LIBRO IIII

El viaje de Lucio (el asno) hasta llegar a la cueva de los ladrones. Descripción de la cueva (1-7). - Varios asaltos de los bandoleros (8-22). - Captura de una doncella de ilustre familia que traen a la cueva como rehén (23-27). - Comienza el cuento de Psique: Un rey y una reina tenían tres hijas, las tres muy hermosas, pero la menor, Psique, era una auténtica encarnación humana de Venus. Los hombres abandonan los santuarios de Venus para ir a contemplar a la Venus de carne y hueso. En venganza, la diosa, celosa, se ensaña contra la doncella; ésta, cual estatua, es simplemente admirada, pero no encuentra pretendientes y llora su soledad. El oráculo de Apolo manda al padre exponer a su hija en un tálamo de muerte, sobre la elevada cumbre de una montaña. La doncella obedece y acepta el sacrificio (28-35).

1. A eso del mediodía, agobiado ya por los ardientes rayos del sol, nos detenemos en un poblado y entramos en casa de unos viejos, conocidos y amigos de los ladrones. Así me lo daban a entender, por muy asno que yo fuera, los primeros saludos, la efusiva conversación y los mutuos abrazos. Los ladrones iban cogiendo algunas cosas de mi espalda y se las iban regalando; les dicen algo en secreto, indicándoles sin duda que todo era fruto del robo. Luego, acabaron de descargarnos y nos dejaron sueltos, paciendo libremente en un prado colindante. La compañía del otro asno y de mi caballo, que pacían a mi lado, no logró interesarme; además aún no me había acostumbrado a desayunarme con hierba; entonces vi, precisamente detrás de la cuadra, un huertecito y, sin titubeos, ya muerto de hambre, me decido a entrar. Aunque las legumbres estaban crudas, me doy una panzada a reventar; e, invocando a todos los dioses, inspeccionaba todos los alrededores por si en los huertos colindantes hubiera casualmente algún rosal florido. Pues el lugar era solitario y ello me infundía buenas esperanzas: si, apartado del camino y escondido en la enramada, tomaba el remedio saludable, podría dejar la humilde forma de animal cuadrúpedo inclinado hacia el suelo; y, sin que nadie me viera, me levantaría, recobrando así la dignidad humana».

2. Así, pues, mientras yo navegaba en ese agitado mar de reflexiones, veo a cierta distancia un valle sombreado por un frondoso bosque; entre diversas plantas, que formaban una deliciosa alfombra verde, resplandecía el rojo vivo de unas rosas preciosas. Mi instinto, que no era exactamente el de una bestia, ya me decía que debía estar consagrado a Venus o a las Gracias un bosque a cuya sombra misteriosa la flor de las solemnidades lucía sus mejores galas. Entonces, invocando al Éxito, divinidad alegre y propicia, me lanzo a galope tendido y con tal velocidad que, por Hércules, ya no creía ser un asno, sino más bien un caballo de carrera. Pero aquella agilidad, aquel magnífico esfuerzo no lograron adelantarse a mi mala suerte. Pues al acercarme al sitio, no estaban aquellas frescas y delicadas rosas que, empapadas de rocío y néctar divinos, brotan de la zarza feliz entre benditas espinas; ni siquiera el valle aparecía por parte ninguna; tan sólo veo un cauce fluvial marginalmente delimitado por un espeso arbolado. Estos árboles, cuyo abundante follaje recuerda el del laurel, echan una especie de flor inodora con cáliz alargado y ligeramente rojizo: esas flores no exhalan el menor perfume; el vulgo ignorante del campo las llama rosas de laurel y son un veneno mortal para todo animal que las coma.

3. En tan fatal coyuntura, hasta había perdido las ganas de vivir; con verdadero gusto y a sabiendas iba a tomar aquel veneno de las rosas. Pero al acercame sin prisas a cogerlas, llega un joven; era, por lo visto, el hortelano cuyas legumbres había echado a perder en su totalidad; al ver el grave perjuicio, acudió furioso, armado de una estaca enorme, me sujetó y me trilló a palos de arriba abajo hasta hacer peligrar mi propia vida: pero en esta situación extrema supe socorrerme a mí mismo. Levantándome en ancas y descargando sobre él una lluvia de coces con las patas traseras, lo dejé malherido y tendido en el suelo junto a la vecina loma; yo me puse a salvo huyendo. Pero en aquel preciso instante, una mujer, evidentemente su esposa, desde una altura, lo vio en el suelo y medio muerto; y se lanzó en su dirección dando gritos angustiosos. Está claro: sus lamentos pretendían que se acabara conmigo en aquel mismo instante. Efectivamente, todos los campesinos, alarmados por su llanto, llaman a sus perros, los lanzan en mi persecución por todas partes y excitan su rabia para que me despedacen. Así, pues, no parecía ya dudoso que mi muerte era inminente, al azuzar contra mí una manada de perros que, por su número y tamaño, podrían dar la batalla a osos y leones. Aconsejándome de las circunstancias, renuncio a la idea de huir y, dando la vuelta, me dirijo otra vez al trote hacia la cuadra en que antes habíamos parado. Los campesinos logrando, no sin dificultad, mantener a raya sus perros, me cogieron y me ataron a una argolla con una buena correa para propinarme nueva paliza; ciertamente hubieran acabado conmigo si mi panza, contraída por los dolorosos golpes y bien rellena de aquellas legumbres crudas, no hubiera soltado violentamente un chorro que llegó a rociar a unos mientras su olor infecto alejaba a los demás de mis espaldas ya trilladas.

4. Muy pronto, al avanzar el día y decaer el sol, los ladrones nos cargan otra vez —a mí concretamente mucho más que antes— y nos sacan de la cuadra. Ya habíamos hecho una buena parte del camino; yo estaba agotado por el recorrido, planchado bajo el peso de la carga, deshecho por los latigazos; cojeaba además por el desgaste de mis cascos, no me tenía en pie. Por fin llegué junto a un arroyo cuyas aguas serpenteaban suavemente; creyendo que la ocasión era propicia y única, pensaba en dejarme caer de plano doblando hábilmente las patas, firmemente decidido a no levantarme y no echar a andar por muchos golpes que me dieran, dispuesto incluso a morir me lid0 a latigazos o, si era preciso, acribillado a puñaladas. Me figuraba que, sin fuerzas ya ni para respirar, bien merecía un permiso de convalecencia; o, en todo caso, que los ladrones, sin paciencia para esperar tanto como por afán de acelerar la fuga, distribuirían la carga de mi espalda entre las otras dos acémilas y me abandonarían a mi, por roda venganza, como pasto de lobos y buitres.

5. Pero una maldita aventura hizo abortar el hermoso proyecto. Pues el otro asno, adivinando mi pensamiento y adelantándose a ponerlo en práctica, fingió cansancio y se dejó caer con toda su carga; tendido en el suelo como muerto, ni los látigos ni los aguijones, ni el estirarle en todas direcciones el rabo o las orejas o las patas, nada promovió un intento de levantarse. Por fin los ladrones, cansados de pelear sin un asomo de esperanza, deliberan entre si: para no retrasar la fuga preocupándose tanto de este asno muerto o, mejor dicho, convertido en estatua, distribuyen sus fardos entre el caballo y yo, desenvainan sus espadas, le seccionan los tendones de las patas, lo arrastran a un lado del camino y lo precipitan, vivo todavía, desde una inmensa altura al fondo del valle inmediato. La suerte de mi pobre camarada me hizo reflexionar; opté por renunciar a engaños y fraudes, comportándome como un asno leal y útil a los amos. Además, prestando atención a sus comentarios, había comprendido que haríamos muy pronto una parada y que el largo viaje tocaba ya a la tranquila meta donde ellos tenían su habitual residencia. Dejando, pues, atrás una suave pendiente, llegamos al punto de destino; allí nos retiraron todos los fardos para guardarlos en el interior; y, libre ya de toda carga, me puse a revolcarme en el polvo, a modo de baño, para disipar el cansancio.

6. El tema y las circunstancias del momento requieren una descripción del paisaje y de la caverna habitada por aquellos ladrones. Será un ensayo de mi talento y, a la vez, os daré la oportunidad de poder juzgar clara y directamente si también mi inteligencia y mi sensibilidad eran de borrico. Había una montaña impresionante; la cubría con su sombra un espeso arbolado, y su altura era extraordinaria. En toda la extensión de sus faldas, un cinturón de rocas agudas —y por lo tanto inaccesibles— y unas depresiones con profundas cuevas cubiertas de impenetrables matas de espinos, sin posible entrada por parte ninguna, formaban una defensa natural a su alrededor. En la cumbre brotaba en inmensos borbotones un caudaloso manantial cuyas aguas, al deslizarse por la pendiente, se desparramaban en cascadas de plata para dividirse luego en múltiples riachuelos que regaban las hondonadas con tranquila corriente o las cubrían en toda su extensión como un mar cerrado o un perezoso río. Al pie mismo de la montaña estaba la boca de una cueva dominada por un elevado torreón natural; una sólida empalizada formaba recintos seguros adecuados a la estabulación del ganado. Los corrales se prolongaban paralelamente hasta terminar ante la boca de la cueva en un estrecho callejón, como si se tratara de un recinto amurallado: auténtico pórtico de una guarida de ladrones por cierto; ya lo podéis jurar por mi cabeza.

Por los alrededores sólo había una mísera choza cubierta de groseros cañizos; luego, me enteré de que allí se apostaban para montar guardia de noche algunos ladrones designados por sorteo.

7. Estirando todo su cuerpo, allí se deslizaron uno por uno, después de atarnos a nosotros con una sólida correa ante la misma entrada. Una vieja, encorvada bajo el peso de los años, parecía ser la Única encargada de cuidar y arreglar a tantos jóvenes; ellos la interpelan rudamente así: «Oye tú, cadáver retirado a última hora de la hoguera fúnebre, oprobio insigne de este mundo y repudio inaudito del otro, ¿vas a entretenerte siempre así sentada en casa e inactiva sin prepararnos, aunque muy tarde, un refrigerio que alivie nuestra dura y peligrosa tarea? Noche y día, no sueles tener más afán que el de hacer rebosar de vino puro el abismo insaciable de tu estómago».

A esas palabras, la vieja, temblorosa y tímidamente, contesta con su vocecita aguda: «Perdón, mis heroicos y leales jóvenes protectores tienen todo a punto: carnes muy bien guisadas, suculentas, pan en cantidad, copas bien limpias, vino para llenarlas a rebosar; y el agua caliente está dispuesta para daros el habitual chapuzón».

Al terminar de hablar la vieja, se despojan rápidamente de sus vestiduras, reaniman sus cuerpos desnudos al calor de una buena hoguera, toman el baño caliente, se frotan con aceite y se instalan en aquellas mesas copiosamente servidas.

8. Estaban ya cómodamente instalados, cuando he aquí que se presenta otro grupo de jóvenes, más numeroso que el primero. Era fácil reconocer en ellos igualmente a otros ladrones. Pues también ellos traían su botín: monedas de oro y plata, vasijas, tejidos de seda con bordado de oro. Después de tomar un baño reparador, como los primeros, pasan a ocupar un sitio en el comedor entre sus camaradas; designan por sorteo a los que han de servir la mesa. Comen y beben sin orden ni concierto: montañas de carne, montañas de pan, hileras de copas, todo lo consumen. Chillan, juegan, cantan estrepitosamente, riñen entre bromas: en una palabra, todo como en el banquete de los lapitas (medio bestias) y los centauros (medio hombres). El más robusto de todos ellos tomó entonces la palabra: «Nosotros, los que tomamos en un valiente asalto la casa de Milón en Hipata, además del copioso botín que debemos a nuestro valor, pudimos regresar al campamento sin una sola baja; y, por si este detalle tiene algún valor, volvimos sobre nuestras propias piernas y con ocho patas más por añadidura. Vosotros en cambio, los que llevabais como objetivo las ciudades de Beocia, habéis regresado con sensibles bajas, entre ellas la de vuestro jefe, el valiente Lámaco, cuya vida tendría evidentemente a mis ojos mayor precio que todos estos fardos que habéis traído. Como quiera que sea, a él lo perdió su excesivo valor; un héroe como él tendrá su sitio en la historia al lado de los reyes ilustres y los generales más aguerridos. En cuanto a vosotros, sois unos ladrones muy discretos; como los esclavos, no pasáis del oficio de vulgares rateros: jugáis tímidamente al escondite arrastrándoos por los balnearios y por los tugurios de las viejas».

9. Uno de los hombres del otro equipo le replica: «Sólo tú ignoras que cuanto más importante es una casa, tanto más fácil resulta darle el asalto. Es cierto que hay mucho servicio en sus amplias salas; pero cada cual mira más por la propia vida que por salvar los bienes del dueño. En cambio, la gente modesta y de vida retirada esconde celosamente su fortuna, poca o mucha, y la defiende con valor, arriesgando en ello incluso la propia vida. Los hechos te demostrarán cumplidamente la verdad1 de mis palabras.

»Apenas llegamos ante la Tebas de las siete puertas[40], indagamos con exactitud la situación económica de los habitantes: es, en nuestra profesión, lo primero que se ha de saber; no escapó a nuestras pesquisas un tal Crísero[41], banquero y dueño de grandes capitales, que, por miedo a las obligaciones y cargas públicas, en su magnífica pero disimulada opulencia, se excedía en la habilidad de no excederse en liberalidades. Vivía solo y retirado, satisfecho en su casita, modesta pero bien fortificada, sucio y además cubierto de andrajos; sus colchones eran sacas de oro. Se decidió, pues, que nuestro primer ataque fuera contra él, dando por descontado lo sencillo de la operación frente a un adversario aislado; esperábamos apoderarnos tranquilamente de todos sus tesoros sin el menor percance.

10. »Sin perder tiempo, a la caída de la noche, nos ponemos al acecho ante su puerta. Pero no nos parecía conveniente apalancarla, forzarla, y menos todavía romperla: era de temer que el ruido de los paneles despertara a todo el vecindario para desgracia nuestra. Entonces, nuestro ilustre jefe Lámaco, dejándose llevar de su reconocido valor, metió poco a poco la mano por el agujero destinado a introducir la llave: pretendía hacer saltar la cerradura[42]. Pero Crísero, el bípedo más infame de este mundo, estaba alerta y había observado cada uno de nuestros movimientos. A paso lento y sin hacer el menor ruido, se acercó suavemente y, armado de un enorme clavo, sorprendió con un violento golpe a nuestro jefe, cuya mano queda clavada a la madera de la puerta; luego, dejándolo cruelmente clavado al patíbulo, Crísero sube al tejado de su tugurio y desde allí, con toda la fuerza de sus pulmones, chilla y pide auxilio a sus vecinos, llamando a cada uno por su nombre y recordándoles que está en juego la vida de todos; difunde la noticia de que un violento incendio se ha apoderado de su casa. Así, cada uno se alarma ante la proximidad del inminente peligro y todos corren angustiados a prestar socorro.

11. »Entonces, en la peligrosa alternativa de dejarnos aniquilar o de abandonar al compañero, al tenor de las circunstancias y de acuerdo con el jefe, se nos ocurrió una solución enérgica: cortamos parte del brazo, de un golpe bien calculado a la altura del húmero, precisamente por su articulación, y, dejando allí el antebrazo, taponamos la herida con un gran vendaje para que las gotas de sangre no sirvieran de rastro, y a toda velocidad nos llevamos lo que quedaba de Lámaco. Todavía bajo la angustia de la terrible solución, nos apremia un tumulto amenazador; el miedo del inminente peligro precipita nuestra huida; entonces, sin poder correr bastante aprisa ni retrasarse sin riesgo, aquel hombre sublime, aquella alma de valor sin igual, nos exhorta repetidas veces, nos conjura con insistencia, :invocando el brazo de Marte y la santidad del juramento, que liberemos del suplicio a la vez que del cautiverio a un buen compañero de armas como él. ¿Para qué querría un salteador valiente sobrevivir a su brazo, si ya no ha de seguir saqueando y degollando? Él sería muy feliz con el gusto de caer bajo el golpe de una mano amiga. Como ninguno de nosotros se dejaba convencer para prestarse al parricidio consentido, él mismo, con la mano que le quedaba, cogió su espada, la cubrió de besos y de un terrible golpe se la clavó en medio del corazón. Entonces, nosotros, rendidos de admiración ante el heroísmo de nuestro gran caudillo, envolvimos con cariño lo que quedaba de su cuerpo y confiamos su guardia a los abismos del mar. Ahora nuestro Lámaco tiene por sepultura el liquido elemento en toda su extensión. Ha coronado su carrera con la muerte que correspondía a sus virtudes.

12. »En cambio Alcimo, a pesar de sus ingeniosas iniciativas, no pudo vencer el sino aciago de su suerte. Había forzado el tugurio de una pobre vieja mientras ésta dormía; al subir al piso superior del dormitorio, hubiera debido empezar por estrangularla; prefirió ir arrojando por la amplia ventana todos los objetos, uno a uno, para que nosotros los fuéramos recogiendo. Ya lo había desvalijado todo con presteza y le dolía dejar la cama en que dormía la vieja; la hizo rodar al suelo y tiró de las mantas, disponiéndose a arrojarse como lo demás; la maldita mujer aquella, echándose a sus pies, se puso a suplicar; “Dime, hijo mío, ¿por qué regalas esta miseria, estos harapos de una pobre vieja a los ricos vecinos que tienen su casa frente a mi ventana?”. Estas palabras astutas hicieron caer en la trampa a Alcimo; pues creyendo que hablaba con sinceridad, temió que efectivamente todo lo que ya había tirado y lo que se disponía a tirar fuera a caer no en manos de sus compañeros, sino en el recinto del vecino; convencido de su error y dispuesto a subsanarlo, se asomó a la ventana para explorar concienzudamente los alrededores y, sobre todo, para apreciar la riqueza de la casa colindante, según indicación de la mujer aquella. Su postura era atrevida, pero imprudente; mientras él, sin la menor precaución, iba a lo suyo, el vejestorio aquel realizó su hazaña: mientras él estaba en equilibrio, pendiente de lo que podía ver, ella, de un empujón tan suave como repentino e inesperado, lo tiró de cabeza. Era demasiada la altura y, por añadidura, fue a estrellarse sobre una enorme piedra que allí había. Se le rompieron y desencajaron todas las costillas; sus entrañas vomitaban ríos de sangre; nos contó lo que había pasado y murió sin prolongar su suplicio. Como buen seguidor de Lámaco, lo agregamos a su tumba repitiendo el mismo ritual.

13. Entonces, encajando el golpe de la doble pérdida, renunciamos ya a nuestro trabajo en el escenario de Tebas y subimos a Platea, la ciudad más cercana. Allí vimos que no se hablaba más que de un tal Demócares: se disponía a dar un combate de gladiadores. Era un hombre de ilustre familia, de extraordinaria fortuna y de rara liberalidad: organizaba públicos festejos, cuyo esplendor alcanzaba la altura de sus posibilidades. ¿Qué talento, qué elocuencia podría hallar términos adecuados para describir, en todos sus aspectos, la variedad de los preparativos? Aquí gladiadores famosos por la destreza de su brazo, allí cazadores de probada agilidad, más allá malhechores sin ninguna clase de esperanza y destinados a servir de pasto suculento a las fieras; se montan máquinas con piezas prefabricadas, torres de maderas ensambladas, parecidas a casas móviles, con jaulas para la cacería prevista y una decoración pictórica muy llamativa. Además, ¡qué cantidad, y qué variedad de animales! Pues había tenido particular empeño en traer los animales del extranjero para sepultar en la pura sangre de sus entrañas a los condenados a muerte.

Pero sobre los demás recursos del fantástico espectáculo destacaban unos osos enormes que él compraba en cantidad, agotando con ellos todas las posibilidades de su hacienda. Pues a los que él mismo había capturado en sus cacerías particulares, a los que había adquirido en costosas compras, se añadían los que, a porfía, le regalaban de todas partes sus amigos. El sostenimiento de esos animales era costoso y él les daba una alimentación esmerada.

14. Pero tanto lujo y esplendor en los preparativos de un festejo público no podía escapar a la maligna mirada de la Envidia. Pues la prolongada cautividad restó vigor a los osos; además adelgazaron con el calor estival; y a esto añádase el decaimiento producido por la inmovilidad e inacción. De pronto cogieron una peste y no sobrevivió casi ninguno. Se podían ver, a cada paso, por las calles, algunas de esas corpulentas fieras tumbadas y moribundas, como restos de un naufragio. Entonces, el vil populacho, que en su abyecta miseria, extenuado de hambre, no selecciona los víveres y se ve obligado a recoger en los basureros algún alimento complementario y gratuito acude de todas partes a esa comida tirada por el suelo.

»Las circunstancias nos inspiraron a Eubulo, aquí presente, y a mí una ingeniosa ocurrencia. Había un oso que superaba en tamaño a todos los demás; nos lo llevamos a nuestro escondrijo como si fuéramos a aderezarlo y comerlo; le sacamos la piel con cuidado; conservamos hábilmente las garras en toda su integridad; también conservamos intacta la cabeza del animal hasta la nuca; rascamos a conciencia todo el interior de la piel para afinarla y, después de espolvorearla con ceniza fina, la pusimos al sol a secar. Mientras se desengrasa bajo las ardientes vaharadas del cielo, nosotros nos reconfortamos con las carnes del animal en un suculento banquete y bajo juramento e organizamos así la siguiente operación: uno de nosotros, el mejor de todos, teniendo en cuenta menos el vigor físico que el arrojo moral, y que como primera condición debía prestarse voluntariamente a ello, se pondría aquella piel y, así disfrazado de oso, se dejara llevar a casa de Demócares; luego, aprovechando oportunamente las horas silenciosas de la noche, nos facilitaría la entrada a los demás por la puerta grande.

15. No pocos de mis heroicos colegas, ante la ingeniosidad de la celada, se hubieran encargado a gusto del papel principal. Entre todos ellos, la pandilla prefirió y designó a Trasileón[43]; él fue quien corrió el riesgo de la peligrosa estratagema. La piel estaba ya lista y convenientemente curtida. Trasileón se enfunda en ella sin inmutarse. Luego, con finas puntadas, unimos adecuadamente los bordes; como es visible la línea de la costura, aunque muy fina, la disimulamos reajustando el abundante pelo que cuelga alrededor. Estirando hacemos coincidir la cabeza de Trasileón con la faringe del oso, exactamente en el punto que su cuello había sido seccionado; para que pueda respira y ver, disponemos unos pequeños agujeros a la altura de las narices y de los ojos. Nuestro heroico camarada quedaba hecho un verdadero animal feroz; luego, lo introducimos en una jaula adquirida por poco dinero; él mismo, con energía y decisión, se apresura a meterse dentro.

»Terminados los preparativos antedichos, pasamos a la fase siguiente de la estratagema.

16. Habíamos averiguado el nombre de un tal Nicanor, oriundo de Tracia, que mantenía estrechísimas relaciones de amistad con Demócares; inventamos una carta en la que Nicanor, como buen amigo, consagraba las primicias de su caza para contribuir al realce de los juegos. Avanzada ya la tarde y al amparo de las tinieblas, presentamos ante Demócares la jaula de Trasileón con la carta apócrifa; él quedó admirado ante el tamaño del animal y encantado de la oportuna generosidad de su amigo; manda que de sus arcas se nos entreguen al contado y en el acto diez monedas de oro como mensajeros de su felicidad —así se lo creía—. Como la curiosidad humana corre siempre tras las novedades y los sucesos, así, también entonces, se aglomeraba la gente en masa para admirar al animal; pero nuestro amigo Trasileón, a fuerza de saltos y amenazas, mantenía muy hábilmente a raya las miradas indiscretas. Toda la ciudad, con voz unánime, celebraba la felicidad y suerte de Demócares, que, tras el terrible desastre de sus fieras, gracias al nuevo refuerzo podía en cierta medida resistir al infortunio. El manda que, sin tardanza y con toda clase de precauciones, se transporte el animal a sus parques. Yo tomé entonces la palabra:

17. »“Ten cuidado, señor —le dije—; el calor del día y el largo viaje han cansado al animal; no debes soltarlo entre los demás si son muchos y si, como oigo decir, están enfermos. ¿Por qué no le buscas en tu casa un lugar despejado y bien ventilado, a ser posible junto a algún estanque que refresque el ambiente? ¿Ignoras acaso que esta clase de animales se guarecen siempre entre bosques, en húmedas cavernas y en la proximidad de aguas cristalinas?”.

»Estos consejos impresionaron a Demócares; ante el recuento de sus pérdidas, se adhirió a nuestro parecer sin suscitar dificultades y nos permitió que colocáramos la jaula a nuestro gusto. “Además —le dije—, nosotros estamos dispuestos a velar de noche aquí mismo ante la jaula para cuidar a este animal agobiado de calor y cansado del viaje; le daremos la comida a su debido tiempo y la bebida que le es habitual”.

. »“No hace falta que os toméis esa molestia —respondió él—; casi toda mi servidumbre tiene experiencia en la alimentación de los osos”.

18. »Saludamos, pues, y nos retiramos. Al salir por la puerta de la ciudad, vemos un monumento fúnebre lejos del camino, en un lugar retirado y poco visible. Allí había ataúdes corroídos, tan antiguos que ya estaban medio destapados; eran la morada de unos muertos convertidos ya en polvo y cenizas; destapamos algunos al azar para ocultar en ellos nuestro futuro botín; luego, según la disciplina de nuestro gremio, aprovechamos el momento de la noche sin luna, cuando el sueño se presenta en su primer asalto para conquistar y rendir los corazones de los mortales; entonces nuestra cohorte, armada de puñales, forma ante la misma puerta de Demócares como acudiendo a una cita de saqueo. Con la misma puntualidad, Trasileón, por su parte, aprovecha el momento propicio al pillaje nocturno; sale de su jaula y degüella en primer lugar a los guardianes que a su lado descansaban medio dormidos, sin dejar uno solo; después, al propio portero; le ocupa la llave y nos abre la puerta de par en par; nosotros acudimos en un vuelo; ya estamos en el interior de la casa; Trasileón nos muestra un granero en donde su ojo avizor había visto esconder la víspera gran cantidad de plata. Sin pérdida de tiempo, un esfuerzo colectivo derriba la puerta de este granero; yo ordeno a cada uno de nuestros compañeros que se lleven todo el oro y plata que puedan, que oculten el botín en la morada de los muertos, cuya discreción es segura, y que vuelvan corriendo a cargar otra vez con nueva remesa. En interés de todos, yo me quedaría solo a la puerta de la casa observando atentamente el panorama mientras volvían los demás.

»Por otra parte, contaba con un oso suelto en medio de la casa para hacer morir de miedo a cualquier esclavo que casualmente pudiera despertarse. Parecía cosa muy oportuna. En efecto, por valiente y atrevido que uno fuera, ante un oso de tamaño tan descomunal, y de noche por añadidura, ¿quién podría dejar de echar a correr y encerrarse en su celda con cerrojo, temblando de pánico?

19. »Todo estaba, pues, dispuesto con la seguridad de la más correcta estrategia, cuando sobrevino un fatal contratiempo. Yo acechaba con oído atento el regreso de mis camaradas; un esclavo menudo, a quien había desvelado sin duda el ruido o, más probablemente, alguna inspiración del cielo, sale despacito, y, al ver al animal que anda paseando en libertad por las diversas partes del recinto, da la vuelta en contenida y silenciosa actitud informando a todos —no sé cómo— de lo que ha visto en casa. Sin hacerse esperar, la numerosa servidumbre se reúne y llena por completo la morada. Antorchas, lámparas, velas, candelas y todo el servicio de alumbrado nocturno iluminan la oscuridad. Y entre tanta gente nadie sale sin armas: cada cual viene con su garrote, su lanza o su espada desenvainada para prohibir el paso. No faltan los perros de caza con sus orejas tiesas y su pelambre erizada; los azuzan contra el animal para dominarlo.

20. »Yo, mientras el tumulto va todavía en aumento, me alejo de la casa batiéndome en discreta retirada, sin perder de vista, no obstante, a Trasileón y escondiéndome detrás de la puerta para observar su maravillosa resistencia frente a los perros.

»Aunque rozaba los umbrales de la muerte, no olvidaba sin embargo su dignidad, ni la nuestra, ni su honroso pasado: ya entre los dientes de Cérbero, y a punto de ser tragado por él, Trasileón seguía luchando. Representando hasta la muerte el papel que voluntariamente había asumido, unas veces retrocedía, otras veces hacía frente, hasta que, tras mil posturas y movimientos acrobáticos, logró finalmente escabullirse y salir de casa.

»Sin embargo, aunque había alcanzado la libertad y se veía en la calle, no le fue posible salvarse huyendo. Pues todos los perros del barrio circundante, tan rabiosos como numerosos, se mezclan en manada con los perros de caza que precisamente acababan de lanzarse a la calle en persecución de la misma presa. ¡Lamentable y funesto espectáculo! Vi a nuestro Trasileón cercado y bloqueado por multitudes de perros enfurecidos, lo vi acribillado, desgarrado a mordiscos. Finalmente, sin poder ya contenerme ante tan doloroso espectáculo, me mezclo a los grupos de la multitud en movimiento y, como único medio de socorrer a mi buen compañero sin delatarnos, trato de desorientar a los directores de la cacería diciendo: “¡Qué lástima! ¡Qué tremenda monstruosidad! Perdemos ahí un animal estupendo, un ejemplar extraordinario”.

21. »De nada sirven al infortunado joven los artificios de mi elocuencia; un individuo alto y fornido sale corriendo de su casa y, sin titubear, clava su lanza en pleno pecho del oso; otro lo imita; y muchos más, perdido ya el miedo, se arriman a porfía y lo acribillan con sus espadas. Así, pues, Trasileón, insigne gloria de nuestra corporación, alma grande, digna de la inmortalidad, sucumbió por fin en la batalla, sin que el sufrimiento le hiciera proferir una queja, un simple aullido susceptible de traicionar la fe del juramento. Desgarrado a mordiscos, despedazado por el hierro, continuaba mugiendo y rechinando como animal salvaje, aguantaba su suerte con heroica resistencia: se conquistó la gloria abandonando su vida al destino.

»Sin embargo, fue tal el terror, tal el pánico que infundió a aquella masa de gente, que hasta el amanecer, o, mejor dicho, hasta muy entrado el día, nadie se atrevió a tocar, ni con la punta del dedo, el animal aquel, a pesar de verlo ya. en el suelo y sin vida. Por último, entre incertidumbres e indecisiones, un carnicero algo más atrevido abrió el vientre al animal y quitó al heroico salteador su disfraz de oso. Así acabó Trasileón; nosotros lo hemos perdido, pero su gloria será imperecedera. Nos apresuramos, pues, a empaquetar lo que los muertos, de incorruptible lealtad, nos habían estado guardando. Y, apretando el paso, al abandonar el territorio de Platea, nos íbamos haciendo las siguientes reflexiones: sobran razones para que en este mundo no se encuentre la Buena Fe: aburrida de nuestras perfidias, ha emigrado ya a los infiernos; se halla entre los muertos.

»Así, pues, totalmente agotados por el peso de la carga y las asperezas de la ruta, con la añoranza, además, de los tres camaradas perdidos, ya veis el botín que hemos traído»

22. Concluido este discurso, ofrecen en copas de oro libaciones de vino puro en memoria de sus camaradas fallecidos; luego, entonan algunos himnos en honor del dios Marte y se retiran a descansar un poco. En cuanto a nosotros, la vieja aquella nos distribuyó, sin medir, cebada fresca en abundancia; tanto es así, que mi caballo, ante tan copiosa ración —aunque él solo pudo con todo—, creía estar en un banquete de sacerdotes salios[44]. Yo, en cambio, como nunca había comido la cebada cruda, sino bien triturada y en papilla cocida a fuego lento, al divisar un rincón donde se amontonaban los mendrugos de pan que habían sobrado a toda aquella gente, me retiro a probar allí resueltamente la destreza de mis mandíbulas entumecidas por un largo período de hambre y cubiertas ya de telas de araña.

A una hora avanzada de la noche, he aquí que los ladrones se despiertan y trasladan el campamento. Su atuendo varía: unos van armados con espadas, otros disfrazados de fantasmas; desaparecen a toda velocidad. Yo, sin embargo, continué comiendo a dos carrillos y sin desmayar; ni el sueño que ya se apoderaba de mí pudo hacerme parar. Y aunque antes, cuando yo era Lucio, con uno o dos panes tenía bastante y me retiraba de la mesa, ahora, ante las exigencias de mi vientre tan profundo, iba ya por la tercera cesta y seguía rumiando. En esta tarea, con gran asombro mío, me sorprendió la clara luz del día.

23. Por fin, atendiendo a la característica sobriedad de los asnos, pero con harto sentimiento, salgo de aquel lugar y voy a aliviar mi sed en el riachuelo inmediato. En aquel preciso instante regresaban los ladrones, increíblemente angustiados y preocupados; no traían el menor botín, ni siquiera el más vil harapo; con todas sus espadas, con toda la fuerza de sus brazos, con toda clase de precauciones, el equipo completo conducía simplemente a una joven de aspecto distinguido, cuyos modales de gran dama hacían pensar en la aristocracia del país. La chiquilla —una tentación, os lo aseguro, hasta para un asno como yo— lloraba, se arrancaba el pelo, se rasgaba las vestiduras.

Cuando la tuvieron en el interior de la cueva, los ladrones, quitando importancia a los motivos de sus penas, le hablan en estos términos: «No peligran ni tu vida ni tu honor; ten un poco de paciencia para facilitar nuestra empresa. La dura ley de la pobreza nos ha reducido a este oficio. Tus padres, al contrario, tienen montañas de riquezas y, por avaros que sean, no tardarán en disponer el debido rescate de su sangre».

24. Con estas y otras palabras similares que le repetían al oído, trataban en vano de calmar a la muchacha. ¡Muy natural! Pero ella, con la cabeza entre las rodillas, se deshacía en lágrimas. Ellos, entonces, mandan entrar a la vieja para que haga compañía a la niña y la consuele con las más cariñosas palabras; luego, se van a las tareas propias de su profesión. Pero nada de lo que decía la vieja lograba cortar el llanto de la niña; al contrario, se lamentaba con mayor desesperación entre vivas convulsiones e ininterrumpidos sollozos, hasta el punto de hacerme saltar las lágrimas a mi también. Decía: «¡Qué desgraciada soy! Con una casa como la mía, con tanto servicio, con esclavos tan familiares y queridos, con padres tan adorables, heme aquí abandonada, víctima de un rapto cruel: he perdido mi personalidad. Cual esclava enterrada en esta cárcel de roca, en esta sala de tortura, sin ninguna de las comodidades que rodearon mi nacimiento y mi niñez, sin estar segura de salir con vida entre tantos y tan temibles ladrones, en una población de horribles asesinos, ¿cómo puedo dejar de llorar? ¿Cómo puedo incluso soportar la existencia?».

Tales eran sus lamentaciones. Al sufrimiento moral se unía la irritación de su garganta y el agotamiento de todo su cuerpo. Ya rendida, cerró sus ojos tristes y se durmió.

25. Apenas había dado tiempo a que sus párpados se cerraran, cuando de repente se despierta como si hubiera enloquecido, y vuelve a mortificarse con redoblada amargura: empieza a golpearse rudamente el pecho con ambas manos y abofetea su cara encantadora. Como la viejecita le preguntaba con la mayor insistencia el porqué de este nuevo y redoblado disgusto, ella, suspirando cada vez más angustiada, contesta así: «¡Ay! Ahora sí que estoy perdida del todo, ahora ya me he despedido de toda esperanza de salvación. Un lazo corredizo, tal vez un puñal, o más probablemente un precipicio, he ahí sin la menor duda la suerte que me espera».

Al oír sus palabras, la vieja, un tanto irritada y con mirada más severa, le pregunta: «¿Me vas a decir por qué, ¡diablo!, tienes que llorar? Después de caer en profundo sueño, ¿por qué, de repente, vuelves a dar libre rienda a tu llanto? Me parece que está claro: tú pretendes que se malogre el bonito ingreso que mi gente espera de tu rescate. Si persistes en tu actitud, con lágrimas y todo (los ladrones hacen normalmente muy poco caso de las lágrimas) voy a hacerte asar vivan.

26. La jovencita se asustó al oírla, y, besándole la mano: «Perdón, madrecita —dice—; mi desgracia es muy grande; muéstrate compasiva y humana; ten un poco de paciencia. No puedo creer que en la avanzada madurez de tu vida, bajo tu venerable cabello blanco, se hayan secado por completo los sentimientos de compasión. Acaba por fijarte en el cuadro de mi desgracia. Había un apuesto joven, distinguido entre los de su clase, a quien proclamó la ciudad entera como hijo adoptivo, primo mío por añadidura, que me llevaba tan sólo tres años. Se había criado conmigo; desde su más tierna infancia había crecido a mi lado bajo el mismo techo, o, mejor dicho, en la misma habitación, en la misma cama. Se había comprometido conmigo y sentíamos ambos la sagrada ternura del mismo cariño; el matrimonio debía consagrar las promesas de antaño; teníamos el consentimiento de nuestros padres que, en acta oficial, lo habían reconocido como mi esposo. Rodeado de una nutrida multitud de parientes y allegados, ofrecía ya en los templos y santuarios públicos los sacrificios de la boda; en toda la casa, tapizada de laurel y profusamente iluminada con antorchas, resonaba el himno nupcial. Mi pobre madre, estrechándome en sus brazos, se complacía en arreglarme con el equipo de novia y, prodigándome los más dulces besos, soñaba ya con la esperanza de la futura descendencia que sus votos anhelaban. Entonces, de improviso, hacen irrupción unos hombres armados con espadas; aparece el cruel espectro de la guerra blandiendo el hierro desnudo y amenazador: no se lanzan a matar ni a saquear, sino que en apretada formación invaden la habitación que nosotros ocupábamos. Ninguno de los nuestros pensó en el contraataque, ni siquiera en oponer la mínima resistencia. ¡Pobre de mí! Muerta de miedo, presa de horrible pánico, me arrancaron del seno mismo de mi madre. Así quedó interrumpida y dispersada mi boda, como ocurrió con la de Attis o la de Protesilao[45].

27. »Pero resulta que acabo de tener un sueño horrible, y en él he revivido mi desdicha o, más exactamente, he visto colmada la medida de mis males. Pues he creído verme arrancada violentamente de mi casa, de mi habitación, de mi propio lecho; me llevaban por parajes solitarios e intransitables, e iba invocando el nombre de mi infortunado marido. Él, al verse privado de mis brazos, recién perfumado y todavía coronado de flores, seguía mi rastro mientras yo corría huyendo sobre unas piernas que no eran las mías. Y como él lamentaba a voz en grito el rapto de su bella esposa y pedía auxilio al pueblo, uno de los ladrones, indignado y harto de esta molesta persecución, coge a sus pies un morrillo enorme y de un golpe mata al desgraciado joven que era mi marido. Despavorida y angustiada por tan espantosa visión, me desperté de mi funesto sueño».

Entonces, la vieja, impresionada a su vez por las lágrimas de la joven, le dice suspirando: «Ten confianza, reina mía, y no te dejes asustar por las vanas ilusiones de los sueños. Pues, según dicen, son engañosas las visiones que tenemos cuando soñamos de día; e incluso las que tenemos de noche anuncian a veces lo contrario de lo que representan. Así, llorar, recibir una paliza y, a veces, verse degollado son augurios de suerte en los negocios y prosperidad; y, al contrario, reír, hartarse de golosinas o entregarse a las delicias del amor significará que se va a ser víctima de la tristeza, la enfermedad o cualquier otra desgracia. Ahora voy a distraerte ya con una de las bonitas historias que cuentan las viejas». Y empieza:

28. «Había en cierta ciudad un rey y una reina; tuvieron tres hijas y las tres llamaban la atención por su belleza. Por muy agradable que fuera el aspecto de las dos mayores, el lenguaje humano podía celebrar dignamente, al parecer, la gracia de su hermosura.

Pero la perfección de la más joven era tan extraordinaria, tan maravillosa, que la voz humana no tenía palabras para expresarla ni ponderarla adecuadamente. Muchos ciudadanos y no pocos extranjeros, que acudían en masa atraídos por la fama de la excelsa maravilla, quedaban atónitos ante esta belleza sin par y, llevándose a la boca su mano derecha con el dedo índice colocado sobre el pulgar erecto, veneraban a la joven con devota adoración, como si fuera la diosa Venus en persona. Ya se había extendido la noticia por las ciudades vecinas y por las regiones circundantes: la diosa, decían, engendrada en las profundidades azuladas del Océano y formada con la sutil espuma del oleaje, prodigaba ahora su divina presencia asociándose a las colectividades humanas; o, más probablemente, por un nuevo efecto de la influencia creadora del rocío del cielo, la tierra —y no ya el líquido elemento— había producido otra Venus agraciada con la misma flor de virginidad.

29. »Así, de día en día, se extendía hasta el infinito esta creencia: la fama en aumento va recorriendo las islas próximas, luego, sobre el continente, la gran mayoría de las provincias. Son ya muchos los mortales que, recorriendo largos caminos y surcando profundos mares, afluyen para ver la gran maravilla del siglo. Nadie navega hacia Pafos, nadie hacia Cnido, ni siquiera hacia la misma Citera[46] para contemplar a la diosa Venus. Sus sacrificios quedan interrumpidos, sus templos se arruinan, sus almohadones[47] son pisoteados, su culto abandonado; ya no llevan coronas sus estatuas y la fría ceniza ensucia sus altares solitarios. La jovencita es el centro de las súplicas; se quiere aplacar a la augusta divinidad de Venus en su encarnación humana. Cuando por la mañana sale la virginal doncella, se ofrecen víctimas propiciatorias y banquetes sagrados a Venus, invocando su nombre aunque esté ausente; y cuando la joven cruza una plaza, la gente se aglomera para implorar su protección ofreciendo guirnaldas y flores.

»Este exagerado traspaso de honores divinos a favor de una simple mortal inflamó de violenta cólera a la verdadera Venus, que, sin poder contener su indignación y moviendo la cabeza con profunda rabia, pensó así en su fuero interno:

30. »“Yo pues, la primitiva madre de la naturaleza, el origen y germen de los elementos, la Venus nutricia del universo, ¿he de verme reducida a compartir con una joven mortal los honores debidos a mi majestad? Y ¿ha de profanarse con la suciedad de la tierra mi nombre que está consagrado en el cielo? ¿Puedo tolerar que el culto de un nombre en común para las dos motive confusiones entre mis adoradores y los de una sustituta? ¿Ha de representarme entre los hombres una joven destinada a la muerte? En vano el famoso pastor, cuya justicia e imparcialidad obtuvo la aprobación del gran Júpiter, me habrá preferido a excelsas diosas por mis encantos sin igual[48]. Pero esta criatura, como quiera que sea, no ha de continuar triunfando y usurpando mis honores: le haré lamentarse hasta de esa seductora hermosura”.

»Inmediatamente llama a su hijo, el niño alado y atrevidillo que, menospreciando la moralidad pública, armado con antorchas y flechas, recorre de noche las casas ajenas, malquista todos los matrimonios y comete impunemente los peores escándalos sin hacer nunca nada de bueno. Aunque él es ya insolente por connatural desvergüenza, ella lo incita además con sus palabras, lo acompaña a la mencionada ciudad y le presenta a Psique (tal era el nombre de la joven).

31. »Le explica cómo la rivalidad a que da lugar la hermosura de la joven es tema de todas las conversaciones; su indignación estalla en suspiros de rabia: “Te lo conjuro —exclama— por los lazos del cariño materno, por las dulces heridas de tus flechas, por el delicioso fuego de tu antorcha: venga a tu madre, que sea completa la venganza, y castiga sin compasión a esta terca hermosura; concédeme tan sólo una cosa, y con esta sola cosa me doy por enteramente satisfecha: haz que esta joven se enamore perdidamente del último de los hombres, un maldito de la Fortuna en su posición social, en su patrimonio y en su propia integridad personal; en una palabra: un ser abyecto que no pueda hallar en el mundo entero otro desgraciado comparable a él”.

»Dio fin a su discurso; y con sus labios entreabiertos, cubriendo de largos y cálidos besos a su hijo, se dirige al punto más próximo de la costa, donde mueren las olas; entonces, pisando con sus pies de rosa la cresta espumosa de las aguas que se mecen, he aquí que se sienta y deja llevar sobre la serena superficie del profundo mar. Apenas asoma en ella un deseo, al punto, como si hubiera dado órdenes con mucha antelación, las divinidades marinas se apresuran a servirla: allí aparecen las hijas de Nereo cantando en coro, Portuno con su barba azul y erizada, Salacia con la falda cargada de peces, y Palemón, el pequeño auriga, en su delfín; también invaden el horizonte marino, a saltos, los Tritones en tropel: uno sopla suavemente en su concha sonora, otro con un tejido de seda quita a la reina el sol que le molesta; los demás van nadando uncidos a su carro por parejas. Tal es la escolta que acompaña a Venus en marcha hacia el Océano.

32. »Entretanto, Psique, con todo el esplendor de la hermosura, no saca la menor ventaja de sus atractivos. Todos la contemplan, todos la ensalzan, pero nadie, ni rey, ni príncipe, ni siquiera algún plebeyo, se presenta con ganas de pedir su mano. Se admira, ciertamente, su aspecto digno de una diosa, pero como se admira siempre a una estatua de acabada perfección artística. Hacía tiempo que las dos hermanas mayores que ella, sin que ningún pueblo celebrara su corriente hermosura, habían sido prometidas a pretendientes de sangre real y habían conseguido matrimonios. Pero Psique, doncella condenada a la soltería, se queda en casa llorando su abandono y soledad; la enfermedad física se une a las heridas del corazón, y, aunque es el encanto de todas las gentes, odia la hermosura de que está dotada.

»El padre de la infortunada princesa está desesperado y sospecha que es víctima de la maldición divina. Por temor a la ira del cielo, consulta el antiquísimo oráculo del dios de Mileto[49]; con oraciones y sacrificios pide a tan alta divinidad una boda, un marido para la doncella sin pretendientes. Apolo, aunque griego jónico, como atención al autor de una composición de estilo milesio, formuló el siguiente oráculo en latín:

33. »“Sobre una roca de la alta montaña, instala, ¡oh Rey!, un tálamo fúnebre y en él a tu hija ataviada con ricas galas. No esperes un yerno de estirpe mortal, sino un monstruo cruel con la ferocidad de la víbora, un monstruo que tiene alas y vuela por el éter, que siembra desazón en todas partes, que lo destruye todo metódicamente a sangre y fuego, ante quien tiembla el mismo Júpiter, se acobardan atemorizadas las divinidades y retroceden horrorizados los ríos infernales y las tinieblas del Estigio”.

El rey, feliz en otros tiempos, al conocer la respuesta del oráculo divino vuelve desmoralizado y triste a su palacio y explica a su esposa lo que prescribe el aciago destino. La desolación, las lágrimas, los lamentos duran varios días. Pero llega ya el tétrico momento de cumplir la cruel sentencia del destino.

»Ya se dispone para la desgraciadísima doncella toda la pompa de la fúnebre boda. La llama de las antorchas se apaga entre cenizas y negras humaredas; la música de la flauta nupcial es sustituida por el triste ritmo de las modulaciones lidias; y el alegre canto de Himeneo acaba en lúgubres llantos; y la joven contrayente se enjuga las lágrimas con su propio velo de novia. La ciudad entera se asociaba al dolor de esta familia afligida por un triste destino, y el dolor del pueblo se traduce en unánime e inmediato duelo general.

34. Sin embargo, la ineludible necesidad de obedecer a las órdenes del cielo reclamaba a la pobrecita Psique para el suplicio que le estaba destinado. Ultimado, pues, en medio de una profunda tristeza, el solemne ceremonial de este himeneo de muerte, se pone en marcha el cortejo fúnebre para enterrar a una persona en vida; la población en masa toma parte en la comitiva. Psique, bañada en lágrimas, no asiste a la propia boda, sino a las propias exequias. Y cuando sus padres, acongojados, sucumben en tan doloroso trance sin resolverse a consumar la inhumana monstruosidad, es su misma hija quien los anima con las siguientes palabras:

»“¿Por qué os atormentáis en los últimos años de vuestra existencia llorando sin parar? ¿Por qué agotáis las energías de vuestra vida (más mía que vuestra) en ininterrumpidos sollozos? ¿Por qué afeáis con lágrimas inútiles vuestros rostros, que para mí son adorables? ¿Por qué irritáis mis ojos con la irritación de los vuestros? ¿Por qué os arrancáis vuestra blanca cabellera? ¿Por qué zaherís, uno ese pecho, la otra ese seno que yo tengo por sagrados? He ahí la gloriosa recompensa que os ha valido mi incomparable hermosura. La envidia cruel os asesta un golpe mortal: os enteráis demasiado tarde.

»Cuando los pueblos de diversas naciones nos rendían honores divinos, cuando con voz unánime me llamaban la nueva Venus, entonces era el momento de gemir y llorar, entonces debíais de haberme guardado luto como si ya me hubierais perdido. Ahora me doy cuenta, ahora veo claro: el nombre de Venus ha sido la única causa de mi perdición. Llevadme, colocadme sobre la roca que el destino me ha asignado. Tengo ganas de que llegue el momento feliz de esa boda, tengo ganas de conocer el noble marido que me corresponde. ¿Por qué lo hago esperar, por qué he de evitar su encuentro? Ya está llegando el que ha nacido para ruina del universo entero”.

35. »Así habló la joven. Luego, se calló y con paso decidido se incorporó a la multitud que la acompañaba. Se llega a la roca designada, sobre la abrupta montaña; se coloca la joven en lo alto de aquella cumbre y la dejan completamente sola. Allí mismo apagan con sus propias lágrimas las antorchas nupciales que habían servido para iluminar la marcha y allí las dejan tiradas. Cabizbajos, se disponen a regresar a sus casas. Sus desgraciados padres, agotados por tan sentida pérdida, se encerraron en el1 fondo de su palacio condenándose a una noche eterna. Psique, temblando de miedo en la cúspide de su roca, se deshacía en lágrimas; en esto, el dulce aliento del céfiro que la acariciaba agitando en ondulaciones alternas el borde de sus faldas, acaba hinchando todo el vuelo de sus vestiduras; Psique se eleva gradualmente y se ve transportada por los aires en suave descenso a lo largo de la roca, hasta un profundo valle que había al final: aterriza con suavidad y se ve sentada en un lecho de césped florido.