II

Hacía ocho horas que Simon Templar se había marchado, cuando el timbre resonó en el estudio, haciendo que el corazón de Jill chocase con violencia contra su pecho.

No estaba previsto que nadie tocara el timbre. El Santo llevaba una llave y nunca llamó ningún tendero, por razones obvias. No podía ser, por lo tanto, más que un detective a quien el Santo, a pesar de su destreza, no despistó como creyera...

Mientras se hallaba de pie junto a la mesa, con el pensamiento hecho un torbellino, sonó de nuevo el timbre.

Se asomó al balcón y miró calle arriba y abajo, pero no observó nada extraordinario... ningún indicio de que la policía hubiera hecho acto de presencia, ni siquiera uno o dos hombres que vigilasen por si escapaba por otra salida. Porque, en lo que se refiere al guardia que eventualmente custodiase la puerta de entrada de la casa, no le era posible verlo, debido a que al estudio se accedía por el tercer y último piso, y el arquitecto, ignorando que el edificio pudiera servir alguna vez de asilo a un criminal buscado por la policía, había omitido la construcción de una ventana o de otro artificio por el estilo para dominar la puerta principal.

Fuera quien fuese, nada iba a ganar con oponerse a abrir la puerta. Si era la policía, la manzana estaría ya bien rodeada, y la puerta sería forzada si no contestaba a la llamada del timbre. Si era alguna persona particular... No tenía idea de quién pudiera ser, pero aun así debía abrir.

Llevaba en la mano la pequeña pistola automática, de la que, aquellos días, no se separaba. Se dirigió a la puerta y abrió.

El aspecto del hombre que apareció ante ella la tranquilizó. Seguro que podía ser todo menos detective; era demasiado pequeño y delgado para ser admitido en las filas de la Policía Metropolitana, aunque él lo hubiese deseado. Un segundo vistazo la convenció de que, ni aun deseándolo, hubiese sido admitido, pues había algo en la exagerada elegancia de su indumentaria que le denunciaba como extranjero, prescindiendo de sus finas facciones morenas y de sus ojos negros inquietos.

—¿Miss Trelawney?

Después de vacilar una décima de segundo, asintió. Se manifestaba tan seguro, que Jill comprendió inmediatamente lo inútil de una negativa. Al mismo tiempo, aunque pareciese tan al corriente de su identidad, nada se advertía de amenazador ni alarmante en sus modales.

Enseguida explicó su presencia:

—Vengo de parte de mester Templar, que ha sido arrestado.

Un escalofrío recorrió el espinazo de Jill.

—¿Arrestado? ¿Cuándo?

—Muy cerca de aquí. Anoche me vino a ver para decirme que tenía trabajo para mí. Esta mañana le vi de nuevo, me trajo aquí y me dijo que esperase fuera mientras él entraba; luego nos marchamos juntos y me explicó el trabajo que tenía que hacer. Pero a poca distancia de aquí un hombre lo reconoció y le dijo: «¡Queda usted arrestado!»

El visitante levantó los brazos expresivamente.

—¿Y mister Templar le dijo a usted que viniera aquí?

—¡Oh, no! Pero me miró, y yo comprendí lo que debía hacer.

Jill comprendió también. El Santo no hubiera podido decir nada delante de la policía sin descubrir su paradero.

—¿Quién es usted?

—Yo soy Duodécimo Gugliemi —respondió con aire dramático el hombrecillo—. Voy a explicarme: Mister Templar cogió un taxi con el detective, y yo cogí otro y le seguí. De pronto vi que por la portezuela arrojaban un papel; detuve mi taxi y lo recogí. Aquí lo tiene.

Le ofreció un trozo de papel sucio. Jill lo tomó y procedió a descifrar sus garrapatos, trazados a hurtadillas:

«Espere en un coche a las diez, frente a Scotland Yard. — S

—¿Por qué no vino antes —interrogó con sequedad la joven— si todo esto le sucedió al salir de aquí...?

—Tenía que buscar el coche y me ha llevado un rato conseguirlo; está ahí fuera. El chófer es amigo mío. Mister Templar también le conoce.

—Espere un minuto.

Lo dejó en la puerta y regresó al instante con el abrigo puesto y colocándose el sombrero. Llevaba su pistola en la pistolera del cinturón, debajo del abrigo.

—Vamos.

El italiano la precedía bajando la escalera y ella le seguía aprisa.

Un coche esperaba al borde de la acera. Gugliemi abrió la portezuela para que subiera. Jill subió, el italiano la siguió y el coche arrancó inmediatamente.

Se dio cuenta entonces miss Trelawney de que una fina gasa cubría todos los cristales del vehículo. Se sentó sin mostrar la menor desconfianza.

—¿Qué hacen esas cortinillas echadas?

—No debe ver adónde vamos. Sería peligroso para usted.

Permaneció sentada sin hablar, imaginándose en caleidoscópico torbellino una serie infinita de peligrosas aventuras. Sólo estaba segura de una cosa, y era la de haberse conducido con una estupidez increíble.

Observaba a hurtadillas al hombre que tenía a su lado, pero éste no miraba sino hacia delante, dando la impresión de haber olvidado temporalmente su existencia.

Cuando consultó su reloj y advirtió que llevaban media hora de viaje, Gugliemi le dijo:

—Ya llegamos. Me permitirá que le ponga esto sobre los ojos.

Y mostró entre las manos un pañuelo blanco.

—¿También eso?

—Espero que no se oponga. He de ponérselo en los ojos y confío en que no me obligue a hacerlo por la fuerza, porque a mí no me gusta conducirme violentamente.

Jill permaneció inmóvil. El blanco rectángulo de tela le tapó los ojos y sintió la caricia de su seda en el rostro. En ese momento se sacó su pistola y apoyó el cañón contra las costillas del italiano.

—Se muestra usted demasiado expeditivo, Duodécimo —le dijo con dulzura—. Piense lo que hace... ¡y piénselo de prisa!

El italiano siguió imperturbable atándole el pañuelo.

—Contaré hasta tres —anunció Jill secamente—. Puede ir encomendándose a Dios. Uno...

—Y ahora se para el coche, viene la policía y la arrestan a usted —le respondió Gugliemi con toda calma—. Pero no se preocupe, miss Trelawney, me cuidé de descargar su pistola.

Observó que el coche se había detenido y lloró interiormente de rabia contra sí misma.

Percibió lo intenso de la luz al salir del coche, aunque tenía bien tapados los ojos. No podía ni siquiera ver dónde ponía los pies, porque no disponía ni de un segundo para alzarse la venda, ya que Gugliemi la sujetaba fuertemente por las muñecas.

—Hay que bajar unos escalones.

Gugliemi la guió a lo largo de algo que parecía un pasadizo y luego, al volver un recodo, subieron unos cuantos peldaños que a Jill le parecieron de piedra.

—Ahora hay que subir una escalera.

Miss Trelawney subió cuatro tramos cogida de un brazo por el italiano. Luego Gugliemi abrió una puerta y la hizo pasar. A los pocos pasos la detuvo y Jill sintió que algo duro le comprimía las corvas.

—Siéntese —le dijo Duodécimo.

Ella obedeció. Después sintió el contacto de las manos del italiano alrededor de sus muñecas y la presión de unas correas con su fría hebilla metálica... Luego, la misma cosa alrededor de los tobillos. Cuatro correas la sujetaron tan firmemente como si fueran cadenas de acero. Entonces le quitaron la venda de los ojos.

Se encontraba en una habitación reducida y amueblada miserablemente. De la pared pendían tiras de papel despegadas y la alfombra estaba llena de remiendos y con las orillas deshilachadas. En un rincón había una cama cuyas patas descansaban sobre ruedas, y encima de una mesa desvencijada, una botella, varios vasos y los restos de un bocadillo sobre un trozo de periódico.

La butaca de roble en que se sentaba, maciza y sólida, parecía carecer de sitio en el cuarto y que la hubiesen comprado para aquella ocasión. Las correas, que Gugliemi acababa de ajustar, le adormecían los brazos, de la muñeca al codo, y las piernas, del tobillo a la rodilla. Desde el primer momento comprendió que no lograría jamás verse libre, si se resignaba a permanecer allí sentada por el resto de su vida. Empleó todas sus fuerzas lo mejor que pudo y supo para romper las correas, en tanto que el hombrecito la veía luchar inútilmente con cierta expresión de regocijo.

—No creo que escape, miss Trelawney —le dijo—, de modo que voy a dejarla sola. Quiero despedir a mi amigo y luego volveré y hablaré con usted. —Sus ojos pequeños le relucían debajo del ala del sombrero—. Tengo cosas muy interesantes que decirle... muy interesantes.

Cuando desapareció por la puerta, Jill sintió algo así como la mano de un fantasma que le apretaba por la nuca y le comunicaba una sensación de hormigueo por el cuero cabelludo al tiempo que una sensación glacial le descendía hasta la boca del estómago. Ahora que comprendía que aquel hombre nada tenía que ver con el Santo, se preguntaba si éste tendría noticia de él... si sería posible que se hubiese fijado alguna vez en él. Lo que estaba pasando inducía por lo menos a suponer que la historia de la detención del Santo era falsa, que era sólo el cebo para que ella cayera ciegamente en el lazo. Pero ¿cuándo lo descubriría el Santo? Y aun así, ¿qué podría hacer en su favor? Unos cuantos minutos podían tener mucha importancia... Y en la esfera de su reloj de pulsera, tres manecillas metálicas hilaban la madeja de las horas con arabescos de eternidad...

Contemplaba el movimiento cruel de las manecillas con apática fascinación y seguía la marcha perseverante de los minutos para sumar una hora. No tenía idea de lo que pudiera estar haciendo Gugliemi, ni le parecía de ninguna utilidad imaginárselo. Probablemente estaría bebiendo... Una hora se transformó en dos. Parecía que algo se le hubiese roto en el cerebro haciéndola insensible a la marcha del tiempo. ¿Qué estaría haciendo ahora el Santo...?

Oyó ruido de pisadas y girar el picaporte de la puerta con un chirrido que le hizo salírsele el corazón por la boca. La esperanza descabellada de que pudiera ser el Santo acudió a su pensamiento... inconscientemente había llegado a tener tanta fe en él, tan fuertemente atrapada estaba sin saberlo en la red de su hechizo, que le creía capaz de cualquier milagro... Pero las pisadas no eran más que el heraldo del regreso de Gugliemi, quien comparecía ahora sin sombrero y sin americana.

Entró y cerró la puerta con llave. Jill levantó la cabeza.

—Ha estado mucho rato con su amigo —le observó.

—Sí —confesó sonriente Duodécimo—. Estaba algo impertinente. Pero ya le he hecho que se marchara y no volverá hasta dentro de dos horas. Así me dará tiempo a mí. Supongo que ya sentirá usted cierto interés...

—No el suficiente para que se me altere el pulso. Y no le invito a que tome asiento, a pesar de haberse disfrazado de caballero...

—Miss Trelawney...

—O tal vez no esté usted disfrazado de caballero. Convengo en que el disfraz no se distingue por lo acertado; pero me imagino que quiera ser lo que he dicho.

Gugliemi se compuso la corbata con sus manos delicadamente arregladas por la manicura.

—¿Sabe usted lo que le va a pasar? —le preguntó.

Su inglés se hacía más difícil, debido a que su agitación primera, que no había sido fingimiento, había desaparecido.

—Le dije que no me interesaba —le contestó ella.

Al mirarle, Jill apreciaba fríamente las circunstancias. Hasta la había despojado de su inútil pistola; y Jill sabía, desde el manotazo con que la había apresado por las muñecas, que aun no estando atada a la silla, no podría dominarlo, aun siendo aquel hombre tan menudo como era. Y pensaba... Por supuesto, la historia del arresto del Santo podía ser cierta, aunque no lo parecía.

Sus pensamientos obedecían al sentimiento de exasperación que los agitaba.

¡Ella, después de haberse reído como había querido de las leyes inglesas, después de haber dado guerra hasta hacer encanecer a los hombres de Scotland Yard, caer así, en una celada de pega! Pero ¿cuánto tardaría el Santo en advertirlo?

Desde que se instaló en el estudio, el Santo había acudido por lo menos cada dos días. A veces a diario.

Pensando lo más favorable, y conforme a su costumbre, no volvería hasta el día siguiente. Según lo manifestado por Duodécimo, dos horas era todo el tiempo de que se disponía.

No obstante, los acontecimientos se sucedían con más celeridad que antes, y era más que posible que el Santo tuviera que volverla a ver aquella noche. Y en cuanto él no la encontrara, probablemente no se mostraría dispuesto a que se acumulase tanto barro en el camino que llegase seriamente a impedirle continuar la marcha. Pero ¿podría ella sostenerse tanto tiempo... el tiempo necesario para que él pudiese ganar el terreno perdido?

—Es necesario —manifestó Gugliemi— que usted muera. Eso es lo que me han dicho, y me han pagado para hacerlo. Yo no sabía que en Inglaterra se hacían estas cosas, pero me han dicho que sí se hacen. En Italia, desde luego, al que estorba, se le hace desaparecer... ¡pum...!, así. Pero yo no sabía que esto también sucedía en Inglaterra, hasta que me dijeron que usted tenía que desaparecer, y que si desaparecía sin dejar rastro, no me remitirían a Italia. Lo cual es muy importante, porque si vuelvo a Italia me mandarán enseguida a presidio.

Jill le miraba de hito en hito, dando apenas crédito a lo que oía.

—¿Quién le dijo a usted eso? —le preguntó con voz forzada.

—Me lo han dicho —respondió Duodécimo—. Pero no que lo hiciera así. Esto es idea mía. Me dijeron que cogiera mi revólver, que la fuera a buscar a usted a donde pudiera encontrarse, que entrara en su casa, la matara y saliera, y que nadie me interrogaría por ello. Pero yo la vi asomarse por el balcón cuando me encontraba en la acera de enfrente, y decidí que no podía ejecutarse la orden así, tratándose de una mujer tan joven y tan bonita.

Y le envió un beso en la punta de los dedos, con mucha cortesía.

—De modo —continuó— que la he traído a mi casita. Usted ha desaparecido y la policía estará satisfecha. En cuanto a mí, también estaré satisfecho, y todo quedará cumplido.

La ridícula petulancia de su discurso y sus ademanes hacían grotesca la situación, y no obstante...

Miss Trelawney recorrió con la vista el cuarto miserable y desamueblado, que parecía más sucio, si eso era posible, por efecto de no estar iluminado más que por una débil luz de gas en un rincón. Y mientras Gugliemi coordinaba su siguiente párrafo, meciéndose con distinción en su silla, Jill aguzó el oído.

No oyó ningún ruido afuera, en la casa. Probablemente estaría vacía... Gugliemi no se habría arriesgado a dejarla amarrada en un sitio donde pudiera haber gritado y llamado la atención.

Como si le hubiera leído el pensamiento, con sus ojos negros, admiradores elocuentes de su belleza, Duodécimo le dijo:

—No, no vive nadie en esta casa. Estamos en Lambeth, y nos encontramos en el cuarto de un vigilante situado encima de un almacén desalquilado. Puede usted gritar, si gusta, pero nadie la oirá. Tan pronto como usted me prometa que se portará bien, le quitaré esas correas y quedará libre.

—De modo —le observó la joven con gran calma— que mister Templar no ha sido arrestado.

Duodécimo levantó los brazos.

—¿Cómo puedo yo saberlo? Esa fue una historia que inventé yo. Cuando salió de su casa de usted, dejé de seguirle. A mí no me interesaba. Quizá ha sido detenido, quizá no. ¿Quién lo puede saber?

Jill se asió a este hecho como un náufrago se coge a una tabla.

Y luego, como respondiendo a sus pensamientos, allá, en los abismos, bajó sus pies, resonó un golpe en la puerta del almacén, como un trueno.