12

Hasta que transcurrieron un par de horas y estuvieron otra vez en sus caballos y dirigiéndose al sureste, en dirección a un terreno benditamente sólido y seco, y en última instancia a Barion y su claro bálsamo alcohólico, Janet no se aclaró la garganta y dijo:

—Bueno, supongo que probablemente estás preguntándote cómo de repente me convertí en una asombrosa diosa del hielo con hachas mágicas justo ahora.

Eliot se lo estaba preguntando, por supuesto. Pero estaba tratando de descubrir cuánto tiempo podía continuar sin mencionarlo. No era que no quisiera saberlo, ambos sabían que sí. Era un juego al que jugaban: no hacer caso de lo obvio.

Ambos sabían que tarde o temprano Eliot cedería.

—¿Con qué sales ahora? —dijo sin darle importancia—. Oh. claro. Supongo que sí.

—Llamo al hacha derecha Pena —dijo ella—. ¿Sabes cómo llamo a la izquierda?

—¿Felicidad?

—Pena. No las distingo.

—Hum. Ajá.

Cabalgaron juntos en silencio durante otros cinco minutos. Ambos eran jugadores experimentados. Eliot no dejaba de mirar por encima del hombro, tenía la paranoia de que una de aquellas medusas rosas iba a atacarle desde atrás y a envolverlo con sus tentáculos. Después de que detuviera su corazón probablemente tiraría de él hasta sus entrañas como quien recoge el carrete de una caña de pescar y podría verse cómo lo digería a través de su carne translúcida. Todo sería muy público.

Aunque claro: ¿qué importaba si el mundo estaba terminando? Pero importaba. Eso lo sabía. Todo seguía importando. En ese momento más que nunca. Decidió reconocer la derrota.

—Vale, entonces, ¿cómo es que de repente te convertiste etcétera, etcétera?

—¡Me alegro mucho de que me lo preguntes! ¿Recuerdas la vez en que vosotros fuisteis al mar y me dejasteis a cargo de Fillory durante un año y medio?

—¿Y salvamos la magia y por extensión al mundo entero? Sí.

—Bueno, fue divertido dirigir todo y tomar todas las decisiones y poner en marcha reformas muy retrasadas, pero, luego, al cabo de un mes, las cosas se enlentecieron un poco y necesitaba un proyecto. Así que ¿conoces el desierto que está al sur de Fillory, al otro lado de las Montañas de Cobre?

—Lo conozco.

—Lo anexioné.

—Espera. —Eliot tiró de las riendas de su caballo y ambos se detuvieron—. ¿Invadiste el desierto?

—Lo anexioné. Estaba pensando en que en los libros, otros países siempre van detrás de Fillory y lo amenazan y tal. Así que pensé ¿por qué no al revés? ¡Seamos expansionistas! ¡Un ataque preventivo! Vamos a ver, tenemos todos los monstruos mágicos y raros del mundo. Solo los gigantes son más o menos el equivalente de un arsenal nuclear. Oh y además tenemos nuestro propio dios, que es verdaderamente real. Es casi un imperativo moral. Destino manifiesto.

Eliot espoleó a su caballo y este reemprendió la marcha. Adoraba a Janet, pero ella era realmente increíble. Esperó lo que consideró un intervalo adecuado.

—No pienses que porque no estoy diciendo nada no estoy afligido por la impresión y el pesar —dijo el Rey Supremo—. Porque lo estoy. Por eso no estoy diciendo nada.

—Bueno, si no querías que invadiera el desierto, no deberías haberte marchado a salvar el mundo —dijo Janet—. Fue una iniciativa muy popular internamente. Al pueblo le encantó. Y nuestro ejército permanente estaba ocioso y la baja nobleza se estaba devanando los sesos buscando una forma de ascenso social. Ganar algunos honores y títulos y tal y cual. Has de usar ese material o se te termina volviendo en contra, como con los Fenwick.

Eliot resopló.

—Bueno por eso tú no entiendes la política —dijo Janet.

—¡La política no me entiende a mí!

—Y piensa en los recursos minerales que hay. Las materias primas de nuestro país son una mierda.

—Por favor, abstente de insultar los minerales del Rey Supremo.

—Son mierda. Así que tomé un regimiento y un puñado de elefantes parlantes y esa dama ninja Aral (ya sabes, la que Bingle venció en el torneo, lo cual no me dio lecciones sobre esa farsa de justicia), y cruzamos las Montañas de Cobre. Por cierto, ¿alguna vez las has visto? Son asombrosas. La verdad es que son casi todo cobre, y se han vuelto de ese color verde oxidado. Hay incluso una palabra especial para ello: eruginoso. Aral me lo enseñó. Resulta que es una fiera del Scrabble.

—El cobre es un mineral. Y los llamamos brigadas, no regimientos.

—Y nunca había estado del todo segura de si somos propietarios o no de las Montañas de Cobre. La verdad es que no está claro en los mapas. —Era como si Janet no lo hubiera oído—. Así que ahora sí que lo somos, porque las anexioné de camino al desierto. Solo tardé un par de días. Un elefante cayó de un acantilado, un acantilado de cobre, y eso casi me rompió el corazón. Elefantes y gravedad no son una gran combinación. Pero ¿sabes qué? Los otros elefantes se detuvieron de inmediato y bajaron y encontraron lo que quedaba de él y formaron un círculo a su alrededor. No pude ver lo que hicieron, pero, cuando terminaron (pasó un día), el que cayó volvía a estar entero y corriendo. Lo resucitaron. Nunca había visto algo así. Los elefantes saben lo suyo. No sé por qué los gobernamos, deberían gobernarnos ellos.

—Eso es traición —dijo Eliot con ligereza—. Pero es verdad. ¿Cómo era el desierto?

—¿El desierto? El desierto es el lugar más hermoso que he visto.

Habiendo pasado mucho tiempo con Janet, Eliot estaba acostumbrado a la forma en que cambiaba con suavidad y sin previo aviso de la ironía y la agresión a expresiones sinceras de emoción humana auténtica.

—Has de ir, Eliot. Ve en invierno. El Desierto Errante es como un océano de arena. Ya me doy cuenta de que es un clisé, pero realmente es como un océano. Las dunas se mueven como grandes olas en mar abierto. Despacio, pero puedes verlo. Pasamos un día simplemente sentados en las laderas de las Montañas de Cobre observando las dunas que avanzaban hasta estrellarse contra las estribaciones, todo en silencio, como olas monumentales.

—Y entonces —dijo Eliot—, al darte cuenta de que estabas a punto de invadir un hermoso pero por lo demás inútil y completamente inocente desierto, hiciste un balance de errores tácticos y éticos y diste la vuelta…

—Pues no. No me di la vuelta. De hecho, fue entonces cuando supe por qué había venido.

»Envié los elefantes de vuelta. Elefantes… Dios, no sé lo que estaba pensando al llevar una manada de elefantes por las montañas. En Aníbal, supongo. No habían protestado, pero no era lugar para ellos. Les dije que podían ir a pastar al Huerto del Sur. Eso zanjó la cuestión.

»Envié también de vuelta al regimiento. O la brigada o lo que sea. Eran buenos tipos, muy valientes, y no querían volver, pero se lo ordené y tuvieron que obedecer. Supongo que esperaban una batalla, pero no había nadie con quien luchar. Una vez que se fueron, entré caminando sola en el desierto.

—¿Por qué demonios hiciste eso? —preguntó Eliot.

Mientras cabalgaban, el paisaje que los rodeaba estaba pasando otra vez de ciénagas a prados, de blando a firme, con la tierra seca separándose de la humedad como si se despertara de una pesadilla. Pero Janet continuaba distante y contemplaba un paisaje completamente distinto.

—Mira, no creo que pueda explicarlo nunca. ¡Era tan puro! De repente, toda esta vida, todo este verdor, parecía innecesariamente elaborado y húmedo y complicado. El desierto era sincero y real: solo arena seca haciendo curvas suaves contra el cielo vacío. Era como si hubiera estado pugnando por salir del barro toda mi vida, y de pronto allí estaba la salida.

»Supongo que estaba haciéndome cargo de mi vida, pero no sentía eso en absoluto. Me sentía a salvo allí. Más segura de lo que me había sentido nunca en ninguna parte. No necesitaba aparentar más, podía simplemente ser. —Janet suspiró, frustrada—. Lo sé, lo que digo no tiene ningún sentido. Dios sabe que no soy una persona espiritual ni nada. Simplemente sentía que no podía respirar allí.

—No, lo entiendo. Continúa.

Durante mucho tiempo, Eliot había tenido la teoría de que en opinión de Janet todos eran tan sentenciosos con ella como ella lo era con los demás, y si eso era cierto entonces el mundo tenía que ser un lugar terrible para ella. No era de extrañar que quisiera estar sola.

—Esa noche ocurrió lo más sorprendente: las estrellas bajaron del cielo. No estaban acostumbradas a ver seres humanos, así que no estaban asustadas. Eran como pájaros dóciles: estaban por todas partes, a unos palmos del suelo, cada una del tamaño de una pelota de tenis. Puntiagudas y un poco calientes, y casi chillaban. Podías sostenerlas en las manos. —Suspiró otra vez—. Sé que suena raro hasta para Fillory. En ocasiones me pregunto si lo soñé.

»Caminé durante tres días, hasta que me quedé sin provisiones, pero nunca se me pasó por la cabeza volver. Ni una vez. Todo el tiempo temía perder el temple, pero nunca lo hice. Seguí rumbo al sur. Las dunas eran más grandes allí, en medio del desierto profundo, grandes como colinas. En lo alto se divisaba un largo trecho, pero nunca vi el borde. Quizá continuaban para siempre.

»Bueno, puedes adivinar lo que ocurrió a continuación. Me desmayé de hambre y agotamiento y me desperté en la barca de arena de algún tipo, navegando por el desierto.

—¿En serio? —dijo Eliot—. Iba a adivinar que te diste cuenta de que ibas a morir y volviste por donde habías venido. O eso o que ese elefante que cayó del acantilado antes y volvió a la vida apareció, moviéndose con majestuosa gracia a través de las dunas, y te rescató. Con Aral montándolo quizá. Supuse que lo estabas preparando como un giro sorpresivo.

—Bueno, no. Me desperté en la barca de ese tipo. No era una gran barca, básicamente era una tabla con una pértiga clavada y una sábana atada a la pértiga. Era más bien un windsurfista. Se sentaba con las piernas cruzadas, con una mano en el timón y otra en la escota (tenía unos antebrazos como bolos) y el artefacto iba volando por la arena a una velocidad increíble.

»No dijo nada, pero era increíblemente guapo. Alto, delgado, nariz grande, piel morena. Me llevó a su casa, que estaba en un enorme saliente rocoso que sobresalía de la arena. En lo alto había un gran cráter lleno de tierra negra con cosas que crecían en él. Una tribu entera vivía en pequeñas celdas cavadas en círculo en la roca.

—¿De dónde sacaban el agua? —preguntó Eliot.

—Yo también me lo pregunté. Lo descubrí. Pero ya llegaré a eso.

»Era un grupo bastante duro. Este tipo que me salvó era el líder, lo llamaban el Primero. Traté de explicarle que lo estábamos invadiendo o que yo lo estaba invadiendo y que ese desierto a partir de ese momento formaba parte de Fillory. Pensé en dejarlo estar, porque me había salvado la vida y todo, pero vamos: una invasión es una invasión. O una anexión. En cualquier caso supuse que era mejor poner por delante que a partir de ese momento eran libres para disfrutar de los beneficios de ser un territorio cuasi nacional semiautónomo dentro de la protección del Imperio filoriano.

»¡Pero el Primero no se creía nada! Era muy firme. Dijo que nunca había oído hablar de Fillory. Me cabreó, pero me impresionó al mismo tiempo. Así que me quedé por ahí.

»Me gustó estar allí. Para ser un grupo de gente sin enemigos obvios tenían ese estilo estimulante de luchar: todos llevaban un arma personal hecha de su perverso metal negro. Era un material ligero y fuerte, y cuando golpeaba algo saltaban chispas azules; muy misterioso, yo no podía descubrir de dónde procedía. El Primero tenía una lanza entera de ese material. Tenía un gran discurso sobre lo fantástico que era. Forjado en el desierto, mató a un dios, esa clase de charla. Dijo que actuaba como un foco para la magia —amplificaba tu disciplina—, pero nunca vi que usara su arma así.

»Decidí que iba a ganármelos. La ofensiva del encanto. Empecé a ayudar por todas partes, tratando de captar los ritmos de la tribu. No lo habrías creído, una reina de Fillory a cuatro patas arrancando chirivías del suelo, comiendo esas larvas repugnantes que recogían tamizando la arena: trataba de pensar que eran cangrejos, pero eran larvas. ¿Y sabes qué? Ni siquiera me importaba. No me enfadaba. No puedo recordar cuándo me había sentido menos enfadada que allí.

»Y me acosté con el Primero. No lo amaba, pero me gustaba mucho, y me gustaba su mundo. Quería formar parte de ese lugar. Y Dios sabe que estaba de buen ver. El sexo con él era asombroso. Como acostarse con el desierto.

»Después de unos tres meses…

—Espera —dijo Eliot—. ¿Llevabas en Rockville tres meses en ese punto? ¿Qué estaba pasando en Fillory?

—En Fillory todo se estaba desarrollando según el protocolo. ¿Qué creías que iba a ocurrir? Preparas un país bien y funciona por sí solo. Tenía a toda esa gente pensando que podía oír sus pensamientos, por el amor de Dios. Estaban asustados de mear en la ducha. De ninguna manera iban a intentar nada.

»De todos modos, al cabo de tres meses, el Primero me dijo que si quería quedarme tenía que pasar por sus ritos de iniciación. Era algo trascendental; cada año un par de personas morían. Pero no me importaba. No estaba lista para irme. Y si superabas la prueba, te daban una de esas armas de metal negro. Nunca digas que hago las cosas a medias.

—Nunca diré eso —prometió Eliot solemnemente—. Janet, esto es muy intenso.

—Lo sé. Y no has oído la parte intensa. Así que voy a romper un juramento sagrado al contártelo, pero qué demonios, esto es lo que pasó. El Primero me sacó de la ciudad para llevarme otra vez al desierto, y entonces se arrodilló conmigo, cogió un puñado de arena y me dijo que lo que buscaba estaba allí. Bueno, qué demonios. Pero miré la maldita arena.

»Y al cabo de un rato empecé a fijarme en que tenía pequeños trozos brillantes. No muchos, pero de vez en cuando te encontrabas un grano negro con un brillo especial. Empecé a comprenderlo. Ese era el metal negro con el que se fabricaban las armas. Estaba a nuestro alrededor, en la arena. Un grano en un millar, dijo el Primero.

»Me dio un saco de lona y me dijo que tenía que sentarme sola en el desierto hasta que llenara todo el saco solo de granos de metal, uno por uno. Yo estaba en plan ¿lleno, lleno? ¿Como a rebosar? ¿O solo, no sé, una buena cantidad? Me dijo que lo sabría porque cuando terminara, cuando el saco estuviera lleno, vendría algo llamado el Forjador. Transformaría el mineral que había recogido en metal puro y fabricaría un arma para mí.

—¿En serio? —dijo Eliot—. Qué increíblemente amable.

—Bueno, lo sé. Muy conveniente. Pensarías que habría sospechado. Pero tenía que tener una de esas cosas. Tenía que tenerla.

»Así que me quedé allí. Tomo un puñado de arena, hago una pequeña pila en mi palma, elijo las manchitas negras y las barro desde la palma de mi mano al saco. Sin magia, era solo yo y mi saco y mis manos desnudas. Al cabo de unas horas tenía los ojos enrojecidos y me lloraban y bizqueaba. Cuando salió el sol al día siguiente estaba alucinando. El saco se estaba llenando, podía sopesarlo en la mano, pero iba a ser una carrera entre si lo llenaba o me volvía loca antes.

»Fue fatal. Ocurrieron todas las cosas habituales que ocurren en una prueba iniciática. Me hice pipí. Casi me quedé ciega. Vomité en un momento. Era muy, muy desagradable. Pero al mismo tiempo podía sentir que la dura prueba me rehacía, ¿sabes? Como si el desierto mismo me estuviera fundiendo, fundiendo las debilidades e impurezas y extrayendo lo que era duro y cierto. Pensé mucho en esa clase de chorradas cuando estaba recolectando mis granos.

—Janet. —Eliot no sabía qué decir. Nunca la había oído hablar tan abiertamente de sus sentimientos. Lo que ocurrió allí, había cambiado realmente algo en ella. Él no lo había visto hasta ese momento—. Janet, ¿cómo pudiste hacerte eso a ti misma?

—No lo sé, solo tenía que hacerlo. Seleccionaba y seleccionaba y seleccionaba. Me temblaban las manos como locas. El sol estaba bajando al tercer día cuando empecé a sentir que quizás estaba a punto de acabar. No era un saco enorme (más bien una bolsa, en realidad), pero parecía bastante llena. Si alguien te pedía un saco de mineral, no te avergonzaría dárselo.

»En teoría, si había aunque solo fuera un grano de arena normal allí dentro, el Forjador no acudiría, y no sé si creía eso o no, pero no dejaba de agitar el saco y buscar en él para ver si de alguna manera se había colado un grano de arena dentro. La verdad es que me encantaba mi bolsa de metal negro. La sentía fría y aceitosa y muy densa. Tenía un olor especial. Yo estaba orgullosa de ella. Simplemente me moría de ganas de ver qué clase de arma surgiría de ella. Sabía que fuera como fuese sería como la expresión afilada e irrompible de mi voluntad más profunda. Sería lo que había estado esperando toda mi vida.

»Supongo que estaba baja de defensas, porque allí recordé muchas cosas en las que había estado evitando pensar durante mucho tiempo. Por ejemplo, pensé en Alice al llegar a Brakebills la primera vez, atravesando el bosque, sin saber siquiera si la dejarían entrar. Pensé en lo asquerosa que fui con ella antes de que muriera o lo que fuera. Pensé en Julia esperando a que Brakebills viniera a buscarla, esperando y esperando sola en su habitación, y Brakebills nunca llegaba.

»Pensé en ti, y en cómo me sentía contigo, y lo mal que me sentía por eso. Pensé en lo lejos que has llegado. Tú verdaderamente te recompusiste al llegar aquí, Eliot, y respeto eso. Supongo que nunca te lo dije. Todos lo respetan.

—Gracias. —No se lo había dicho. Estaba bien oírlo.

—Pensé en esa vez en que estaba en el internado. Nunca pienso en mi infancia, nunca, pero esa noche todo salió supurando. ¿Sabes que mis padres me enviaron al internado cuando tenía ocho años? Ahora creo que era demasiado pronto, pero entonces simplemente lo acepté como normal. Creo que ni siquiera admiten niños tan pequeños ya. Y resultó que fue un año duro para mi familia (tuve un hermano menor que murió de muerte súbita del lactante), y creo que más o menos se olvidaron de mí durante un tiempo allí. Con toda la pena y eso. Simplemente supusieron que me cuidaría sola.

»Que supongo que fue así. Pero fue un año muy malo.

—¿Por qué nunca me habías contado esto?

—Oh, no lo sé. Supongo que en realidad nunca me permito sentir lo mucho que dolió. Pero más o menos reviví toda la experiencia esa cuarta noche, esperando a que llegara ese Forjador. Literalmente tuve una regresión a los ocho años.

»La cuestión es que era junio y el año escolar había terminado. Hora de volver a casa. Pero el último día hubo alguna clase de confusión. Mi papá pensó que enviaba un coche a buscarme, supongo, pero su ayudante lo olvidó o el conductor nunca apareció, el caso es que nadie vino a buscarme. Me senté en mi maleta en el vestíbulo todo el día, mientras iban recogiendo a los otros chicos uno por uno, y columpiaba las piernas y leía uno de esos libros grandes y blandos de Peanuts una y otra vez, y nadie vino. Eso fue antes de los teléfonos móviles, y no podían localizar a mis padres. El personal estaba susurrando a mi espalda. Sentían pena por mí, pero yo sabía que querían que me largara de una vez para poder irse a sus casas.

»Todavía recuerdo la vista desde el vestíbulo: la línea de palmeras a través de las puertas de cristal, las luces del atardecer en las baldosas temblorosas de linóleo, el olor de barniz en los bancos de madera. Yo miraba a las sombras y pensaba, seguro que habrá venido cuando la sombra del marco de la ventana llegue a esa esquina del banco, pero entonces no venía y elegía otro sitio nuevo. Me estaba dando cuenta por primera vez de que era una parte muy pequeña del mundo de mis padres. Ellos lo eran todo para mí, pero yo no lo era todo para ellos.

»El personal me dejó cenar con ellos, que es algo que normalmente los estudiantes nunca hacían. Pidieron comida a Popeye’s. Me sentía muy entusiasmada y especial.

Eliot deseó poder retroceder en el tiempo y llegar a esa mini Janet, cogerla en brazos y llevarla a casa. Pero no podía.

—Luego, después de cenar, mi papá apareció por fin. Llegó a grandes zancadas por la puerta, abriéndola con el brazo sin frenar el paso, con la corbata suelta, caminando demasiado deprisa. Seguramente estaba cabreado consigo mismo, por la confusión, pero daba la impresión de que estaba de alguna manera cabreado conmigo. Como si fuera culpa mía. Fue un capullo con todo ese asunto.

»Creo que ves adónde voy. Estaba seriamente débil en ese punto. Todo me daba vueltas. Me estaba quedando dormida cada cinco minutos. Me desperté al amanecer del quinto día y supe que el Forjador no iba a venir. Y me rendí. Había terminado.

»Volví caminando a la roca. Todavía tenía mi saco de metal. No podía soltarlo, quizá podrían usarlo para algo, no lo sé. No estaba en buen estado, ya te lo digo. Estaba tan deshidratada que no podía ni siquiera llorar. Era una escena de locura, como la de Ofelia en Hamlet. Salvo, bueno, mucho más seco.

»Y entonces estaba otra vez en la ciudad, y ellos estaban cuidando de mí, ayudándome a sentarme a una mesa donde había toda esa comida y bebida. Estaban dando una fiesta. Toda la tribu estaba allí. Todo el mundo estaba sonriendo. El Forjador no había venido, pero de alguna manera todo estaba bien. Había fracasado, pero simplemente así eran las cosas. El desierto era eterno, y yo había luchado contra él y había hecho lo posible y había perdido, y eso era lo único que podía hacer. Todo el mundo estaba allí sentado sonriéndome y al cabo de un rato yo también estaba sonriendo.

»El Primero me pidió que fuera a su lado, a la cabecera de la mesa, delante de todo el mundo. Me dijo que me arrodillara y cogió el saco de metal y lo levantó.

»—Eres una extranjera —dijo—. Pero viniste a nosotros y te inclinaste ante el desierto, y peinaste su arena con tus dedos.

»Pausa dramática.

»—Pensabas que el desierto te concedería sus tesoros. Los tesoros de nuestro pueblo. Pensabas que desvelaría nuestros secretos. Nuestro metal. Nuestra fortaleza. Pensabas que nos arrebatarías nuestro desierto, y gobernarías sobre nosotros.

»—Esto es lo que te ha dado el desierto: una bolsa de arena inútil.

»Y vació mi saco en el suelo.

»—Nunca encontrarás nuestro metal. El desierto custodia sus secretos. Solo los comparte con sus hijos e hijas. Puedes llevarte esta arena para tu Rey Supremo de Fillory y decirle que te dejo vivir. Dile que puede enviarnos más zorras si quiere, esta era adecuada.

Janet cabalgó un minuto en silencio. De espaldas a Eliot. Él no sabía si ella se estaba serenando o simplemente estaba perdida en sus pensamientos. Vio que se tocaba la cara una vez, eso fue todo.

—Janet —dijo él.

—El Primero se rio mucho con esto, créeme. —Cuando Janet continuó su voz no había cambiado—. Conocía a su público. Toda esa arena negra estaba delante de mí en una pequeña pila en el suelo. Me había parecido mucho más grande en el desierto. Todavía no podía creer que no fuera metal. Casi había muerto por eso.

»Pero antes no terminé la historia de cuando estuve en el internado. ¿Sabes lo que hice ese día cuando mi padre vino a buscarme? Le escupí. Le dije que nunca volvería a casa. Le desgarré su camisa cara. Él me abofeteó y me arrastró al coche pataleando y gritando.

»Pero ya no tengo ocho años. No soy una niña. Y el Primero no era ni la mitad de hombre que mi padre.

»Le susurré algo. Tuvo que agacharse para escucharme. Susurré:

»—No necesito tus secretos, Primero. Pero me llevaré tus armas. Y también me llevaré tu desierto. —Entonces le arrojé un puñado de arena negra fina a los ojos. Y me levanté. Y dejé de susurrar—. Y puedes decirle a tu dios cuando lo veas que no te dejé vivir. Pero supongo que eso será obvio.

»Mira, cometió un gran error. Pensó cuando me envió allí que iba a quebrarme, pero se equivocó. Me estaba haciendo más fuerte. El desierto me hizo examinar mis propios secretos, los que guardaba para mí, y lo hice. Cuando volví no tenía ninguna arma, yo era un arma.

»Puedo lanzar un Fortaleza Tejida muy deprisa si me hace falta. Estaba agotada por la dura prueba, créeme, pero nada iba a detenerme. Antes de que se enterara de lo que estaba pasando golpeé al Primero contra la puta pared. Mis manos eran básicamente como piedra. Era una sensación agradable.

»Durante un minuto todos los demás solo observaron. Creo que estaban pensando, vale, lucha justa, veamos si el Primero puede salir de esto por sí solo. No querían ser irrespetuosos con él tratando de ayudar, esa clase de cosas. Cuando cambiaron de opinión ya era demasiado tarde para él. Y para ellos.

»Bueno, mira, estaba cabreada. No creo que cometa muchos actos de violencia gratuita, pero era una guerra y él era un capullo y lo dejé hecho polvo. Lo lancé a través de un par de puertas y lloró como un puto bebé. ¿Sabes lo que escribían en los cañones? “El último argumento de los reyes.” Supongo que puedes decir que la magia es el último argumento de las reinas.

Eliot no dijo nada. Durante todos los años de su vida que había pasado con Janet nunca la había conocido, no de forma tan profunda. En ocasiones la miraba y pensaba, joder, me pregunto qué hay debajo de toda esa rabia, de toda esa armadura brillante. A lo mejor solo había una niña inocente y herida que quería salir y jugar y ser amada y ser feliz. Pero en ese momento se preguntó si quizás esa niña había desaparecido hacía mucho o si había estado allí alguna vez. ¿Qué había debajo de toda esa armadura, de toda esa rabia? Más rabia y más armadura. Rabia y armadura hasta el final.

Janet estaba pálida, pero su voz seguía calmada.

—Cuando el Primero terminó de llorar, le hice que me enseñara todo, todos sus secretos. Ya no me importaba, solo quería que supiera lo derrotado que estaba. Esa roca se hundía profundamente en el desierto (habían abierto pozos a través de ella) y debajo eran todo cuevas de hielo. De allí salía el agua.

»Pero no el metal. No había metal. ¿Puedes creer eso? Esas armas eran todo lo que tenían: creo que procedían de algún meteorito, de hace mucho tiempo. Forjadas de metal estelar, algo así. Simplemente se las pasaban de padre a hijo, de madre a hija. Encerré al Primero en una cueva de hielo y lo dejé allí. Supongo que sus colegas lo encontrarían tarde o temprano. Quizá murió, quizás está bien, no lo sé. ¿Qué soy, un puto doctor?

Eliot espoleó a su caballo para que avanzara y se situara justo al lado del de Janet y, en la medida en que se lo permitió su manejo del caballo, se inclinó, puso el brazo en torno a la reina y la besó en la mejilla. Sintió su sonrisa.

—Antes de irme le quité la lanza. Todavía tenía la fuerza, así que la partí por la mitad con mis manos desnudas, delante de él, y formé una cabeza de hacha al borde de cada una, con hielo. No está mal, ¿eh? Iba a decir: «Considérate anexionado, capullo», o algo así, pero a veces una frase final está de más, ¿sabes?

—Sí —dijo Eliot en voz baja—. Lo sé. Lo sé.

—Bueno, da igual —dijo Janet, espoleando a su caballo por la senda que conducía a Barion—, así es como conseguí mis hachas nuevas.