5
Eliot torció el gesto. El paladín de Loria era un tipo chaparro, casi tan ancho como alto y con algún trasfondo étnico ligeramente distinto del de la mayoría de sus compatriotas. Los lorianos eran vikingos, básicamente, al estilo de Thor: altos, de pelo largo y rubio, mentones grandes, pechos grandes, barbas frondosas. En cambio, ese personaje no llegaba al metro setenta, llevaba la cabeza afeitada y tenía una gran cara redonda de Buda como una albóndiga y una adición significativa de ADN asiático. Iba desnudo de cintura para arriba, aunque la temperatura no llegaba a cinco grados, y su piel de café con leche estaba embadurnada de aceite. O quizás el tipo era de los que sudaban en serio.
La enorme barriga redonda del paladín colgaba sobre su cinturón, pero el cabrón seguía transmitiendo una imagen temible. Tenía un enorme nudo de masa muscular, como una silla de montar, en la parte superior de la espalda, y sus bíceps eran como muslos, y tenía que haber algo de músculo allí, a juzgar por el volumen, aunque pareciera un poco regordete. Su arma ofrecía un aspecto lo bastante raro —un arma de fuste con una gran cruz curvada de metal afilado en la punta— para darte la impresión de que podía hacer algo realmente sobresaliente y peligroso con ella.
Cuando dio un paso adelante, el ejército loriano enloqueció por él. Entrechocaron las espadas y escudos y se miraron unos a otros como para decir: sí, puede que tenga un aspecto curioso, pero desde luego que nuestro hombre va a matar al hombre de los otros hombres, así que tres hurras por él, ¡por Crom o por quien sea que adoremos! Casi te caían bien esos lorianos. Eran más multiculturales de lo que habrías imaginado.
Aunque no había opciones de que su paladín fuera realmente a matar al paladín de Fillory, el paladín de Eliot. Porque el paladín de Eliot era Eliot.
Hubo algo de debate cuando se discutió la idea por primera vez, sobre si tenía sentido enviar al Rey Supremo de Fillory a un combate individual con el mamporrero escogido por el ejército invasor de Loria. Pero enseguida quedó claro que Eliot estaba decidido, aunque sus razones eran tanto personales como tácticas. Había empezado su período como Rey Supremo de una forma bastante decadente, algo turbia podría decirse. Sin embargo, a medida que se prolongaba su reinado, se había adaptado a su función y se había vuelto más serio al respecto, y era hora de que mostrara a todos —él incluido— lo serio que era. La realeza no era una afectación, sino la esencia de su ser. De manera muy pública y muy literal, iba a dejarse la piel en el combate.
Dio un paso adelante desde la fila de vanguardia de su ejército, el cual, de manera predecible pero gratificante, también enloqueció. Eliot sonrió; tenía una sonrisa torcida por su mandíbula desigual, pero su felicidad era verdadera. Su corazón estaba en esa sonrisa.
El sonido de los vítores del regimiento real del ejército de Fillory era diferente de cualquier otra cosa en el universo conocido. Había hombres y mujeres gritando y entrechocando sus armas, muy bien, pero además tenías una orquesta completa de sonidos no humanos alrededor. En el extremo superior había algunas hadas que chillaban en tonos supersónicos; las hadas pensaban que toda esta parafernalia militar era bastante estúpida, pero lo aceptaban por la misma razón por la que hacían las cosas las hadas, es decir, por diversión. Después había murciélagos chillando, aves graznando, osos rugiendo, lobos aullando y cualquier cosa con cabeza de caballo relinchando: pegasos, unicornios, caballos normales que hablaban.
Los grifos y los hipogrifos también graznaban, pero más bajo: graznidos de barítonos, un sonido horrible. Los minotauros bramaban. Cosas con cabezas humanas gritaban. De todas las criaturas míticas de Fillory, eran los únicos que todavía aterrorizaban a Eliot. Los sátiros y dríadas y tal resultaban simpáticos, pero había un par de mantícoras y esfinges que eran endiabladamente extrañas.
Y así ibas bajando a lo largo de la escala tonal hasta que encontrabas las notas graves, proporcionadas por los gigantes que gruñían y pisaban con fuerza. Era una estupidez, en realidad: podría haber elegido un gigante como su paladín, y esa pelea habría terminado en diez segundos. Pero eso no habría enviado el mismo mensaje.
Recibir la noticia de que los lorianos estaban invadiendo había sido emocionante para Eliot. ¡A formar los estandartes, Fillory está en guerra! Se invocaron antiguas fórmulas y protocolos. Se sacaron de los almacenes un montón de armaduras y armas de aspecto serio y no ceremonial, así como banderas y arreos, y todo se pulió, se afiló y se engrasó. También llevaban consigo un montón de polvo, y un olor emocionante de grandes acciones y tiempos legendarios. Un olor épico. Eliot lo respiró profundamente.
La invasión no fue del todo sorprendente. Los lorianos siempre tramaban alguna clase de jugarreta: raptar princesas, obligar a los caballos habladores a arar los campos, forzar a todos a creer en su lista de dioses casi escandinavos. Aun así, habían pasado siglos desde que habían cruzado por la fuerza la frontera. Por lo general, estaban demasiado ocupados luchando entre ellos para ser tan organizados.
Lo que iba más al caso, los picos de la Cordillera de Barrera Septentrional supuestamente tenían un encantamiento para mantener a raya a los lorianos. Por eso se llamaba de barrera. Eliot no estaba seguro de lo que había ocurrido allí. Cuando todo terminara tendría que acordarse de descubrir las causas exactas por las que esos hechizos se habían ido al garete.
Eliot actuó con rapidez para expulsar a los lorianos, aunque se sentía reticente a ser la causa directa de cualquier muerte. Eso no era Tolkien; no se trataba de orcos y troles y arañas gigantes y demás criaturas malvadas con las que podías cometer libremente un genocidio sin que ello acarreara complicadas ramificaciones morales. Los orcos no tenían mujeres ni hijos ni una historia detrás. En cambio, Eliot estaba convencido de que los lorianos eran humanos, y matarlos sería básicamente un asesinato, y eso no iba a ocurrir. Algunos de ellos incluso parecían buenos. Y en cualquier caso, los libros de Tolkien eran ficción, y Eliot, como Rey Supremo de Fillory, no se ocupaba de la ficción. Se ocupaba del complejo asunto de escribir hechos.
Era un asunto complicado, peliagudo. En la reconocidamente limitada experiencia de Eliot, no había nada más tedioso que la virtud.
Por fortuna los filorianos tenían una ventaja, que era que contaban con cualquier ventaja posible. Eran superiores a los lorianos en cualquier estadística. Los lorianos eran un puñado de tipos con espadas. Los filorianos tenían todas las bestias del Manual de los Monstruos, empezando por una camarilla de reyes y reinas brujos, y Eliot lo lamentaba mucho, pero ya tenían que saberlo cuando los invadieron.
Aun así, ellos eran un montón, y sabían cómo hacer daño; hacer daño era la mejor virtud de esos tipos. Fue a finales de primavera cuando los lorianos llegaron a través de la Brecha de la Rencilla y pisaron suelo filoriano. Llevaban cascos de acero y cotas de malla, y portaban viejas espadas y hachas de guerra llenas de muescas. Algunos montaban grandes caballos lanudos. Los esperaba una pesadilla.
A ver, los lorianos habían cometido un error. En su camino desde la Cordillera de Barrera Septentrional incendiaron varios árboles y una granja distante y mataron a un ermitaño.
Hasta Janet estaba sorprendida por la rabia de Eliot. O sea, estaba furiosa, pero era Janet. Estaba cabreada todo el tiempo. Poppy y Josh parecían hoscos, que era la forma en que se enfadaban. Pero la rabia de Eliot era demente, desbordada. ¿Quemaron árboles? ¿Sus árboles? ¿Mataron a un ermitaño? ¿A un ermitaño? Cuando se trataba de Fillory y los filorianos, Eliot se olvidaba de la ironía. Su corazón se identificaba con ese hombre extraño y solitario en su incómoda cabaña. Nunca lo había conocido. No habrían tenido mucho que decirse el uno al otro si se hubieran conocido. Sin embargo, fuera quien fuese el ermitaño, obviamente despreciaba a su compañero humano y eso estaba bien según las reglas de Eliot, y ahora estaba muerto. Eliot iba a destruir a los lorianos, ¡los aniquilaría, los asesinaría!
No asesinarlos, asesinarlos. Pero iba a darles una buena lección.
Estaba tentado de dejar que intentaran cruzar el Gran Pantano del Norte, donde los horrores sumergidos que moraban allí se ocuparían de ellos, con crueldad extrema, pero no quería darles ni un día más de marchar sobre su hierba. Además, había un par de granjas más por el camino. Así pues, dejó que los lorianos marcharan parte de un día, hasta mediodía, hasta que estuvieron acalorados y cubiertos de polvo y listos para tumbarse a comer. Probablemente alucinaban por lo fácil que les estaba resultando todo. Iban a conseguirlo: ¡Muchachos, somos los mejores, vamos a tomar el puto Fillory, tíos! Eliot les dejó vadear el Gran Río Salado. Los esperó al otro lado.
Eliot fue solo, disfrazado de campesino. Aguardó en medio del camino. No se movió. Dejó que se fijaran en él de manera gradual. Primero los tipos de primera línea, quienes al entender que no iba a apartarse dieron el alto. Esperó a que los tipos de detrás de aquellos se apiñaran con los primeros, al estilo de un campo de fútbol, y dieran el alto, y así hasta la última fila en un efecto de onda. Serían, no lo sabía bien, quizás un millar.
El hombre que encabezaba la primera línea se apartó para invitarlo —no muy educadamente— a ser tan amable de apartarse del camino si no quería que un millar de guerreros lorianos le arrancaran las tripas y lo estrangularan con ellas.
Eliot sonrió, movió los pies humildemente durante un segundo y luego le asestó un puñetazo en la cara al tipo. Pilló al hombre por sorpresa.
—Sal de mi país, capullo —dijo Eliot.
Eso fue limpio, sin magia. Había tomado clases de boxeo, y se adelantó al tipo con un puñetazo imprevisto. Probablemente el loriano no esperaba lo que equivalía a un ataque suicida de un campesino cualquiera. Eliot sabía que no había causado mucho daño, y que no tendría otra oportunidad, así que levantó la mano izquierda y empujó al hombre con tanta fuerza que derribó seis filas de lorianos con él.
Se sintió bien. Eliot no tenía hijos, pero esa tenía que ser la sensación de proteger a tus propios hijos. Lamentó que Quentin no pudiera verlo.
Dejó caer la capa y se puso muy tieso con sus vestiduras reales, para que quedara claro que era un rey y no un campesino. Un par de flechas entusiastas llegaron en arco desde las filas posteriores, y él las quemó en el vuelo: puf, puf, puf. Era fácil cuando estabas tan cabreado y te sentías bien, y a fe que estaba enfadado. Y se sentía bien. Dio un golpecito con el extremo de su bastón en el suelo: terremoto. Los mil lorianos estúpidos cayeron de culo, en una sincronía magnífica.
No podía hacer eso por simple voluntad. Había pasado toda la noche anterior preparando los hechizos, pero tuvo un gran efecto, sobre todo porque los lorianos no lo sabían. Eliot dejó que lo entendieran.
Entonces deshizo el hechizo: hizo que el ejército que tenía tras él se hiciera visible, o la mayoría de él. Echad un vistazo, caballeros. Los que tienen cuerpo de caballo son los hipogrifos. Los grifos tienen cuerpo de león. Es fácil confundirse.
Entonces —y aquí se dio un capricho— hizo visibles a los gigantes. En los cuentos de hadas no aprecias en absoluto lo increíblemente aterrador que es un gigante. Esos eran gigantes de siete pisos, y no estaban por tonterías. En la vida real, los humanos no mataban a los gigantes, porque era imposible. Sería como matar un edificio de apartamentos con las manos desnudas. Eran incluso más fuertes de lo que aparentaban —tenían que serlo para superar la ley cuadrático-cúbica que impedía que organismos terrestres tan grandes resultaran imposibles en el mundo real— y sus pieles tenían quince centímetros de grosor. Solo había un par de docenas de gigantes en Fillory, porque ni siquiera el ecosistema hiperabundante de Fillory podía alimentar a más. Seis de ellos habían salido a la batalla.
Nadie se movió. En cambio, se movió el Gran Río Salado.
Estaba justo detrás de ellos, acababan de cruzarlo, y las ninfas lo sacaron de su cauce y lo lanzaron sobre el ejército de Loria como un tsunami dirigible. Un montón de soldados fueron arrastrados; había hecho que las ninfas prometieran ahogar los menos posibles, pero les dio libertad para abusar de ellos de cualquier otra forma que eligieran.
Algunos de los que no fueron barridos querían luchar de todos modos, porque eran así de valientes. Eliot supuso que habrían tenido infancias difíciles o algo parecido. «Bienvenidos al club —pensó—, no es nada tan exclusivo.» Él y sus amigos les darían una edad adulta igual de difícil para que no fueran menos.
Tardaron cuatro horas en hostigar a los lorianos hasta la Brecha de la Rencilla: podías darles patadas en el culo así de deprisa, pero no más. Fue entonces cuando Eliot se detuvo y llamó a su paladín. Ya amanecía, y el desfiladero ponía un telón de fondo adecuadamente desolado, con montañas de vértigo ascendiendo a ambos lados, con franjas de rocas sueltas y ríos de agua de deshielo. Sobre ellos se alzaban picos bloqueados por el hielo que, hasta donde él sabía, nunca habían sido escalados, salvo por los rayos del amanecer que en ese mismo momento los besaban para teñirlos de rosa.
Combate sencillo, hombre a hombre. Si Eliot ganaba, los lorianos se irían a casa y nunca regresarían. Ese era el trato. Si el paladín loriano se imponía —su nombre por alguna razón era Padre Vil—, bueno, daba igual. Estaba claro que no iba a ganar.
Las líneas estaban separadas cincuenta metros, y había un silencio maravilloso entre ellas. El desfiladero podría haber sido diseñado para el combate; las paredes formaban un anfiteatro natural. El suelo estaba perfectamente nivelado: arena gris gruesa bien aplastada, de la cual durante la noche habían sacado todas las rocas más grandes que un guijarro. Eliot dio unas patadas, como un bateador que se prepara en la zona de bateo.
Padre Vil no tenía el aspecto de alguien a punto de empezar el mayor combate de su vida. Parecía más bien alguien que esperaba un autobús. No había adoptado nada similar a una postura de combate. Simplemente estaba allí, con sus hombros blandos hundidos y su barriga prominente. Raro. Tenía unas manos enormes como dos cangrejos.
Claro que Eliot suponía que no tenía un aspecto mucho menos raro. Él tampoco llevaba armadura, solo una camisa de seda blanca suelta y pantalones de cuero. Por armas portaba un cuchillo largo en la mano derecha y una barra corta de metal en la izquierda. Suponía que estaba muy claro que no tenía ni idea de cómo usar ninguno de ellos más allá de lo obvio. Hizo una señal a Padre Vil. Sin respuesta.
Pasó el tiempo. Sopló un viento frío; el ambiente era gélido a esa altitud, incluso en mayo. Las tetillas marrones del Padre Vil, en los extremos de sus pectorales caídos eran como higos secos. No tenía ninguna cicatriz en su piel suave, lo cual de algún modo daba más miedo que si estuviera todo marcado.
Entonces Padre Vil ya no estaba allí. No era cuestión de magia, sino que poseía alguna clase de movimiento demencial que era como patinar a velocidad sobre terreno sólido. En un abrir y cerrar de ojos estaba a medio camino de la distancia que los separaba y lanzando la hoja de su arma directamente a la nuez de Eliot. Eliot apenas tuvo tiempo de apartarse.
No debería haber tenido tiempo de apartarse en absoluto. Como un idiota suponía que Padre Vil iba a empuñar el arma como una espada, al extremo de ese largo palo, y por tanto dándole mucho tiempo para verlo venir. Lo cual habría sido estúpido, pero bien, ya lo entiendo, es un arma arrojadiza. Por derecho debería sobresalir por el otro lado del cuello de Eliot, resbaladiza y brillante con fluido de su columna vertebral.
Pero eso no ocurrió, porque Eliot contaba con una enorme cantidad de protección mágica invisible en forma de la Armadura Espectral de Fergus, que por sí misma le habría salvado la vida incluso si la hoja le hubiera atravesado, pero además de eso llevaba un montón de otros hechizos de combate también de Fergus realmente útiles, que habían ampliado su fuerza varias veces y, lo más importante, habían potenciado sus reflejos por un factor de diez y reducido su percepción del tiempo por ese mismo factor.
¿Qué? Mira, Padre Vil pasó toda su vida aprendiendo a matar gente con un cuchillo en un palo. ¿Eso era engañar? Bueno, mientras él estaba haciendo sus sentadillas y lo que fuera, Eliot había pasado toda su vida aprendiendo magia.
Cuando él y Janet habían terminado con los hechizos, un par de horas antes, en el ambiente gélido de antes del amanecer, Eliot quedó tan cubierto de artimañas mágicas que brillaba como una señal de neón de tamaño natural de sí mismo. Después, habían conseguido contener ese brillo, de manera que esa armadura solo era ocasionalmente visible, quizás una vez cada par de minutos y solo por un instante cada vez, un destello de algo translúcido y nacarado.
La parte de tiempo-reflejos del sistema de encantamiento funcionaba un poco como ese efecto bala-tiempo en Matrix, lo cual equivale a decir que funcionaba exactamente así. El desencadenante era que Eliot arrugara la nariz. Lo hizo en ese momento, y todo en el mundo frenó abruptamente. Se echó atrás para apartarse de la hoja que se impulsaba lenta y grácilmente, perdió el equilibrio y puso una mano en la arena, rodó, luego volvió a ponerse en pie mientras Padre Vil completaba el movimiento.
Aunque no consigues ser tan grande y gordo como Padre Vil sin aprender una cosa o dos por el camino. El loriano no pareció impresionado, ni siquiera sorprendido, solo convirtió su impulso en un movimiento de giro con el que pretendía golpear a Eliot en el estómago con el otro extremo del palo. Supongo que en el campo de batalla no vale la pena quedarse mirando a tu alrededor todo impresionado.
Y, sin embargo, Eliot estaba impresionado. Viéndolo así en cámara lenta tenías que admirar las cualidades atléticas del hombre. Era casi un paso de ballet, eso era. Eliot observó el arma de madera acercándose lentamente a su diafragma, se situó y, todo a su debido tiempo, la golpeó con la máxima fuerza posible con su barra metálica. La madera se rompió limpiamente a un metro del extremo. Fergus, quienquiera que fueras, te quiero.
Padre Vil corrigió otra vez la dirección, lanzando la mano libre para agarrar el trozo arrancado mientras giraba en el aire. Eliot golpeó ese fragmento antes de que su adversario pudiera agarrarlo, y observó que se alejaba del alcance de Padre Vil, moviéndose a una velocidad lunar majestuosa. Luego, viendo que le sobraba tiempo, soltó la barra y abofeteó la cara de Padre Vil con la mano abierta.
La violencia personal no era algo que le saliera de un modo natural a Eliot; de hecho le resultaba desagradable. Qué podía decir, era un individuo sensible, el destino lo había bendecido y maldecido con un corazón tierno; además, la mejilla de Padre Vil era realmente aceitosa o sudorosa. Lamentó no llevar guantes o guanteletes. Pensó en ese ermitaño muerto y en esos árboles quemados, pero aun así contuvo el golpe. Con su fuerza y su velocidad aumentadas de ese modo, no tenía ni idea de cómo calibrar el ataque. Por lo que sabía, iba a arrancar la cara del tipo.
No lo hizo, gracias a Dios, pero Padre Vil definitivamente lo sintió. A cámara lenta se veían sus mejillas envolviéndole media cara. Eso dejaría una marca. Envalentonado, Eliot también soltó el cuchillo, se acercó más y asestó un par de golpes rápidos al cuerpo en la caja torácica de Padre Vil; su instructor le había dicho que su mejor golpe era el gancho. Padre Vil los encajó y se apartó danzando a una distancia de seguridad para hacer alguna respiración pesada y reconsiderar sus elecciones vitales.
Eliot lo siguió, golpeando y abofeteando, a ambos lados, izquierda-derecha. Mi hermana, mi hija, mi hermana, mi hija. Tenía la sangre caliente. Esa era, en todos los sentidos, su pelea. No había ido a buscarla, pero por Dios que iba a terminarla.
Tener esa velocidad proporcionaba una calma asombrosa. Te daba tiempo a pensar las cosas, a considerar tus propias decisiones vitales. Sobre todo Eliot estaba satisfecho con las que había tomado. Estaba en el lugar adecuado. Estaba viviendo su mejor vida. ¿Cuánta gente más en todo el multiverso podía decir eso? Se despertaba cada mañana sabiendo lo que quería hacer, y luego iba y lo hacía, y cuando había terminado se sentía orgulloso. Creía que era un buen Rey Supremo, y tenía un montón de pruebas que lo respaldaban. La gente estaba feliz. Cuando no se estaba yendo a pique, Fillory era un buen lugar, un gran lugar. Requería una cantidad sustancial de mala gestión hacer de Fillory un lugar desagradable para vivir y nadie iba a salirse con la suya con eso bajo la vigilancia de Eliot, nunca más. Menos que nadie los lorianos.
Si tenía una ambición fundamental incompleta, en ese momento, estaba relacionada con Quentin. Había pasado un año desde que Quentin fue destronado y expulsado de Fillory y Julia se había lanzado al Extremo Lejano. Eso había sido un impacto para todos, pero para Eliot más que para nadie, o al menos después de Quentin.
El año transcurrido desde entonces había sido pacífico y próspero, y en cierto modo el ambiente era más ligero en el castillo con Josh y Poppy instalados como rey y reina en lugar de Quentin y Julia, los pensadores en jefe de Fillory. Pero Eliot echaba de menos a Quentin. Quería a Quentin a su lado. Pese a todos sus defectos, Quentin había sido su mejor amigo allí, y realmente había sido muy útil. La última aventura había sido buena para él. Había acabado con el resto de sus inhibiciones adolescentes, dejando que se mostrara su mejor naturaleza: su curiosidad, su inteligencia, su lealtad fanática, su corazón herido.
Fillory no era lo mismo sin él. Nadie amaba Fillory del modo que lo hacía Quentin, ni siquiera su Rey Supremo. Nadie lo comprendía como él. Nadie lo disfrutaba como él, y nadie podía arreglarlo como él cuando las cosas se torcían. El juego todavía continuaba, pero, había que afrontarlo, no era tan divertido.
Y se echaba mucho de menos a Quentin. La muerte de Martin Chatwin y la crisis de magia subsiguiente habían dado paso a un período glorioso en la historia de Fillory, una nueva edad de oro que no se parecía a ninguna otra desde el tiempo de los Chatwin. Fue una edad de leyendas, de acciones nobles, de grandes maravillas y alta aventura que se desplegaba en un verano dorado que continuaba y continuaba. En el último año, Eliot y los demás ya habían expulsado un gran dragón barbudo de una caja de cañón en los Dientes del Gallo y habían recuperado dos Espadas con Nombre de su escondrijo. Habían cazado un par de troles de cincuenta cabezas atravesando los Bosques Oscuros, y los habían obligado a salir a terreno abierto y sujetado en el suelo y oído un crepitante chisporroteo, como de hielo rompiéndose en un buen vodka con tónica, al convertirse en piedra al sol de la mañana. Eliot se había traído como mascota un gato gnomo negro que se erizaba y bufaba. A Quentin le habría encantado esa mierda.
Francamente, Eliot se preocupaba por él. Quentin era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo, salvo cuando no lo era. Estaba bien cuando estaba en equilibrio, pero la última vez que Eliot lo vio su equilibrio parecía claramente tembloroso. Eliot había estado urdiendo una forma de conseguir que Quentin regresara a Fillory desde el día que fue expulsado, pero no había llegado muy lejos. En el fondo de su mente estaba la idea de que quizá si derrotaba a Padre Vil, y por lo tanto salvaba el reino, Ember podría concederle una recompensa. Pediría a Ember que perdonara a Quentin. Esa era la mitad de la razón por la que había establecido este duelo.
Hablando de lo cual, Padre Vil se estaba acercando otra vez, todavía sin mucha expresión en su cara impasible de puerco. Eliot sentía que debería estar inspirando un poco más de terror en su adversario, pero daba igual. Cambió el tiempo a velocidad normal solo por un segundo, buscando aire; Padre Vil estaba haciendo girar su pértiga recortada en un patrón delicado de hoja de trébol, como si fuera a servirle de algo. Eliot puso velocidad lenta otra vez, agachándose para esquivar el golpe, rodeando a Padre Vil, golpeando el cuerpo del hombre como si fuera una saca de boxeo, tratando de dejarlo sin respiración.
Debería haber tenido más cuidado. Eliot había subestimado el castigo que Padre Vil era capaz de soportar, o quizás había sobrestimado el que estaba impartiendo. Definitivamente había subestimado la rapidez con la que podía moverse Padre Vil incluso en relación con el marco temporal modificado de Eliot y hasta qué punto el paladín loriano había valorado a la perfección a su oponente excesivamente confiado e inexperto. Al mismo tiempo que encajaba una andanada de golpes al cuerpo, Padre Vil cargó sobre Eliot y logró rodearlo con los brazos.
No importaba, Eliot simplemente se escabulliría, hum. Pensarías que podría simplemente…, pero no. Era más difícil de lo que pensaba. Iba a pagar una momentánea vacilación. Notó justo a su lado la cara suave de bebé de Padre Vil, los dientes amarillos, la respiración jadeante, y aquellos brazos de codillo de jamón estaban empezando a apretar y aplastar.
Padre Vil, evidentemente, había valorado la situación y decidido que no importaba lo deprisa que tu oponente pudiera moverse si no podía mover ni un músculo, de manera que tenía que encajar todos los golpes que hicieran falta para conseguir sujetar a Eliot en un abrazo de oso. Lo había logrado, y en ese momento estaba intentando, de forma lenta pero extrañamente imparable, aplastar a Eliot hasta dejarlo sin vida, y también clavar sus dientes en la oreja de su oponente.
Basta. Ese tipo era fuerte y tenía toda la ventaja en esa posición, pero no era sobrehumano. Eliot sintió que prácticamente estaba encajado en Padre Vil en ese punto, y no había respirado de forma adecuada en unos treinta segundos. Empezó a liberarse.
Seguía siendo mucho más difícil de lo que podía pensarse —no tenía ningún punto de apoyo— y Padre Vil no estaba bromeando sobre su vileza personal, pero Eliot se escurrió de aquellos brazos enormes y trastabilló unos metros. Todavía estaba recuperando el equilibrio cuando sintió que algo le golpeaba dolorosamente un hombro. Arqueó la espalda para huir de ese punto de dolor candente y gritó:
—¡Ah!
Nada de lo que llevaba el loriano debería haber podido penetrar la Armadura Espectral. Eliot se volvió, todavía alejado de Padre Vil, pero no con tanta distancia como esperaba; en la vida real los movimientos de ambos se habrían visto borrosos. Ese tipo estaba utilizando armamento mágico; Eliot debería haber examinado con más atención esa hoja.
Tenía que ser metal filoriano. Metal mágico. «Apuesto a que se lo quitó a ese ermitaño —pensó Eliot—. Seguro que esa cosa está hecha de una hoja de arado de Fillory.»
Oh, eso es.
De pie otra vez, Eliot esquivó la hoja, agarró lo que quedaba del mango del arma y la arrancó de manos de Padre Vil. «Eso se llevó consigo algo de piel», pensó. Bien. Lo lanzó con todas sus fuerzas, con todas las fuerzas de Fergus. Todavía estaba subiendo cuando desapareció en la nube que colgaba baja en torno al pico de la montaña.
Eliot brincó hacia atrás y adoptó la postura que su instructor de boxeo le enseñó, luego avanzó arrastrando los pies. La cuestión del boxeo era sobre todo para hacer ejercicio, además de una excusa para disfrutar de la compañía del instructor, cuyo asombroso torso bastaba para que Eliot no echara nada de menos el porno de Internet, pero también tenía cierto valor práctico. Corto, corto, cruzado. Gancho, gancho. Estaba soltando golpes secos y firmes. Ya bastaba de contenerse.
Estaba sacudiendo a Padre Vil, que se estaba tambaleando. Eliot se dio cuenta de que estaba enseñando los dientes y escupiendo palabras con cada golpe.
—Tú mataste a un ermitaño. Tú, cabrón sudoroso.
«No caigas, mamón. No caigas, quiero darte un poco más.» Estaban prácticamente contra la línea del frente loriana cuando Eliot le dio una patada en las pelotas a Padre Vil y, a continuación, permitiéndose una fantasía personal, hizo un movimiento de barrido con la pierna y observó a Padre Vil rotando majestuosamente en el sentido de las agujas del reloj al tiempo que descendía hasta impactar de manera estrepitosa en la arena compacta con un movimiento en cámara lenta en el que vio vibrar su carne fofa.
Incluso entonces Padre Vil empezó a levantarse. Eliot le soltó una patada en la cara. Había terminado con esa puta gente. Mi reino, mi país. Mío.
Dejó caer toda la magia de golpe. La fuerza, la velocidad, la armadura, todo.
—Vamos.
Bueno, no toda, toda. Su voz amplificada resonó en las paredes de piedra del desfiladero como el trueno. Recogió un fragmento perdido del arma de Padre Vil y lo lanzó a la arena. Por fortuna para su sentido teatral cayó boca arriba.
—Vamos. Que esta lanza rota marque la frontera entre nuestras tierras. Si algún hombre o mujer la cruza, no garantizo su seguridad. La misericordia de Fillory es grande, pero su memoria es inmensa y su venganza terrible. —Hum. No era exactamente Shakespeare—. Te metes con el carnero y terminas con cuernos —dijo.
Mejor dejarlo así.
Eliot puso una espantosa mala cara real al oponente loriano y se volvió para alejarse, susurrando entre dientes un hechizo. Fue recompensado con un suave frufrú y un sonido de crujido cuando el pequeño tocón de madera que había lanzado se convirtió en un fresno a su espalda. Un poco clisé. Pero, eh, los clisés tienen su razón de ser.
Eliot continuó caminando. Su respiración estaba regresando a un ritmo normal. Lo había hecho, había mostrado al mundo que cuando se trataba del Rey Supremo lo ponía todo en juego. El desfiladero discurría de norte a sur y el sol, por fin, estaba asomando por su borde oriental, después de haber estado ocupado iluminando el resto de Fillory desde al menos una hora antes. Las filas se abrieron para dejarle pasar.
Dios, a veces adoraba ser rey. No había muchas cosas mejores en la vida que ver que tus propias filas te abrían paso, sobre todo después de haber dado públicamente una auténtica patada en el culo a alguien que se lo merecía. Evitó el contacto visual con las tropas, aunque señaló con dos dedos al más veterano de los gigantes, reconociendo que había hecho un favor personal al Rey Supremo al aparecer. «Te debo una, tío.»
El gigante inclinó su enorme cabeza hacia Eliot, con gravedad.
Era una sensación curiosa, volver al tiempo real después de haber observado el mundo en cámara lenta durante media hora. Todo parecía vívidamente acelerado: las plantas ondeando, las nubes moviéndose, la gente hablando. Era una mañana clara y hermosa, y el aire actuaba como un refrigerante helado para su cerebro sobrecalentado. Decidió que simplemente continuaría caminando, caminaría más de un kilómetro hasta el campamento filoriano por sí mismo. ¿Por qué demonios no iba a hacerlo? Un montón de gente trató de interesarse por su hombro herido, que probablemente todavía goteaba sangre, y ahora que la excitación estaba agotándose había empezado a dolerle de lo lindo.
Pero no quería que se interesaran por él. Todavía no. Todo a su debido tiempo.
La guerra con Loria había terminado. La vida era buena. Era curioso que justo cuando pensabas que te conocías de pies a cabeza, tropezabas con una nueva clase de fortaleza, una reserva fresca de poder dentro de ti que nunca antes habías sabido que poseías, y de repente te encontrabas ardiendo de forma un poco más brillante y más caliente que nunca antes.
Eliot pensó que Quentin lo habría entendido.
—Cariño, estoy en casa. —Abrió la puerta de la tienda.
—Sigue diciendo eso. —Janet no levantó la mirada—. A lo mejor algún día tendrá gracia.
Janet estaba doblada sobre una gran mesa de caballetes cubierta por los enormes mapas del terreno de Fillory que usaban para mantener el hilo de su breve pero gloriosa campaña contra Loria. Estaban repletos de figuritas en miniatura: Eliot las había mandado hacer especialmente para representar ambos contendientes de la acción. No era estrictamente necesario, porque solo había dos ejércitos y un solo frente —distaba de ser las potencias del Eje contra los Aliados—, pero se lo pasaban en grande empujándolas por los mapas con largas palas de madera.
La tienda estaba inundada de la luz rosácea que se filtraba a través de las paredes de seda roja. Eliot se dejó caer en un sillón. Hacía calor en la tienda, incluso a esa altitud: las temporadas filorianas eran irregulares e impredecibles, y estaban en una serie ininterrumpida de meses de verano desde hacía no sabía cuánto. Había sido espléndido al principio, pero empezaba a resultar excesivo.
—¿Te has ocupado de los asuntos de papá?
—Lo he hecho —dijo Eliot.
—Mi héroe. —Rodeó la mesa y lo besó en la mejilla—. ¿Lo has matado?
—No lo he matado. Pero le he pateado el culo.
—Yo lo habría matado.
—Bueno, la próxima vez puedes ir tú.
—Lo haré.
—Pero no habrá próxima vez.
—Qué pena. —Janet se sentó en el otro sillón—. En anticipación de tu victoria inevitable convoqué a dos pegasos para que nos llevaran de vuelta a Whitespire. Estarán aquí en unos minutos.
—¿Quieres ver mi herida de guerra?
—Muéstramela.
Eliot se movió lo más que pudo sin levantarse, alejándose lo suficiente para que ella pudiera ver el tormo que Padre Vil había arrancado de su deltoides o trapecio o como se llamara ese músculo.
—Bonito —dijo ella—. Está estropeando el tapizado del sillón.
—¿Eso es todo? ¿Estropeando el tapizado?
—Te preguntaría si quieres una medalla, pero ya sé que quieres una medalla.
—Y tendré una. —Eliot cerró los ojos, de repente cansado aunque solo eran las nueve y media de la mañana. La adrenalina había desaparecido y estaba temblando un poco. No dejaba de recordar a Padre Vil pegado a él, aplastando su caja torácica—. Me la concederé yo mismo. A lo mejor fundo una orden, la Orden de la Lanza Rota. Será para gente excepcionalmente valiente. Como yo.
—Enhorabuena. ¿Estás listo para volar?
—Sí. Estoy listo para volar.
Él y Janet hablaban así todo el tiempo. Los filorianos no lo entendían, pensaban que el Rey Supremo Eliot y la Reina Janet se odiaban, pero la verdad era que, en ausencia de Quentin, Janet se había convertido en su principal confidente. Eliot suponía que era en parte porque a ambos la intimidad romántica real les resultaba esquiva y poco interesante, así que normalmente ninguno de los dos tenía novio serio, y tenían que volverse el uno al otro en pos de compañía inteligente. A Eliot solía preocuparle que esa falta de pareja estable significara que no estaba psicológicamente sano: atrofia emocional, quizá, o con fobia al compromiso o algo. Pero eso cada vez le preocupaba menos. No se sentía atrofiado ni fóbico. Se sentía simplemente soltero.
No como Josh y Poppy. Seis semanas después de ocupar sus tronos eran pareja y después de otras seis semanas estaban comprometidos. Nadie lo vio venir, pero ahora al mirar atrás costaba recordar que alguna vez hubieran estado separados. Eliot se preguntaba si eran las coronas en sí, si había alguna clase de magia antigua en funcionamiento, que causaba que cualesquiera soberanos que no estaban relacionados se emparejaran y produjeran herederos para sus tronos. Después de quedarse exhausto tratando sin éxito de unir a Eliot y Janet, el hechizo había vuelto su atención hacia Josh y Poppy con más suerte.
Quizás era cierto. Pero Josh y Poppy parecían profesarse verdadero amor. Eliot pensaba que hablaba bien de Poppy que ella viera la gracia de Josh, que era algo que no todos podían hacer. No era atractivo, y aunque era tan listo como cualquiera de ellos no iba por ahí asegurándose de que todos lo supieran todo el tiempo. No, la gracia de Josh era que tenía un corazón grande y noble. Eliot literalmente había tardado años en descubrirlo. Poppy aprendía más deprisa.
Ahora los dos habían hecho su nidito, y una semana antes le habían dicho que Poppy estaba embarazada. Todavía no era público, pero estaba empezando a notarse. A la gente le encantaría. No había habido un príncipe o princesa en Fillory en siglos. Hacía que Eliot se sintiera un poco solo y un poco vacío, pero solo un poco. La vida era larga. Había mucho tiempo para eso si alguna vez descubría que lo deseaba. Era Rey Supremo en una Gran Época. Su trabajo por el momento era protagonizar algunos Grandes Hechos.
Oyó ruido de cascos en la hierba y la punta rígida de un ala rozó la pared de seda basta de la tienda junto a su cabeza. Los pegasos habían llegado. Abrió los ojos y se levantó con dificultad; estaba convencido de que la herida había dejado de sangrar, aunque podía sentir el lugar donde la camisa se había adherido a ella. Lo curarían en Whitespire. Haría que le dejaran una bonita cicatriz. Sin esperar a Janet adoptó su expresión de rey y salió.
Los pegasos estaban trotando por la hierba fría, trazando círculos unos en torno a otros sin descanso, con sus tremendas alas de águila blancas todavía medio extendidas. Los pegasos odiaban quedarse quietos. Eran seres maravillosos, de color blanco puro y ligeros como el aire, aunque parecían tan sólidos como cualquier caballo normal, con músculos gruesos y venas azules serpenteantes que destacaban bajo la piel como cables bajo una alfombra. Sus pezuñas de color —¿platino?, bueno al menos brillantes— destellaban al sol de la mañana.
Dejaron de caminar y lo miraron con expectación. Podían hablar, pero casi nunca se dignaban hacerlo, al menos no a los humanos, ni siquiera al Rey Supremo.
—¡Janet! —la llamó Eliot en voz alta.
—¡Voy!
—Solo deja tus cosas. Ya las prepararán para ti.
—Cierto.
Ella salió de la tienda al cabo de un momento, con las manos vacías; se había puesto pantalones de montar.
—Sabes, había pensado una cosa —dijo—. Con todo el ejército movilizado así, ¿por qué no aprovechamos el impulso? Seguimos adelante y tomamos Loria.
—¿Tomar Loria?
—Exacto. Luego llevamos a todo el ejército a Ningunolandia y marchamos por la fuente y tomamos la Tierra. ¿Sí? ¡Sería pan comido!
—A veces —dijo Eliot—, me cuesta darme cuenta de cuando estás de broma.
—Yo tengo el mismo problema.
Los pegasos parecían aún más reticentes de lo habitual a permanecer en tierra. Apenas se quedaron quietos el tiempo suficiente para que montaran Eliot y Janet.
Los pegasos no llevaban sillas, así que te agarrabas a sus crines o cuellos o plumas o allí donde pudieras agarrarte. Eliot notó músculos gruesos bajo su piel cuando la bestia se elevó en el aire. Subieron en espiral cada vez más alto, y le pitaron los oídos y el campamento se empequeñeció debajo de ellos. Vio el desfiladero donde había luchado contra Padre Vil, con el ejército filoriano formado todavía en filas estrechas y sus hombres regresando lentamente a casa. Cuando estuvieron a quizá trescientos metros de altitud los pegasos se enderezaron y se volvieron al sureste hacia Whitespire.
A Eliot le encantaba Fillory en todo momento, pero más que nada cuando lo veía desde el aire, cuando la tierra se desplegaba por debajo como un mapa en un libro amado que te has pasado mirando toda la infancia, estudiándolo, deseando poder caer en él, sintiendo que podías hacerlo. Y Eliot había caído. Desde allí podía ver los viejos muros de piedra que se entrecruzaban en Fillory, construidos por manos desconocidas, por ninguna razón que se supiera. Hacía que el paisaje verde pareciera una colcha. En algunos lugares las paredes se habían roto y habían quedado desmontadas por el clima o animales o personas que necesitaban las piedras para propósitos más inmediatos y prácticos. Setos de color verde oscuro seguían las carreteras principales durante kilómetros, limpias filas dobles desde allí, pero tan gruesas y sobrecogedoras como los setos normandos cuando te acercabas a ellos. Tomó un par de notas mentales de donde se estaban poniendo un poco rebeldes. Lo notificaría al Señor del Seto.
Continuaron subiendo hasta la nube blanca, y Fillory desapareció. Las nubes en Fillory no eran pegajosas y decepcionantes como en el mundo real, sino que pasaban a tu lado calientes y suaves y algodonosas, lo bastante sólidas para ser reconfortantes. Al cuerno el amor, al cuerno el matrimonio, al cuerno los niños, al cuerno follar: este era su romance, su tierra de fantasía a cuyo timón se sentaba, manejándolo hacia el mundo futuro, sin fin, hasta que muriera y se levantaran estatuas idealizadas de él del mejor gusto. Era todo lo que necesitaba. Era todo lo que nunca había necesitado.
Cuando salieron de las nubes estaban en el Gran Pantano del Norte. Era un mal sitio ahí abajo, lo sabía. De hecho allí el agua estaba revuelta en un área amplia cuando la espalda moteada de alguna enorme masa viviente se hundía en las ciénagas negras. Tal vez un día, si alguna vez se aburría tanto, dirigiría una expedición allí y vería qué era eso.
Aunque tal vez no. Contempló el pantano durante un buen rato, perdido en sus pensamientos, y cuando levantó la mirada descubrió que ya no eran dos, sino tres. Ember se había unido a ellos, entre él y Janet, volando en formación.
Había pasado cierto tiempo desde que Eliot había tenido una audiencia con el dios.
—Rey Supremo —dijo el carnero—. Deseo tener unas palabras contigo.
La voz profunda de bajo era claramente audible incluso sobre el aullido del viento. No tenía alas, y ni siquiera se molestaba en galopar, aunque ocasionalmente el aire alborotaba sus rizos lanudos. Simplemente volaba entre ellos, con las piernas rígidas de carnero metidas debajo de él como si estuviera sentado en una alfombra voladora invisible.
—¡Hola! —dijo Eliot en voz alta—. ¡Estoy escuchando!
—Has obtenido una gran victoria para Fillory hoy.
—¡Lo sé! ¡Gracias!
Quizás era el momento de sacar a relucir a Quentin. Pero Ember continuó.
—Sin embargo, esto era solo una batalla. Está empezando una guerra, Eliot, una guerra que no podemos ganar. La última guerra.
—¿Qué? Espera, no lo entiendo. ¿Qué significa eso?
Ese no era el discurso que Eliot estaba esperando. Estaba esperando que Ember lo pusiera por las nubes, que lo duchara con aprobación paterna, que le concediera un favor.
—¿Qué guerra has estado viendo? —gritó Janet—. Aplastamos a esos tipos. Eliot los aplastó. Ha terminado.
—¿No te has preguntado cómo es que los lorianos pudieron pasar la Barrera Septentrional para llegar a Fillory?
—Bueno, sí —reconoció Eliot—. Un poco.
—Los viejos hechizos se han debilitado. Esta invasión era solo un augurio presagiado hace mucho. La guerra que estamos perdiendo es con el tiempo.
—Oh —dijo Eliot—. Vale.
¿Era eso? Una guerra con el tiempo. Vagamente recordaba algo semejante en los libros, pero habían pasado muchos años desde que los había leído. Y ni siquiera entonces los había leído con demasiada atención. Una vez más lamentó que Quentin no estuviera allí.
—El final ya casi está aquí, Eliot —dijo Ember.
—¿El final de qué?
—De todo —dijo Ember—. De esta tierra. De este mundo. Fillory está muriendo.
—¿Qué? Oh, vamos. —Eso era ridículo. Un golpe bajo como mucho. Fillory no estaba muriendo. Fillory estaba pateando culos en ese mismo momento. ¡Tiempo de leyendas! Mundo sin fin—. ¿De qué estás hablando?
Ember no respondió. En cambio, el pegaso habló por vez primera. Eliot nunca había oído hablar a uno.
—Oh, no —dijo. Soltó un suspiro equino—. Otra vez no.