvia, su madre; y en todos sus rasgos físicos es un maravilloso y vivo retrato suyo: estatura proporcionada, musculosa esbeltez, color matizado, cabellera rubia y sin artificios, ojos azules, pero despiertos y con la viva mirada del águila, un rostro con la lozanía de la flor, un porte lleno de gracia y naturalidad».
3. Luego, añadió: «Soy yo, querido Lucio, quien con mis manos te acogí al nacer. ¿Cómo no, unida como estaba a tu madre por los lazos de la sangre y del común alimento? Efectivamente, ambas somos de la familia de Plutarco, juntas nos criamos con la leche de la misma nodriza y juntas crecimos conviviendo como hermanas. Sólo nos separa la posición social: pues tu madre se casó con un hombre de brillantísima carrera, yo con un simple ciudadano. Yo soy aquella Birrena, cuyo nombre tal vez recuerdes haber oído pronunciar a menudo entre los encargados de tu educación. Acepta, pues, con confianza mi hospitalidad; mejor dicho: toma posesión de tu propia casa».
Durante este discurso tuve tiempo de disipar mi sonrojo: «De ninguna manera —le digo—; no podría abandonar la hospitalidad de Milón sin que haya ningún motivo de queja; pero en todo lo que no esté reñido con los deberes de la cortesía, me tendrás totalmente a tu lado. Cuantas veces tenga ocasión de volver por aquí, no dejaré de parar en tu casa».
Mientras intercambiamos estas y otras palabras del mismo estilo, recorremos apenas unos pasos y llegamos a la casa de Birrena.
4. El atrio era una verdadera preciosidad: en cada uno de sus cuatro ángulos se elevaban sendas columnas rematadas con estatuas de la Victoria. La diosa, con las alas desplegadas, no caminaba, sino que rozaba ligeramente con las plantas sonrosadas de sus pies el inestable punto de apoyo de una esfera en movimiento; no descansa en equilibrio, más bien parece emprender el vuelo. Un mármol de Paros, cincelado con los rasgos de Diana, ocupa exactamente el centro de la estancia; era una obra de radiante perfección: la diosa, con su túnica desplegada al viento y en viva carrera, parecía salir al encuentro de los visitantes; su majestad inspiraba veneración. Unos perros forman a ambos lados su escolta; también los perros eran de piedra; tenían una mirada amenazadora, las orejas tiesas, las fosas nasales dilatadas, la boca dispuesta a devorar; si en la vecindad se dejaba oír algún ladrido, te figurarías que salía de aquellas fauces de mármol. El maravilloso escultor aquel se había superado a sí mismo en un detalle: mientras los perros, erguidos de cuerpo y cuello, descansan en sus patas traseras, parecen correr con las delanteras. A espaldas de la diosa se yergue una roca en forma de gruta con musgo, césped, hojas, varitas, pámpanos por aquí, arbustos por allí, una verdadera flora nacida en la piedra. En el interior de la gruta destaca la sombra de la estatua sobre la blancura del mármol. En la cornisa de la roca cuelgan frutas y racimos de tan acabada perfección, que el arte, compitiendo con la naturaleza, supo crearlos con el mismo aparente realismo. Se diría que, cuando el otoño, con su aroma de mosto, los acaricia para darles el color de la madurez, se podrían recoger y comer; y, si uno se inclinaba para ver la fuente que mana en suave ondulación a los pies de la diosa, se imaginaba que, como a los racimos colgados de la viña en el campo, tampoco a éstos les falta siquiera la ilusión del movimiento entre otros detalles de realismo. En lo medio de la enramada, un Acteón de piedra se adelanta hacia la diosa con indiscreta mirada; medio cambiado ya en ciervo, se le ve a la vez en la piedra de la roca y en el agua de la fuente acechando la entrada de Diana en el baño[17].
5. Mientras examino estos detalles y me deleito a mis anchas: «Todo cuanto ves —dice Birrena— es tuyo». Y, al mismo tiempo, ordena que se retiren todos los demás para charlar a solas conmigo. Cuando salieron todos, me dice: «Por esta diosa aquí presente, oh querido Lucio (pues me tienes gravemente preocupada y deseo prevenirte a tiempo como a un hijo querido), estate alerta, pero muy alerta, para no ser víctima de las peligrosas mañas y los criminales atractivos de Pánfila, la mujer de Milón, de quien, según dices, eres huésped. Se la tiene por una hechicera de primer orden y una maestra en toda clase de encantamientos sepulcrales. Le basta soplar sobre unas simples varitas, unas menudas piedras u otras chucherías por el estilo, para sumergir toda la luz de este mundo sideral en el fondo del Tártaro y el antiguo Caos.
»En cuanto ve a un joven bien parecido, se enamora de su belleza y ya no tiene ojos ni corazón a no ser para él. Le prodiga caricias, conquista su simpatía y lo encadena para siempre con los lazos de un amor insaciable. Luego, a los menos complacientes y a los que, por su frialdad, caen en desgracia, en un abrir y cerrar de ojos los transforma en piedras, en borregos o en un animal cualquiera; otros en cambio son limpiamente eliminados. Ya ves lo que me inquieta en tu caso y me decide a ponerte en guardia. Pues la llama del amor jamás se extingue en su corazón, y con tu juventud y tu hermosura eres buen partido para ella».
Así me habló Birrena, sensiblemente angustiada.
6. Pero yo, con mi curiosidad habitual, en cuanto oí nombrar el objeto permanente de mis deseos, es decir, el arte de magia, lejos de ponerme en guardia ante Pánfila, sentí al contrario el vivo y espontáneo deseo de ingresar, al precio que fuera, en tal escuela y precipitarme a sabiendas y de un salto en pleno abismo. Apresuradamente y perdiendo la cabeza me libero de la mano de Birrena como de una importuna atadura, le digo un rápido adiós y corro en un vuelo al domicilio de Milón. Acelerando el paso como un loco: «Bueno, Lucio —me decía—, ten mucha vista y no te distraigas. Ahí está la ocasión soñada; tu viejo anhelo se realiza: podrás saciar tu pasión por los cuentos maravillosos. Deja a un lado los temores infantiles, enfréntate decididamente y cara a cara con la realidad. No te enredes en ninguna intriga amorosa con la patrona que te hospeda; respeta religiosamente el lecho nupcial del honrado Milón; sin embargo, puedes lanzar toda tu artillería contra la sirvienta Fotis: pues es bonita, salada y vivaracha. Anoche todavía, cuando te caías de sueño, te acompañó amablemente al dormitorio, te arregló con cariño en la cama, te arropó con evidente ternura y, después de besar tu frente, se veía en sus ojos; con qué sentimiento se retiraba; y, finalmente, volviéndose muchas veces, se paraba a mirarte. Acompáñete la suerte y, aunque la aventura sea arriesgada, hay que intentar la conquista de Fotis».
7. Deliberando así en mi fuero interno, llego a la puerta de Milón, y, como dice el proverbio, me adhiero a mi propia opinión. No encuentro en casa ni a Milón ni a su esposa, sino únicamente a mi querida Fotis: preparaba para los amos un plato de embutido troceado y picadillo de carne cocida en la propia salsa; por lo que el olfato daba ya a entender, un guiso de lo más sabroso. La muchacha, lindamente vestida, con una túnica de lino, ceñida con un cinturón rojo oscuro casi a la altura de los pechos, daba con sus preciosas manos vueltas y más vueltas a la sartén; al compás de este rápido movimiento circular, bailaba todo su cuerpo con suave deslizamiento de los miembros contoneándose en las más vivas y graciosas ondulaciones sus vibrantes caderas y hasta la espalda en toda su extensión. Ante tal espectáculo quedé inmóvil, asombrado, embelesado, Mis sentidos, tranquilos hasta entonces, se inflamaron al instante.
Por fin le dirijo la palabra: «¡Qué gracia y salero tienes, querida Fotis, para armonizar el movimiento del puchero y el de tus caderas! ¡Qué delicioso guiso estás preparando! ¡Feliz, mil veces feliz, quien consiga de ti permiso para meter la punta del dedo!».
Entonces, la simpática y traviesa chiquilla: «Vete de aquí —me dice—, pobre desgraciado; aléjate lo más posible de mi fogón. Si te alcanzara la más leve chispa, te abrasarías hasta la médula de los huesos y nadie más que yo podría extinguir tu incendio, yo que, como buena cocinera, sé sacudir con la misma gracia una olla o una cama».
8. Al hablar así, se volvió hacia mí y se puso a sonreír. Yo, sin embargo, antes de irme, tuve buen cuidado de pasar revista de arriba abajo a toda su persona. Pero ¿para qué mencionar otros detalles, si nunca me he fijado más que en la cabeza y el pelo? Es lo primero que contemplo en la calle y lo que me deleita posteriormente en casa. Y esta preferencia se funda en buenas y sólidas razones. Esta parte esencial del cuerpo, siempre al descubierto y bien visible por su posición, es la primera que se ofrece a la mirada. El resto del cuerpo está favorecido por los alegres colores de un vestido estampado; en cambio, la cabeza tiene un encanto natural. Finalmente, no pocas mujeres, para lucir su atractivo natural, desechan toda indumentaria, prescinden de todo velo y se complacen en presentar al desnudo sus encantos, esperando mayor éxito del sonrosado color de su cutis que del oro de sus trajes. Y, al contrario (voy a decir una horrible blasfemia que ojalá nunca se vea realizada), por extraordinaria que sea la hermosura de una mujer, si se le corta el pelo al rape y se le priva del natural esplendor de su rostro, ya puede haber bajado del cielo, ser hija del mar criada entre las olas; ya puede ser la propia Venus rodeada por el cortejo en pleno de las Gracias, escoltada por un enjambre de Amores, ceñida de encantos, exhalando el perfume del cinamomo y destilando bálsamo: si está calva, no podrá gustar ni a su pobre Vulcano.
9. ¿Qué hay comparable al delicioso colorido de una cabellera? Su brillo se acentúa a medida que se ilumina: refleja los rayos del sol concentrándolos o, al contrario, amortiguando su luz para matizar colores opuestos entre sí; unas veces resplandece como el oro para ir difuminándose hasta alcanzar el tono mate de la miel; otras veces, un negro azabache compite con las medias tintas azuladas de un cuello de paloma. Y cuando se perfuma el cabello con esencia de Arabia y, con los dientes de un delicado peine, se arregla en forma de cola, es para el enamorado como una especie de espejo donde le gusta contemplar la propia imagen. ¿Qué más? Otras veces, en gruesas trenzas, el pelo sirve de remate a la cabeza, o, libremente suelto, cubre la espalda en amplia cascada. En una palabra, el arreglo del peinado es tan esencial, que ya puede una mujer presentarse cargada de oro, de bellos ropajes, de piedras preciosas y todos los demás inventos de la coquetería; a pesar de ello, si no se distingue por su peinado, nunca podrá pasar por mujer elegante.
Mi querida Fotis no había estudiado su peinado; y no obstante, su pelo desordenado era un encanto más. Pues su nutrida cabellera, suavemente echada hacia atrás y atada con un lazo sobre la coronilla, caía luego a lo largo de la nuca hasta cubrirle el cuello y terminar gradualmente en graciosos bucles que le rozaban el borde de la túnica.
10, Ya no pude aguantar más el suplicio de tan encendida complacencia; me incliné sobre ella, y en el punto preciso en que el pelo sube a enlazarse sobre la coronilla, le apliqué el más dulce de los besos. Ella entonces, volviendo la cabeza y guiñándome el ojo con mirada arrebatadora: «Oye, tú, estudiantillo —me dice—, estás saboreando una fruta agridulce. Ten cuidado: la dulzura de esta miel puede acarrearte eterna amargura de hiel».
«¿Qué quieres decir, encanto? —le pregunto—. Yo estoy dispuesto, reconfortado antes con un beso tuyo, sólo uno, a dejarme asar, extendido en esa hoguera». Y, al decírselo, la estreché más fuertemente en mis brazos y la cubrí de besos. Mi pasión despertó su ternura y pronto correspondió a mi amor con idéntico cariño. Sus labios entreabiertos exhalaban un delicioso aroma, un néctar de amor que me embriagaba: «Me muero —le digo—, mejor dicho, ya estoy muerto si no te compadeces de mí». En esto, ella, besándome una vez más: «Ten confianza —me dice—, comparto tus sentimientos; soy tu esclava, y nuestra pasión no habrá de esperar demasiado. A la hora de encender las lámparas, acudiré a tu habitación. Vete, pues, y prepárate; pasaremos la noche entera en animosa y alegre liza».
11. Con el intercambio de estas palabras y otras fórmulas cariñosas, nos despedimos. Sobre el mediodía, Birrena me envía, como regalos de bienvenida, un cerdo bien cebado, cinco pollitos y un cántaro de exquisito vino añejo. Llamé entonces a Fotis y le dije: «He aquí a Baco que espontáneamente se ofrece para animar a Venus y prestarle sus armas. Hemos de beber este vino hasta la última gota para que ahogue la cobardía del recato y comunique alegre vigor a nuestro amor. El navío de Venus no necesita más abastecimiento que éste; para pasar una noche en vela, ha de abundar el aceite en la lámpara y el vino en la copa».
El resto del día fue dedicado al baño y después a la cena. Pues, a invitación del bueno de Milón, había ocupado mi sitio en su acogedora mesita. Sin olvidar las advertencias de Birreria, evitaba con las máximas precauciones la mirada de su mujer, cuyo rostro inspiraba a mis ojos el mismo pánico que me inspiraría el lago Averno. Me vuelvo en cambio continuamente para mirar a la camarera, Fotis, y recobrar así ánimos. Entretanto, había llegado la noche; Pánfila, mirando a la lámpara, dice: «¡Qué día de lluvia tendremos mañana!». Y, al preguntarle su marido cómo lo sabía, contestó que la lámpara se lo estaba anunciando. Milón se echó a reír, diciendo: «Mantenemos a una ilustre sibila en esta lámpara: desde su candelero, como observatorio, contempla todos los fenómenos del firmamento hasta la altura del sol».
12. Interviniendo yo entonces: «Ahí no tenemos —le digo— más que nociones elementales en las artes adivinatorias. Nada tiene de extraño que esta llama, aunque insignificante y encendida por manos humanas, guarde el recuerdo del otro fuego de mayor magnitud, el fuego celeste que en cierto modo la ha engendrado; nada tiene de extraño, pues, que ella sepa y nos anuncie con divina presciencia lo que aquel fuego prepara en las etéreas alturas. Así también estos días, en mi patria, en Corinto, hay un individuo, de nacionalidad caldea[18], que tiene alborotada a toda la ciudad con sus sorprendentes oráculos y se gana la vida divulgando los secretos del destino: señala la fecha que garantiza un indisoluble matrimonio o una fundación perdurable, la que es apta para una operación financiera y la que asegura un viaje feliz por vía terrestre o marítima. A mí mismo, al preguntarle lo que me ocurriría en este viaje, me anunció una serie de cosas altamente maravillosas y muy diversas: que conocería una gloria inmarcesible y que sería el héroe de una gran historia, de una leyenda inverosímil, de una obra en varios libros».
13. En esto, Milón se echó a reír, preguntándome: «¿Qué aspecto tiene el caldeo ese y cómo se llama?». «Es alto, algo moreno —le contesto—, y se llama Diófanes». «El mismo —replica—, no puede ser otro. También aquí, entre nosotros, anunció a no poca gente muchos oráculos semejantes logrando con ello no un poco de calderilla, sino crecidas retribuciones, hasta que la Fortuna le volvió la espalda o, mejor dicho, interceptó cruelmente la carrera del desgraciado». Efectivamente, un día, rodeado de un nutrido corro de personas, distribuía sus profecías a la galería de espectadores. Entonces se acercó a él un mercader llamado Cerdón[19]; quería saber la fecha adecuada para cierto viaje. Diófanes había señalado ya el día; Cerdón había soltado la bolsa, sacado el dinero y contado los cien denarios para pagar la consulta del adivino; en esto, un joven de buena familia, acercándose por detrás, coge al agorero por el manto y, al volverse, lo estrecha fuertemente entre sus brazos y se pone a besarlo. Diófanes, correspondiendo a su efusión, le hace sentarse a su lado; desconcertado por este encuentro imprevisto y olvidándose del negocio que estaba realizando en aquel preciso instante, se dirige al recién llegado: «¡Cuánto tiempo he suspirado por ti! ¡Por fin has llegado!». «Sí, ayer, al anochecer —replicó el joven—. Cuéntame tú también, hermano, cómo has realizado el viaje por mar y por tierra desde que saliste precipitadamente de Eubea».
14. Ante la pregunta, Diófanes, nuestro ilustre caldeo, sin pensar en nada y fuera de sí todavía, empieza: «¡Recaiga sobre los enemigos de nuestro pueblo y sobre nuestros enemigos personales un viaje tan funesto! Una auténtica Odisea. La nave que nos transportaba, azotada por el oleaje de las tormentas, tras perder ambos timones[20], fue arrastrada violentamente hacia la costa opuesta y luego hundida. Nosotros, después de perderlo todo, logramos a duras penas salvarnos a nado. Lo que pudimos luego reunir gracias a la compasión de personas desconocidas o a la amabilidad de nuestros amigos, todo cayó en manos de una pandilla de atracadores. Hasta mi único hermano Arignoto, que pretendió rechazar el ataque, cayó, el pobre, degollado ante mis propios ojos».
Aún estaba él contando su triste historia, cuando ya Cerdón, el mercader, había barrido las monedas destinadas a pagar el importe de la predicción y se había dado precipitadamente a la fuga. Y ahora si que acabó Diófanes por recobrar el sentido y darse cuenta del desastre en que imprudentemente había incurrido, sobre todo al ver que todos nosotros, de pie a su alrededor, soltábamos una ruidosa carcajada.
«No obstante, ilustre amigo Lucio, ojalá, en tu caso al menos, tenga razón el caldeo: ojalá te acompañe la suerte y puedas proseguir el viaje sin tropiezos».
15. Mientras Milón continuaba charlando sin parar, yo suspiraba en silencio y me maldecía no poco a mí mismo por haber iniciado la serie de cuentos inoportunos, perdiendo así una buena parte de aquella tarde y de su fruta más sabrosa. Finalmente, tragándome la vergüenza, digo a Milón: «Allá se las haya Diófanes con su suerte; que aventure una vez más por tierra o por mar los despojos de las gentes. A mí, molido todavía del viaje de ayer, permíteme retirarme ahora mismo a dormir». Dicho y hecho; me dirijo a mi habitación y allí encuentro dispuesta la más linda de las cenas. Se habían tendido las mantas de los esclavos en el suelo, en el rincón más alejado de mi puerta, sin duda para evitar testigos a la juerga nocturna. A mi lecho iba adosada una mesita; encima estaban las sobras de una cena en regla y muy decente y unas copas de respetable tamaño llenas de vino hasta media altura; sólo faltaba añadirles el agua de la mezcla[21]; al lado había una garrafa, cuya boca, destapada a golpes de cincel[22], se abría cómodamente a quien quisiera servirse: en una palabra, el digno aperitivo de la lucha amorosa.
16. Acababa de acostarme, cuando mi querida Fotis, que ya había acostado a la señora, se me acerca, sonriente, con una guirnalda de rosas y con la falda también llena de pétalos de rosas. Luego, besándome con ternura, ciñéndome la cabeza con una guirnalda y cubriéndome de flores, echa mano a una copa, añade el agua caliente y me la ofrece para que beba; sin darme tiempo a apurarla, me la quita suavemente y saborea poco a poco el resto en múltiples y ligeros sorbos, mirándome con cariño. Una segunda, una tercera copa y muchas más van y vienen entre nuestras manos. En medio de la embriaguez, el desorden de mi imaginación alcanzaba ya a mis sentidos y a toda mi persona; quise mostrar a Fotis la impaciencia sobresaltada de mi amor: «Ten compasión —le digo—, acude en mi ayuda, date prisa. Ya lo ves, estoy en tensión desde la primera escaramuza de esta batalla que tú me declaraste sin intervención del fecial[23]; en cuanto sentí el flechazo del cruel. Cupido herirme en lo más íntimo del corazón, tendí mi arco, y con tal vigor que temo ver romperse el nervio excesivamente tenso. Si quieres hacerme plenamente feliz, deja suelta tu cabellera, que tus rizos ondulados caigan libremente, y dame abrazos cariñosos».
17. Sin demora, Fotis retira al ínstante la vajilla; se despoja de todos sus velos y, con el pelo suelto, en gracioso desorden, deliciosamente transfigurada, se presentó a mí con los rasgos de Venus avanzando sobre las olas del mar. Sus encantos quedaban parcialmente en la penumbra sobre el ademán de sus dedos de rosa; había en ello más coquetería que alarma del pudor. «Al asalto —dice—, al asalto, y con valor, pues no cederé terreno ni volveré la espalda; adelántate si eres hombre, y lucha cara a cara; mata o muere: hoy habrá guerra sin cuartel». Al hablar así, subió a la cama, se recostó poco a poco sobre mí y en rápida y lasciva agitación de su torso dio con su vaivén plena satisfacción a mi amor, hasta que, embriagado el espíritu y agotadas nuestras energías, caímos uno en brazos del otro para confundir nuestras almas mutuamente rendidas. Estas peripecias del torneo y otras análogas nos mantuvieron despiertos hasta el amanecer; acudíamos al vino de vez en cuando para reanimar nuestras fuerzas agotadas, estimular nuestro ardor y renovar el placer. Con el precedente de este encuentro, organizamos otros muchos de la misma manera.
18. Casualmente, un buen día Birrena pretendió con mucha insistencia que fuera a cenar a su casa; aunque yo multiplicaba las disculpas, no accedió a admitirlas. Así, pues, hube de acudir a Fotis y asesorarme de su consejo, como auspicio. Ella, disgustada de verme lejos, aunque sólo fuera a la distancia de una pulgada, accedió no obstante amablemente a darme unas breves vacaciones en el servicio del amor. Pero: «Oye, tú —me dijo— no te distraigas, vuelve pronto de la cena. Pues una pandilla de locos, jóvenes de las mejores familias, perturban la tranquilidad pública; podrás ver, al pasar, gente degollada en plena calle, y las escasas fuerzas de policía son incapaces de proteger a la ciudad contra tan grave desastre. En tu caso, tu brillante fortuna y, además, el poco miramiento que se tiene con un forastero pudieran acarrearte una emboscada».
«No te preocupes —le digo—, querida Fotis. Pues, sin contar que a todos los banquetes del mundo yo hubiera preferido las delicias de tenerte a mi lado, además volveré temprano para ahorrarte estos motivos de alarma. Por otra parte, no iré solo y sin escolta. Pues con la fiel espada que ciñe mi costado, yo mismo montaré la guardia de mi seguridad personal».
Con dichas precauciones, salgo a cenar.
19. Había allí numerosos invitados y, como es de suponer, con la aristocrática señora estaba la flor y nata de la ciudad. Mesas lujosas en que resplandece el alerce y el marfil, lechos cubiertos con tejidos de oro; grandes copas de un arte tan variado en su elegancia como único en calidad. Aquí, un vidrio artísticamente tallado; allí, una cristalería sin el menor defecto; más allá, la plata reluciente y el oro deslumbrante, el ámbar maravillosamente vaciado y hasta piedras, para beber: toda lo más inverosímil está allí reunido. Camareros bastante numerosos, espléndidamente uniformados, hacían las porciones y servían con gracia los abundantes platos; unos jovencitos de rizada cabellera[24] y elegante túnica ofrecían continuamente vino rancio en piedras preciosas vaciadas para servir de copa. Ya se traen las luces: la conversación de los comensales se anima; entre ellos se multiplican las risas, los chistes y las bromas de buen gusto.
Birrena, entonces, me dirige la palabra: «¿Te encuentras a gusto en nuestra tierra? Si no me equivoco, nuestros templos, nuestros baños y demás edificios públicos dejan muy atrás a los de todas las demás ciudades; además disponemos de todas las comodidades de la vida diaria. Están aseguradas la libertad y la paz; un forastero activo encuentra aquí la animación de Roma, y un huésped tranquilo, el sosiego del campo; en una palabra: somos, para la provincia entera, la plácida zona de recreo».
20. Yo añadí en el mismo sentido: «Tienes razón; por lo que a mí toca, en ningún rincón del mundo creo haberme sentido más libre que aquí. Sin embargo, me invade un serio temor ante las invisibles e inevitables trampas de la ciencia mágica. Pues, según dicen, ni siquiera está segura la paz de los muertos en sus tumbas; al contrario, se acude a los hornos crematorios y los sepulcros en busca de ciertos residuos y de trozos de cadáveres para trágica perdición de los vivos. Viejas brujas, durante la marcha del fúnebre cortejo, en rápido vuelo, se adelantan a instalarse en la sepultura ajena».
A mis palabras añade un tercero: «Más todavía: aquí ni para nadie de los vivos hay la menor consideración. No sé quién ha sido víctima de una desventura análoga: lo mutilaron hasta desfigurarle completamente el rostro».
En esto, los comensales, sin excepción, sueltan francas carcajadas y todos a una vuelven sus miradas sobre un hombre recostado aparte en un rincón. Él, cohibido ante la insistente mirada de todos, murmuró unas palabras de despecho e intentó levantarse para salir. «No, querido Telifrón —le dijo Birrena—, espera un poco y, con tu característica amabilidad, vuelve a contarnos tu historia, para que también mi hijo Lucio tenga el gusto de oír tu amena narración».
«Tú, señora —replicó él—, tú eres siempre la misma, muy buena y servicial; pero hay personas cuya insolencia es intolerable». Tal era su excitación. No obstante, la insistencia de Birrena, que lo apremiaba y conjuraba por su vida, acabó por vencer su resistencia.
21. Entonces, apilando las mantas para apoyar en ellas el codo, con el cuerpo medio erguido, extiende la mano derecha en ademán oratorio —esto es, cierra los dos últimos dedos, mantiene en posición natural los dos que siguen, y apunta amenazadoramente con el pulgar—, y con indulgente sonrisa empieza a hablar Telifrón:
«Era yo todavía menor de edad, cuando salí de Mileto para asistir a los Juegos Olímpicos y visitar, de paso, estas regiones en que nos hallamos y que tanto renombre dan a la provincia. Había recorrido toda la Tesalia cuando, en mala hora, llegué a Larisa. Iba recorriendo todos los rincones; como mi presupuesto de viaje tocaba a su fin, acudía a todos los medios para aliviar mi falta de recursos. Entonces veo en medio de la plaza a un viejo de elevada estatura. Subido a una piedra, gritaba con voz potente: ¡Quien quiera guardar a un muerto, ponga precio al servicio!».
»Dirigiéndome a un transeúnte: «¿Qué significa esto? —le digo—. ¿Es frecuente en este país que los muertos escapen?».
»“Cállate —respondió el otro—. Bien se ve que eres un crío o un extranjero de tierras lejanas para ignorar que te encuentras en Tesalia, donde las brujas desgarran corrientemente a mordiscos la cara de los muertos en busca del ingrediente que complementa su ciencia mágica”.
22. »Yo pregunto con insistencia: “Por favor, dime: ¿en qué consiste esta guardia fúnebre?”. “En primer lugar —me contestó— hay que estar en vela toda la noche ininterrumpidamente, con los ojos bien abiertos y sin pestañear clavados sobre el cadáver; no hay que distraer la mirada sobre ningún otro objeto, ni siquiera de reojo. Pues esas malditas brujas, bajo la apariencia de cualquier clase de animal, se deslizan tan furtivamente que les es fácil burlar hasta la vigilancia del Sol y de la Justicia; toman en efecto la forma de aves, de perros, de ratas y hasta la de moscas. Luego, con sus terribles encantamientos, infunden irresistible sueño a los guardianes. No, nadie podría enumerar los tenebrosos ardides que se inventa la fantasía de esas malditas mujeres. No obstante, por tan peligroso servicio no se paga más que de cuatro a seis monedas de oro. ¡Ah! Y casi olvidaba un detalle: si por la mañana uno no entrega el cadáver intacto, todo lo que en él falte o esté deteriorado, hay que reponerlo con piezas recortadas de la propia cara”.
23. »Bien informado ya, me armo de viril arrojo y me acerco decididamente al pregonero: “Deja ya de desgañitarte —le digo—. Aquí está, a punto, el guardián; a ver tu oferta”. »
“Mil sestercios —dice— te están esperando. Pero, oye, joven, fíjate bien: es el hijo de uno de los principales ciudadanos: has de guardar debidamente su cadáver de esas infames harpías”.
»“Déjate de tonterías y puras bagatelas —le replico—. Aquí tienes a un hombre de hierro, que no duerme, más penetrante que el propio Linceo o que Argo: en una palabra, soy todo ojos”.
»Aún no había terminado, me acompañó en el acto a una casa cuya entrada principal estaba cerrada; me invita a entrar por la puertecita trasera; entramos en una habitación oscura, por estar cerradas las ventanas, y, mostrándome a una señora llorosa y vestida de luto, a cuyo lado se detiene: “He aquí —dice— a un hombre que se ha comprometido a guardar fielmente el cadáver de tu marido”. Ella, separando hacia ambos lados los cabellos que le caían sobre la cara y poniendo al descubierto un rostro de radiante hermosura a pesar del dolor, levanta la vista y me dice: “Por favor, procura cumplir tu misión con la mayor vigilancia posible”.
»“No pases cuidado —le contesto—; preocúpate tan sólo de preparar una buena propina”.
24. »De acuerdo, pues, ella se levanta y me conduce a otra sala, donde estaba el cadáver, cubierto con un espléndido sudario; introduce a siete personas en calidad de testigos, descubre personalmente al difunto; reclinada sobre él llora un buen rato y luego, invocando la lealtad de los presentes, les va mostrando, angustiada, cada miembro según la fórmula adecuadamente preestablecida; un hombre levanta acta en las tablillas[25]:
»“Mirad —dice— la nariz: intacta; los ojos, indemnes; las orejas, bien conservadas; los labios, perfectos; la barbilla, entera. »
»“Dad fe de todo ello, honorables Quírites”. En el acto, se firman las tablillas, y ella se retiraba. Pero yo, llamándola: “Señora, manda que me traigan todo lo necesario para el caso”. “¿Qué quieres decir?”, replica. “Una lámpara bastante grande, aceite suficiente para toda la noche, agua caliente[26] con unas jarras de vino y un vaso, y una fuente bien arreglada con las sobras de la cena”.
»Ella, entonces, moviendo la cabeza: “Vete a paseo, impertinente —me dice—. En las fúnebres circunstancias de esta casa, hablas de comer y reclamas tu parte, cuando llevamos ya una porción de días sin ver ni el humo del hogar. ¿Crees acaso que has venido aquí a celebrar un banquete? ¿No sería más oportuno que te pusieras a tono con las circunstancias de luto y de lágrimas?” Pronunciando esas palabras, se volvió hacia una joven sirvienta y le dijo: “Mirrina, tráele rápidamente una lámpara y el correspondiente aceite; luego, encierra al guardián y salte en seguida de la habitación”.
25. »Me quedé, pues, solo en compañía del cadáver, me froté los ojos, armándome contra el sueño, y me puse a cantar para animarme.
»Ya había llegado el crepúsculo de la tarde, luego la noche verdadera, luego la noche tenebrosa, después las altas horas de la noche y por fin la noche profunda y silenciosa. Mi pánico se iba acumulando por momentos, cuando, de repente, vi aparecer una comadreja que se detuvo frente a mí y me clavó una mirada tan penetrante, que este diminuto animalito, con su desproporcionada arrogancia, me causó una auténtica preocupación. Por fin le llamo la atención: “¿Quieres irte, bestia maldita, y esconderte con tus hermanas las ratas? ¿O prefieres probar ahora mismo la violencia de mis golpes? ¿Por qué no te vas?”.
»La comadreja da media vuelta y, en un trote, desaparece de la estancia. De pronto, un profundo sueño me hace desvanecerme como si cayera al fondo de un abismo: ni al propio dios de Delfos le hubiera sido fácil distinguir, entre los dos que allí estábamos tendidos, cuál era el verdadero muerto. En actitud inconsciente y falto yo mismo de un guardián, estaba allí, en cierto modo, sin estar.
26. »Ya la región de los gallos rompía con su sonora orquesta la tregua nocturna. Por fin, despierto y bajo el más espantoso pánico, corro a ver el cadáver; acerco la luz, descubro la cara y la examino detalladamente según los artículos del contrato; precisamente entonces irrumpe la desgraciada esposa, bañada en lágrimas y acompañada por los testigos del día anterior; angustiada, se arroja sobre el cadáver y, tras muchos y prolongados besos, hace un reconocimiento perfecto a la luz de la lámpara. Luego, volviéndose, llama a su administrador, Filodéspoto, y le ordena que, sin demora, pague al1 excelente guardián; al efectuarse inmediatamente la entrega, ella añade: “Joven, te quedamos sumamente agradecidos, y por este concienzudo servicio declaro solemnemente que en adelante te contaremos entre nuestras amistades”.
»Colmado de alegría ante esta inesperada ganancia y extasiado ante las relucientes monedas de oro que yo hacia sonar repetidas veces en la mano: “Di más bien, señora —le contesto—, entre tus servidores, y cuantas veces necesites mis servicios, no tengas reparo en darme órdenes”.
»Apenas había concluido la frase, los amigos de la viuda, cargándome de execraciones como a maldito agorero[27], echan mano a las primeras armas que encuentran y se lanzan tras de mí: uno me golpea las mandíbulas a puñetazos, otro la espalda a codazos, un tercero me hunde las costillas con mano furibunda; me dan patadas, me arrancan el pelo, me rasgan la ropa. Así, como el joven y orgulloso Aonio o el cantor inspirado de Pieria[28], me echan de la casa magullado y hecho trizas.
27. »Cuando en la calle inmediata, respondiéndome del susto, caía —demasiado tarde— en el sentido fasto de mis imprudentes palabras, y reconocía que bien merecidos tenía aquellos palos y muchos más, he aquí que ya habían concluido las últimas lamentaciones y el supremo adiós. El ataúd estaba en marcha. Por tratarse de un personaje aristocrático, las honras fúnebres eran oficiales y el cortejo pasaba por el foro. Un anciano vestido de negro, triste, deshecho en lágrimas y arrancándose su noble pelo canoso, sale al encuentro; abraza fuertemente el ataúd y con voz potente, aunque entrecortada por los sollozos, exclama: “Ciudadanos, apelo a vuestra buena fe, a la bondad del pueblo: vengad la muerte de un hermano vuestro, imponed un duro castigo a esta nefasta y maldita mujer, culpable del mayor de los delitos. Ella es, en efecto, ella y nadie más, la que ha envenenado a este desgraciado joven, hijo de mi hermana; y lo ha hecho para complacer a un adúltero y captar una herencia”.
»El anciano aquel, a voz en grito, iba repitiendo a uno tras otro sus lastimosas quejas. La masa, entretanto, se irritaba y la verosimilitud de los hechos iba ganando adeptos para el acusador. Se oyen voces reclamando antorchas, se buscan piedras, se incita a los chiquillos contra la mujer. Ella, con lágrimas bien estudiadas, jurando por todos los dioses con la mayor solemnidad, rechazaba la gravísima acusación.
28. »El anciano entonces replica: “Remitámonos a la divina providencia para conocer la verdad. Aquí está un egipcio llamado Zatclas, profeta de primer orden. Hace tiempo hemos llegado a un acuerdo él y yo (buenos dineros me ha costado) para sacar del infierno un instante al espíritu del difunto y dar vida a este cadáver, con permiso de la muerte”.
»Pronunciadas estas palabras, presenta públicamente a un joven vestido con túnica de lino, calzado con sandalias de fibra de palmera; su cabeza estaba afeitada al rape. El anciano colma de prolongados besos su mano y hasta abraza sus rodillas: “Piedad —dice—, oh pontífice, ten piedad de nosotros: ¡por los astros del cielo, por las divinidades del infierno, por los elementos del universo, por el silencio de las noches, por los santuarios de Coptos, por los desbordamientos del Nilo, por los misterios de Menfis y por los sistros[29] de Faros! ¡Que goce un instante de la luz del sol! ¡Da un rayo de luz a estos ojos cerrados para siempre! No oponemos resistencia a los designios del destino, no negamos a la tierra lo que es suyo; sólo pedimos unos instantes de vida para tener el consuelo de la venganza”.
»El profeta, atendiendo propicio la plegaria, aplica a cierta hierba a la boca del cadáver y otra a su pecho. Luego, mirando a oriente, invoca en silencio al sol en su majestuosa carrera; con este venerable ritual, hizo subir al máximo la expectación de los asistentes ante el prodigioso milagro que se iba a operar.
29. »Me mezclo a la masa de los acompañantes, y, justo detrás del ataúd, subiéndome a una piedra bastante elevada, lo contemplo todo con vivo interés. Ya su pecho se dilata y respira; ya late el pulso; ya se llena de vida todo su cuerpo: el cadáver se levanta y el joven se pone a hablar: “Por favor, saciado ya de las aguas del Leteo y en plena navegación sobre las lagunas del Estigio, ¿por qué se me llama de nuevo a los quehaceres de una efímera existencia? Basta ya, te lo ruego, basta; déjame en mi remanso de paz”.
Tales fueron las palabras que pronunció aquel cuerpo; pero el profeta con mayor calor, le dice: “¡No! Has de hablar; has de poner en claro ante el pueblo todo el misterio de tu muerte. ¿Crees acaso que mis encantamientos carecen de virtud para invocar las Furias y atormentar tus miembros agotados?”.
»El resucitado toma entonces la palabra y, con profundos suspiros, se dirige al pueblo en estos términos: “Los culpables artificios de mi nueva esposa fueron la causa de mi muerte; víctima de una pócima mortal y sin dar tiempo a que mi lecho se enfriara, hube de traspasarlo a un seductor”.
»Entonces, la excelsa esposa, armándose de audacia y serenidad, rechaza con sacrílegos argumentos las acusaciones de su marido. El pueblo se alborota con división de opiniones: para unos, no cabe mayor infamia en una mujer y hay que enterrarla viva con el cuerpo de su marido; para otros, no hay que dar crédito a las mentiras de un cadáver.
30. »Pero las dudas se disiparon al continuar hablando el joven. Efectivamente, con un suspiro todavía más profundo, añade: “Os daré, sí, os daré pruebas palpables de mi incorrupta veracidad; y os señalaré circunstancias que nadie, absolutamente nadie, conoce o sospecha”. Entonces, señalándome a mí con el dedo, explica: “Mientras el guardián que aquí veis velaba mi cadáver con toda su perspicacia y atención, unas viejas brujas pretendieron arrebatar mis despojos; con dicho propósito se disfrazaron muchas veces y siempre en vano; al no poder burlar la actividad y vigilancia del guardián, como último recurso extendieron sobre él un vaho soporífero sepultándolo en un profundo sueño. Luego, se pusieron a llamarme por mi nombre y no dejaron de gritar hasta que mi cuerpo rígido y mis helados miembros, con perezoso esfuerzo, empezaron a obedecer por arte de magia. Ahora bien, este hombre que aquí veis, en realidad estaba vivo, y, de muerto, tan sólo tenía el sueño. Pero, como era mi tocayo[30], al oír su nombre, sin caer en la cuenta del caso, se levantó y, avanzando como un fantasma, fue a dar contra la puerta de la sala; aunque la puerta estaba cuidadosamente cerrada, por un agujerito le arrancaron primero la nariz y luego las orejas: me sustituyó a mí como víctima para sufrir la amputación[31]. Y, para que su astucia pasara inadvertida, con el modelo de las orejas cortadas, moldean en cera otras orejas y se las aplican exactamente; también le arreglan la nariz por el mismo procedimiento. Y ahora aquí está a mi lado el pobre desgraciado: lo que ha cobrado no es el importe de su trabajo, sino el de su mutilación”.
»Asustado por esas palabras, me pongo a comprobar la realidad de mi rostro. Me cojo la nariz: se me queda en la mano; me toco las orejas: se me caen. Los asistentes me apuntan con el dedo, todos concentran sobre mí su mirada para señalarme. Cuando su risa empezaba ya a ser incontenible, me escabullo, bañado en un frío sudor, entre las piernas de la gente que me rodeaba.
»Después, así desfigurado y condenado al ridículo, no pude ya volver al hogar paterno. Dejo caer el cabello por ambos lados para ocultar las cicatrices de las orejas; y en cuanto a la nariz, disimulo bastante bien mi deformidad, gracias a este pañito que llevo pegado con un ungüento».
31. En cuanto Telifrón terminó su historia, los convidados, animados con el vino, reanudan otra vez sus carcajadas. Y, mientras reclaman para el dios de la risa las libaciones habituales, Birrena se dirige a mí en los siguientes términos: «Mañana es día grande para esta ciudad, el aniversario ininterrumpidamente celebrado de su fundación. En este día, es típico y exclusivo de nuestro pueblo el invocar al augusto dios de la Risa con un ritual alegre y divertido. Tu presencia acentuará para nosotros la alegría de esta fecha. Y ojalá tu propia alegría pueda inspirarte algún recurso para honrar a nuestro dios: así será más completa nuestra ofrenda en honor de tan alta divinidad».
«Muy bien —le contesto—; se cumplirán tus órdenes. Y me gustaría ciertamente descubrir algún tema que diera al gran dios de la Risa ocasión de manifestarse a rienda suelta». Después de esto, mi esclavo me recordó que era ya de noche; además, mi estómago estaba ya a punto de reventar con la bebida. Me levanto al instante, me despido rápidamente de Birrena y con paso inseguro me pongo en marcha, camino de casa.
32. Pero al enfilar la primera calle, un brusco vendaval apaga la luz que nos guiaba, y trabajo nos costó salvar aquella repentina oscuridad en plena noche; con los dedos de los pies magullados contra las piedras, volvíamos a casa agotados de fatiga. Cuando, cogidos del brazo, ya íbamos a entrar, he aquí que tres individuos vigorosos y corpulentos se precipitan con todas sus fuerzas sobre nuestra puerta; sin intimidarse un tanto así por nuestra presencia, al contrario, multiplican sus asaltos y rivalizan en violencia. Nos parecieron, y, por razones obvias sobre todo a mí, verdaderos salteadores y de los más rabiosos. Al punto desenvaino la espada que llevaba oculta bajo la ropa para tales menesteres y, con el arma en la mano, sin titubear, me lanzo sobre los forajidos; y, a medida que se me van presentando para resistir, los voy apuñalando sin piedad hasta que acaban expirando a mis pies acribillados de terribles heridas. Tal combate y el consiguiente alboroto habían despertado a Fotis: al ver la puerta abierta, me lanzo dentro de casa, jadeante y bañado de sudor. Mi combate frente a los tres asaltantes, como nuevo asalto a Gerión[32], me había dejado agotado. Acostarme y dormirme fue todo uno