I

De ser posible dibujar el plano horario de las actividades de los «Ángeles del Averno», se vería, por distintos motivos, que, durante las dieciocho horas siguientes a la visita de Simon Templar a Belgrave Street, el interés se había concentrado en la barriada de Upper Berkely Mews, donde el Santo había convertido un par de garajes, con sus habitaciones altas, en la fortaleza más ingeniosa de Londres.

Asimismo, al igual que otras concentraciones de los «Ángeles del Averno», parecía que ésta fuera sostenida a base de no poco trabajo y gastos sin inmediata perspectiva de rentabilidad.

Pudiera argüirse que el distrito de Mayfair resultaba un barrio un tanto extravagante para ser habitado por un policía; pero Simon Templar, a Dios gracias, no era un verdadero y autentico policía. En realidad se le debe considerar sólo como el más fantástico tipo de policía que perteneció nunca a Scotland Yard. Pero, indiscutiblemente, Templar trabajaba con Scotland Yard y podía exigir el saludo a hombres que, en tiempos pasados, se hubieran dejado cortar con gusto las orejas por arrestarlo. De modo que en otro almuerzo con Teal, pudo decirle a éste, con cierto sarcasmo: «Caen los más altos y las garras más afiladas se mellan», a lo que suspiró el detective, que se guardó para sí sus recelos. Porque el Santo, en su nuevo disfraz de ciudadano respetable, parecía demasiado bueno para ser tomado en serio... demasiado bueno... Teal participaba de la inquietante opinión de que ningún hombre malo que de pronto se enmiende puede llegar a tamaña santidad. Todo cuanto había visto en el Santo, todo cuanto conocía de él, hacía que el inspector general Teal se sintiera como un elefante domesticado que, ante virtud tan inexplicable, bailase al son de la gaita sobre un techo de cristal. Y a su manera de bovino descomunal, el inspector Teal vigilaba al Santo en sus trabajos de reforzar la Ley, constatando que empleaba métodos estrictamente legales, y se maravillaba...

Por su parte, al Santo no le preocupaban lo más mínimo las supercherías que pudieran crearse a su alrededor. Y de haber pensado alguna vez en semejante cosa, dado su alegre carácter, se habría mostrado satisfecho. De ahí que continuara su vida y la tarea que se impusiera, con un sublime desprecio por los sentimientos y opiniones del mundo entero, y pareciera que lo único que le apesadumbraba fuera la falta de la adecuada provisión de víctimas para su exagerado gusto por el sarcasmo. Empero, una cosa podía turbar su tranquilidad, y era que en las horas por él destinadas a su descanso y esparcimiento, molestias intrusas, relacionadas con su trabajo, se presentaran. Por ejemplo, a la medianoche del siguiente día de su visita a Belgrave Street, cuando se hallaba tumbado en su cama entretenido en pulir los primeros versos de una canción que aludía a las omisiones cometidas en la Honours List, entró una bala por la ventana que tenía a su espalda, la cual hizo saltar un buen trazo del decorado del techo. Fue un detalle que, francamente, le disgustó.

Exhalando un suspiro, saltó del lecho y se puso su batín. Le fue suficiente considerar la dirección entre el orificio abierto en la ventana y el impacto en el yeso del techo, para ver que el tiro había sido bien dirigido. El Santo suspiró de nuevo. Quizá su apreciación no fuera correcta.

Más que las interrupciones en sus horas de descanso, había algo que aún le molestaba más, al parecer... y era que le tomaran por tonto.

Dio un vistazo en derredor y eligió una especie de bandeja vieja... trofeo de una guerra más temible que la presente. Luego apagó la luz. Volvió a la ventana, se hincó de rodillas en el suelo, de modo que quedara cubierto por el antepecho, y levantó el visillo inferior. Colocó enfrente y a un lado la bandeja, como si atibara asomándose por detrás del espaldar de una silla, posición en la que la sostenía con el pie, y esperó, con indulgente interés, el desarrollo de los acontecimientos.

La calle aparecía desierta; en la entrada de Berkeley Square no se distinguía un alma. De pronto pudo observar la sombra de un voluminoso automóvil en el cul-de-sac de la calle misma, y un segundo disparo hecho desde aquél dio certero en la bandeja, produciendo un ruido semejante al de un melancólico gong.

Ninguno de los tiros había sido acompañado de detonación. Simon Templar, por más que fuera de temperamento tan divertido, renunciaba ahora a semejante disposición espiritual. Gastó sin regateo el cargador de su pistola y lo sustituyó con uno nuevo al tiempo que bajaba corriendo la escalera.

El sirviente le salió al paso en el mismo vestíbulo.

—Cuenta diez y abre la puerta de la calle, ¡pero échate al suelo en cuanto la abras! —le dijo secamente el Santo, y se deslizó en la sala sin explicarle cómo había de ejecutarse aquel «número» de contorsionismo.

El Santo se situó a un lado de la ventana, oculto tras las cortinas, cuando comenzó a abrirse la puerta.

No temía por el hombre que la abría, ya que Horacio presentaba tan poco blanco que no hubiera sido extraño que un miope lo tomase por una mula chilena. Y tampoco temía al diligente pajarraco que le estropeaba la noche. O el auto era un coche corriente, en cuyo caso el volátil sería cogido, si es que Simon Templar sabía algo del arte de cazar automóviles, o era un coche extraordinario, de los que suelen llevar coraza de níquel de media pulgada, en cuyo caso el pájaro no sería cobrado. Pero, de todos modos, si venían a picar...

—¡Nueva bromita! —murmuró el Santo agachando rápidamente la cabeza otra vez.

Para picotazos corrientes, siempre estaba preparado y pronto a sufrirlos en todo momento. No era precisamente que se burlara de los picotazos, pero reconocía que de muchos pajarracos del montón podía permitírselo. Sin embargo, había otra clase de estos volátiles ante los que Simon Templar acostumbraba a hacer un alto para aspirar una bocanada de aire y recitar luego el verso del himno que describía los abrigos contra los chaparrones tempestuosos; y, sin duda, era uno de los tales el que desencadenaba aquella granizada horizontal de plomo lo bastante cerca de su persona para que él la considerara como sensiblemente desagradable.

Hizo, pues, la aspiración, pero posponiendo la recitación poética; levantó de nuevo la cabeza, y al tiempo que efectuaba este movimiento, cesaba el fuego y el coche partía a gran velocidad y se perdía en la soledad de Berkeley Square.

El Santo fue a situarse en el recodo de la calle, para tratar desde allí de perforar de un balazo uno de los fugitivos neumáticos, cuando el coche doblara la esquina para tomar por Mount Street; pero en aquel instante se vio arrestado por un policía.

—¡No sea usted más tonto de lo que parece! —le gruñó, y el policía, reconociéndole, le soltó mascullando excusas.

—Era un coche, señor...

—Me deja usted turulato —le contestó el Santo, fingiendo pavor—, yo creía que se trataba de un tronco de camellos de carrera. Apunte en su libreta el número.

Obedeció el guardia, y Templar, con un encogimiento de hombros, le volvió la espalda y regresó de nuevo a su casa por entre una muchedumbre que le miraba con la boca abierta.

Encontró a Horacio restañándose con el pañuelo, manchado de sangre, un picotazo que le había dado en una oreja el pájaro que había volado.

—¿Herido?

—¡No ssseñor...! Una astillita de madera... Tiraban bajo.

—Hace más daño en la barriga —declaró enigmático el Santo, y subió la escalera.

La persecución del coche desde el cual habían disparado la ametralladora no era asunto de Simon Templar. Esta podía llevarse a cabo tan eficazmente por la policía regular... o casi tan eficazmente; porque de seguro que cambiarían la placa del número. Pero el suceso hizo pensar al Santo.

Cuando, más tarde, el subcomisario le fue a ver para que le relatara lo ocurrido, el Santo no mostraba la menor perturbación.

—Claro que la idea ha sido de Budd. La ha visto practicar en Chicago. Pero las ametralladoras en las calles de Londres no son una novedad para mí... Se han empleado en otras ocasiones. No hay, pues, culpable originalidad en esta juerguecita. Es lo malo.

—Parece que le dan a usted importancia.

—Efectivamente, muestran sin duda cierta preferencia personal hacia mí —convino el Santo, candoroso—. Yo esperaba una demostración... Ayer estuve hablando otra vez con Jill Trelawney. ¿Un cigarrillo?

—Gracias.

El subcomisario era un hombre de color moreno y de cara dura que había hecho su carrera desde guardia raso y que tenía toda la taciturna brusquedad característica de los hombres cuya subida no se debe a otra cosa que a un implacable arribismo.

—¿Qué tal le zurró la badana?

—No me la zurró —respondió el Santo aviesamente—. Pero creo que lo habría hecho de no ser por la despreciable astucia que me valió mi escapada. Es una chiquilla muy agradable.

—Encantadora —convino el comisario con ironía—. ¡Tan amable! ¡Con procedimientos tan suaves!

—¿No ha hablado nunca con ella?

—No. Conocí a su padre, por supuesto.

Simon sonrió.

—A mí jamás me hizo ninguna insinuación de amistad —murmuró—. Claro que en aquel tiempo existían algunos prejuicios en contra mía. Cuénteme la historia otra vez... pero por dentro.

Cullis accedió.

Por dentro lo que hay es que Trelawney siempre juró que le habían calumniado —declaró el subcomisario—. Pero, de todas maneras, no hay ningún misterio, porque él repitió exactamente el mismo cuento en el proceso. Después de todo, era la única defensa que le quedaba: había sido sorprendido con las manos tan en la masa, que nadie podía pensar en otra explicación, fuera de la de considerarle culpable.

—¿Y la historia?

—Desaparecían planes policíacos; las batidas fallaban con aplastante regularidad... Algo tenía que hacerse. El comisario general quiso probar conmigo y con otro inspector, pues éramos los más antiguos en el servicio, y dispuso que diéramos una batida por sorpresa la noche de un jueves. Dicho jueves por la mañana hizo correr la voz en Scotland Yard de que la batida tendría efecto el sábado. Nosotros la dimos el jueves, sin ruido ni aparato, y le echamos el guante a una banda que se nos había escapado dos veces; todo el personal se marchó a sus casas. Incluso los hombres que dieron la batida. Oficialmente, se suponía que el personal quedaba libre de servicio. Por consiguiente, no quedó nadie en Scotland Yard, excepto el comisario general, que sabía que ya se había dado la batida. Pusimos un hombre para que atendiera el teléfono y otro que vigilara el buzón de la correspondencia. El primer correo del viernes por la mañana trajo una carta. Sólo una palabra escrita a máquina: Sábado. Estaba escrita en papel oficial, con el membrete recortado, pero los peritos, al examinarla con el microscopio, comprobaron que había sido escrita con la máquina del despacho de Trelawney.

—Que alguien hubiera podido usar.

—El matasellos era de Windsor. Trelawney había ido a Windsor el jueves por la tarde, para asistir a una junta.

—Endeble —observó el Santo—. Un cómplice pudo ponerla en el correo.

Cullis convino:

—Ya sé yo que no tenía valor en sí. Pero era una pista. Nadie vio la carta, salvo el comisario general y yo. Vigilamos a Trelawney personalmente. Por entonces andábamos detrás de Waldstein. Era un sujeto que siempre se escurría, y en aquel entonces nos constaba que, por medio de la Agencia Pan Europa de Conciertos, una de sus empresas más lucrativas, engañaba a una muchacha por semana, más o menos. Pero era listo y jamás daba la cara ni dejaba rastro escrito de su actuación. Entonces, se me ocurrió una idea. Sugerí al jefe que fuera a Trelawney con el cuento de que uno de los hombres de Waldstein había hecho delaciones. El jefe comprendió enseguida y convino en ello. Le contó el cuento a Trelawney, sin darle mucha importancia, como uno entre los muchos referentes a los trabajos que le interesaban. Waldstein se hallaba en París y el jefe manifestó que la Sûreté había tomado sus medidas para interceptar las cartas, telegramas y comunicación telefónica con Waldstein, a fin de que nadie pudiera avisarle, y que uno de los nuestros marcharía al día siguiente a prenderle. Pero por la mañana temprano, Trelawney, muy diligente, alquilaba un avión particular y partía para París.

—¡No es posible!

—Pues fue así. El jefe y yo, que sólo esperábamos aquello, le dimos caza en un avión más rápido y seguimos sus pasos desde Le Bourget al hotel de Waldstein. Entonces, cuando le oímos que pedía en el bureau por Waldstein, el jefe le puso la mano en el hombro...

—¿Y qué pasó?

—Tenía ya preparada su novela. ¡Diablos, jamás he visto sujeto de más temple! Apenas sí cambió de color cuando advirtió la presencia del jefe en mi compañía y desde aquel instante jamás mostró la menor vacilación. Entramos en una habitación donde el jefe le dijo que había terminado la partida.

»—¿Qué partida? —preguntó Trelawney.

»—¿Qué ha venido a hacer aquí? —le preguntó a su vez el jefe.

»—Lo que usted me dijo que hiciera —le respondió Trelawney.

»—Yo nunca le he dicho que viniera a París —le replicó el jefe.

»El jefe dice que Trelawney se puso en aquel instante un poquito pálido, pero yo no lo noté. De todos modos, la novela de Trelawney era la de que el jefe le había llamado por teléfono aquella mañana a primera hora diciéndole que fuera personalmente a prender a Waldstein, ya que habían surgido algunas dificultades con la policía francesa y era probable que Waldstein se escapara en tanto se resolvían las dificultades. Le preguntamos por qué no había ido primero al Quai d'Orsay a presentar su documentación y nos contestó que el jefe le había dicho que prendiera antes a Waldstein y que luego discutiera con la Sûreté.

Cullis se encogió de hombros, y añadió:

—Después de esto, ya no había más que hacer...

—Eso creo —observó el Santo—. Si Trelawney era culpable, ¿por qué había de contar semejante novela al propio hombre que por fuerza tenía que saber que era falsa?

—Talento, sencillamente —observó el subcomisario—. Había pensado en la posibilidad de que le sorprendieran y preparó rápidamente su defensa... una celada. Era lo mejor que podía decir. Preparaba el terreno para cuando nosotros abriéramos su caja de hierro y encontráramos, entre otros, billetes de Banco procedentes, según se comprobaría, de Waldstein.

—¿Cómo explicó la procedencia de dichos billetes?

—No la pudo explicar.

—¿Y qué ocurrió después?

—El jefe dispuso que no se diera un escándalo público. Por una razón: hubiera sido difícil obtener una prueba de convicción sobre dicho punto, aun ante aquella evidencia, porque nosotros no habíamos podido comprobar la criminalidad de Waldstein. Este, ante los ojos del mundo ignorante, era un ciudadano perfectamente respetable, como lo sigue siendo hasta la fecha. De modo que no existía razón legal alguna para que le hubiese dado dinero a Trelawney como soborno. Más aún, se le pidió a Trelawney que renunciara a su cargo, y éste murió un mes después. No me agrada hablar de esta parte del drama... me desagrada pensar que, indirectamente, fuera yo el responsable, aunque se trate de un felón.

Templar le acercó el cenicero.

—Y no obstante —observó—, todo ello más parece una casualidad. ¿Por qué dar como seguro el anzuelo de Waldstein? ¿Y por qué creer que Trelawney se lo había de tragar tan fácilmente?

Cullis se encogió de nuevo de hombros.

—Waldstein era una clase de hombre a quien podía considerarse como anzuelo seguro. Nosotros corrimos el albur. Si hubiese fallado, habríamos tenido que pensar en alguna otra cosa. Pero si era bueno el anzuelo de Waldstein, Trelawney tenía que morderlo. El hombre que admite un soborno no puede descubrir a sus clientes; si lo hace, los clientes pueden delatarlo. Encontrándose Waldstein en París, ponía a Trelawney en un verdadero aprieto, cuyas contingencias tenía que correr. Por otra parte, Trelawney ignoraba la importancia de estas circunstancias. En general, sabe usted, podía esperarse que se decidiera a correrlas, pues Trelawney ignoraba que ya en aquel momento había en su contra cierta clase de evidencia: no sabía que había sido espiado y no podía presumir que hubiese sospechas bastantes que determinaran el que se abriera su caja de hierro.

—¿Tenía Trelawney especiales enemigos?

—No más de los que tienen la mayoría de policías que se destacan por su actuación brillante.

—¿No recuerda usted haberle oído mencionar algún nombre?

Cullis se retorció su mostacho cano.

—¡Pues, la verdad, no recuerdo!

—¿A nadie, por ejemplo, que se llamase... Essenden?

Fue un disparo en el aire, que hizo aparecer dos arrugas en la frente del subcomisario.

—¿Y qué le hace a usted pensar así? —le preguntó.

—No, yo no pienso —le repuso el Santo—. Sencillamente es una estricta apreciación. Porque Jill, la primera vez que yo le salí al encuentro, se dirigía a la casa de Essenden, y era la primera vez que se veía a los «Ángeles» expuestos a ser cogidos. ¿Me comprende usted?

—Pero allí fueron para cubrir a Dyson. ¿No es lógico que pensaran que fuese más fácil impedir que lo prendieran a liberarlo después de preso?

Simon asintió con la cabeza.

—Lo comprendo. —Sin embargo, continuó pensando despreocupada y razonablemente.

Y así, en comunión con su pensar despreocupado y razonable, siguió durante un rato después de haberse marchado el subcomisario... y se metió entre sábanas con su pensamiento más despreocupado y razonador que antes si eso era posible.

Quizá sir Francis Trelawney fue calumniado. Quizá no lo fue. Si lo fue, lo habían hecho brillantemente. Si no había sido calumniado... Bueno, era lo más natural que una muchacha como Jill Trelawney, según la opinión que él tenía de ella, se negase a creerlo. Y en uno u otro caso, si el problema se miraba desde el punto de vista del ciudadano observador de la Ley y del policía incipiente que vela por ella, los descargos y culpas del caso Trelawney habían de merecerle el mismo celo e interés que las disculpas y cargos de Jill.

Durante los últimos cinco meses, una docena de prisioneros peligrosos habían sido librados de las propias garras de la Ley, a pesar de la fama tradicional de temibles que gozasen tales garras; y el modo de librarlos, en cada caso, denunciaba un conocimiento tan completo de los métodos policíacos y sus rutinas, que a veces parecía que sólo una radical reorganización en el Departamento de Investigación Criminal fuera la única alternativa posible para tratar de corregir su evidente ineficacia. Y ello, como siempre ocurre en tales casos, acontecía justamente cuando una ola de impopularidad policíaca y de crítica histérica de los periódicos volvía más gruñones y viejos a los comisarios y agentes. Indudablemente, aquello no podía continuar. Y el Santo, con absoluta tranquilidad y hasta con cierto contento, también comprendía que en vista de cómo se había iniciado él como ciudadano respetuoso de la Ley, o los «Ángeles del Averno» o Simon Templar habían llegado a un final súbito e inevitable.

A la mañana siguiente, dándose perfecta cuenta de esta realidad manifiesta, el Santo tomó el café de su desayuno solo y envió la botella de leche a un químico que vivía enfrente de su casa. Por la tarde tenía el informe.

—Por lo menos —le dijo a Cullis—, colecciono pruebas de una hipótesis contra los «Ángeles».

—Como que antes no existía nada contra ellos —convino zumbón el subcomisario.

Simon movió la cabeza.

—No había nada. Asaltos contra la policía, obstáculos puestos a ésta... yo le digo a usted que, a pesar de todo, no les hubieran podido inculpar sino por delitos menores. Pero por intento de envenenamiento...

—Aunque se trate siquiera de envenenamiento consumado —exclamó Cullis, riendo.