A mí….
Madrid, julio de 2003
Salir. Salir, marcharme, decir: Basta, me voy. Me voy, sí, como quien se sale del cine cuando le aburre la película. Pero ¿cómo te vas a ir? Si no eres una espectadora, si eres la protagonista. ¿Quién? ¿Esa? No puede ser. ¿Yo, esa maruja de chalé adosado? Con mechas rubias, uñas pintadas, sandalias de tacón, batiendo palmas y coreando con una payasa y diez niños sentados en el suelo: «¡Plis, plas, Peluchita y nada más!». La Mamá como dios manda, acogiendo con una obsequiosa sonrisa a las mamás y papás de los compañeritos de escuela, ¿a qué hora venimos a buscarlos?, a las ocho está bien. Ánimo, solo tres horas… Decirle a Étienne: ¿Te acuerdas de esa frase que me dijiste anteayer? Pues aquí tienes la respuesta: me voy. Cojo las llaves del coche y ¡blam!, portazo. La Familia Perfecta en su Chalé Adosado, con todos sus accesorios: jardín, garaje, chimenea, y los autómatas: el Papá de sienes plateadas, ejecutivo agresivo de lunes a viernes, bonachón el fin de semana, filmando enternecido el cumpleaños con su cámara de vídeo último modelo… «Sois de anuncio», me dijo una vez Silvia riéndose, qué felices fuimos con Sony, Coca-Cola, la chispa de la vida, la Mamá sirviendo cocacolas y fantas en vasitos de papel con dibujitos, sacando el pastel de chocolate con las cuatro velitas, intentando no pensar en la frase de Étienne, anteayer, y el Nene y la Nena rubios y de ojos azules, a juego con el chalé, los deben de haber comprado en la misma tienda que los muebles. No me lo puedo creer, murmuraba mi otro yo, sardónico, sentado en el patio de butacas, pero qué película tan mala, y encima ha sido carísima de producir. Anteayer te pasaron la factura, figúrate, un chalé de trescientos metros cuadrados más garaje y jardín en el mismo Madrid. Pero qué malos actores todos, el Papá y la Mamá, mecánicos e inexpresivos, ¿son así de bobos o es que tienen la cabeza en otra parte? Yo desde luego la tenía en otra parte. En una buhardilla del centro, con luz de velas, con arias de ópera. Me vengaba de la frase de Étienne recordando la noche anterior. La buhardilla, Carlos, sus labios, sus manos… (Pero esa otra frase, la frase de Carlos… No, no quiero pensarlo ahora). Ah, si todos estos idiotas pudieran ver las imágenes que me pasan por la cabeza mientras aplaudo bobamente los juegos de manos de esta boba, nada por aquí, nada por allá, ¿dónde está el naipe, la bolita, el pañuelo?, y coreo sus bobas canciones, la boba Peluchita, la chica delgada con vaqueros y cara de mosquita muerta que llegó con una maleta, nos pidió un baño con un buen espejo bien iluminado, y en cuanto salió, con la cara pintada de blanco, peluca verde, camiseta amarilla, enorme pantalón a cuadros con tirantes, zapatones y nariz roja de plástico, mientras empezaba a sonar el timbre con las mamás y papás llegando, nos acorraló en el office, exigiendo el pago por adelantado…
La noche anterior, una hora de libertad clandestina, la penumbra, el sabor del alcohol, una irrealidad leve, irisada, una vaguedad dulce, la mano de Carlos en la cremallera de mi vestido, la urgencia, y ahora aquí batiendo palmas rítmicamente, balanceándonos a derecha e izquierda, al unísono, bajo la feroz dirección de Peluchita. No nos dio tiempo ni a llegar a la cama, follamos en el suelo, a las doce tenía que irme, volver al chalé adosado, volver a ser Mamá-maruja-de-lujo, junto a Papá que duerme como un niño más. Siempre está durmiendo cuando yo llego a la cama, desde hace meses. Quizá lo finge, o quizá ahora, después de haber soltado el veneno que me escupió anteayer, duerme de verdad, relajado.
«¡Plis, plas, Peluchita y nada más!». Anoche película X y hoy, los Teletubbies. Vamos, me tendría que reír. ¿Qué hago yo aquí?, me he quedado hasta ahora por saber si iba en serio o era una parodia: La Familia Feliz en el Chalé Adosado, parece una parodia, pero sin gracia, es que no tengo por qué aguantar más, esta película me aburre, no tiene interés, me voy, así de simple. ¿Cómo, simple?, ¿cómo me voy a ir, si esta es mi vida? Ya se va todo el mundo, Peluchita ha vuelto a entrar al baño con su maleta y ha salido convertida otra vez en la chica delgada con vaqueros y cara de pocos amigos, se ha ido sin despedirse apenas, y las mamás y papás se llevan a sus hijos. Qué envidia cada vez que alguien sale por la puerta, yo también quiero salir, ¿si intento aprovechar, colarme…?, ánimo, en cuanto se fueran todos me tocaría a mí el turno. Qué alivio, no tener que cenar como todos los días, repitiendo: «no sorbas», «no comas con las manos», «no te dejes la lechuga»… Distraída yo, distraídos los niños, distraído Étienne, pero relajado si están los niños, su escudo, su coartada para no ser Étienne y Laura, sino Papá y Mamá.
Recogería rápido, me montaría en el Seat Arosa y ¡fffzzz!, volando al centro, a ver, ¡por fin!, a Silvia y Paula. A contárselo todo, a llorar en su hombro, a decirles la frase, la frase que me había dicho Étienne, y que llevaba clavada, la terrible posibilidad que de pronto se había abierto: ¿una liberación o un desastre?, en todo caso un terremoto, con víctimas inocentes… La frase de Étienne. Y luego, cuando la hubieran asimilado, la de Carlos. La que fingí no oír, la que me dejó helada mientras me peinaba frente al espejo… Hablar con Silvia y Paula, contárselo todo, ver qué cara irían poniendo. Escucharlas. Ah, qué alivio, por un momento, no pensar, dejar que pensasen ellas. Salir de la noria en la que estaba encerrada: Étienne, los niños, la casa, Carlos, el dinero, el futuro, mi vida, Étienne, los niños, Carlos, el futuro, el dinero, la casa, Étienne… Pedirles consejo, descargar en ellas mi fardo por un rato.
—¿Bañas tú a los niños, darling?, que yo salgo esta noche, ya sabes, he quedado para cenar con Paula y Silvia.
—¿No saliste ayer con ellas?
—No, ayer fui al cine con Carlota.
De Carlota lo sé todo, por si Étienne pregunta. De dónde es (Albacete), en qué trabaja (periodista; anticuaria quedaría raro), cómo nos conocimos (hace unos meses, en el bar del tren en que yo volvía a Madrid después de dar una conferencia en Albacete), dónde vive: en una buhardilla, muy bonita, en el centro de Madrid. (¡Ojo! ¿Cómo sé que es muy bonita? ¿No parecerá extraño que me haya invitado a su casa? Tendré que pensar en ese detalle, por si Étienne me lo pregunta).
Y si no me pregunta por Carlota, pero me hace alguna pregunta sobre la película, lo tengo todo preparado: el título, el argumento, y hasta una opinión. Desglosada: la interpretación, bien; el guion un poco confuso; la fotografía… Pero Étienne tiene la cabeza en otra cosa.
—¿Has visto la cámara de vídeo?
—No, ¿por qué?
—No la encuentro.
—¿Has mirado en el jardín?… Subo a decir adiós a los niños.
El beso de buenas noches. Mi pobrecita hija, roja y sanguinolenta como un conejo desollado cuando el ginecólogo la sacó de mí llorando a gritos, y que ahora es rubia y rosada y ríe y toca el piano y no sabe lo que le espera… (Calma, calma. No tengo nada decidido). Mi pobrecito hijo, el niño flaco, amarillento, alimentado con «croquetas de legumbres y agua de escaramujo», que ahora celebra su cumpleaños con pastel de chocolate, regalos y payasa, y que no sabe… (¿Eso estás maquinando?, destrozar su infancia una segunda vez: ¿cómo te atreves? ¿Solo porque de pronto a la señora no le gusta su vida de realquilada en la casita Pin y Pon que paga su marido? Tú la quisiste. Era cómoda, ¿no? Ahora apechuga, tía. «No será…»).
Las habitaciones de los niños. Peluches, patitos de plástico, libros, disfraces. Un piano, un Scalextric. Paredes empapeladas de colores, grandes armarios empotrados. (Vivirías en un pisito. Setenta metros cuadrados para los tres. Ellos dos apiñados en un cuartito con literas). El beso de buenas noches. ¿Lo has pasado bien, guapo, te han gustado los regalos? ¿Lo has pasado bien, bonita, te ha gustado la payasa?… En las fotografías de ciudades bombardeadas se ve a veces un peluche o un patito de plástico, tirado entre los cascotes… (Calma. No has decidido nada todavía). El beso de buenas noches de Judas. (¡Calma, calma! Dejaré que Paula y Silvia me aconsejen, cuando les haya contado la conversación con Étienne, la frase que me ha quitado la venda de los ojos… ¿Y la otra frase, la de Carlos? No, de esa mejor no les digo nada).
—Adiós, darling, me voy, que me esperan Paula y Silvia.
—Merde! Nos la han robado.
—¿El qué?
—La cámara de vídeo.
—¿Cómo? ¿Tú crees?
—Segurísimo. He mirado por todas partes. Con tanta gente como ha venido hoy, algún hijo de puta…
¿La cámara? ¿Dónde estaba la cámara?… ¿Dónde está el naipe, la bolita, el pañuelo?… Me entraron unas incontenibles ganas de reír. Pero ¿de qué te ríes, idiota? Tú estás mal. ¿Te hace gracia que os hayan robado? (Era por la frase de Étienne: «No será…». Si todo era suyo, entonces no me habían robado a mí, solo a él, y no me daba pena). La maleta, claro. Envuelta en el amasijo de camiseta amarilla, peluca verde, pantalones a cuadros… Pero no había nada que hacer, era imposible demostrarlo. Si a Étienne no se le había ocurrido, mejor no decírselo siquiera.
—Bueno, no sé, ¿lo miramos mejor mañana?, que voy a llegar tarde.
Y ahora furtiva, sigilosa, en el coche, me deslizaba entre las filas de chalés idénticos, con sus escaleritas y su jardincito delantero. Esa vida estándar de familia feliz por la que yo había luchado. Por las ventanas iluminadas se veía a las Familias Felices cenando, como en el restaurante del Orient Express mientras cruza la estepa, y yo las miraba desde la estepa, tristemente.
Unas semanas antes, había urdido una mentira complicada (no hizo falta: Étienne apenas preguntó) para irme con Carlos a un hotel muy lejos de Madrid. Para poder por fin cenar tranquilos, sin prisa, sin miedo a encontrarme con algún conocido, y tener después toda la noche. Y empezó muy bien. Pero a medida que avanzaba la cena, yo tenía más y más ganas de llorar. Porque yo lo que quería era estar en mi casa, con mi marido y mis niños. Ser una Familia Feliz. Solo que no lo éramos.
En el restaurante, Silvia y Paula estarían ya sentadas, charlando, con una copa de vino. Silvia gruesa, muy morena, con el lustroso pelo negro recogido en un moño o una trenza, vestida con blusa ancha y pantalones sueltos o falda hasta los pies, de colores oscuros. Paula rubia, delgada, vestida de traje chaqueta, blusa de seda, bisutería, si venía de trabajar, o con un vestido playero y alpargatas si había pasado el día leyendo el periódico tirada en el sofá.
De Silvia me gustaba su escucha. Sus largos silencios. Sus frases breves, meditadas, levemente irónicas. Su madurez. Y de Paula me gustaba lo contrario: la alegría, la frivolidad, la ligereza. El placer que extraía de cada cosa: cómo disfrutaba el vino, la comida, el dinero, la libertad de pasarse el fin de semana tirada en un sofá o de decidir de pronto que se iba al cine, o al teatro, o a remar en el Retiro. (Ese placer, ¿dónde estaba?, ¿cómo y cuándo lo había perdido yo?).
Aceleré por la avenida de América. Siempre me sentía aliviada, respiraba mejor, cuando salía del barrio de chalés y enfilaba, sola en mi coche, la ancha calle, entre sus edificios altos, impersonales, de oficinas.
Cuando llegara al centro aparcaría y me dirigiría al restaurante, sin prisa. Yo. Ya no la Mamá que recita obediente su papel en el teatrillo, sino yo, una más, con mis iguales, caminando por Madrid. Libre y anónima, en el calor y la algarabía del centro, un sábado de verano.
Al acercarme al restaurante, por las ventanas abiertas me llegaría el rumor de copas y cuchillos, las risas, el murmullo alegre de las conversaciones. Al entrar, desde la puerta vería a mis amigas, y ellas a mí.
A Silvia le cambiaría la cara. Porque Silvia notaría enseguida que algo pasaba. Me miraría alarmada, pero no diría nada: esperaría. Paula me echaría un vistazo distraído. Me pondría en antecedentes de lo que fuera que estaba contando, y seguiría contándolo, segura de hacernos reír a Silvia y a mí, como siempre. Y yo le seguiría la corriente. Aceptaría una copa de vino, fingiría interesarme, sin dejar de percibir la mirada preocupada, de reojo, de Silvia. Y cuando Paula hubiera terminado, Silvia me preguntaría en tono casual: «¿Y tú, Laura?, ¿qué tal?». Y entonces… (Morderme los labios. Beber agua. Sonarme… Ser capaz de pronunciar, aunque fuera en un murmullo, aunque fuera una sola palabra: «Mal», sin provocar una situación embarazosa).
—¿Por qué? ¿Ha pasado algo?
Se arrellanarían en sus sillas, a escucharme. Con la atención paciente y cariñosa que hacía… ¿cuánto?, que Étienne no me prestaba. Y yo, por fin, suspirando, empezaría a contar.
Hacía dos días, había quedado con Étienne a comer. Era raro que quedáramos él y yo, sin los niños. Después de la gran crisis, unos meses atrás, cuando decidimos que no iríamos a vivir a Washington, yo le propuse muchas veces que saliéramos a cenar los dos, que nos fuéramos de fin de semana… pero él siempre encontraba excusas. (Hasta que desistí y conocí a Carlos, o al revés). Esta comida era otra cosa: era, por así decirlo, una reunión de trabajo. Étienne quería cambiar de colegio a Eloísa, apuntarla a uno inglés, y yo no estaba de acuerdo. (Desde lo de Washington, nunca estábamos de acuerdo).
—¿Qué argumentos tenéis cada uno? —preguntaría Paula, pragmática.
—Étienne me habla del futuro profesional de Eloísa. Cita una estadística que dice que saber inglés aumenta el sueldo en no sé cuánto. Y yo le contesto que Eloísa es muy feliz en su colegio, que tiene muy buenas amigas y amigos, y que en un colegio nuevo, donde no conoce a nadie, lo pasará muy mal.
—¿Y él qué dice a eso? —preguntaría Silvia.
—Que… —No me atreví a decirles la palabra que empleó, moviendo furiosamente la cabeza, alzando los hombros: «¡Chorradas!»—. Que no es tan importante. —¿Esa era mi pareja? ¿Un hombre que cree que la amistad, la felicidad, son chorradas?—. Ya veis, en doce años que llevamos en Madrid, él no ha hecho un solo amigo…
Yo habría dado mi brazo a torcer —les explicaría a Silvia y Paula—, porque después de lo de Washington estamos tan mal que haría cualquier cosa para no pelearnos. Pero no es por mí, es por Eloísa… Y hemos estado discutiendo y discutiendo, hasta que anteayer, como teníamos que decidir ya porque se acaba el plazo, quedamos a comer en un restaurante cerca de casa.
Era un argentino que acababa de abrir en una callecita tranquila, perpendicular a Arturo Soria. Precioso: moderno, acristalado, con varias mesas en la terraza ajardinada, entre pinos… ¡Y qué buen tiempo hacía! Un mediodía azul y soleado de julio en Madrid… Yo había llegado desde casa, en mi abollado Seat Arosa, tras una parada en el centro comercial, como casi todos los días, para hacer recados: tintorería, copia de llaves, cereales para el desayuno… Étienne venía de su oficina, en su enorme Mercedes, arrollador como un tanque.
Traía puesta su cara impasible. Una expresión muy suya, que al principio, cuando le conocí, me encantaba. Con su figura atlética, sus ojos azules, transparentes, su espalda tan derecha y ese gesto digno, serio, de los momentos graves (Puigcerdà, septiembre de 1985: «Escucha, Laura: yo cuando me comprometo, me comprometo»), Étienne me parecía un hombre recto. Sólido, protector. De confianza. Un hombre de cuya mano yo me habría subido a cualquier tren… Ahora, en cambio, ya no estaba tan segura. Esa cara hierática, imperturbable, que ostentaba casi siempre últimamente —interrumpida solo por bruscos, imprevisibles estallidos de cólera— había empezado a darme miedo.
Era la cara que ponía en nuestras reuniones. Porque, cada vez más, Étienne y yo, más que charlar, nos reuníamos.
Solía ser después de la cena, en los sofás rojos del salón. Los niños dormían, el silencio era total. Y nosotros, agenda en mano, despachábamos: viajes, horarios… papeles que firmar… cuentas, transferencias… Cuando terminábamos, Étienne decía una frase, siempre la misma: «On récapitule!», y lo repasábamos todo… ¡Cuánto odiaba yo esa frase! La frase, y el destello triunfante en los ojos de Étienne que la acompañaba. Como si el mayor placer, el momento estelar de una pareja, fuera cuadrar agendas… Luego, yo, abatida, me iba a la cama, y Étienne se quedaba un rato más en el salón, leyendo o viendo la tele. Un rato. El suficiente para que cuando subiera a acostarse, yo estuviera ya durmiendo.
—Nos sentamos a comer —proseguiría—, y volvimos a enumerar cada uno sus argumentos. Que si sabiendo inglés Eloísa podría trabajar en cualquier país, que si podría hacer una carrera mucho más brillante… Y yo: que sufrirá mucho, que será un gran esfuerzo, que hemos pasado una temporada muy difícil, peleándonos sobre si íbamos o no a vivir a Washington, los niños estaban muy intranquilos… y ahora por fin podíamos descansar.
—En vez de estar siempre fijándoos metas, poniéndoos a prueba —asentiría Silvia.
(«Me importa más ser felices que ver mundo», le había dicho yo. Y él: «¡Ser felices! ¿De qué me hablas? ¿Lo has leído en Marie Claire?»).
—Entonces, saqué la última baza, el único argumento que le puede hacer mella. El del dinero. «¿Cómo lo vamos a pagar?», le dije. Porque el colegio inglés ese es carísimo. Y ¿sabéis… sabéis qué…?
Se quedarían calladas un momento, esperando que me desahogara. Silvia, a mi lado, me pasaría un brazo por los hombros.
Yo respiraría hondo, bebería un trago de vino y soltaría por fin la frase:
—¿Sabéis qué me contestó? Me contestó: «No será con lo que tú ganas».
No sé qué pasó luego. Fundido en negro. El dolor de la humillación borraba lo que fuera que hice en los minutos siguientes. Supongo que me callé. Que terminamos de comer en silencio. Que él pidió la cuenta. Que la pagó con su tarjeta Visa Oro-Rubíes-y-Esmeraldas. Que me echó un vistazo de reojo, vio mi expresión, quiso ser amable y me preguntó cualquier cosa: «¿A qué hora tienes que recoger a los niños?», por ejemplo. Que yo contesté sin mirarle, con voz átona: «A las cinco», y que él no dijo nada más, porque consideraba que bastante amable había sido ya, que bien mirado, no tenía nada de lo que disculparse… Tampoco recuerdo qué hice por la tarde, ni cómo fue la cena.
Pero a media noche, a pesar del somnífero, me desvelé y me puse a llorar. No podía parar. No quería que él me oyera: no soportaba la idea de que al despertarse, malhumorado, me recordase que tenía que madrugar, y si yo intentaba que hablásemos, se enfadara más y se fuera a dormir al sofá. Ya había pasado alguna vez. De modo que me levanté, me puse cualquier cosa encima, bajé furiosamente la escalera, crucé el suelo de mármol de aquella casa lujosa y pretenciosa que odiaba con toda mi alma, bajé otra escalera, me interné con miedo en el garaje oscuro, me metí en el frío Seat Arosa, lo puse en marcha, abrí la puerta del garaje con el mando a distancia, y salí. Salí a dar vueltas con el coche por las calles solitarias a la triste luz de las farolas, mientras lloraba, ahora ya sin freno ni pudor, a gritos, encerrada en mi coche. Chillando y sollozando sin que nadie me oyera ni me viera. La mujer invisible, que no habla, que aúlla como los perros, pero da igual, no se la oye. El cero a la izquierda, la que no vale nada, que no cuenta, porque no gana dinero.
«¿Eso es todo?».
De pronto, mientras enfilaba la calle Almirante —deprisa, cabizbaja, como siempre que caminaba sola por la noche— se me ocurrió que esa podía ser la reacción de Paula y Silvia.
En el fondo, yo no sabía lo que Paula y Silvia pensaban de mí. De mi matrimonio, de mi estilo de vida… Ellas nunca habían estado casadas, no tenían hijos, nunca las había mantenido ningún hombre.
¿Qué pensaban…? Recordé su mirada y la de Paula aquella vez en que estábamos comiendo las tres y me llamó mi suegra. Habíamos quedado porque yo se lo supliqué: mis suegros llevaban días en mi casa, los niños también, eran las vacaciones de Navidad, yo no podía más… Llegué corriendo, jadeando, pero tan contenta de verlas; me senté, pedimos… y sonó el teléfono. Era mi suegra. No lo cogí. Volvió a llamar. Volví a no cogerlo. Pero a la tercera, descolgué. ¡Sasha se ha encerrado en el baño!, gritó mi suegra. ¡No sabemos qué hacer, no hemos conseguido abrir la puerta, está solo, puede hacer cualquier cosa, venga usted! ¡Venga inmediatamente! Tout de suite! Pero, señora, ¿qué quiere que haga un niño de dos años por más encerrado en el baño que esté? No se va a tirar por la ventana… ¿Y por qué me llama a mí y no a su hijo, si se puede saber? ¿Se cree que no me doy cuenta de que a su marido y a usted les parece mal que yo salga y están encantados de haber encontrado un pretexto para hacerme volver?… Llamaré a un cerrajero que vaya, pero déjeme comer en paz, caramba… No dije nada de todo eso, claro, sino que me levanté obedientemente y me fui, tras explicar a Paula y Silvia lo que pasaba. Y ellas me dirigieron una mirada de compasión… algo burlona, sí, pero cariñosa.
«¿Eso es todo?», me dirían. «¿Y tú qué le contestaste?».
¿Contestarle? ¿Cómo le iba a contestar? Si era verdad que yo no ganaba casi nada…
«Ganar más dinero no le da más derecho que tú a tomar decisiones».
«No ganas dinero, pero ¿y todo lo que haces? ¿No es trabajo? La casa, los niños, los recados…».
«Es él el que tiene una deuda contigo».
No ganaba casi nada, pero en la bolsa que había dejado en el maletero no solo estaban el paquete de cereales y la copia de las llaves: también una chaqueta de marca que me había comprado aprovechando que me sobraba un rato en el centro comercial y que estaban de rebajas…
«No me puedo creer que te callaras».
«¿De verdad no le dijiste nada?».
¿Qué le puedes decir a alguien que no te quiere?
«Con la de respuestas que podrías haberle dado…».
¿Con qué derecho?, si mientras comíamos había sonado el móvil y había aparecido «Carlota» en la pantalla…
«¿Y ahora qué piensas hacer?», terminarían, inevitablemente, preguntando. Y yo, solemne, aclarándome la voz, pronunciaría la gran palabra.
¡La gran palabra! La que hacía suspirar pacientemente a las amigas de mi madre.
«¿Por qué? ¿Qué ha pasado?».
Sentadas en el salón del piano blanco y la moqueta azul, entre copas de cristal, tallas barrocas, jardines y marinas al óleo. Con vestidos de Santa Eulalia, joyas de oro, peinados de peluquería. Yo en un rincón, callada y encogida, con la timidez de mis diecisiete años.
«¿Más café?».
«¿Eso es todo?».
«¿Prefieres té?».
¿Solo porque dejó que planearas un viaje para los dos, para celebrar el aniversario de boda, y cuando ya lo tenías todo organizado, el viaje, los hoteles, la propina al portero para que en vuestra ausencia regara las plantas…, lo anuló en el último momento con una excusa cualquiera?
«Earl Grey, ¿verdad?».
«Anda, mujer, ahora estás muy enfadada, pero…».
«Laura, ve a hacer té, ¿quieres?».
«¡Qué mona! ¡Cuánto ha crecido!».
«¿Lo has pensado bien?».
«¿Vivir en un pisito?», exclamaba la que tenía mayordomo, cocinera y doncella.
Pómulos altos, muy marcados. Narices finas, rectas. Labios desdibujados, vueltos hacia afuera y hacia arriba, todos con el mismo gloss color palo de rosa.
«¿De setenta metros cuadrados?», apuntaba con una mueca de conmiseración la que daba fiestas suntuosas en su torre de tres plantas, con jardín, garaje y chimenea.
«¿Azúcar o sacarina?».
«Gracias, guapa. ¡Está hecha una mujercita!».
«Qué buenas están estas pastas. Son de Foix, ¿no? Se nota».
«¿Tienes novio?».
Yo sonreía modestamente, negaba con la cabeza y bajaba los ojos para no ver la mirada ansiosa con que mi madre me repasaba punto por punto. ¿La cara? (te brilla la nariz). ¿El peinado? (demasiado recto en la nuca, te queda muy masculino).
«¿Con los niños durmiendo en literas en la misma habitación?», apuntaba la que por Navidad se iba a Nueva York una semana, de compras, con las hijas, los yernos y los nietos, más el marido, claro, que pagaba.
«¡Con lo que a ti te gusta dar fiestas!».
¿El vestido? (demasiado corto, ¡te hace unos muslos…!). ¿La silueta? (tendrías que adelgazar). ¿Los zapatos?…
¿Solo porque en Santa Eulalia una dependienta nueva y jovencita te preguntó inocentemente, sin ver la mirada asesina que le dirigía el encargado, si te había gustado el bolso que te había regalado tu marido? (pero tu marido no te había regalado ningún bolso).
«… sin llegar a fin de mes…».
«No sé cómo, pero siempre se las arreglan para no pagar las pensiones…».
«No te lo tomes así, mujer…». Alguna le pasaba el brazo por el hombro.
«Imagínate, las Navidades sola…».
«Ahora estás disgustada, pero ya se te pasará».
«El verano muerta de calor en Barcelona…», murmuraba la que tenía casa y yate en Palamós.
¿Cuánto tiempo —pensaba yo, sentada en un rincón— va a tardar en aparecer la palabra? El verbo que resume toda una filosofía.
¿Solo porque una noche en que despertaste y tu marido no estaba en la cama, fuiste sin hacer ruido al cuarto de la criada filipina, abriste la puerta y encontraste lo que sospechabas?
«Yo siempre digo: en mi casa no entra una chacha que no sea fea y de cincuenta años para arriba».
«A una divorciada nadie la invita…».
«Las esposas no se fían…».
¿Solo porque tienes un herpes del que el ginecólogo te dijo que la transmisión solo podía ser sexual, y cuando le pediste explicaciones a tu marido te dijo que, bah, para cerrar un trato con clientes se habían ido de putas, no te lo tomes así, es lo normal en los negocios?
«Al principio no, pero al cabo de un tiempo… ¿qué van a hacer? Si son amigos tuyos pero también de él, y él no va a salir a cenar con ellos dejando a la filipina en casa…».
«Se pondrán de parte del padre, ya lo verás…».
«¿Y vas a dejar que la filipina se instale en tu casa? ¿Te lo imaginas? ¿Recibiendo a vuestros amigos?».
«… si el mayor trabaja en la empresa… si a la pequeña le pasa dinero…».
«Piénsalo bien».
¿Solo porque te diste cuenta de que lo único que quiere de ti es que te ocupes de la casa y de los niños y le dejes en paz?
Cuellos arrugados, pero mejillas tersas. La piel encima del labio estirada y lisa. Ojos como de pez, extrañamente inexpresivos. Tintinear de collares, de pulseras. Perlas, diamantes. Una pequeña línea en relieve, si te fijabas bien, medio centímetro por debajo de la nariz.
Sentada en un rincón, callada, escuchando, con la educada sonrisa puesta, yo me hacía un juramento solemne para mis adentros.
«¿Más café? ¿Más pastas? Laura, pasa las pastas».
Mechas rubias, uñas pintadas, sandalias de tacón.
«¿Vas a dejar que la filipina use tu armario? ¿Que se meta en tu cocina? ¿Que reforme a su gusto los baños?», exclamaba la que se había salvado porque su hijo la descubrió a tiempo y le hicieron un lavado de estómago.
El verbo. El imperativo. Dicho con suavidad, pero imperativo. La conclusión. La dice la del lavado de estómago, pero la podría haber dicho cualquiera:
«Aguanta». Las demás asienten con la cabeza.
Yo sonreía y pasaba la bandeja con pastas, repitiendo para mis adentros: A mí no me va a pasar, a mí no me va a pasar, a mí no me va a pasar… ¿El qué? Todo. Nada de esto me va a pasar a mí, jamás.
¿Solo porque te dijo «no será con lo que tú ganas»?
¿Eso es todo?
«Aguanta», aconsejaba la que llevaba muchas pulseras para disimular las cicatrices en las muñecas.
No me iba a pasar. No me iba a pasar. No me iba a pasar…
Había llegado al restaurante.