… no me iba a pasar.
Madrid, julio de 2003

Silvia y Paula callaban, expectantes.

—No sé qué quiero hacer con el resto de mi vida.

¿Cómo? ¿Yo había dicho eso?

Por la ventana llegaban pasos, risas. Gente libre, despreocupada, disfrutando de la noche de verano.

Ahora esperaba, con el corazón en un puño, a que hablaran mis amigas.

—No te precipites… Una cosa así es como para pensarla con calma.

—¿No es mejor que dejes pasar el verano?

—¿Qué hacéis estas vacaciones?

—Hola, mamá.

—¿Te pasa algo?

Maldita sea. ¿Cómo podía adivinar, a seiscientos kilómetros de distancia, solo por el tono de voz de dos palabras…?

—No, ¿por qué? Si lo dices por la voz, es que estoy resfriada —expliqué, y tosí un poco.

—Bueno, bueno… ¿Qué tal va todo?

—Estupendamente. Planeando las vacaciones… Étienne ha estado mirando los puntos de Iberia que tiene, con lo muchísimo que viaja, y dice que le dan para ir los cuatro a Australia. Qué divertido, ¿verdad?

—Con qué cara lo dices…

—Es que… a mí lo que me gustaría sería… no sé, otra cosa. Alquilar una casa, por ejemplo. Una casa grande en algún lugar bonito y tranquilo… Asturias, Cornualles… —me iba animando— con Étienne y los niños, e invitar a amigas, a amigos, nuestros y de los niños…

¿Animando? Pero si Étienne… Le parecería aburrido, poca cosa… Le parecería que encima que él había conseguido, tomando aviones sin parar, suficientes puntos para…

—Pero os habéis quedado a vivir en Madrid, eso es lo fundamental, ¿no? Entonces, deja que Étienne elija las vacaciones.

—Es verdad… tienes razón, Paula… Pero es que no puedo más de esas vacaciones que le gustan a Étienne: de hotel de lujo en hotel de lujo, y entre medias horas y horas y horas de coche, visitando algo de vez en cuando. Y solo de pensar que tengo que ocuparme yo de planificar, reservar el coche, los hoteles… de hacer las maletas de todos…

—Pues si ante la perspectiva de unas vacaciones en Australia en lo único que piensas es que va a ser un rollo hacer las maletas…

Étienne y yo en el coche.

Penumbra. Luces de la autopista. Niños durmiendo. Silencio.

Cada uno perdido en sus pensamientos. Y de pronto, Étienne:

—Dime, ¿a ti te gusta el lujo?

¿El lujo? Qué pregunta… si me gustaba el lujo. ¿Me gustaba…?

Recordé el primer hotel de lujo en el que estuve con él. Playa de arena blanca, con cocoteros, y discretos y serviciales empleados. Halls enormes, limpísimos. Hilo musical. Mostradores con señoritas maquilladas y uniformadas. ¡Cuánto se parecía a un aeropuerto! (¿Por qué no le dije a Étienne, en aquel momento, que no me gustaba?).

Los empleados, en la playa, se movían de una forma curiosa. Como siguiendo dos invisibles líneas rectas, en uno y otro extremo, perpendiculares a la línea del agua.

(Porque pagaba él. Porque trabajaba mucho. Porque habría sido despreciar lo que me ofrecía, hacerle un feo. Porque, si no era con Étienne, ¿con quién, dónde, cómo, pasar las vacaciones?).

Al final lo entendí: a los lados de la playa había nativos harapientos, que nos miraban de lejos. Los empleados vigilaban que no se nos acercasen.

Me dio tanta vergüenza, que no le comenté nada a Étienne, aunque por fuerza él tenía que haberse dado cuenta igual que yo.

(¿Por qué me había callado tantas cosas, durante tantos años?).

Sin esperar mi respuesta, Étienne ya estaba diciendo:

—Pues si te gusta el lujo, tienes que empezar a ganar dinero tú también para pagarlo.

—Yo creo que ya hace tiempo que Laura no es feliz —dijo Silvia.

¿Cómo? ¿No era feliz?

Era cierto. Silvia tenía razón. No, yo no era feliz.

Pero entonces… Ay, dios mío… No lo quería pensar.

—¡La felicidad, la felicidad! —Paula se encogía de hombros—. Laura hace mucho que está casada, ha olvidado cómo se vive fuera de esa protección.

¿Estar sola, a la intemperie? ¿Vivir sola? ¿O con mis hijos, sin su padre? Una enormidad tal, ¿podía siquiera imaginarla?

Sabía con qué palabra terminaría mi madre su sermón, si la dejaba empezarlo.

(¿Aceptas dar un disgusto tremendo a tus padres?).

Una palabra-sentencia. Un verbo. Un imperativo.

—¿Y Carlos?

Ay, Carlos… ¿Se lo contaba? ¿No se lo contaba?

Étienne llegando a casa: «¿Qué hay para cenar?».

Yo, durante la cena: «No comas con los dedos», «No chupes el cuchillo», «No dejes las verduras»…

Étienne comiendo en silencio, abstraído, sin vernos.

Yo: «No comas con los dedos» (bis), «Cómete también la lechuga», «No chupes el cuchillo» (bis), «No sorbas»…

Étienne con la mirada perdida. Yo también con la mirada vacía, recordando la noche con Carlos.

Interior, noche. Una buhardilla en la calle Martín de los Heros. Una habitación de techo altísimo, con las paredes llenas de cuadros, un ventanal inmenso y un altillo de madera, bajo un techo inclinado, en el que estaba la cama, con dosel y cortinas.

¡Ah, vivir en un sitio como ese! Sola y libre, pero no solitaria. En plena ciudad, con mis iguales. Rodeada de cines, restaurantes, librerías. De gente activa, de un alegre zumbido de colmena… Yo no sabía si estaba enamorada de Carlos, pero desde luego lo estaba de su buhardilla.

Ese chalé adosado en el que vivíamos, yo, claramente, lo odiaba.

¿Y por qué vivía en un sitio que odiaba?

¡No quiero ser una autómata!, le podría haber contestado a mi madre, si le hubiera dado la oportunidad de echarme su sermón. No quiero habitar mi vida sin vivirla, estar de cuerpo presente con el alma no se sabe dónde. No quiero acurrucarme discretamente en el rincón que me dejen, no quiero renunciar a vivir y conformarme con leer, no quiero aceptarlo todo por aquello de que «a caballo regalado…». No quiero ser una realquilada en mi propia vida.

Era una vida de ensueño, sí. Pero un ensueño estándar, un ensueño que no era nuestro. Ya sabía, ya, lo que faltaba en esa vida oficialmente maravillosa que habíamos construido. Faltábamos nosotros.

Si me separaba…

Si me… ¿qué? ¿He dicho yo eso?

Si me separaba me iría a vivir al centro, a una buhardilla.

(¿Aceptas pasar de un chalé de trescientos metros a una buhardilla?).

Si me separaba y además dejaba a Carlos (¿cómo podría no dejarle?, ¿cómo podía seguir ni un minuto con él, después de aquella frase?), si me separaba y dejaba a Carlos, ¿con quién compartiría la cama?

¡Con quien quisiera!

Podría abrir el armario… disfrutar eligiendo la ropa… maquillarme, perfumarme… irme a un bar de copas, sentarme en la barra… mirar a mi alrededor, elegir a quién le sonreiría… Sin mentiras ni trampas, sin salir corriendo a media noche como la Cenicienta.

(¿Y si ninguno te gusta? ¿Si ninguno te inspira confianza?).

Interior, noche. La buhardilla de Carlos en la calle Martín de los Heros.

Me levanté de la cama suspirando. Recogí del suelo las bragas, el sostén, me los puse.

—¿Ya te vas?

—Sí, ¿no ves que es la una…?

Subiéndome la cremallera del vestido, calzándome las sandalias de tacón. Mirándome en el espejo del gran armario me empecé a peinar. Y vi cómo Carlos, detrás de mí, se oscurecía.

Era algo que empezaba a conocer. Del Carlos que me apretaba en sus brazos, cuando llegaba, como si en ello le fuera la vida… El Carlos amoroso, divertido, el que me decía: «He reservado ese restaurante que te gusta, he sacado entradas para esa ópera que te gusta…», el que describía una talla barroca hablando de su «personalidad», de su «carácter», como si fuera una persona viva. El que me dejaba hablar, me hacía hablar, me escuchaba, me contestaba. El que me hacía gozar y también reír, en la cama… Ese Carlos risueño, ahora lo sabía, podía pasar, en un segundo, a tormentoso.

Cincuenta y cinco años. Dos divorcios. Un hijo con el que no se hablaba. Una novia, Mónica, con la que no se había ido a vivir en la época en que los dos eran solteros, y que fue su amante las dos veces en que estuvo casado. Un primo de su esposa los vio cenando juntos en un restaurante de París. Cuando Carlos volvió a su casa tras el supuesto viaje de negocios, se encontró las maletas delante de la puerta.

En su cara de Buda feliz se le torcía la mueca, se le disparaban los ojos. Envejecía: se le marcaba el ceño, las arrugas. El despecho (¿el miedo a perder su última oportunidad?) le teñía la voz.

—Tú nunca te vas a separar de tu marido, ¿verdad?

¿Otra vez?, pensé. Si ya le he dicho que no quiero hablar de eso. Que es demasiado pronto, que si acaso después del verano… Ya no sé qué más decirle para darle largas. Mejor contestar con una broma.

—Claro, cuando se nos pase esta furia de follar, cuando empecemos a aburrirnos, yo volveré al redil, con mi maridito, y tú volverás con Mónica, a que sí.

—¿Con Mónica? ¡Jamás! —exclamó Carlos.

Y entonces añadió la frase que me dejó helada. Dos palabras. Dos palabras que no comenté en ese momento, que fingí no oír o encontrar perfectamente naturales, pero que llevaba clavadas, hincadas en la carne, desde hacía veinticuatro horas.

No se lo iba a contar. Me dolía demasiado.

—No estoy enamorada de Carlos.

Ah, ¿no? Hablando con mis amigas descubría lo que ya sabía, pero hasta entonces no sabía que lo sabía.

¿Sola, en una buhardilla? ¿Eso era lo que quería? ¿Para poder ligar con cualquier desconocido que me apeteciera?

(¿Despertar a la mañana siguiente diciéndose: quién es este tipo, qué hace en mi cama, qué sentido tiene todo esto?).

¿Sola, libre para quitarme el sostén ante desconocidos? A los que yo sería en realidad indiferente, tanto como en el fondo ellos a mí.

—Es un hombre interesante, es original, es divertido, lo pasamos muy bien juntos… pero empiezo a sospechar que si me he metido en esta historia no ha sido tanto por Carlos sino más bien para…

—¿Para romper con Étienne?

—No, eso ha sido la conclusión. —¿De veras? ¿Cuándo había decidido yo eso? ¡No, no, yo no había decidido!—. Quiero decir… podría serlo. Pero al principio, el motivo… lo que yo quería, ahora me doy cuenta —de nuevo la verdad fluía sola de mi boca—, era ponerle a prueba. Soltarle unas mentiras tan gordas que cualquier persona que me conociera un poco, que se interesara un mínimo por mí, las descubriría. Pero él no se ha enterado de nada.

—¿De verdad Étienne no sospecha?

—Qué más querría yo que sospechara. Así, al menos, reaccionaría, tendríamos una explicación.

Pero no podía seguir jugando a ese juego. No me llevaba a ninguna parte. Tenía que dejar a Carlos. Sobre todo después de la frase sobre Mónica.

Dejar a Carlos. Sí.

¿Y Étienne?

¿Dejar a Carlos y seguir con Étienne?

¿Y por qué no al revés, dejar a Étienne y seguir con Carlos?

O, bien mirado… ¿dejar a los dos?

¿O no dejar a ninguno?

—Pero a ver, Laura, piénsalo fríamente: ¿por qué te separarías de Étienne?

—Porque… porque no quiero seguir. No me hace ilusión.

No quiero seguir: no me hace ilusión. Me lo repetí, fascinada por la sencillez de la frase.

—¿Y los niños?

No le conté nada a mi madre porque sabía qué palabras aparecerían sin falta en su respuesta: niños, pensión, pisito, mujer sola, novias de veinticinco años, niños (bis), pisito (bis), mujer sola (bis), impago… Es dondón

¡Niños, a cenar!

Y una vez los niños sentados…

Pero ¿no era eso lo que yo quería? Cenar todas las noches con mi marido y mis hijos. Una vida tranquila, dulce, sin sobresaltos. Sin secretos, sin traiciones, sin mentiras. Sin el corazón encogido al volver a casa con una mentira a cuestas. Una simple familia feliz.

Los niños sentados, su padre cabizbajo… y yo tomando la palabra como quien alza un hacha.

Eso era lo que quería evitar mi madre. Que destrozara a hachazos mi familia, la felicidad de todos. ¿Y acaso no era comprensible, acaso no tenía razón mi madre en horrorizarse, en querer evitarlo como fuera?

(¿Aceptas darles a tus padres un tremendo disgusto?).

Pero… ¿felicidad? ¿Qué felicidad? ¿Qué es la felicidad? ¿Lo que los demás creen que es felicidad?

Mis hijos. Su olor a inocente colonia, su piel suavísima, sus besitos llenos de baba. Sus pijamas con estampado de jirafas, sus mapaches de peluche a rayas azules que tocan música cuando les tiras de la cola. Su miedo al lobo.

Cocinar con ellos. Tirarme al suelo con ellos, jugar al tren, revolcarnos, muertos de risa. Llevarles a la piscina…

Vacaciones con mis hijos. ¿Qué más me da que sean en un hotel de lujo o en un camping? Invitaría a sus amiguitos. Y a Silvia y Paula, a Patrick…

El niño, la niña, yo, felices. No más esa sensación de ser unos juguetes tirados en un rincón para cuando Étienne tenga ganas de jugar un rato.

(Pero ¿y si Eloísa se ponía enferma? ¿Si Sasha tenía un accidente? Cuántas veces les habíamos llevado a urgencias: un golpe contra el canto de la mesa, un ataque de asma, una caída en bicicleta… ¿Cómo lo haría yo sola, en una buhardilla sin ascensor, sin coche?).

—¿En qué régimen estáis casados?

—Ese seguro médico privado que tenéis, si te separas lo pierdes, ¿no?

—¿Cuántos años has cotizado a la Seguridad Social?

Un momento, un momento, quería decirles yo, pero no me salía. Un momento, ¿quién ha hablado de separarse aquí? ¿Cuándo he dicho yo…? (¿Lo he dicho?). ¿A qué viene tanto desparpajo? ¿O es que hace meses, años, que lo estabais esperando?

(¿Aceptas quedarte sin ingresos? ¿Aceptas perder el seguro médico privado? ¿Aceptas tener, el día de mañana, una jubilación miserable?).

—¿A nombre de quién está la casa?

No podía decirles que ni siquiera lo sabía. Aquello que él me propuso de poner el ochenta por ciento a su nombre y al mío solo el veinte… que mi madre me había aconsejado que no hiciera… ¿lo hicimos al final? No me acordaba, no sabía qué había firmado. No podía decírselo a Silvia y Paula, me daba vergüenza reconocerlo.

Entonces Silvia dijo, con decisión:

—Tendrías que ir buscando trabajo.

¿Qué? ¿Buscar trabajo? Me la quedé mirando estupefacta.

Claro. Buscar trabajo.

Pero ¿cómo? ¡Si yo ya tenía trabajo! ¡Si no había parado de trabajar en los últimos años! Había hecho la compra, cocinado, fregado, ordenado, había cambiado sábanas, puesto la lavadora, tendido y recogido la ropa, había organizado mudanzas, me había ocupado de las reparaciones, del jardín, de la alarma, de los billetes de avión y el cochecito, de los topes de las puertas, de las maletas. Había tenido y criado a una hija, adoptado y criado a un hijo, me había ocupado de ellos, los había llevado al pediatra, a baloncesto, a natación, a patinaje, al dentista, a clase de inglés, a comprar libros de texto, les había ayudado con los deberes, había pasado dos meses de verano con ellos en la playa…

—¿Trabajo? ¿Cuál? Hace quince años que dejé mi último empleo, el de la editorial. ¿Qué voy a poder encontrar ahora?

Traducciones. Correcciones de estilo. Clases de francés. Miserables trabajos de hormiguita.

—Es muy fácil salir del mercado de trabajo y muy difícil volver a entrar —observaba Paula, imparcial.

—Sea lo que sea, será una mierda, ganaré una mierda… —¿Cómo no lo había pensado antes?—. Tendré que volver a empezar desde abajo… y sobre todo… —Era una enormidad tal que no me lo podía creer—. Tendré que dejar de escribir, no me quedará tiempo…

—Nos están mirando —susurró Silvia.

Me daba igual que nos mirase todo el mundo. Me tapé la cara para llorar a gusto.

¡Libertad! ¿Libertad?

¿Has dicho libertad? Pero qué libertad vas a tener, dime tú, sin un duro. Él te pasaría una pensión solamente para mantener a los niños, o ni siquiera, si los tenéis el mismo tiempo cada uno… ¿Entonces?

(Tus padres, tan ufanos de hablarles a sus amigos de tu marido estupendo, de tus vacaciones de lujo, de tu familia feliz… ¿qué les dirán ahora?).

Entonces… ¿buscar trabajo como traductora?

Horas enteras, días enteros, semanas enteras, fines de semana enteros, haciendo traducciones. Traducciones, correcciones de estilo, artículos a peso, críticas literarias para oscuras revistas que cuando por fin te van a pagar la miseria que te deben, quiebran… ¿Eso es libertad? (Pero ¿por qué estoy condenada a eso? ¿Qué pecado tengo que expiar, qué error estoy pagando?).

Compara esa vida con la de ahora, te dirá cualquiera, pensará todo el mundo. Con una asistenta que limpia y plancha y recoge a los niños en el colegio si hace falta. Pudiendo dedicar la mitad del día a escribir. Con un chalé de trescientos metros, con vacaciones en Australia.

Es que no me apetece.

Que no le apetece, dice. A la señora no le apetece ir a Australia. La señora se va a separar porque no le gustan los suelos de mármol, la carpintería de aluminio, los hoteles de lujo, porque no le apetece pasar las vacaciones en Australia.

Un verbo, un imperativo, lo que me diría mi madre: aguanta. Es dondón, dorondondín

(¿Acaso soy yo la guardiana de mis padres?).

—Ahora no puedes reflexionar —proseguía Paula, racional, persuasiva—, estás demasiado nerviosa, estás muy enfadada con Étienne, no digo que no tengas tus razones, pero no puedes tirar por la borda…

Hacer caso a Paula. Que todo aquello quedara entre nosotras: mi infidelidad, mi resentimiento contra Étienne, la confesión de que la dorada felicidad de una familia dorada en un chalé palaciego de la calle Olimpo era mentira…

Dejar a Carlos. Volver con Étienne.

Recordar lo bueno de Étienne, por qué le quiero (¿le quise, le quería?).

Aquel fin de semana en Puigcerdà… Habíamos alquilado un coche, él conducía, y me contaba cosas. Me contaba que de pequeño se encolerizaba tanto cuando le decían que no que se ponía casi azul y su madre se asustaba, tanto que dejó de llevarle la contraria… Me contaba de una vez que él y Mathieu («mi mejor amigo, ya le conocerás») se emborracharon, llamaron cerdo a un gendarme, el gendarme les detuvo, pasaron la noche en comisaría… Me lo contaba riéndose, y cómo me gustaba su risa. Alegre, inocente, con los ojos azules brillándole en la cara pecosa, y esa costumbre que tenía, al reírse, de bajar la cabeza y ponerse la mano como visera sobre los ojos.

Aquella vez, estando con mi familia en la casa del Golfet… Me hizo señas, misteriosamente, para que le siguiera, y yo, sin tener ni idea de qué quería, le seguí… hasta una puerta cerrada, que abrió, pasamos los dos del otro lado, la cerró… y allí empezó a besarme.

Volver con Étienne, aunque Étienne ni siquiera se haya enterado de que me había ido.

Solo mis dos mejores amigas lo saben y nunca lo contarán. Ellas me ayudarían a dejarlo atrás. A esconderlo, a borrarlo. Aquí no ha pasado nada.

Ay, si fuera posible… Volver a Étienne, borrarlo todo, como en una pizarra, y empezar de nuevo.

Sí. Pero ¿por qué? ¿Cómo justificarlo ante mí misma?

Solo con que Paula y Silvia me dieran buenas razones…

—Laura, escúchame. Tienes que tranquilizarte. Está muy bien decir que no quieres seguir, parece muy simple, muy coherente, estupendo, vale, muy bien: no quieres seguir, y después ¿qué? ¿Dónde vas a vivir, cómo, con quién? ¿De qué?

—Yo solo te digo que no hay prisa. Que lo pienses bien, porque si tomas esa decisión es muy difícil que puedas dar marcha atrás.

(¿Aceptas que tus hijos sufran?).

—Una mujer de cuarenta y tantos años, divorciada, con hijos pequeños, es difícil que encuentre pareja, no nos engañemos.

(¿Aceptas vivir el resto de tu vida sin un hombre a tu lado? Sin el calor de un cuerpo junto al tuyo en las sábanas. Sin el beso despeinado, sonriente, medio dormido para empezar el día… Sin nadie a quien contarle el día cada noche, a quien darle noticias, con quien compartir los miedos y las preocupaciones…).

—Mientras que un hombre como Étienne, tan guapo, extranjero, viajado, deportista…, que gana muchísimo dinero, y divorciado… no dura solo ni dos minutos, te lo aseguro.

(¿Aceptas ver a tu exmarido cuarentón con una novia de veinticinco años?).

Si decidía no dejar a Étienne, ¿sería realmente por amor? ¿O sería, en realidad, dondón, dorondondindón…?

(Étienne y una chica joven y guapa, desconocida para mí, sentados a la mesa, solemnemente. Con monsieur y madame Kaminski. Ellos curiosos y benévolos, ella atenta y un poco cohibida…

Étienne haciéndole señas misteriosamente, conduciéndola hacia una puerta cerrada… No podía pensarlo, se me partía el corazón).

—Lo que tienes es un chollo. ¿No te das cuenta? Tienes la vida resuelta, sin problemas económicos, con tiempo para escribir… Y un marido del que, vale, quizá ya no estás enamorada, ¿quién lo está, después de tantos años? Pero que tampoco está mal, ¿no? No vamos a creer en un amor como el de las películas, a estas alturas… Y que además —añadió Paula sonriendo— te deja en paz. Viaja mucho… tú puedes tener tu vida y él ni se entera… Vete a saber lo que hace él cuando viaja.

¿Dejar a Carlos? Bien mirado…

Con Carlos tenía una pareja. Con Étienne, una familia. Se complementaban bien, ¿no?

Vacaciones, coche alquilado. Étienne y yo delante, los niños detrás. Aferrando firmemente el volante, Étienne conducía, en silencio, como de costumbre. (¿Por qué siempre conducía él, cuando estábamos juntos?).

—¡Me estoy mareando! —gimió Eloísa—. ¿Puedo pasar delante?

Yo no quería. Pero ella insistió, y a su padre no le pareció mal. Estábamos en una carreterita comarcal, no íbamos muy deprisa, no parecía peligroso… A regañadientes, acepté.

Paramos. Yo salí por una puerta, Eloísa por la otra, e intercambiamos nuestros asientos.

Solemnemente, un poco cohibida, Eloísa se sentó en el del copiloto. Y Étienne empezó a hablar con ella, a contarle cosas.

«Una vez, con Mathieu (mi mejor amigo, que ya no está), nos emborrachamos…».

Étienne se reía bajando la cabeza, poniéndose la mano sobre los ojos. Eloísa le miraba con adoración.

—No sé, Paula —dijo Silvia—. Materialmente es verdad que Laura vive muy bien, pero… Yo solo le digo que lo piense, que sea realista.

¿Dejar a Carlos? Si iba a aguantar a un marido que me trataba como a una niña, ¿por qué no iba a aguantar a un amante capaz de decir aquella frase? Total…

Tampoco era tan grave aquella frase, ¿no? Seguro que Paula, si se la decía, se encogería de hombros y me diría que, bah, todos los hombres lo han hecho alguna vez, y además, ¿qué tiene que ver eso contigo?

¿Y si me volvía a clavar el cuchillo de la frase? La que vino después de «¿Volver con Mónica? ¡Jamás!».

Pasadas veinticuatro horas, ¿me dolería menos?

Lo probé: «¿Volver con Mónica? ¡Jamás! ¡Prefiero pagar!».

Prefiero pagar que volver con Mónica. Prefiero pagar que discutir. No será con lo que tú ganas. Prefiero pagar que negociar, prefiero pagar que darte conversación, prefiero pagar que tener que seducirte, prefiero pagar a que me salga la criada respondona.

Días que pasan, fluyen sin dejar rastro, se van por el desagüe… La vraie vie siempre ailleurs, par délicatesse j’ai perdu ma vie.

Vivir discretamente, en un rincón. Evadirse con un libro. O un amante. No atreviéndose.

Un chollo, decía Paula. Una vida fácil, sin problemas, con tiempo para escribir. Pero yo veía miradas, oía comentarios que no me gustaban. «Por las mañanas escribes y por las tardes te irás a tomar el té al Embassy o de compras con las amigas, ¿no?», me había dicho un amigo escritor. «Voy a tomar vacaciones en tal fecha», le dije una vez a mi hermano, y él me contestó: «Vacaciones ¿de qué?». Y el ginecólogo, mientras me hurgaba entre las piernas: «¿Y tú a qué te dedicas, chata?».

Fácil, sí, esa vida de maruja de lujo, pero yo la odiaba. Odiaba el chalé adosado, odiaba las vacaciones en Australia (¿por qué Australia, qué se me ha perdido a mí en Australia? ¿Solo porque pagando con puntos el avión nos sale gratis?), odiaba estar casada con una cuenta corriente.

Par délicatesse…? Di más bien cobardía.

¿Dinero? ¿A qué precio?

¿Dinero para qué? Yo quería sentir, saborear. Y ese dinero no lo disfrutaba, no me hacía sentir nada. Dinero frígido.

¿Te acuerdas de esa frase que me dijiste: «No será con lo que tú ganas»? Pues aquí tienes la respuesta: adiós.

¡Ja, ja! Te vas. Fácil me lo pones. A rey muerto, rey puesto, ¿o es que te crees que me voy a quedar solo mucho tiempo? (¿Aceptas que tus hijos tengan una madrastra que les odie?).

Pero ¿cómo te vas a ir? ¿Adónde?, pobre infeliz, ¿viviendo de qué?

Me voy porque me da la gana. Porque no me da la gana aguantar. Porque dije que a mí no me iba a pasar y no me pasará.

Anda, hombre, paga. No te prives. Por mí como si la novia de veinticinco años te la compras con puntos de Iberia.

(¿Aceptas que tus hijos tengan una madrastra con la que se lleven mejor que contigo?).

Pobre ilusa. Te crees que puedes independizarte. Has olvidado quién manda, te olvidas de lo más importante. Canta conmigo: Poderooo-so caballero, es dondón, dorondondindón, es don Dinero.

Y pobres, pobres niños…

Pero ¿no es mejor el derrumbe, el terremoto, para poder luego volver a empezar, construir otra cosa? Frente a la frigidez y la mentira, ¿no es mejor la destrucción, el fuego?

¿Seguro? ¿Lo has pensado bien?

No lo sé, no lo sé, ¡no me torturéis más!

—Ánimo —sonrió Silvia.

—Decidas lo que decidas, cuenta con nosotras —dijo Paula.

Y las dos me abrazaron.

¡Qué temperatura tan agradable hacía ahora! Por las ventanas de los restaurantes salían voces, risas. Luces tamizadas, tintineos de copas y cubiertos, olor a frito. Y a asfalto recalentado, y el leve olor a río de Madrid… Paseantes solos, como yo, o en parejas o en grupos, caminaban con los ojos brillantes, con la complicidad de los desconocidos que comparten ciudad.

El burbujeo del alcohol en mi cuerpo, el fresco aterciopelado de la noche de verano acariciando mis brazos y piernas desnudos… El vestido ciñéndome, abrazándome. El taconeo insolente de mis sandalias…

Entré en mi coche. Cerré la puerta, encendí el contacto, me puse el cinturón. Con los dientes apretados, aferré firmemente el volante y pisé el acelerador.