Los hombres viven, las mujeres leen.
Madrid, 1994-1998

Dios mío, ¿qué había hecho? Treinta y seis años construyendo un puzle, dos mil piezas pacientemente encajadas, una a una, hasta el menor detalle: vivir en un dúplex, dormir ocho horas, escribir por las mañanas, trabajar para la editorial por las tardes, a las siete dar un taller o asistir a la presentación de un libro, quedar a comer con mis amigas, ingresar 225 000 pesetas cada mes, hacer vacaciones en bicicleta… todo, todo había saltado por los aires, y ahora estaban las piezas tiradas por todas partes. ¿Dúplex?, imposible, peligrosísimo para un bebé cuando empiece a gatear. ¿Escribir?, imposible, necesitaría tres horas seguidas sin interrupciones. ¿Ingresos?, suprimidos desde que dejé la editorial. ¿Trabajar?, si acaso en los ratos libres, una hora por aquí, dos por allá. ¿Salir?, imposible: tres horas de canguro, con lo justos que vamos de dinero. ¿Vacaciones?, mejor en casa de los padres, de los suegros…

Dios mío, ¿cómo reconstruir el puzle?, con las nuevas piezas que había que meter en el mismo espacio y no cabían, no encajaban ni a tiros, como si las anteriores tuvieran dos dimensiones y las nuevas tres. ¿Qué se había hecho de nuestra vida fácil y ligera, de jardín con piscina, horas vacías, sábados en el centro comercial? Sentados a la mesa de la cocina, entre biberones y papillas y olor a pañales sucios, hacíamos cuentas y más cuentas. No puede ser, decía Étienne, no llegamos, tienes que ganar dinero como sea.

En agosto, al volver de las vacaciones en Asturias, Patrick se volvió a Francia. Étienne ya hacía una semana que se había reincorporado a su trabajo. Yo me quedaba sola con la niña en casa todo el día.

Sola, perdida, abandonada por el mundo, que me decía: ¿no querías ser madre?, ya lo eres, ahora te las apañas, el mundo sigue sin ti. Sola con una niña de meses, que lo esperaba todo de mí: alimento, abrazos, alegría; sola, en el calor inmisericorde y la luz excesiva, brutal, del verano madrileño, sola con el teléfono mudo y el día vacío, árido como un desierto, interminable, extendiéndose ante mí… Me ofrecería para hacer traducciones, era lo que se me ocurría, pero ¿de dónde sacarlas? Tenía que llamar a editoriales, no podía más de calor, repasaba mi agenda, en realidad no conocía a tanta gente, contemplaba el teléfono, era un modelo en color marfil llamado Góndola, me parecía que se hacía muy grande, gigante, con una proa alta y fina y un remo, y chapoteo de agua, me tiraría al agua para refrescarme, ah, qué placer, la zambullida… ¡Ay! ¿Y la góndola, dónde se ha metido?, se ha ido, se ha esfumado, estoy perdida, con un bebé a la espalda, en un agua infinita sin costa ni horizontes… Calma, Laura, no es más que un teléfono, está ahí, sólido, fijo, mide veinte centímetros, da línea, ¿por qué lloras?, no puedo más.

No era más que un teléfono. Yo sabía que aquello era un teléfono; sabía en qué consiste un teléfono; mi razón estaba intacta. Pero al mismo tiempo el teléfono se hacía gigante, navegaba, subía el agua… El teléfono gigante, los muebles peludos, la mesa viscosa… Los sofás pantanosos y llenos de mosquitos, las personas lejanísimas, como vistas por prismáticos puestos del revés, o al contrario, venían hacia mí, gritándome al oído, me invadían por dentro, se fundían conmigo como chocolate puesto al sol, y yo me agotaba intentando rescatar un pulmón, otro pulmón, es mío, seguro, lo conozco, tirar de mis arterias, agarrar mi estómago y sacarlo…

Fui a ver a una psiquiatra de la Seguridad Social. Me costó mucho explicarle qué me pasaba. «Es como si la realidad no fuera fija», fue todo lo que acerté a decir.

¡Cuánto envidiaba a mi marido! «Pas d’états d’âme» era su lema: vivir sin estados de ánimo, sin altibajos, sin emociones. Una serenidad, una estabilidad, perfectas. Eso era lo que admiraba yo en él: que era un robot. Con sentimientos elementales, incuestionables, simples: amo a mi esposa, amo a mi hija, ¡bip!, luz verde, estos son mis enemigos, ¡bip!, luz roja, rayos láser que matan, ¡bip! («Me gustaría ser como Étienne, en el sentido de… o sea, como… quiero decir…», le confesé un día, dubitativa, incómoda, con miedo a revelarlo pero necesitando oír su respuesta, a mi amiga psicoanalista. «Me gustaría ser como Étienne: un robot». «¿Crees que un robot puede escribir novelas?», fue su respuesta. Y no, claro está, un robot no puede escribir novelas, pero ¿qué le importan las novelas a quien está braceando para no morir ahogada?).

Y cuánto le envidiaba, también, por salir a trabajar. «Renunciaré a todo, menos al trabajo. No puedo cuidar de la niña, no puedo cuidar de ti, tengo mucho trabajo…». Yo, en cambio… Qué horrible mes de agosto, al volver de vacaciones, sin trabajo, sin ingresos, sin colegas, asfixiada de calor, sin una oficina a la que ir, y con una bebé… Qué horrible mes de septiembre, interminable… y el de octubre… como un astronauta flotando en el espacio, sin otro cable que el que me unía, rodeándome el cuello, a mi hija y a mi marido… sin profesión clara… y noviembre… diciembre… sin otro lugar en el mundo que la casa, como una madriguera de la que me aterrorizaba salir. Pero qué maravilloso era ese nuevo ser, inesperado, que florecía entre las ruinas de mi vida. Era maravillosa mi hija, maravillosa, maravillosa, maravillosa, no tenía otras palabras, ¿en qué estaban pensando los poetas?, ¿cómo podía ser que hubieran escrito millones de versos para alabar la belleza de las mujeres y ni uno solo sobre los bebés? Maravillosa, sí, pero yo aún no las tenía todas conmigo. ¿Y si era una bomba de relojería, preparada para estallar a los quince años, y a los dieciséis, los diecisiete, los dieciocho, siempre contra mí, como yo había estallado contra mi madre?

Mi madre no tenía nada que hacer en un campo de aviación, pero los domingos por la mañana ponía en una cesta los bocadillos que había preparado la víspera y las botellas de agua, iba a buscar una manta, la doblaba, lo metía todo en el maletero, se sentaba junto a mi padre en el coche y se pasaba el domingo con mi hermano y conmigo echada en una manta sobre la hierba del campo de aviación, mientras mi padre se divertía volando.

A mi madre no le gustaban las lanchas, es más, las detestaba, porque le daba miedo la velocidad, pero cada mañana en el verano ponía en una cesta las toallas, los sombreros, las cremas para el sol, y subía con nosotros a la lancha, para que mi padre se divirtiese navegando.

Cuando mi padre quería hablar con alguien, decía: «Mati, posa’m amb…», ponme con…, y mi madre iba en busca del listín, localizaba el número, lo marcaba y le pasaba el teléfono a mi padre.

Si a mi padre se le averiaba el coche, le daba las llaves a mi madre, y al cabo de unos días mi madre le devolvía el coche reparado y las llaves.

Todas las casas que tuvimos las decoró mi padre de arriba abajo. Eligió desde qué tabiques había que tirar y cómo distribuir las habitaciones, hasta las mesas, las sillas, las lámparas, las camas, las alfombras… y hasta los cojines.

—¿Dónde está mi cojín? —preguntaba mi madre.

Mi padre, con la nariz metida en el periódico, fingía no oírla.

—Que dónde está el cojín ese que compré. Lo había puesto aquí en el sofá —insistía mi madre.

—¡Ah, ese! —decía mi padre distraídamente—. Es que no pegaba de color.

Y seguía leyendo el periódico.

—¡Ni un cojín! —gritaba mi madre—. ¡Ni un triste cojín puedo poner en mi casa!

Mi padre se encogía de hombros.

—Eso, dame lecciones de decoración. Que si no fuera por mí, todavía estarías en la calle Cartagena con la bombilla pelada colgando del techo —murmuraba, riéndose, como hablando para sí. No es que él impusiera sus gustos, sus intereses, sus aficiones: es que sus gustos (suyos, de su familia, de su clase, de su barrio) eran mejores que los de ella, objetivamente; no era nada personal—. Anda, déjalo ya.

Y el cojín nunca reaparecía.

«Un hombre llega a casa y se encuentra todo manga por hombro: las habitaciones desordenadas, la ropa sucia, la cena sin hacer, al bebé llorando… y a su mujer sentada en el salón leyendo tranquilamente una revista. “Pero ¿qué haces?”, grita el marido, “¿no ves cómo está todo?”. “¿Que qué hago?», contesta ella. «Lo mismo que tú dices que hago todo el tiempo: nada”».

Era uno de los chistes favoritos de mi madre. Pero no se atrevía a contárselo a nadie más que a mí, por lo bajini.

Que disfrutara de ser madre, era lo que todo el mundo había estado esperando: yo lo veía en las sonrisas enternecidas a mi alrededor. Enternecidas y con un punto victorioso: ¿lo ves?, ya te lo decíamos, que la maternidad te haría feliz.

Recordaba a mi madre confesándome, como un secreto, lo divertido que había sido cuidar de mí los primeros meses, y que cuando se cruzaba por la calle con otra madre llevando a su bebé, intercambiaban una sonrisa de conspiradoras. Por qué era un secreto, eso yo lo entendía demasiado bien. Porque entonces nos dirían: Ah, ¿sí? ¿Os gusta? Pues para vosotras, ahí lo tenéis, os quedaréis con eso para siempre, eso y nada más. Encerradas con un solo juguete; reparto equitativo: vosotras el bebé, nosotros el universo. Como si dijeras que te gustan las rosas y te condenaran a alimentarte de rosas el resto de tu vida. Dios mío, ¿me estaría cortando yo misma las alas?

Enero… febrero… Mi hija crecía sana y alegre, yo había conseguido traducciones, había retomado la novela que estaba escribiendo… A ratos… a ratos, poco a poco… con precauciones… cautelosamente… a ratos era casi feliz. Pero ¡qué miedo!

Miedo, nudo en el estómago, garganta apretada, escozor en los ojos, un dolor intensísimo, insoportable, que sin embargo no se localiza en ningún sitio. Si por lo menos fuera físico… podría ir a urgencias, mi dolor tendría un nombre, figuraría en los libros, tendría cura. Pero esos momentos de angustia horrorosa alternaban con los de una modesta, pequeña, vacilante pero perceptible felicidad. Sin mezclarse, como las aguas del Amazonas y el río Negro, que fluyen juntas conservando cada una su color. Me sentía feliz y reconciliada con mi madre: la adoración a la niña nos unía, nuestras diferencias se convertían en un pasado olvidado, sin importancia. Me sentía feliz con las amigas y amigos que venían a conocerla, de Barcelona, de Ruan, de París, de Tenerife, de Buenos Aires, de Luxemburgo, como los Reyes de Oriente.

Entretanto, la niña estaba cada vez más viva, más despierta… y me interrumpía más. Quería dibujar, quería un caramelo, quería crema de chocolate, quería jugar conmigo, se incorporaba agarrándose a un mueble, lloraba porque se había caído, balbuceaba catalán, francés, español, señalaba el dibujo de un pez y decía «pez», hablando sola, «peix» a mí, «poisson» a su padre, ya andaba, se encaramaba a mi regazo, no me dejaba escribir, era monísima, desarmante, irresistible, me moría de risa con ella, pero era agotadora, yo estaba harta, no podía más, no me dejaba leer, no me dejaba trabajar, no me dejaba escribir, no me dejaba descansar, no me dejaba en paz, estaba harta harta harta, quería volver atrás, recuperar mi libertad, mi vida. Pero no podía. Mi nueva labor como madre aplastaba y comprimía todo lo demás. Y, por si fuera poco, ahora me daba cuenta de que en el mismo paquete me habían colado otra cosa que yo no quería comprar, pero iban juntas, eran inseparables: el papel de ama de casa.

¿Ama de casa yo? ¿Yo, que había hecho cinco años de carrera, que había estudiado en la École de Hautes Études de París y sido profesora en dos universidades inglesas, que había dirigido una colección literaria, que estaba escribiendo una novela? ¿Todo eso para terminar haciendo la compra, preparando purés para la niña, llevándola al parque y al pediatra?

Bueno, bueno, no me podía quejar. Nos iban bien las cosas, ¿no? Étienne tenía un trabajo estupendo, yo más o menos, por fin éramos padres, teníamos una hija maravillosa… Cierto que yo me ocupaba de la niña y también de la compra, de cocinar, de la plancha… pero serían solo unos años, ¿no? Luego iría a la guardería, al colegio, y a medida que Étienne ganase más, podríamos contratar más horas a la asistenta, para que planchara y cocinara.

Étienne trabajaba cada vez más y ganaba cada vez más. Yo trabajaba, entre las traducciones, los artículos, la novela, la niña, la casa… mucho más que antes, pero ganaba mucho menos.

«¡Qué trabajadora eres!», exclamaba mi madre con admiración, pero también con sorpresa, como si algo no acabara de cuadrar.

«¿Tú, fregando platos?» se escandalizaba mi padre. «Una persona de tu nivel… con lo que gana Étienne, ¿cómo es que no tenéis una chica?».

«Anda, mujer, no trabajes tanto», sonreía mi madre. «Te veo muy cansada».

«Pero ¿para qué trabajas tanto?», se asombraba mi padre, «si tu marido…».

«Cuando la niña vaya al colegio, podrás escribir por las mañanas, y por la tarde quedar a tomar café con las amigas», apuntaba un amigo escritor.

«Pero ¿por qué no tenéis una chica interna?», insistía mi padre. Casi molesto, como si lo hiciéramos para llevar la contraria, para fastidiar, lo que él llamaba «tocar el campano».

«¡Ya me gustaría a mí trabajar en casa, sin jefes, sin viajes, sin reuniones, como tú!», exclamaba mi marido.

«¡Ya me gustaría a mí que alguien me mantuviera y poder dedicar las mañanas enteras a escribir, como tú!», exclamaba mi amigo escritor.

Sí. Quizá, en unos años… si Étienne seguía ganando cada vez más… una interna, ¿por qué no? Ay, no, no me gustaba nada la idea. Ay, sí, cuánto tiempo ganaría para mí.

Tener criada. Escribir novelas sin que me importara si ganaba dinero o no con ellas. Pasarme las tardes de compras, de recados, tomando café con las amigas.

Tomando café con las amigas. Saltaba con la imaginación quince años, veinte, y me veía tomando café con las amigas, en ese mismo salón.

Tomando café con las amigas. Joyas, peinados de peluquería… ojos extrañamente inexpresivos.

Tomando café con las amigas, susurrando: «Yo, con las criadas, pocas bromas. En mi casa no entra ninguna que no sea fea y vieja».

¡Socorro! Teníamos que marcharnos de Arturo Soria. ¡Si era el equivalente de Pedralbes en Madrid! Marcharnos, irnos a la otra punta, como a los veinte, en Barcelona, me había ido yo de Pedralbes al Raval. Lo vi claro en cuanto me quedé embarazada: teníamos que mudarnos como fuera, al centro. Teníamos que comprarnos un piso, sería un gran esfuerzo económico, pero justamente yo quería obligarme a hacer un esfuerzo, a tener que pagar una hipoteca. Obligarme a trabajar. A ganar dinero con mi trabajo. Porque si no importaba que mis libros dieran o no dinero, sería porque mis libros no le importaban a nadie, y yo tampoco.

Me costó, pero convencí a Étienne. Encontramos un piso antiguo en la calle del Pez, en el centro de Madrid, y pedimos una hipoteca para poder comprarlo. Nos mudamos justo antes del parto.

De las calles amplias, rectilíneas, arboladas, asépticas, con un lujoso centro comercial, chalecitos de ladrillo pseudoingleses, mucho césped y piscinas, de Arturo Soria, pasamos al centro de Madrid, cerca de la Gran Vía. Un barrio de callejuelas sucias y torcidas, con casas de pisos antiguas, pintadas de ocre o rosado, con balcones de forja, y comercios baratos, pequeñitos, de esos que tienen el escaparate atestado y grandes letreros con los precios. Al lado de nuestra nueva casa en la calle del Pez había un bar de los de tapas y churros, fluorescentes y colillas en el suelo, llamado El Palentino. Enfrente, una carnicería antigua con un nombre pomposo, La Nacional, y unos dependientes también antiguos: viejos, hieráticos, melancólicos, enfundados en grandes mandiles blancos. Más abajo, un convento de clausura del siglo XVII, San Plácido, y un restaurante que se anunciaba con el dibujo, en un gran cartel, de un hombre y una mujer desnudos metidos en una olla, y un diablo con tridente atizando las llamas: «La olla caliente. Restaurante erótico», ponía, justo enfrente de las ventanas enrejadas del convento. Subiendo la calle había una sala de cine X y una casquería. Bajándola, un teatrito alternativo, un talabartero y una tienda de moda infantil con trajecitos de comunión (blancos, de tul para ellas; para ellos traje y corbata o uniforme de oficial de Marina) flotando, como en formol, en la luz verdosa del escaparate.

Cómo me gustaba el nuevo piso: los techos altos, con molduras; la cocina rara, en forma de ele; el viejo suelo de parqué que crujía; unas puertas con espejos, vagamente modernistas. Tres salones uno detrás de otro, de los que dos nos servían de despacho, a Étienne y a mí. En el mío puse un viejo escritorio que había sido de Étienne, un kilim rojo y azul, y una lamparita marroquí de latón dorado con cristales de colores. Allí colocaba la cuna o la sillita de la niña, y ella dormía o se entretenía con sus juguetes mientras yo escribía. Los cuatro balcones daban a una placita y al convento. Veía la azotea de las monjas: los tiestos con geranios, la campanita, tan tímida, que sonaba como una esquila… Me acordaba de un viejo sueño mío: ser monja de clausura. Irreal, claro está: para empezar, no creía en Dios; pero eso era lo de menos; lo que yo soñaba, en mi atormentada adolescencia, era apartarme del mundo. Renunciar a la ambición para protegerme de la aterradora posibilidad de fracasar. Mejor no ser nadie que ser una fracasada. Y allí, en mi nueva existencia de ama de casa y madre, yo no era nadie. Vivía para otra persona; llevaba una vida rutinaria, resguardada, luminosa, dedicada a adorar a la niña, como las monjas adoraban al Niño. Una vida mediocre que me decepcionaba, pero que me tranquilizaba al mismo tiempo.

Qué curioso: un día que no sabía qué leer, cogí El quadern gris, que había leído muchos años atrás y que me había gustado sobre todo por su retrato de sitios que yo conocía bien, paisajes y pueblos cercanos al Golfet…, y me puse a releerlo. Y esta vez me pareció que no solo hablaba de cosas que yo conocía, sino de mí y de mi vida.

«Imagínese que el otro día entra una niña en la farmacia…», le cuenta a Pla el farmacéutico de Palafrugell. «“¿Qué quieres, nena?”, le digo yo. “La mama me ha dicho que me dé diez céntimos de colcrem”. “¿Diez céntimos de colcrem?”. “Sí, señor, diez céntimos de colcrem”. “¡Diez céntimos de colcrem! ¿Quieres que te lo ponga en dos cajitas, guapa?”. “Sí, señor, ¡ya lo creo!”. Le pongo el colcrem en dos cajitas y se las envuelvo en papel fino. “La mama me ha dicho”, dice la niña en el momento de alargar la mano para coger las cajitas, “que mañana pasará a pagarlo”. “Muy bien, nena, muy bien”». Y concluye: «Esta es la vidita que hacemos los apotecarios en estos pueblecitos».

Pla se queja de la «insoportable monotonía» de la vida de pueblo. Pero también anota sensaciones que solo una vida como esa permite percibir. Olores: «a lana de cordero», «a humo de leña de pino verde», «a corcho chamuscado y enfriado»… Sabores: «la sopa de rape, con una tostada, una cucharada de alioli y vino de Llançà». La lluvia: «Llovizna. El paisaje parece dormido en la tibieza del silencio»…

Pla no quería pasar toda su vida en Palafrugell, igual que yo no quería pasar mi vida metida en casa: confiaba en despertar, algún día, de ese arrobamiento, esa especie de hipnosis en la que me había sumido. Empezaba a desentumecerme, a hacer cosas que me ponían en relación con el mundo exterior. También Pla se fue a vivir a Barcelona, luego a París, y durante el resto de su vida alternó las temporadas en Palafrugell con viajes por todo el mundo.

¿Le gustaba la vida de pueblo? De haberle gustado tanto, no habría necesitado reflejarla por escrito: vivirla habría sido suficiente. Pero si la hubiera despreciado, si la hubiese considerado de verdad sin interés, no se habría molestado en escribir sobre ella.

«En los pueblos», escribe Pla, «se vive tan cerca de la realidad y de la vida»… Yo también me sentía cerca, cerquísima, dentro —a veces demasiado— de la realidad y de la vida. Y esa realidad y esa vida, yo quería, como él, recogerlos algún día en mi escritura, para que no se perdiesen.

Había días en que, a última hora de la tarde, con mi hija sonriendo, sentada entre elefantes rosa y patos amarillos, el cielo oscureciéndose, la fina campana del convento repicando, la lámpara llenando la habitación de misteriosas sombras movedizas, azuladas, rojizas, verdosas, yo a punto de dar por terminada la jornada de trabajo, Étienne a punto de llegar y de abrazarnos… me sentía plena y feliz.

Vivía cada vez más retraída, recluida. En casa, en el barrio. Y Étienne cada vez más fuera de casa. Cuanto más atrás me echaba yo, más adelantaba él, o al revés: cuanto más se atrevía él, más me escondía yo detrás de él: mi defensor, mi escudo. Cada día un poco más, él se ocupaba de los seguros, de las cuentas, de la hipoteca, del coche; yo de poner la lavadora, de preparar el pollo, de hacer la compra. Él de tratar con muchas personas ajenas, yo con muy pocas, muy queridas. Él de lo que se piensa, se negocia, se discute, yo de lo que se toca, se abraza, se saborea.

El mundo pequeño, protegido, amigo, de la casa. En los armarios, las toallas de baño en un estante, en otro las de lavabo, las sábanas bajeras aquí, las fundas de edredón allá, todo bien planchado y apilado. Sobre la repisa del baño nuestros dos vasos con los dentífricos y los cepillos de dientes. En la despensa, las latas de atún, de maíz, de aceitunas, los frascos de garbanzos cocidos, los paquetes de arroz, harina, macarrones. El pequeño placer, tan tranquilizador, de ir reponiendo las cosas a medida que se gastan, sabiendo que se volverán a gastar y se volverán a reponer, como el campesino que sabe que a la siembra sigue la cosecha y al invierno el verano. Había descubierto que contra el veneno de la angustia el mejor antídoto es la rutina.

El problema, maravilloso, pero un problema, es que había descubierto un Nuevo Mundo. Que estaba en este, que se ocultaba a la vista de todos en las cosas más nimias. Había descubierto, o recobrado, la capacidad de salir volando, con la imaginación, a partir de cualquier cosa, como quien se encarama al alféizar y se fuga por la ventana. Era algo que compartía con la niña: cuando ella (tan bonita, con sus ojos azules y sus coletas rubias) se quedaba mirando, fascinada, la sombra verde claro, transparente, en forma de cruz, en medio de la acera, de una insignia de farmacia, yo olvidaba por un momento lo que sabía con la razón y me sentía casi capaz de saltar con ella dentro, con los pies juntos, cogidas de la mano, y encontrarnos nadando, felices, en un agua verde y transparente, entre orquídeas y guacamayos.

Y a esta nueva facultad, yo no quería renunciar. No solo porque me hacía feliz, sino porque, lejos de apartarme de la escritura, me parecía que la escritura bebía de ella, como de un río subterráneo de colores que tiñera de violeta, fucsia, turquesa, un jardín que hasta entonces era gris. Y ser madre tenía todavía otra cosa en común con escribir, pintar o componer: era empezar de cero, sacarse de dentro algo nuevo, algo que una misma no conoce hasta que lo extrae y lo despliega. Contemplar a mi hija, educarla, me producía la misma emoción que una primera frase, una primera nota, una primera pincelada; la misma posibilidad infinita, el mismo ensueño de poder crear algo perfecto.

¡Era tan grato cuidar a mi hija; era tan tentador renunciar a cualquier otra ambición que la que ella encarnaba…! Tan atractivo como jugar al mus con los amigos en la tertulia, disfrutar de la sopa de rape con alioli, tostada y vino de Llançà, conformarse con la vidita del pueblecito… Pero ¿cómo? ¿Conformarme con eso? ¡Si me moría de aburrimiento! ¡Si yo lo que quería era escribir, y publicar, conocer gente, ver mundo, salir, descubrir horizontes! ¡Si a mí nunca me habían gustado los niños!

De pequeña yo no jugaba con muñecas, jugaba a disfrazarme: de ogro, con botas de siete leguas (unas de mi padre, las que usaba en el campo de aviación), o de Indira Gandhi, que no sabía bien quién era pero sonaba exótico; o leía. Oía decir de tal mujer: «Es muy criaturera»; o a veces de un hombre: «Es criaturero», le gustan las criaturas. A mí no. A mí no me gustaban.

Entonces, ¿era eso? ¿Era que quería a mi hija, pero no me gustaban los niños?

Sí, eso debía de ser. A mí los niños, la verdad… A mí los niños, ahora que no me oía nadie… A mí los niños me aburrían. Sí. Y me cansaban.

¡Vaya! ¿Dónde había oído yo esa frase?

«Los niños me cansan y me aburren», declaraba mi madre.

Mi madre nos llevaba al colegio, al médico, al dentista, a inglés. Se levantaba las veces que hiciera falta, si estábamos enfermos, para ponernos el termómetro, llamar al pediatra, darnos la medicación. Nos ponía hielo y trapos empapados en vinagre sobre la espalda ardiente, cuando habíamos tomado demasiado el sol. Conocía el nombre y la historia de todos nuestros amigos. Nos escuchaba. E incluso sin escucharnos, solo con vernos, sabía cómo nos sentíamos, cómo nos iban las cosas; no como mi padre, que tenía mucho trabajo y nunca se enteraba de nada. Pero también decía que su dedicación a mí, hasta que fui al parvulario, duró «tres años y un día». Y contaba que una vez que estaba dándole la comida, a cucharadas, a mi hermano, y mi hermano se negaba a comer, escupía, tiraba la cuchara, lo ponía todo perdido… se juró que nunca más trataría con seres irracionales. Y que si la cena nos la podía dar la chica, que nos la diera la chica, y que si nos podía bañar la chica, ¡qué bien! ¡Que nos bañara la chica!, porque a ella los niños la cansaban y la aburrían.

Pragmática, observadora, diplomática, mi madre vivía como podía, en el espacio que le dejaban. Como plastilina, como cera, como agua, se colaba por los intersticios. Cuando nadie la necesitaba, cuando nadie estaba mirando, en la hierba del campo de aviación, en la tumbona de la cafetería de las pistas, en la nieve; echada en una toalla en la proa de la lancha… hacía lo que más le gustaba en el mundo, o lo único que podía hacer sin molestar a nadie: leía. Como dijo Esther Tusquets, yo de niña pensaba que los hombres viven y las mujeres leen.

Ya. Pero yo quería vivir.

Pasada la adoración de los primeros años, cuando mi madre lo era todo para mí, cuando, si llegaba a casa y ella no estaba, me iba a su armario y lo abría para aspirar su olor, para consolarme de su ausencia… Pasada la decepción y el resentimiento de los años siguientes, cuando descubrí que esa madre, que para mí lo era todo, era un cero a la izquierda para el resto del mundo, obligada, como sus amigas, a apechugar con lo que fuera que decidiesen los hombres. Ahora que por fin, olvidados de común acuerdo nuestros viejos pleitos, ya no nos mirábamos una a otra desafiantes, sino que mirábamos las dos, embargadas por la misma emoción, a la cuna… ahora por fin, en la ecuanimidad de esa nueva etapa de mi vida, yo podía reconocer que mi madre había sido una buena madre.

La madre que, cuando recordaba que se ocupó de mí día y noche hasta que fui al parvulario, precisaba que su dedicación duró «tres años y un día», era una buena madre.

La madre que se juró que nunca más trataría con seres irracionales y proclamó que haría lo posible para no ser ella quien diera la cena ni bañase a sus hijos, era una buena madre.

La madre que reconocía tranquilamente: «Los niños me cansan y me aburren», era una buena madre. Y yo sería una buena madre siguiendo sus pasos.

De modo que hice de madre como le había visto hacer a la mía. Ocuparme de la niña y de la casa, pero no a tiempo completo. Trabajar, pero no a tiempo completo. Cumplir con mis obligaciones de madre, pero protegiendo mi propia vida, aunque fuera en un rincón. Salir, viajar, pero con precauciones, a pequeñas dosis. Vivir, pero no del todo. Con prudencia o, según cómo se mire, cobardía. Y buscarme otra vida en la que pudiera vivir todo aquello que no vivía en la realidad; vivirlo a fondo, apasionadamente, pero eso sí, con discreción, sin molestar a nadie: la vida de la imaginación. Pero para eso necesitaba un apoyo, una ayuda, una aliada, una segunda madre que me sustituyera a ratos. Así fue como conocí a Mercedes.

De todas las mujeres que respondieron a mi anuncio (una ingeniera polaca dispuesta a trabajar como niñera o lo que fuese para vivir en occidente; una adolescente africana a la que su padre había echado de casa cuando se quedó embarazada, y muchas otras), Mercedes fue la que más me gustó desde el primer momento. Era colombiana, diez años menor que yo, y tenía una hija de un año, como la mía. Me gustó porque parecía lista, porque sonreía todo el rato, porque traería a su hija cuando viniera a casa, tres horas cada tarde, y así la mía tendría una amiga. Me gustó por cómo sonrió a mi hija y por cómo mi hija le sonrió a ella. Y porque se llamaba Mercedes.

Mi abuela Mercedes era la persona con quien fui más feliz de pequeña. Yo y también mi hermano, y nuestros primos: la adorábamos todos. «A tu abuela la quieren los niños y los animales», murmuraba el abuelo, admirativo, envidioso, despectivo, melancólico. A él no le querían ni los animales, ni los niños, ni nadie. A nuestra otra abuela, Carme, la paterna, tampoco. Era a Mercedes a quien queríamos todos: ¿cómo no íbamos a quererla si nos abrazaba, nos bañaba en un barreño, nos ponía colonia, nos recortaba monigotes y, cuando mi malvado primo le arrancaba los ojos de cristal a mi osito preferido y los escondía debajo del piano, era ella quien me consolaba y le cosía al osito, en lugar de los ojos, dos botones? Pero un momento, un momento: si una Mercedes era algo tan maravilloso, ¿por qué no serlo yo misma? Si alguna vez me había hecho esa pregunta, lo que pasó con mi tío me la había contestado para siempre.

Un día, mi tío, casado desde hacía treinta años, le anunció a mi madre que quería separarse. Se iba a marchar de casa. «¿Y adónde irás?», preguntó mi madre. «A casa de mamá, por el momento», contestó mi tío. «¿Se lo has dicho?». «Todavía no».

Mi abuela estaba pasando una buena época. Tras cuarenta años viviendo en un quinto piso, sin ducha, calefacción ni ascensor, en un barrio pobretón de Barcelona, la calle Cartagena, con un marido que le pegaba y la engañaba, ahora era viuda, se había mudado al que fue nuestro piso en la calle Sanjuanistas (que sí tenía ascensor, calefacción y ducha), estaba bien de salud, se ocupaba mucho de sus nietas y nietos, y era, juraría yo, más feliz de lo que lo había sido nunca desde su añorada infancia en Arenas de San Pedro. El verano lo pasaba con nosotros en El Golfet. Y ahí estaba cuando llamó mi tío.

Mi madre cogió el teléfono. Su hermano le anunció que iba a dejar por fin el domicilio conyugal, y que necesitaba que mi abuela volviera a Barcelona, porque se iba a instalar en su casa. ¿Cuándo? Mañana.

¿Mañana?… «Mamá está pasándolo muy bien aquí», le explicó mi madre, «deja que se quede hasta que nosotros nos marchemos».

Mi tío vio enseguida cuál era el camino más corto: «Que se ponga mamá». Mamá se puso, y en cuanto colgó, resignadamente, se fue a hacer la maleta.

En los años siguientes, los que le quedaban de vida (la solución «temporal» de mi tío resultó ser tan cómoda y barata —para él— que hasta la muerte de ella ya no se movió), mi abuela se dedicó a guisar, lavar, planchar y limpiar para su hijo de cincuenta añitos. El cual se sentaba a la mesa a comer con su madre… y un libro delante del plato. Mi abuela no se atrevía a quejarse, más que a mi madre, por lo bajo: «¿Tú crees que está bien eso que hace tu hermano, de ponerse a leer cuando come conmigo?».

¿Eso iba a ser yo? ¿Un felpudo para que se limpiara en mí los pies cualquiera de la familia? Si alguien esperaba eso de mí, ya podía esperar sentado.

Qué gracia, Albert Cohen, en Le livre de ma mère (El libro de mi madre), cómo elogia a su mamá porque «la felicidad de su marido y de su hijo era todo lo que ella le pedía a la vida». Ella no habría protestado, ni siquiera al oído de su hija, por que su hijo comiera con un libro delante para no verla. Ella, recuerda, lloroso, el autor después de su muerte, «nunca me habría juzgado o criticado». No, ella no cometía la irreverencia de opinar sobre su hijo, de hecho no necesitaba opinar sobre nada, para eso tenía un hijo: «Si yo cambiaba de opinión cuatro veces, maliciosamente, sobre una película, ella cuatro veces cambiaba seriamente de opinión». Esto es una mujer como Dios manda, no como esas otras que «tienen su pequeño querido yo autónomo» (las muy egoístas); no: «mi madre no tenía un yo, tenía un hijo». ¿No es enternecedor? ¿No es ejemplar? Ved qué bonito proyecto de vida: «Su vida era escribir a su hijo, esperar las cartas de su hijo, preparar los viajes hacia su hijo, esperar a su marido en el piso silencioso, darle la bienvenida cuando llegaba, estar orgullosa de los cumplidos de su marido», y hasta cuando comía se privaba de los mejores trozos: los ponía «en el plato del ausente, delante del cual estaban mi fotografía y unas flores» ([sic], página 59 de la edición Folio). A Albert Cohen todo esto le parece muy bien. Ni la más mínima objeción. Es lo que les gusta a las mujeres, a las chachas, a los negros, son felices así, sirviendo al amito blanco, es su naturaleza, tan generosa. Los hombres son distintos, su naturaleza les condena, pobres, a ser autónomos, a viajar, a escribir libros, a ligar, a ganar dinero, a recibir premios. Cuánto, cuánto admiran la generosidad de las mujeres, tan superiores moralmente. La admiran tanto más cuanto que saben que nadie les dirá: si tan bien te parece, ¿por qué no haces tú lo mismo?

Yo había adorado a mi abuela, pero jamás se me habría ocurrido tomarla como modelo. Me buscaría una Mercedes, pero una Mercedes pagada, respetada, con horarios y seguridad social. Y en cuanto a mí, seguiría el ejemplo de mi madre. Tendría los pies en la tierra y la cabeza en los libros, como ella. Pero no solo leyéndolos; yo quería vivir. Escribiría. Convertiría mi vida en libros y los libros en una forma de vida.

Y en eso estaba cuando un día, de pronto, mi marido a bocajarro me preguntó: «¿Cuándo nos vamos a poner en serio a buscar el segundo?».