II
Simon Templar, recobradas nuevas energías con una noche de descanso, se dirigió al Ritz a las 9:30 de la mañana siguiente.
No se había acostado tarde la víspera. Teal se entregó de nuevo a su antigua pose de gigantesca somnolencia, de la que rarísimas veces se permitía salir y se había marchado tranquilamente. En efecto, tres cuartos de hora después de la segunda visita del detective, Simon dormía como un lirón.
Teal no tenía donde cogerse. Cierto que el Santo se había conducido de una manera «curiosa», pero no existe ley alguna que castigue a los hombres por conducirse de una manera «curiosa». El Santo había mentido, la mentira no es en sí un hecho criminal. Como tampoco lo es el confeccionar un pelele y acomodarlo sobre una silla de modo que proyecte su silueta contra un biombo con realismo. Y asimismo no hay estatuto que prohíba a un hombre el proclamar a una princesa lituana por su tía... siempre que lo haga sin intención de fraude... De manera que Teal tuvo que marcharse sin realizar sus propósitos.
La sospecha no prueba una evidencia... es un principio fundamental de la Ley inglesa. La Ley se refiere a hechos, y mil circunstancias sospechosas no suman un hecho.
Nadie había visto a la princesa Selina de Rupprecht. Ni una sola persona podía probar que su verdadero nombre fuese Jill Trelawney. Por consiguiente, no había ningún cargo contra Simon Templar por lo ocurrido aquella noche. Y Teal era lo bastante avispado como para saber cuándo estaba perdiendo su tiempo. En la mirada del Santo había una expresión que no invitaba a las baladronadas.
«Y, sin embargo, chicos y chicas —se dijo Simon Templar cuando bajaba la escalera—, no creáis que os esperan siestas apacibles. Claud Eustace Teal es considerado un hombre de excelente memoria. Y el sainete representado anoche ha debido grabarse en su memoria hasta que aparezca de nuevo una luna color azul. Francamente, no creo que el futuro que nos aguarda sea tan dulce como hasta ahora.»
Desde luego, la casa estaba vigilada. Al salir a la calle, el Santo observó, sin demostrar que lo notaba, la presencia de dos hombres en la acera de enfrente, enfrascados en interesante conversación; y, al proseguir su camino, sabía, sin necesidad de volverse para mirar, que uno de ellos le seguiría.
Aquello no tenía mayor significación, salvo la de un mal agüero. Para nada influiría en su propósito de almorzar en el Ritz como mister Joseph M. Holliday, de Boston. Massachusetts. En efecto, se debía atribuir a esta circunstancia que el Santo tuviera que salir de su casa más temprano que de costumbre. En la corta existencia de Simon Templar no era ninguna novedad el verse seguido por hombretones vestidos de paisano, persecuciones secundarias que hacía tiempo le tenían sin cuidado.

Cerca de Marble Arch burló al sabueso y tomó un taxi, dirigiéndose al Ritz con la satisfactoria certeza de que temporalmente permanecería perdido el olfato de la policía; el par de anteojos de concha que se había puesto al tomar el taxi completaban a maravilla su sencillísimo disfraz.
Llegó cuando sonaban las diez, y entró en el comedor justamente detrás de la bandeja que llevaba el almuerzo. Se valió del hecho de que estuviera presente el camarero para besar a Jill como esposo que sabe cumplir con sus deberes, y tomó asiento pensando que el día había comenzado bien.
Tan pronto estuvieron solos, manifestó el Santo con apresuramiento:
—Es realmente notable la autovigilancia de la policía.
La muchacha pudo conservar con esfuerzo su gravedad.
—¿Se marchó tranquilo? —inquirió.
—Asegurar que se marchara como un cordero —contestó el Santo— no sería decir nada.
Habría podido parecer un tigre feroz al más dulce corderillo que en las tempranas horas matutinas se viera expuesto en cualquier carnicería.
Relató con todo detalle la parte de su ardid que no presenciara Jill, y, como recompensa, consiguió que miss Trelawney se afirmase contra el respaldo de su asiento y le mirara.
—Es usted una maravilla —le dijo, y como lo decía lo pensaba realmente.
—Toda esa zalamería —le objetó Templar— me duele en el alma.
Tomó uno de los periódicos que estaban sobre la bandeja, y leyó anhelante la sección de los sucesos, sin hallar lo que buscaba. No tuvo más suerte con el resto de las secciones.
—No ha habido tiempo —observó Jill.
Simon asintió.
—Mañana —dijo— habrá partido de pelota. ¿Se apuesta algo?
Pasaron el día sin salir del Ritz, en holganza completa, pues ninguno de los dos hallábase decidido a correr ningún riesgo en aquellos momentos. Entretanto, Scotland Yard, fustigado con los sarcásticos comentarios del inspector general Teal, se tiraba de los pelos y escudriñaba por todo Londres. Naturalmente, no se pensó ni por un instante en el Ritz, y mister y mistress Joseph M. Holliday no pusieron un solo pie fuera del hotel.
El anuncio apareció al día siguiente en The Times. Durante el día anterior se distrajeron haciendo conjeturas acerca de la forma en que aparecería, y sucedió lo que siempre ocurre en tales casos, que ninguno de los dos se aproximó a la realidad. Decía así el anuncio:
«Injusticia. Podría repararse una gran injusticia si la Dama de París quisiera entrevistarse con quien está deseoso de dar una satisfacción a cambio del perdón. El Caballero de París.»
—Esto me hace saltar las lágrimas —declaró el Santo.
—¿Usted lo cree? —le preguntó Jill.
Simon se encogió de hombros.
—No es imposible —replicó—. Usted dice que está segura de que tuvo participación en la calumnia levantada contra su padre. Bien, ahora sabemos unas cuantas cosas acerca de él. Y, como hombre cauto, tal vez crea prudente iniciar este movimiento para concertar un tratado.
Jill Trelawney, asintió y extendió mantequilla en una tostada.
—Y no obstante —observó—, eso es una trampa.
—No para la policía. Essenden no se atrevería... no se atrevería ante lo que ya sabemos. El traficar con drogas prohibidas tiene una pena de cinco años de presidio.
—No, no me refiero a la policía, sino a él mismo.
Simon encendió un cigarrillo.
—¿Quiere usted comprar?
—Compraremos —Jill le miró—. O, mejor dicho, compraré yo. Esta noche veré a Essenden.
—¿Dónde?
—En su casa. He estado allí antes. ¿Lo podría olvidar, acaso? —Le sonrió y el Santo hizo lo propio—. Es lo que esperará Essenden de mí desde hoy. No espera que le escriba... me conoce demasiado bien.
—Y si le conoce a usted tan bien —observó el Santo—, ¿no se dispondrá para esperarla?
—Claro que sí.
—¿Y no luchará?
Con la taza de café en la mano, Jill Trelawney contestó sin inmutarse:
—Hace un año juré matar a todos y a cada uno de los que colaboraron en hundir a mi padre. Waldstein ha muerto. Sospecho de Essenden. Si encuentro pruebas en su contra...
—En cierta época, ése fue mi proceder —le dijo el Santo con gran tranquilidad—. ¿Pero no se le ha ocurrido pensar que quizá haría más provechoso trabajo si diera preferencia a buscar la evidencia que esclarezca el nombre de su padre, en lugar de limitarse únicamente a la venganza?
Jill Trelawney respondió:
—Pero mi padre murió.
Simon nada tuvo que replicar.
Pasaron otro día ocioso, leyendo y charlando a ratos. Para Simon Templar aquellas largas conversaciones eran fascinantes, además de enloquecedoras. Jamás habló Jill de los «Ángeles del Averno», ni de la acusación que pesaba contra ella, ni de la inmutable inflexibilidad de su propósito. Eran cosas que quedaban perdidas en el claroscuro que tenía por fondo el cuadro de su personalidad; no las permitía destacar y, no obstante, no era posible dejar de percibirlas. Ante aquel fondo, el propio Simon Templar se sentía un extraño. A pesar de la bizarra alianza, Jill no le había permitido aún bucear ni una vez en los secretos de su pensamiento. Pero él no desistía. Y, por sostener aquella apariencia, él la mantenía ignorante de sus designios. No le dirigía preguntas. Jill era el solista y él un acompañante valioso, perfectamente afinado, pero sometido y medio ignorado. Fue una de las más saludables experiencias en la vida violenta del Santo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Una mujer que tiene una idea en la cabeza es como una calle con dirección única: o se ha de seguir la dirección marcada o se provocan atascos en el tránsito.
Miss Trelawney no hizo alusión a su próxima aventura hasta la noche. Hasta después de la cena, cuando, sonriéndole por encima de la mesa, al serle ofrecida la pitillera, le dijo:
—Santo, es sumamente amable por su parte que quiera acompañarme.
—Sumamente amable que usted lo acepte —le dijo Templar con cortesía.
Le ofreció un fósforo, pero la joven no reparó en el ofrecimiento.
—¿Le atrae a usted la idea de otro posible asesinato? —le preguntó.
—Tremendamente —contestó el Santo.
—¿Sabe usted que tal vez sea ése el resultado?
—A mí siempre me ha gustado un buen asesinato.
Jill se llevó la mano al pecho. Templar sabía lo que la joven llevaba debajo de su chaqueta. La noche anterior había examinado el arma con ojos de profesional.
—¿Tiene usted revólver? —le preguntó Jill.
—No me agradan —le contestó—. Son chismes intratables y ruidosos. Y también expuestos. Se pueden disparar.
Miss Trelawney se rio.
—Y, no obstante, usted ha demostrado que no es tonto. Si no fuera así, me costaría mucho convencerme de ello... ¿Está listo?
El Santo consultó su reloj.
—El coche ya debe de estar aquí.
Se dirigieron a él cinco minutos después. Se trataba de un lujoso automóvil con chófer de librea, pedido por teléfono.
Simon ayudó a la joven a subir, ofreciéndole la mano, y de paso dio la dirección al chófer.
Fue una pura coincidencia que el inspector general Teal bajara en aquel momento por Piccadilly. El coche no estaba en Piccadilly, sino delante de la entrada del hotel, en Arlington Street, que Teal cruzaba a la sazón. Este se fijó en el coche, como hacía invariablemente con todo lo que estuviera a su alrededor, con ojos soñolientos que parecía que nada vieran, pero a los que, en realidad, nada se les escapaba.
Observó a un hombre que hablaba con el chófer. Un hombre que usaba un sobretodo con el cuello levantado hasta la barba, un sombrero con el ala vuelta sobre los ojos y unas gafas de concha. Es sorprendente lo mucho que pueden hacer cambiar la cara a una persona estas tres cosas... y especialmente de noche. Teal creyó reconocer en el caballero discreto algo que le era familiar, pero no le fue posible determinar quién podría ser.
Se detuvo en la esquina del Ritz y vio entrar al caballero en el coche. En aquel momento no buscaba a Simon Templar. Ni pensaba, en verdad, siquiera en Simon Templar. Durante las últimas cuarenta y ocho horas apenas si había hablado y pensado en otra cosa que no fuese Simon Templar, y tenía el cerebro cansado de darle vueltas al mismo asunto.
De manera que permaneció allí parado, sin reflexionar ni pensar, hasta que el coche tomó por St. James Street. Cuando el coche doblaba, una mujer que había en su interior se incorporó para tirar una colilla por la portezuela, y recibió de lleno la luz del farol en la cara.
No llevaba sombrero. Tenía una cabellera negra como el azabache, las cejas negras, y finas y bien dibujadas, los ojos de intenso color pardo, y los labios de color carmín. Características que no pertenecían a mujer alguna que él conociera.
Meditabundo, escupió la pastilla, que no conservaba ya sabor a menta, y la sustituyó por otra que extrajo del bolsillo y que se metió en la boca dedicándose a chuparla con renovado entusiasmo. Después, y todavía meditabundo, continuó su camino.
Le mortificaba aquella laguna de la memoria y, aun cuando por fin consiguió cegarla, continuó, sin embargo, mortificándole, porque para Teal su orgullo máximo consistía en sostener que una vez vista una cara no la olvidaba jamás. Había sido el primer fallo que en muchos años le ocurría, y que no podía apuntarse en el haber para su satisfacción.
No fue sino al cabo de una hora, conversando con el inspector de distrito en el cuartelillo de policía de Walton Street, cuando, de pronto, se iluminó el punto oscuro de su cerebro.
—Si me permite una observación —le dijo el inspector de distrito—, nosotros hemos estado buscando por todos los rincones sospechosos del mundo del hampa. Y a un hombre y a una mujer como Templar y la Trelawney, se les debe suponer algún valor. Tal vez se escondan en algún sitio como el Ritz...
El inspector general Teal abrió desmesuradamente la boca y sus pequeños ojos azules parecieron saltársele fuera de las órbitas. El inspector de distrito le miró fijamente.
—¿Qué le pasa, señor?
—¡El Ritz! —rugió Teal—. ¡Oh, sagrado, consagrado y sacratísimo Moisés! ¡El Ritz!
De un salto se puso en pie y desapareció como alma que lleva el diablo, dejando al inspector boquiabierto delante del asiento vacío que ocupara.
La salida por la parte de atrás del cuartelillo y una carrera loca Jeoman's Row abajo, le condujeron a Brompton Road, donde tuvo la fortuna de coger un taxi sin perder un momento.
—¡Hotel Ritz!... —ordenó Teal—. ¡Y vuele! Soy un jefe de policía.
Se subió en el coche anhelante. Sus días de corredor se perdían ya en la oscuridad de los tiempos.
En el momento presente estaba completamente despierto... aunque, ¡ay!, comprendía con amargura que ya era algo tarde para despertarse.
Minutos después interrogaba a toda la dirección del Ritz, que se mostró ansiosa de ayudarle y al mismo tiempo de evitar toda publicidad. A Teal no le interesaban las susceptibilidades interiores de la dirección. Hizo su investigación fría y eficientemente y no tardó en dar en el registro de entradas con los nombres de los falsos mister y mistress Joseph M. Holliday, de Boston, Mass. Hizo una visita de inspección al pequeño apartamento que ocupaban y oyó de labios del camarero de servicio el cuento de que mistress Holliday había estado guardando cama con un fuerte resfriado desde el día de su llegada, y que mister Holliday, como buen esposo americano, verdaderamente amante, no se había movido de su lado. Aquélla era la primera noche que salían. La señora se había sentido mucho mejor, tanto, que el señor había creído que un corto paseo por las afueras, bien abrigada y en un coche cerrado, le sentaría bien.
—¡Oh, en una bonita noche de invierno... templada! —comentó Teal sarcástico—. Y, ¡claro!, a oscuras, para gozar mejor del panorama. Sí, el cuento es de primera.
Quien facilitaba la información entendía que semejantes excentricidades eran propias de americanos ricos.
—Sí, de americanos muy ricos —convino Teal.
Cogió un maletín de cuero. Estaba vacío. Ulteriores investigaciones demostraron que aquel maletín era lo único de su propiedad que habían dejado en el apartamento mister y mistress Holliday.
—¿Llevaron consigo alguna manta de viaje? —preguntó Teal.
—Alquilaron dos del hotel, para el paseo.
—Es asombrosa —observó Teal— la cantidad de cosas que se pueden llevar en una manta de viaje, si se conoce el truco para empaquetarlas.
Volviendo a la oficina del gerente en la planta baja, se enteró, tal como esperaba, que el coche había sido pedido por el hotel para mister Holliday.
—Somos nosotros los que nos ocupamos de estos detalles —añadió el gerente.
—Y a veces —observó Teal con cierta malsana satisfacción— también pagan ustedes por ellos.
El gerente no estaba del todo convencido.
—¿Quiere decir —preguntó—, que no confiemos en que regresen?
—No, no se preocupen de eso —replicó Teal—. Es otra excentricidad de estos americanos millonarios.
Se dirigió a toda prisa a Scotland Yard, y en el camino, mientras llegaba, ya había decidido que sólo había un lugar en Inglaterra donde plausiblemente hubieran podido ir Simon Templar y Jill Trelawney.
Trató de telefonear a Essenden, pero le informaron que la línea no funcionaba. Quiso ponerse al habla con el subcomisario Cullis, pero éste se había marchado de Scotland Yard a las seis y no se encontraba ni en su domicilio ni en su club.
A Teal sólo le quedaba una cosa que hacer, pues sentía un profundo desprecio por todos los policías que no fueran del área metropolitana.
A las diez menos diez minutos marchaba hacia el oeste de Londres a toda prisa, en un coche del servicio policíaco. Muy a su pesar, era consciente de que llegaría a Essenden probablemente dos horas demasiado tarde...