LIBRO X
Un crimen memorable: una madrastra, enamorada de su hijastro, intenta envenenarlo porque se resiste a sus pretensiones; por un capricho de la Fortuna, consume la pócima el hijo menor del matrimonio; un senador, tan sabio como prudente, descubre el crimen cuando ya se iba a condenar al hijo inocente (1-12). - Nueva venta de Lucio: lo compran dos hermanos, panadero el uno y cocinero el otro. Lucio conoce ahora la vida regalada; pero un buen día se le sorprende comiendo los más exquisitos manjares humanos: se descubren sus facultades extraordinarias. Ha de exhibirse en el teatro con una mujer depravada (13-23). - Los crímenes de esa mujer (24- 28). - El gran festival artístico en el teatro. Lucio se escapa cuando iba a llegar el turno de su abominable exhibición con la mujer condenada por criminal (29-35).
1. ¿Qué fue, al día siguiente, de mi amo el hortelano? No lo sé. Por lo que a mí toca, el soldado aquel que por su exagerada desfachatez había recibido la solemne paliza, me soltó del pesebre y me llevó sin que nadie protestara. Luego, recogiendo en su tienda unos enseres que por lo visto eran suyos, los cargó a mi espalda; así, equipado y armado a lo militar, me saca a la calle. Me veía, pues, con un casco de reluciente esplendor y un escudo todavía más brillante; también era notable la lanza por las dimensiones colosales de la vara. Al disponer así su armamento, no había pretendido, naturalmente, atenerse a las ordenanzas: lo había colocado encima, sobre los demás bultos, como en tiempo de guerra, de modo bien visible y estudiado para asustar a los pobres viajeros. Tras una marcha sin serias dificultades a través de la llanura, llegamos a una pequeña ciudad y paramos no en una posada, sino en casa de un decurión. Me deja al cuidado de un joven esclavo y él se va en seguida, muy preocupado, a presentarse a su jefe, que estaba al frente de mil hombres.
2. A los pocos días y precisamente en aquella casa, como bien recuerdo, se fraguó un odioso y horrendo crimen. Lo insertaré en el libro para que también lo conozcan mis lectores.
El dueño de la casa tenía un hijo joven, muy culto y, como es de esperar en tal caso, ejemplar de piedad y modestia: a cualquiera le gustaría ser padre de ese joven o tener un hijo parecido. Su madre había muerto hacía muchos años y el padre había rehecho su hogar por un nuevo matrimonio. La segunda mujer le dio otro hijo, que ya había cumplido también los doce años. Pero la madrastra, más por su belleza que por sus virtudes, imponía la ley en el hogar de su marido; y ya sea por impulso natural al libertinaje, ya por voluntad del destino, cayó en la monstruosa indignidad de fijarse en su hijastro. Ahora, querido lector, ten presente que estás leyendo una tragedia, no un cuento; dejemos las sandalias y calcemos el coturno[99].
Así, pues, mientras el tierno Cupido se mantuvo en las primeras etapas de su desarrollo, aquella mujer resistía en silencio sus asaltos todavía poco peligrosos, cuya manifestación era un leve rubor, fácil de reprimir. Pero cuando su corazón se vio todo él envuelto en crueles llamaradas, cuando Amor desbocado lo abrasó en un delirio apasionado, tuvo que sucumbir ante la violencia del dios. Finge decaimiento y oculta la herida de su alma bajo las apariencias de un pretendido malestar físico. Por lo demás, como todo el mundo sabe, los síntomas generales y las alteraciones del rostro son exactamente los mismos en caso de enfermedad o de crisis amorosa: palidez horrible, mirada lánguida, piernas cansadas, sueño inquieto, suspiros tanto más hondos cuanto más dura el tormento.
Se hubiera creído que la consumía una ardiente fiebre, si no fuera porque estaba siempre llorando. ¡Ay! ¡Qué ignorancia la de los médicos! ¿Que denota un pulso agitado, unas facciones de color irregular, una respiración dificultosa, unas palpitaciones frecuentes y periódicas de uno y otro lado? ¡Dios mío! ¡Qué fácil es diagnosticarlo, aun sin estudiar medicina, pero con una leve idea de la ansiedad amorosa, cuando se ve a una persona ardiendo sin que su cuerpo acuse temperatura!
3. Incapaz, pues, de dominar la loca pasión que agita el fondo de su alma, rompe por fin su prolongado silencio y manda llamar a su hijo. ¡Su hijo! Si fuera posible, ¡con qué gusto borraría en él este nombre que la cubre de vergüenza! El joven obedece sin demora a su madre enferma; triste y la frente llena de arrugas como un viejo, se presenta en la habitación con el respeto debido en cualquier circunstancia a la esposa de un padre y a la madre de un hermano. Ella, harta de aguantar tanto tiempo un silencio que la martiriza, y sumergida, por así decir, en un mar de dudas, vuelve a condenar una vez más, por nuevas vacilaciones de su pudor, todas las expresiones que momentos antes parecían tan adecuadas a la entrevista actual; no sabe cómo empezar, no se decide.
El joven, sin sospechar todavía nada malo, se adelanta a preguntar con sumisa deferencia el motivo de su malestar en aquel momento. Entonces, ella aprovecha la fatal ocasión de la estancia a solas para dar libre curso a su audacia: soltando un torrente de lágrimas y velándose el rostro con la orla de su vestido, le dirige con voz temblorosa estas breves palabras:
«La causa, el único motivo del mal que me aqueja, como también el único y exclusivo remedio de mis males, eres tú, tú en persona. Tus ojos han penetrado por los míos hasta el fondo de mi corazón y han promovido una llama que me abrasa hasta la médula. Ten, pues, piedad de una mujer que por ti se muere; que no te detenga ningún escrúpulo pensando en tu padre: su esposa ha de morir sin remedio, y tú se la salvarás. Yo reconozco en ti su viva imagen: es natural que te quiera. La soledad en que nos hallamos te sirve de absoluta garantía y te da la tranquila oportunidad de consumar lo inevitable. Pues una cosa que nadie sabe, no llega a ser auténtica realidad».
4. El inesperado compromiso desconcertó por completo al joven; y, aunque horrorizado al oír la monstruosa propuesta, creyó que, lejos de exasperar a la señora con una rotunda y dura negativa, era mejor calmarla hábilmente acudiendo a promesas diferidas. Le prodiga, pues, buenas palabras, la invita insistentemente a animarse, a cuidarse y a reponerse, hasta que algún viaje de su padre deje libre campo a sus diversiones; acto seguido se sustrae a las culpables miradas de su madrastra. Ahora bien, tan grave desastre familiar exige, a su parecer, una consideración más detenida; sin perder tiempo, consulta el caso con un anciano de acreditada solvencia que había sido preceptor suyo. Tras larga deliberación pareció que lo más acertado sería huir rápidamente para evitar la tormenta de un destino implacable. Pero la señora, incapaz de admitir la menor dilación, imagina no sé qué pretexto y con maravillosa habilidad convence en seguida a su marido para que se vaya inmediatamente a unas finquitas que tenían en una zona muy lejana. Logrado ese objetivo con la loca esperanza de ganar tiempo, reclama ya descaradamente la cita prometida a su pasión. Pero el joven, alegando ahora un pretexto, luego otro distinto, va dando largas a la execrable entrevista, hasta que ya ella, por la variedad de las disculpas, ve claramente que el joven no está dispuesto a mantener sus promesas, y entonces, en repentina maniobra, pasa del amor sacrílego a un odio mucho más funesto todavía.
Sin pérdida de tiempo, se asocia a un esclavo de los que había recibido en dote, ser abyecto y maestro consumado en materia de crímenes; lo pone al tanto de sus pérfidas intenciones; ninguna solución les parece más acertada que la de acabar con la vida del desdichado joven. Envía, pues, al criminal en busca de un veneno fulminante; ella lo deslíe cuidadosamente con vino y dispone la poción que causaría la muerte de1 hijastro inocente.
5. Ahora bien, mientras los dos siniestros personajes deliberan entre sí sobre el momento más oportuno para servir la pócima, por una pirueta de la Fortuna, el menor de los dos hermanos —el que era precisamente hijo de la maldita mujer—, con sus tareas escolares de la mañana ya cumplidas, entra en casa después de desayunarse; como tiene sed y se encuentra con la copa de vino secretamente envenenada, sin sospechar nada de la trampa encerrada allí, se lo bebe de un trago. Apenas acaba de beber la muerte preparada para su hermano, cae al suelo sin vida. Su preceptor se alarma ante el ataque repentino del niño, y a sus gritos de angustia acude la madre y toda la servidumbre. Pronto se vio la explicación del caso en la bebida mortal y todos los presentes apuntaban en mil direcciones señalando al presunto autor del espantoso crimen. Pero la tremenda señora, insuperable encarnación de la maldad de las madrastras, sin inmutarse ante la trágica muerte del hijo ni ante el remordimiento del asesinato impío ni ante la desgracia de su casa ni ante el duelo del marido o la desolación del entierro, aprovechó la catástrofe familiar como una buena oportunidad de venganza. Envió en seguida un mensajero para anunciar al marido ausente la catástrofe de su hogar. Él vuelve precipitadamente, y a su regreso, ella, con descaro de consumada artista, da a entender que su hijo ha muerto envenenado por culpa del hermanastro. Y en esto no mentía del todo, ya que el chiquillo se había adelantado a recibir el golpe mortal dirigido contra su hermano mayor. Pero lo que pretendía hacer creer era que el menor había sido víctima de una represalia criminal del mayor porque, cuando éste había tratado de violarla, ella no había accedido a sus inconfesables pres tensiones. Y no satisfecha con tan monstruosa calumnia, aún añadía que él la había amenazado con un puñal en caso de denuncia. El pobre padre, aterrado ante la pérdida de ambos hijos, va a la deriva entre las agitadas olas de su inmenso dolor. Está asistiendo al entierro de su hijo menor y sabe que el otro ha de ser irremisiblemente condenado a muerte por incesto y parricida. Por otra parte, quiere demasiado a su esposa, cuyos fingidos lamentos le inspiran para su propia sangre un odio despiadado.
6. Apenas terminaron las pompas fúnebres y el acto del sepelio, desde el mismo emplazamiento de la pira, el desdichado anciano, con el rostro todavía inundado de las recientes lágrimas y mesándose los cabellos cubiertos de ceniza, se dirige directamente al foro. Allí, con nuevo llanto en los ojos y en su actitud suplicante abrazando incluso las rodillas de los decuriones, sin la menor sospecha de las infernales imposturas de su esposa, se esforzaba con todo empeño en buscar la ruina del hijo que le quedaba: su hijo era un incestuoso, porque había profanado el lecho paterno; un fratricida, porque había dado muerte a un hermano; y un asesino, porque había amenazado con apuñalar a su madrastra. Fue tal la simpatía, tal la indignación que su angustia suscitó en el senado y hasta en la plebe, que sin admitir los fastidiosos trámites legales, sin comprobar la veracidad de la acusación ni oír la refutación sutil y bien estudiada de la defensa, por aclamación general, se emitió el siguiente veredicto: «Por constituir una pública vergüenza, hay que matarlo a pedradas en la plaza pública».
Sin embargo, los magistrados se alarmaron ante el peligro que corrían. Y para que la naciente indignación no desembocara en revuelta y comprometiera el orden y seguridad pública, algunos de ellos trataron de disuadir a los decuriones, mientras otros intentaban calmar al pueblo, para que se volviera al procedimiento judicial regular y se dictara una sentencia fundada en el examen imparcial de las razones alegadas por ambas partes; no se podía condenar a nadie sin oírlo, como sucede en los pueblos sin civilización ni cultura o en regímenes despóticos; en plena paz y tranquilidad no se podía dar al mundo tan lamentable espectáculo.
7. Prevaleció el sano juicio, y en seguida se llamó al pregonero para que convocara una reunión de senadores. En cuanto éstos ocupan los asientos que reglamentariamente corresponden a su jerarquía, vuelve a oírse el pregonero para que pase en primer lugar el acusador. Sólo entonces se cita al acusado y lo traen ante el tribunal. A ejemplo de la legislación ateniense y del procedimiento seguido en el Areópago, el pregonero recuerda a los abogados de la causa la prohibición de recurrir a preámbulos y de excitar la compasión.
Que todo ello fue así, lo supe al oír múltiples conversaciones sobre el tema. En qué términos se expresó el acusador, qué argumentos le opuso el acusado y, en una palabra, cuáles fueron los discursos y réplicas, nada de eso pude saber por hallarme ausente y en mi cuadra; por consiguiente, si no lo sé, tampoco os lo puedo comunicar. No obstante, sí consignaré en mi libro lo que haya averiguado a ciencia cierta.
En cuanto terminó el debate contencioso, se acordó que para establecer la realidad de los hechos y admitir las acusaciones, hacían falta pruebas convincentes y que una decisión tan grave no podía fundarse en a simples sospechas: ante todo, se consideraba indispensable la declaración de aquel esclavo que, al parecer, era el único que conocía la trama de los hechos.
El ruin personaje, sin inmutarse lo más mínimo ante las decisivas consecuencias de tan grave juicio, ni ante la nutrida asamblea senatorial, ni tampoco ante el remordimiento de su propia conciencia, se pone a contar un cuento de su invención, declarando a y afirmando que dice la pura verdad: #El joven, indignado de los desplantes de su madrastra, acudió a mí; para vengar la propia afrenta, me encargó matara al hijo de su madrastra, prometiéndome un gran premio para comprar mi silencio; como yo no aceptaba la propuesta, me amenazó de muerte; me había entregado el veneno ya preparado por él personalmente para que yo se lo diera a su hermano; y sospechando que yo no tendría en cuenta sus órdenes y que podría guardar la copa como pieza convincente de acusación, acabó por dar él mismo el veneno a su hermano»
Tal declaración, perfectamente verosímil y expuesta por el miserable charlatán con estudiado horror, puso fin al debate.
8. Ni uno solo de los decuriones guardaba ya suficiente serenidad ante el caso del joven para titubear en la sentencia: puesto que su culpabilidad quedaba comprobada hasta la evidencia, había que meterlo en un saco y coserlo dentro[100]. Ya las papeletas, todas iguales —pues todos habían coincidido en escribir la misma fórmula—, iban a recogerse, según costumbre inmemorial, en una urna de bronce; y, una vez depositados dentro los votos, ya era irrevocable la suerte del acusado, sin que ningún recurso posterior pudiera cambiar nada: su cabeza pasaba a manos del verdugo. En ese instante, uno de los senadores, un anciano del mayor prestigio y reconocida honorabilidad, que, además, merecía especial solvencia como médico, tapó con su mano el orificio de la urna para que nadie votara con precipitación y habló en estos términos a la asamblea: u A mis años, es para mí gran satisfacción haber conservado siempre vuestra estima a lo largo de mi vida; y no puedo tolerar que se consume un homicidio manifiesto en la persona de un acusado, víctima de falsas imputaciones; os habéis comprometido por juramento a ejercer siempre la justicia: no puedo tolerar que las mentiras de un vil esclavo os induzcan a perjurar. Yo no puedo pisotear la voluntad de los dioses y engañar a mi propia conciencia emitiendo una sentencia inicua. Oíd, pues, de mis labios lo que hay en este asunto.
9. »Este indeseable, en su afanosa búsqueda de un veneno fulminante, había venido a verme últimamente con la oferta, en pago, de cien escudos de oro. Decía que necesitaba el veneno para una persona gravemente enferma cuya dolencia antigua e incurable le hacía desear la muerte como liberación de sus males. Yo vi el fondo del cuento que urdía el siniestro charlatán y las incongruencias de sus explicaciones. Me convencí de que fraguaba algún delito; le di, no obstante, la pócima, se la di: pero. como medida de seguridad ante una posible indagación judicial, no acepté en el acto el dinero que se me ofrecía: “Por si acaso (le dije) alguna de tus monedas fuera falsa o de mala ley, las vamos a meter en esta bolsa que tú sellarás con tu anillo; y mañana, en presencia de un cambista, se efectuará el contraste”. Se dejó convencer y selló la suma; hace un momento, al ver aquí en la sala a mi individuo, mandé a uno de mis hombres al despacho para que trajera corriendo la bolsa. Ya está en mi poder: aquí la tenéis. Que el esclavo la vea y compruebe su sello. Y ahora. ¿cómo es posible imputar al hermano lo del veneno, si es este individuo quien lo ha comprado?».
10. Una enorme agitación se apoderó al instante del criminal: a su color normal de persona viva sucedió una palidez de muerte y por todos sus miembros chorreaba un sudor frío: cambiaba de postura sin sentirse firme en ninguna de las dos piernas, se rascaba la cabeza por un lado y por otro, balbuceando con la boca entreabierta, no sé qué fútiles pretextos, de modo que nadie, absolutamente nadie podía creerlo ya exento de culpabilidad. Pero de pronto recobra su aplomo, se pone a negar con la mayor firmeza y no para de llamar mentiroso al médico. Éste, aun prescindiendo de sus escrúpulos como juez, al ver zaherida públicamente su dignidad personal, pone mayor ahínco en refutar al vil personaje; los agentes públicos por orden de la autoridad, acaban maniatando al maldito esclavo para cogerle el anillo de hierro[101] y confrontarlo con el sello de la bolsa.
La comparación confirmó las sospechas anteriores. La rueda, es decir, el :potro del mundo griego, estaba ya dispuesta para la tortura; pero el esclavo resistió el tormento con maravillosa entereza sin sucumbir a los latigazos ni al mismo suplicio del fuego.
11. Entonces el médico replicó: «No toleraré, por Hércules, no toleraré que, contra toda equidad, ordenéis el suplicio de un joven inocente ni que este otro burle nuestra justicia y escape al castigo que su crimen merece. Os voy a dar una prueba fehaciente de la realidad de los hechos. Yo veía las ansias de ese malvado por conseguir un veneno fulminante; por otra parte, mis convicciones no me permitían ofrecer a nadie una substancia mortal; había aprendido que la medicina no tiene por objeto matar a los hombres, sino salvarles la vida. Temía no obstante que en caso de cerrarme, una rotunda negativa de mi parte diera paso a un crimen, es decir, que ese hombre se fuera a otra parte a comprar su pócima de muerte o incluso llevara adelante su proyecto abominable recurriendo al puñal o a otra arma cualquiera. Le di, pues, una droga, pero era un soporífero, el famoso narcótico de la mandrágora, tan conocido por su virtud letárgica y por el sueño, muy parecido a la muerte, a que da lugar. Y no es extraño que este malhechor (sin la más leve esperanza ante el inevitable castigo que, según costumbre tradicional de nuestros padres, le espera), no es extraño que aguante fácilmente estas torturas como mucho más llevaderas. Ahora bien, si es cierto que el chiquillo ha tomado la pócima que mis manos prepararon, está vivo, está descansando, está dormido; no tardará en sacudirse el letargo del sueño y volverá a ver la luz del día. Pero, si de verdad está muerto, entonces, ya podéis buscar otras causas a su defunción».
12. Esta elocuencia del anciano conquistó al auditorio. Acuden en masa con gran impaciencia al sepulcro que contenía el cadáver de la criatura. Ni en el senado, ni en la aristocracia, ni en la misma masa del pueblo dejó nadie de acudir allá con expectante curiosidad. Allí está el padre: con sus propias manos retira la tapa del ataúd; en aquel instante, su hijo acababa de disipar el sueño de muerte y volvía al mundo de los vivos; le da un estrecho abrazo e, incapaz de expresar su felicidad del momento, lo presenta al pueblo. Y tal como estaba, es decir, envuelto con los sudarios mortuorios que lo cubrían, llevan a la criatura ante el tribunal. Ahora, puesto ya en claro el asunto y bien al descubierto los crímenes de un maldito esclavo y de una mujer peor que él todavía, aparecía a los ojos de todos la pura verdad: se condena a la madrastra a destierro perpetuo y al esclavo a morir en cruz; por unanimidad se deja al excelente médico en posesión de los escudos de oro, como precio del oportuno soporífero. Y el anciano padre vio su famosa y trágica aventura terminar en un desenlace digno de la divina providencia, ya que en muy poco tiempo, o mejor dicho en un brevísimo instante, corrió el riesgo de verse sin hijos y se encontró de pronto con que tenía dos ya mayorcitos.
13. He aquí ahora las incidencias que por entonces me deparaba mi propio destino. El soldado que me había comprado sin tratar con ningún vendedor y, sin pagar nada, me había llevado como suyo, por orden de su tribuno y en acto de servicio tenía que ir a Roma con un mensaje para el soberano. Me vendió, pues, por once denarios a dos hermanos de la vecindad: eran dos esclavos cuyo amo tenía extraordinarias riquezas. Uno de ellos, como panadero y pastelero, preparaba los panes y las deliciosas tartas de miel; el otro, como cocinero, guisaba al horno unas carnes suculentas, con las más sabrosas salsas. Compartían la misma habitación y hacían toda la vida en común; me habían comprado para transportar los múltiples cacharros indispensables para atender las muchas necesidades de su amo, que, a la sazón, viajaba sin parar de un país a otro. Heme aquí, pues, como tercer socio en compañía de los dos hermanos: nunca me había visto tan mimado por la Fortuna. Cada noche, después de una cena suculenta y espléndidamente servida, mis amos solían traer a su celda un racionamiento sin tasa: uno venía con trozos de cerdo, de pollo, de pescado, de carne de todas clases: eran sobras, pero en abundancia; el otro venía con panes, pasteles, buñuelos, anzuelos, lagartos[102] y otras muchas maravillas del arte de la confitería. Cuando ellos echaban el cerrojo a la puerta para irse al balneario a reponerse, yo me hartaba hasta reventar de aquellos manjares bajados del cielo. Ni era tonto, ni tan burro de veras como para dejar de lado aquellas golosinas y levantarme el paladar comiendo heno rasposo.
14. Durante una buena temporada me fue de maravilla aquella hábil ratería, pues yo andaba con cuidado y precaución: sólo cogía un poquito entre tantas cosas buenas, y ellos no tenían la menor sospecha de que un asno los estafara. Pero al cobrar mayor confianza en seguir inadvertido, ya me lanzaba a devorar sin consideración los mejores trozos, y saboreaba las golosinas más selectas. Una sospecha nada inconsistente empezó a apuntar en la mente de los dos hermanos y, sin meterme todavía a mí en nada de por medio, trataron de descubrir al autor de aquella sisa diaria.
Con el tiempo acabaron por acusarse mutuamente de ladrones y sinvergüenzas; entonces ya ponían más cuidado y atención en la vigilancia; hasta hacían el recuento de los lotes. Por último, uno de ellos, sin. poder ya aguantarse, interpela así a su hermano: «¡Ah! Tu proceder es injusto y hasta inhumano: día tras día escamoteas los trozos más selectos para venderlos y engrosar secretamente tu peculio; luego, res clamas un reparto equitativo de lo que dejas. En fin de cuentas, si te disgusta nuestra asociación, podemos romper la comunidad de intereses sin dejar de ser buenos hermanos en todo lo demás. Pues veo que, a fuerza de pelearnos indefinidamente por las estafas, se va creando una profunda desavenencia entre nosotros»
«Por Hércules —contestó el otro—, aplaudo tu valentía; pues, dada la merma diaria y misteriosa de los lotes, has conseguido adelantar unas quejas que yo rumiaba en silencio desde hace mucho tiempo, para no dar el espectáculo de acusar a mi hermano de sórdida rapiña. Pero todo irá bien empleado si, puesto el asunto sobre el tapete, buscamos ambos un remedio a esas pérdidas y no damos lugar a que en silencio surja entre nosotros una hostilidad como entre Eteocles y Polinice»[103].
15. Tras este altercado y otras recriminaciones similares, ambos juran que ellos no han hecho la menor trampa ni han cometido estafa de ninguna clase. Acuerdan, pues, indagar por todos los medios hasta descubrir al ladrón que operaba a expensas de ambos; pues —decían— el asno, que se quedaba solo dentro, no se sentía atraído por esos manjares; sin embargo, cada día desaparecían los trozos más selectos y en su reducida habitación no había moscas tan monstruosas como las Harpías de antaño, capaces de arramblar con la comida de Fineo.
Entretanto, con un régimen tan exquisito, cebándome con comestibles humanos y sin tasa, había engordado hasta alcanzar una pronunciada obesidad: una abundante capa de grasa había suavizado la aspereza de mi piel; mi pelo estaba limpio, lustroso y bien nutrido. Pero este físico tan agraciado causó gran desgracia a mi honorabilidad. Efectivamente, mi gordura llamó la atención de los dos hermanos, y más al ver que mi ración de heno quedaba intacta uno y otro día: ya centran en mí toda su atención. A la hora habitual, cierran la puerta como siempre, para irse al baño. Pero se quedan mirando por un agujerito cómo husmeaba entre aquella variada exposición de manjares. Y, sin importarles ya nada los perjuicios sufridos, se ríen hasta reventar del paladar inverosímil que tiene el asno; llaman a uno de sus compañeros, luego a otro, después a muchos más para que contemplen el inaudito refinamiento de aquella ruda caballería. Por a último, todos se contagiaron de unas carcajadas tan ruidosas que llegaron a oídos del amo al pasar cerca.
16. Preguntó qué deliciosa aventura excitaba las risas de su gente; al saber lo que pasaba, también se puso a mirar por el mismo agujero y se divirtió extraordinariamente. A su vez le cogió una risa tan desorbitada que le causó auténtico dolor de vientre. Manda abrir en seguida la puerta de la sala y se coloca a mi lado para observarme de cerca: yo veía que la Fortuna me ponía en cierto modo una cara sonriente; también me inspiraba tranquilidad el regocijo de los presentes; por lo cual no me inmuté un tanto así, y seguía comiendo.
Finalmente, el amo de la casa, encantado de la espectacular novedad, mandó que me llevaran, o mejor dicho me llevó él en persona al comedor. Hizo que instalaran una mesa y mandó que me sirvieran toda clase de piezas enteras y fuentes todavía intactas. Aunque ya estaba bastante atiborrado, por afán de complacerlo y hacer méritos a sus ojos, me lanzaba sobre los manjares servidos como si estuviera hambriento. Discurrían en busca de los gustos más impropios de: un asno y, para probar hasta dónde llegaba mi amaestramiento, era eso lo que precisamente me servían: carnes adobadas con laserpicio, aves sazonadas con pimienta, pescados con salsas exóticas. Entretanto, resonaban en el comedor las mayores carcajadas. Como remate, un gracioso de la compañía gritó: «Servidle: a este buen amigo un trago de vino puro»
Siguiendo el consejo al pie de la letra, el dueño replicó: «No, golfillo, no es tan disparatada tu ocurrencia; es muy posible que a nuestro camarada le apetezca también una copita de vino dulce». «Oye, esclavo —añade—, enjuaga bien aquel cántaro de oro, llénalo de vino dulce y ofrécelo a mi invitado; no te olvides de decirle que yo ya he brindado antes a su salud».
Hubo gran expectación entre los comensales. Pero sin sofocarme lo más mínimo, con mucha tranquilidad y no poca inspiración, estirando y redondeando mi labio inferior en forma de lengua, me bebí de un trago aquel enorme recipiente. Surgió un clamor unánime de felicitación entre los asistentes.
17. El dueño irradiaba una inmensa alegría. Manda llamar a los esclavos que me habían comprado; ordena que se les restituya cuatro veces mi importe y —previa recomendación con gran interés— me confía a uno de sus libertos preferidos y mejor dotados económicamente.
Este hombre me trataba con bastante consideración y suavidad; y, para granjearse la simpatía de su patrono, ponía todo su empeño en divertirlo a expensas de mis habilidades. En primer lugar me enseñó a instalarme en la mesa apoyándome sobre el codo, luego a luchar e incluso a bailar con las patas delanteras en alto; peral sobre todo y como máxima atracción, me enseñó a hablar con gestos adecuados: una inclinación de cabeza hacia atrás significaba «no», y la inclinación hacia delante significaba «sí»; si tenía sed, miraba al aguador y le pedía bebida guiñando alternativamente ambos ojos. Me era muy fácil aprender todo eso y, por supuesto, lo hubiera sabido hacer sin que nadie me lo enseñara. Pero me reservaba por miedo: si imitaba muy de cerca los modales del hombre sin atenerme a las lecciones recibidas, la gente podría tomarme por siniestro agüero y, como monstruo sobrenatural, acabarían cortándome el cuello para engordar los buitres a mis expensas.
No se hablaba ya más que de mis maravillas; era ya célebre y famoso personaje: «Ahí va el que tiene por compañero y comensal al burro sabio: el burro que lucha, que baila, que entiende el lenguaje humano, que piensa y sabe expresarse por señas».
18. Pero antes de proseguir —y por ahí debiera haber empezado— os voy a explicar ahora quién era mi dueño y de dónde procedía. Se llamaba Tiaso y era oriundo de Corinto, su tierra natal y capital de toda la provincia de Acaya. Después de desempeñar gradualmente todos los cargos a que era acreedor por la nobleza de su cuna y por sus méritos, le llegó el nombramiento de magistrado quinquenal[104]. Y para que su toma de posesión de los fascios se celebrara con el debido esplendor, había prometido dar durante tres días seguidos un grandioso combate de gladiadores. Para que su munificencia fuera más deslumbrante, en su afán de popularidad, había llegado hasta Tesalia en busca de animales de pura sangre y de gladiadores de renombre. Después de organizarlo todo a su gusto efectuadas ya sus compras, se disponía a volver a casa. Pues bien, dejó de lado sus lujosos vehículos, no hizo caso de sus cómodas carrozas que, con sus cortinas en parte echadas y en parte levantadas, seguían vacías en la cola de la caravana; tampoco utilizó sus caballos tesalios u otras monturas galas de raza selecta y muy estimada. Sólo yo contaba: me puso jaeces de oro, albarda colorada, mantas de púrpura, frenos de plata, riendas repujadas y cascabeles de fino tintineo; Tiaso iba montado a mi grupa; yo era su máximo cariño; de vez en cuando se hacía mieles para hablarme y decía que entre tantas cosas buenas su mayor felicidad era tenerme a mí a la vez como compañero de mesa y como montura.
19. Al término del viaje, realizado ya por tierra, ya por mar, llegamos a Corinto; la población acudió en masa; según pude observar, no la atraía tanto el interés de aplaudir a Tiaso como la curiosidad de verme a mí. Pues la fama de mi nombre se había divulgado tanto en aquel país que fui para mi guardián una respetable fuente de ingresos. Cuando veía a mucha gente agolparse con ganas de ver mis mañas, él cerraba la puerta y sólo los dejaba pasar uno por uno: con las propinas que iba recogiendo solía sacarse al final de la jornada un sueldo bastante aceptable.
Hubo en el círculo de mis admiradores una señora distinguida y de gran posición. Pagó como los demás para verme y se quedó encantada de mis múltiples monerías; insensiblemente pasó de la constante admiración a una increíble pasión; sin poner remedio a su extraño capricho, cual nueva Pasifae[105], pero enamorada de un burro, suspiraba ardientemente en espera de mis abrazos. Acabó proponiendo al encargado de cuidarme una elevada suma como precio de una sola noche en mi compañía; él, sin pensar para nada si ello redundaría en mi propio provecho y pendiente tan sólo de su interés personal, aceptó la propuesta.
20. Concluida la cena, ya nos habíamos retirado del comedor del dueño y, al entrar en mi dormitorio, nos encontramos a la señora que llevaba ya rato esperando. ¡Bondad divina! ¡Qué lujo de preparativos! Cuatro eunucos a punto con todo un equipo de blandos almohadones llenos de suaves plumas, disponen en el suelo nuestro lecho, sobre el cual extienden con cuidado una alfombra bordada en oro y púrpura de Tiro; encima aún ponen otros cojines, pequeños desde luego pero en cantidad, de esos que usan las señoras elegantes para mullir sus mejillas y sus nucas. Y para no demorar más por su presencia las delicias de la señora, cierran la puerta de la habitación y se retiran. En el interior, unos cirios flamantes disipaban con su intensa iluminación las tinieblas de la noche.
21. Ella entonces se despoja de todas sus vestiduras e incluso del sostén que sujetaba su hermoso busto femenino; y, de pie junto al foco de luz, saca de un frasco metálico un aceite perfumado con el que se frota bien, ella primero, y luego se eterniza frotándome igualmente a mí con el mismo perfume, insistiendo con especial empeño en mi hocico. Me cubre entonces de tiernos besos, pero no como los que envían las prostitutas en los lupanares para mendigar moneditas o rendir a clientes reacios a pagar; no, al contrario, eran besos de verdad y desinteresados, acompañados de las más dulces palabras, como «Te amo», «Te deseo», «Eres mi único cariño», «Sin ti no puedo vivir», y de todas esas expresiones a que acuden las mujeres para seducir al prójimo o manifestar sus propios sentimientos. Luego, me cogió por la brida y le fue fácil hacerme acostar de la manera que me habían enseñado. Nada había en ello para mí nuevo ni difícil, sobre todo cuando tras una continencia tan prolongada veía llegar los abrazos apasionados de una mujer tan bella. Además, me había reconfortado previamente con vino abundante de la mejor marca; por último, el más delicioso perfume estimulaba de antemano el ardor de mis deseos.
22. Pero estaba vivamente angustiado; me daba verdadero horror pensar cómo podría acercarme con tantas patas y de tan notables dimensiones a tan delicada criatura. ¿Cómo abrazarían mis duros cascos aquellos miembros tan transparentes, tan tiernos que parecían hechos de leche y miel?
Sus finos y sonrosados labios destilaban una divina ambrosía: ¿cómo besarlos con una boca tan amplia, tan enorme y descomunal, cuyos dientes eran verdaderos bloques de piedra? Y, por último, aunque la lujuria consumiera sus miembros hasta las uñas, ¿cómo podría una mujer resistir una unión tan desproporcionada? «¡Pobre de mí, si estropeara a una noble dama! Me echarían a las bestias como un número más del espectáculo que prepara mi amo».
Ella, entretanto, continuaba con sus provocaciones, con sus besos ininterrumpidos, con sus tiernos suspiros y con sus miradas de fuego; y, como colofón, «Ya eres mío —exclamó—, ya es mío mi palomito, mi gorrioncito». Con ello demuestra que son vanas mis preocupaciones, que no tienen el menor fundamento mis reparos. Apretándome en estrecho abrazo, pudo con todo mi ser, con todo, como digo. Y cuando yo, por delicadeza, intentaba retirarme, ella volvía a la carga con mayor furia y se ceñía más de cerca agarrada a mi espalda. Por Hércules, hasta creí en mi impotencia ante sus ansias y comprendí que la madre del Minotauro buscara sus delicias en un amante mugiente.
Tras una noche laboriosa y en vela, para evitar la indiscreta luz del día, la mujer desaparece, pero no sin acordar antes el mismo precio para la noche siguiente.
23. Mi guardián no tenía reparo en dejarme a merced de sus caprichos: por un lado veía en ello una buena fuente de ingresos, y por otro veía la perspectiva de un espectáculo inédito para el amo. No tardó en explicarle hasta el último detalle de nuestra escena amorosa. Tiaso da una magnífica recompensa a su liberto y decide exhibirme en público espectáculo. Pero no cabía pensar en mi valiente esposa, dada su posición social, ni en ninguna otra mujer, por mucho que se pagara su actuación. Se buscó, pues, a una vil criatura, condenada a las bestias por decisión gubernativa, para que bajara conmigo a la arena del anfiteatro y sacrificara ante el público su pudor. He aquí la historia de su condena tal como me la han referido.
Se había casado con un joven, cuyo padre, al salir de viaje, había ordenado a su propia mujer, es decir, a la madre de dicho joven —pues la dejaba encinta—, que si no le nacía niño, diera muerte al fruto de sus entrañas. Ahora bien, lo que tuvo en ausencia de su marido fue niña; pero su sensibilidad natural, su amor de madre, pesó más que la obediencia y, en vez de cumplir las órdenes de su marido, dio la niña a criar a unos vecinos. Al volver el marido, le anunció el nacimiento de la niña y el consiguiente infanticidio. Pero, al llegarle a la jovencita en la flor de los años la hora de casarse y no serle posible a la madre dar a su hija una dote en consonancia con su posición sin que el marido se enterara, no tuvo más remedio que revelar a su hijo el gran secreto. Por otra parte, temía mucho que por cualquier circunstancia, y al calor de la fogosidad juvenil, el hermano sedujera a su hermana ya que ni él la conocía a ella ni ella a él. El joven, un modelo de virtud, concilia escrupulosamente la obediencia como hijo y sus deberes como1 hermano. Extiende un velo de respetuoso silencio sobre ese secreto familiar y muestra exteriormente: una simpatía corriente por la joven, pero decidido a cumplir con ella los deberes inalienables que le impone el parentesco, hasta el punto de dar asilo en su propia casa a su vecina abandonada y sin apoyo de ningún familiar. Luego la dota espléndidamente a expensas de sus bienes para casarla con un íntimo amigo y compañero suyo.
24. Pero estas medidas tan acertadas, esta conducta tan edificante, no podía escapar a los funestos caprichos de la Fortuna: a su impulso, los celos crueles tomaron por objeto inmediato la casa de aquel joven. Su mujer, la que como consecuencia de este lío iba a ser ahora víctima de las fieras, empezó por ver en la jovencita a una rival que intentaba quitarle el marido; de las sospechas pasó al odio, y acabó haciéndola caer en las redes de la muerte más espantosa. He aquí la hazaña que perpetró.
Se hizo con el anillo de su marido y se fue al campo. Como tenía un esclavo que le era tan fiel a ella como desleal a la Buena Fe, lo manda desde allí con un mensaje para la joven: le decía que el joven se había ido a la casa de campo y le mandaba venirse a su lado; que debía presentarse lo antes posible, sola, sin ningún acompañante. Y para que la joven se pusiera en ruta sin reparos, la mujer entrega al esclavo el anillo que había hurtado a su marido; con sólo presentarlo garantizaría la veracidad de sus palabras. La hermana, de acuerdo con el encargo de su hermano —sólo ella le daba este nombre— y confiada además al ver el sello que le presentaban, se pone en marcha sin dilación, como se le había mandado, y sin compañía. Ya había caído en la trampa de la más inicua impostura, ya estaba en la red de la perfidia. Entonces, aquella preclara esposa, sin frenos ante el impulso de la furia amorosa, hace desnudarse a su cuñada y empieza por acribillarla a latigazos interminables. Luego, por más que la desgraciada proclamase la verdad y repitiese sin cesar la palabra «hermano», reiterando que no había entre ellos relaciones adúlteras y que aquella explosión de cólera carecía de todo fundamento, la otra, como si todo eso fueran embustes e imposturas, le clavó entre las piernas un tizón al rojo vivo, rematándola entre los más espantosos tormentos.
25. Al tener noticias de esa muerte cruel, acuden presurosos el hermano y el marido, y después de rendir tributo de dolor y de lágrimas a la joven, dan también sepultura a su cadáver. Pero el joven, demasiado afectado para sobrellevar con resignación la muerte tan trágica y tan sumamente injusta de su hermana, conmovido hasta la médula de los huesos por la dolorosa pérdida y exacerbado por una aguda crisis atrabiliaria, ya sin conocimiento, sufría una fiebre tan ardiente que también él parecía reclamar especial cuidado. Su mujer, sin recordar ya ni el nombre ni la fidelidad de su condición de esposa, va a visitar a cierto médico conocido por su falta de escrúpulos, ya famoso por sus múltiples hazañas y por los nobles trofeos de su mano asesina. De buenas a primeras le ofrece cincuenta mil sestercios por una compraventa: él le vendería un veneno fulminante; ella le compraría la muerte de su marido.
Concluido este trato, se inventa la necesaria receta de un calmante intestinal y un purgante biliar a base de la archiconocida pócima que los sabios designan con el nombre de «pócima sagrada»; pero en su lugar echan otra sustancia que también es «sagrada», pero sólo para mayor gloria de Proserpina[106].
Ya en presencia de la servidumbre, de algunos amigos y parientes, el citado médico tendía su mano al enfermo con la copa debidamente dosificada.
26. Pero la sinvergüenza, pretendiendo con una sola jugada deshacerse del cómplice de su crimen y recuperar el dinero que había prometido, echa mano a la copa diciendo: «¡No, eminencia médica! No darás esta poción a mi adorable marido, si antes no tomas tú mismo buena parte de: ella. ¿Quién me asegura que no contiene algún fatal ingrediente? Tal precaución nada tendrá de ofensivo a los ojos de un hombre tan prudente y tan sabio como tú: si, como esposa, adoro a mi marido y me preocupa su enfermedad, ¿cómo no he de hacer por él todo lo humanamente posible?».
Ante la extraña y desesperante salida de la abominable mujerzuela, el médico quedó desconcertado y desarmado. Sin pensarlo más, en la angustiosa y apremiante situación y sin dar lugar a que cierta perplejidad o la misma vacilación en sí pudieran interpretarse como síntomas de intranquilidad de conciencia, echó en el acto un buen trago de aquella bebida. El joven ya no tuvo reparo en seguir el ejemplo y, tomando a su vez la copa, acabó de: un sorbo lo que le ofrecían. Concluida así su misión, el médico se disponía a volver a casa cuanto antes: tenía prisa por llegar a tiempo de contrarrestar con un saludable antídoto los fatales efectos del veneno que acababa de tomar. Con perseverancia impía por concluir la empresa iniciada, la truculenta fémina no le permitió despegarse de su lado ni en la anchura de una uña: «Demos tiempo —decía— a que tu medicamento se asimile y surta sus efectos». De mala gana, pero harta ya de peticiones y súplicas, acabó por dejarlo marchar. Entretanto, el mal invisible e implacable había caído por completo hasta lo más íntimo de las entrañas: ya muy decaído y en un sopor semiinconsciente, logra llegar a casa con mucha dificultad. Vive lo justo para contarlo todo a su mujer y decirle que reclame al menos la recompensa prometida por el doble atentado; luego, el muy ilustre médico expira entre violentas contorsiones.
27. El joven, por su parte, le había sobrevivido muy poco; entre las lágrimas fingidas y mentirosas de su mujer había corrido la misma suerte fatal. Enterrado ya el joven y transcurridos unos días —los dedicados a cumplir con los muertos las honras fúnebres—, se había presentado la viuda del médico reclamando el importe del doble atentado. Pero la otra, siempre igual a sí misma, matando a la buena fe sin dejar de cubrirse con su sombra, la acoge con cariño, la colma de buenas palabras y promesas, se compromete a pagarle sin demora el precio convenido, con tal que se le proporcione todavía un poquito más de aquella misma pócima para concluir la empresa que traía entre manos. En resumen, la mujer del médico cae en las redes de la negra perfidia y consiente sin reparos; para asegurarse los favores de la rica señora, se va corriendo a casa y le trae en el acto el gran frasco metálico con todo su mortífero contenido. La criminal, bien abastecida de material para atentados, dilató a sus anchas el campo de su actuación sangrienta.
28. Tenía una hija, todavía muy niña, del marido que acababa de matar. Como legalmente debía recaer sobre esa pequeña toda la herencia paterna, la madre, sin poder resignarse a ello, quería poner fin a los días de su hija y entrar así en posesión de todo su patrimonio. Convencida de que una madre con tal de sobrevivir a su hijo, aunque haya mediado el crimen, es siempre su heredera, adopta ahora como madre la misma actitud que antes había adoptado como esposa: organiza un banquete de circunstancia y mata a la vez, con el mismo veneno, a la esposa del médico y a su propia hija. Ahora bien, la niña, de menor resistencia, como delicada y tierna criatura, acusó al instante en sus entrañas los mortíferos efectos del veneno; la mujer del médico, en cambio, al sentir el execrable líquido que, como huracán devastador, le cortaba las vías respiratorias, tuvo tiempo de sospechar la verdad; luego, ya demasiado convencida, por acentuarse su ahogo, se va directamente a la casa del gobernador, implora a grandes gritos su protección y suscita un tumulto popular; ha de :revelar tales monstruosidades, según dice, que el gobernador, sin vacilar, le abre las puertas de su casa y le concede audiencia.
Apenas había empezado a narrar los pormenores de todas las atrocidades cometidas por aquella mujer sanguinaria, cuando de pronto se nubla su mente y le coge un desmayo: sus labios semiabiertos hasta entonces se cierran con rigidez, sus dientes se entrechocan y emiten un prolongado castañeteo hasta que cae sin vida ante los mismos pies del gobernador. El magistrado, persona de gran experiencia, sin dar tiempo a que, por inacción, se enfriaran los ánimos ante los múltiples crímenes de esa peligrosa víbora, manda traer inmediatamente a sus asistentes de cámara y a fuerza de torturas les sonsaca la verdad. La culpable, aunque más se merecía, a falta de otro suplicio proporcionado a su maldad, fue simplemente condenada a las bestias.
29. He ahí la mujer con quien yo debía casarme pública y solemnemente; grande era mi angustia y mi incertidumbre al ver llegar la fecha del espectáculo. Más de una vez sentí la tentación de matarme antes de sufrir el contacto ignominioso de esa mujer criminal o la infamia degradante de la pública exhibición
Pero privado de mis manos y mis dedos de hombre, sólo con un casco esférico y desgastado, me resultaba totalmente imposible desenvainar una espada. Una leve esperanza me aliviaba en el colmo de mis desgracias: ya apuntaba la primavera que lo esmaltaba todo de floridos capullos y vestía los campos de esplendorosa púrpura; reventando sus fundas espinosas y destilando su delicioso perfume, pronto brotarían las rosas que podrían devolverme mi primitiva personalidad de Lucio.
Ya había llegado no obstante la fecha fijada para la fiesta. Me llevan hasta el recinto de las graderías, seguido de una multitud desbordante de entusiasmo. Mientras dura la actuación de los coros que abren el espectáculo, yo me quedo fuera, pastando muy a gusto el frondoso verde que crecía en la misma entrada; de vez en cuando, recreaba mi curiosidad mirando por la puerta abierta de par en par. El cuadro escénico era una maravillosa perspectiva. Jóvenes de ambos sexos, en la flor de los años, todos ellos de notable hermosura y lujosamente ataviados, avanzaban con expresivos gestos, como bailando la pírrica griega[107]. En sabia ordenación y graciosas evoluciones, tan pronto representaban una rueda en movimiento como desfilaban formando los anillos de una cadena o se agolpaban en compacto pelotón cuadrangular para separarse luego en dos escuadras. En cuanto un toque de trompeta anunció el final de ese numero y disolvió la complicada formación del conjunto, desapareció el telón y se retiraron los bastidores para dar paso al decorado de la escena.
30. Era una montaña de madera que recordaba el célebre monte Ida, cantado por el poeta Homero. De dimensiones gigantescas, se habían plantado en él enramadas y verdaderos árboles de hoja perenne; la mano del artista había hecho brotar en su cumbre una fuente que derramaba agua a raudales. Un hatajo de cabras pacían el tierno césped; un joven representaba al pastor frigio Paris: llevaba una hermosa túnica y manto oriental colgando a su espalda con abundante vuelo; una tiara de oro cubría su cabeza; y hacía como que guardaba el ganado. De pronto aparece un jovencito muy llamativo, desnudo, o, mejor dicho, con una clámide de efebo que sólo le cubría el hombro izquierdo; su rubia cabellera atraía todas las miradas, y de entre sus rizos sobresalían unas alitas de oro dispuestas con perfecta simetría; su varita permite reconocer en él a Mercurio. Se adelanta bailando, con una manzana de oro en la mano derecha, y la entrega al joven que hacía el papel de Paris; le da a entender por señas el mensaje de Júpiter y, retirándose en seguida con gracioso ademán, desaparece.
Viene luego una joven de aspecto majestuoso; representaba el papel de Juno. Una diadema blanca ceñía su cabeza; además llevaba un cetro. De pronto salió otra en la que era fácil reconocer a Minerva por el casco resplandeciente que cubría su cabeza y por la corona de olivo que, a su vez, envolvía el casco; iba con el escudo en alto y blandiendo la lanza en su conocida actitud de combatiente[108].
31. Tras ellas apareció una tercera: su hermosura deslumbrante, la gracia :y el color sobrenatural de su tez permiten reconocer en ella a Venus, pero una Venus todavía virgen. Su cuerpo proclama la belleza y perfección de un escueto desnudo; es cierto que una leve gasa de seda difumina sus secretos juveniles; pero el viento, un tanto curioso al soplo del amor, tan pronto oreaba caprichosamente ese velo para dejar visible la flor de los años, como lo ceñía con impertinencia al cuerpo para marcar la voluptuosa línea de: sus miembros. Había un sensible contraste de colores; en la aparición de la diosa: sobre la blancura inmaculada de su cuerpo bajado del cielo destacaba el azul de su manto oriundo del seno de los mares.
Cada una de las jóvenes, en su papel de diosas, tenía su correspondiente séquito. Cástor y Pólux acompañaban a Juno; llevaban en la cabeza un yelmo ovoide[109] con resplandeciente cimera de estrellas[110]; también los dos hermanos eran actores muy jóvenes. Esta Juno avanza a los acordes variados de la flauta jónica, con gravedad, sin afectación, y, con noble mímica, promete al pastor Paris que, si él le asigna el premio de la hermosura, ella le concederá el imperio sobre todo el ámbito de Asia. La que con su atuendo guerrero figuraba a Minerva, iba escoltada por dos jóvenes, guardaespaldas de la diosa combatiente, el Terror y el Pánico: éstos iban dando saltos con las espadas desenvainadas. Detrás seguía un flautista que, en melodía doria, tocaba un himno guerrero: armonizando tonos graves con notas agudas, como las de una trompeta, animaba la danza enérgica y movida. Minerva agita la cabeza, lanza miradas amenazadoras y, con una mímica rápida y complicada, da a entender a Paris que si él le concede la palma de la hermosura, ella hará de él un héroe ilustre por sus trofeos de guerra.
32. He aquí ahora a Venus: se lleva todas las simpatías del público; se detiene en el mismo centro del escenario, encantadora y sonriente, rodeada de todo un pueblo de bulliciosos chiquillos: al ver sus cuerpecitos rechonchos y blancos como la leche, se diría que eran auténticos cupidos escapados en aquel instante del cielo o del mar; sus alitas, sus minúsculas saetas y todo el disfraz en su conjunto estaba maravillosamente adaptado a su papel; y, como si su reina tuviera que asistir a un banquete nupcial, ellos iban delante iluminando sus pasos con el resplandor de sus antorchas. Luego, desfilaba un bello enjambre de muchachas solteras; eran, de un lado, las Gracias con toda su gracia; y de otro lado, las Horas con toda su hermosura: todas ellas iban sembrando guirnaldas y pétalos de flores deshojadas en honor de la diosa; formaban el más lindo de los coros ofreciendo a la reina de las delicias todas las galas de la primavera. Ahora unas flautas de múltiples orificios lanzan al aire suaves melodías lidias, deliciosas caricias para el corazón del auditorio; pero mucho más delicioso fue ver a la propia Venus animarse poco a poco: primero, sin prisas, es un paso lento y una ligera ondulación del busto, que insensiblemente se va transmitiendo a la cabeza. Sus delicados movimientos siguen el compás de la dulce melodía de las flautas; tan pronto sus vivas pupilas se velan suavemente como lanzan miradas abrasadoras; a veces, lo único, que baila en ella son los ojos. En cuanto llegó a presencia del juez, el ademán de sus brazos parecía prometer que si ella triunfaba sobre las otras diosas, concedería a Paris una esposa encantadora, tan hermosa como lo era ella misma. En aquel instante, el joven frigio, con mil amores, entrega a la muchacha, como prenda de victoria, la manzana de oro que llevaba en la mano.
33. ¿Por qué os sorprende, vilísimos meollos, o mejor dicho, borregos forenses, o más exactamente, buitres con toga, por qué os sorprende que los jueces de hoy, todos sin excepción, vendan a precio de oro sus sentencias, cuando ya en los orígenes del mundo hubo corrupción por favoritismo en un litigio entre dioses y mortales? ¡Y era la primera sentencia, de un juez además propuesto por el gran Júpiter, con toda su sabiduría! Pues bien, el campesino, el pastor, por satisfacer un capricho amoroso, vendió la justicia, aunque ello arrastrara la ruina de toda su estirpe. Y, por Hércules, se repite el caso en otros juicios posteriores celebrados entre los más ilustres capitanes aqueos: por ejemplo, cuando falsas acusaciones hacen que se condene por delito de traición al sabio y valeroso Palamedes; cuando, ante el gran Ayax, guerrero de sin igual bravura, se da la palma del valor al mediocre Ulises. Y ¿cómo calificar aquel juicio que emitieron ante los atenienses sus agudos legisladores y sus maestros en toda clase de ciencia? ¿No hubo un anciano con doctrinas divinas, proclamado por el dios de Delfos como el más sabio de los mortales, que sucumbe ante la intriga y envidia de una abominable facción?[111] Acusado de corromper a la juventud, cuando en realidad moderaba sus impulsos, ¿no murió condenado a beber el jugo de una planta venenosa? Ello constituye para sus ciudadanos una mancha de eterna ignominia, pues aun hoy día hay eminentes filósofos que profesan su sublime doctrina y juran por su nombre en inmenso afán de felicidad.
Bueno, no quiero que nadie me eche en cara este arrebato de indignación y diga en su interior: «¿Vamos a aguantar ahora a un burro dando lecciones de filosofía?». Por lo cual volveré a la escena que dejé interrumpida.
34. Concluido el juicio de Paris, Juno y Minerva, igualmente contrariadas y enfadadas, se retiran del escenario manifestando por sus gestos la indignación que les causaba el fracaso. Venus, en cambio, satisfecha y sonriente, exteriorizaba su alegría bailando con todo su séquito. Al momento, desde la cumbre de la montaña, por un conducto invisible, se elevó por los aires una cortina líquida: era azafrán diluido en vino, que luego caía en forma de lluvia perfumada sobre las cabras que pacían por los alrededores, dando lugar a un precioso cambio: por efecto de las salpicaduras, sus vellones, de por sí blancos, se volvían oro-azafrán. Cuando todo el teatro se vio inundado de suave perfume, la montaña de madera desapareció hundiéndose en las entrañas de la tierra.
Entonces, un soldado sale corriendo por el pasillo central del teatro; a petición del pueblo, iba en busca de la mujer encerrada en la cárcel pública, mujer que, como dije anteriormente, estaba condenada a las bestias por sus múltiples crímenes y a quien ahora querían casar conmigo en sonada ceremonia. Para disponer lo que iba a ser nuestra cámara nupcial, se preparaba muy primorosamente un lecho con brillantes esmaltes indios, mullido con abundante pluma y cubierto de floridas sedas. No obstante, sin hablar ya de la vergüenza que me inspiraba tal himeneo público, ni de la repugnancia que sentía ante el contacto de aquella mujer manchada de sangre, lo que más me angustiaba era un presentimiento de muerte; yo me hacía las siguientes reflexiones: «Si en plena escena amorosa soltaran una fiera cualquiera para devorar a la mujer, ese animal no va a ser tan despierto, ni va estar tan adiestrado, ni dominará tanto su apetito como para tirarse sobre la mujer que está a mi lado dejándome a mí tranquilo, por verme libre de condena y de culpa».
35. Así, pues, ya no era el pudor, sino mi propia vida lo que me inquietaba; ahora bien, mientras mi instructor atendía a disponer adecuadamente el lecho, mientras la servidumbre en parte se dedicaba a preparar la cacería y en parte estaba absorta contemplando el espectáculo, yo daba rienda suelta a mis pensamientos, sin que nadie se preocupara de vigilar a un asno tan manso como yo; poco a poco, sin llamar la atención, me fui acercando a la salida más cercana y escapé galopando a toda velocidad. Después de recorrer seis millas sin parar, llego a Cencreas, ciudad considerada como la más ilustre colonia de Corinto,, y bañada a la vez por el mar Egeo y el golfo de Salónica. Allí hay un puerto que constituye un refugio muy seguro para las naves y que se ve siempre muy concurrido. Yo procuré evitar las aglomeraciones, buscando una playa retirada para tumbarme y descansar sobre la finísima arena, muy arrimado a la orilla para refrescarme al vaho del oleaje.
El carro del sol había traspasado ya la meta del día, y la tranquilidad de la tarde me había traído la dulzura de un profundo sueño.