24

—Escuchad todos, tengo una carta de Eliot.

Janet se sentía cómoda en el trono de Eliot en la sala de reuniones del castillo de Whitespire. Podría haber conducido la reunión desde su propio trono oficial, pero le gustaba el de Eliot. No parecía diferente de los otros tronos, pero había algo que se sentía más… agradable. Complaciente.

Poder, supuso que era. Me sienta bien.

—Cuestión de orden —dijo Josh—. ¿Ahora que no está Eliot eres tú la Reina Suprema?

¿Lo era?

—Claro. ¿Por qué no?

—Es solo que…

—Tus argumentos constitucionales están un poco de más en este momento preciso, Josh. Además, yo escribí la mayor parte de la Constitución, así que tienes todas las de perder. Todas.

Josh abrió la boca.

—Bup bup bup —continuó Janet—. ¿Queréis oír la carta o no?

—Sí —dijeron Josh y Poppy al unísono. Entonces se regalaron uno al otro una miniatura de sonrisa de matrimonio despreciable.

—Claro —añadió Poppy.

Sus muertes serían formidables, vamos que el balcón estaba allí mismo, pero difíciles de justificar políticamente. Janet lo dejó estar. Por el momento.

—Dice así. —Levantó la pequeña cinta de papel, como una cinta de telégrafo, o el mensaje de una galletita de la fortuna—. LAS COSAS SE COMPLICAN STOP UMBER ERA MALVADO Y QUIZÁ VIVO STOP NADIE LO SABE STOP ENCUÉNTRALO CUANTO ANTES STOP PODRÍA SALVAR EL MUNDO STOP PRUEBA DEBAJO PANTANO NORTE STOP VUELVO CUANTO ANTES BESO STOP.

Hubo silencio en la sala.

—¿Nada más? —preguntó Poppy.

—¿Estabas esperando…?

—No lo sé. Algo un poco más formal, quizá.

—Ni siquiera nos ha saludado a nosotros —dijo Josh.

—No. ¿Otras preguntas?

—¿De verdad tiene que hacerlo así? ¿Como un telegrama?

—No, de hecho no. Creo que solo lo disfruta. ¿Alguna pregunta de un poco más de enjundia?

Josh y Poppy compartieron otra mirada conyugal.

—No sé cómo formular esto exactamente, pero qué cojones —dijo Josh—. Umber no es malvado. O no era malvado. Era el hermano de Ember. Además llevaba muerto un millón de años o así. Martin Chatwin lo mató.

—Oh —dijo Janet—, quizá no. O volvió a la vida o algo.

—¿Por qué no ha vuelto Eliot? —dijo Poppy.

—Eso no lo sé. Yo también estoy un poco molesta con eso. Y un poco preocupada. Tengo mucho cariño a nuestro Rey Supremo. Quizás está ocurriendo algo más interesante en la Tierra, pero no puedo imaginarme qué. ¿Josh?

—¿Cómo te envía cartas Eliot?

—Oh. Lo improvisamos antes de que se marchara. Más o menos flotan en la superficie en esa pequeña piscina transparente del patio que da a mi dormitorio, en estas tiras de papel. Es muy pintoresco. Luego las secas y las palabras se revelan como en una Polaroid. ¿Poppy?

—¿Deberíamos hacerlo? ¿Deberíamos tratar de encontrar a Ember? ¿O sea, Umber? Lo siento, los he confundido. Cerebro infantil, ya ha empezado. En serio, hemos de ponernos en marcha con esto porque casi estoy en el segundo trimestre. Tenemos seis meses.

Una cosa sobre Poppy: tenía una actitud dinámica. Era una de las cosas que a Janet le gustaban de ella. Quizá lo único. O, bueno, el cabello de Poppy también estaba bien.

—Pero un momento —dijo Josh—. ¿Y si encontramos a Umber? ¿Qué hacemos con Él? Quiero decir, hay que suponer que está muy alto en la escala de poder. No es que vayamos a intimidarlo.

—Bueno, he estado pensando en eso —dijo Janet—. Quizá podamos meterlo en la Tumba de Ember. Martin logró atrapar a Ember allí una vez, y él no pudo salir. Me parece que eso es como una instalación prefabricada de reclusión del dios carnero.

—Pero es arriesgado —dijo Poppy—. ¿Podríamos meterlo allí? ¿Quizá todo esto es un poco precipitado?

Justo entonces Janet se sintió abrumada por la sensación más extraña. Notó como si tiraran muy ligeramente de ella hacia un lado, en todo su cuerpo, como si estuviera empezando a perder el equilibrio. Luego la estancia dio un pequeño brinco, y la sensación desapareció otra vez. Janet se dio cuenta de que también afectó a los demás.

Josh fue el primero en comprenderlo.

—La sala ha dejado de moverse —dijo.

El castillo de Whitespire se construyó sobre la base de un mecanismo de reloj que rotaba sus torres muy despacio en una danza majestuosa e interminable, como las tazas de té en un tiovivo de feria lentísimo y aburrido. El mecanismo estaba impulsado por molinos de viento. Por lo general apenas lo notabas, pero lo notaron entonces, porque acababa de detenerse. Las torres de Whitespire nunca se habían quedado quietas antes, ni siquiera en tiempos oscuros, en los peores tiempos.

—¿Eso responde tu pregunta? —dijo Janet—. Este mundo se está desmoronando. Hemos de hacer algo, y esta es la única pista que tenemos. Creo que será mejor usarla.

—Solo estoy diciendo que aquí estamos hablando de cazar a un dios —dijo Poppy—. No va a ser fácil.

—Si fuera fácil todo el mundo lo haría.

En cuanto la torre se detuvo, Josh había salido al balcón y se había inclinado sobre la barandilla de piedra, mirando abajo. Ahora Janet y Poppy lo siguieron. Muy abajo gente minúscula estaba saliendo a las calles y a los patios, mirando a su alrededor con incertidumbre, pestañeando en la luz solar de última hora de la tarde. Uno por uno se detuvieron y levantaron la mirada, los miraron a los tres, protegiéndose los ojos como si sus reyes y reinas pudieran tener posiblemente algunas respuestas.

—Idiotas —dijo Janet en voz baja, pero solo para que constara.

Era el principio del fin. Quizá las grandes torres en giro perpetuo de Whitespire se habían detenido, acaso hasta las esferas celestiales habrían dejado de danzar al son de la música del tiempo. Quién coño lo sabía. Quizás el único lugar donde ella había sido feliz estaba a punto de desmoronarse. Pero ni siquiera el final del mundo iba a impedir que Janet fuera una perra.

Fueron todos, los tres. Cuatro contando al bebé. Josh y Poppy habían discutido —no llegaba al nivel de una pelea— sobre si ella debía ir, pero Poppy salió victoriosa.

—Te estás preocupando demasiado —dijo—. Cuidaré bien del bebé. Tú solo cuida bien de mí.

El viaje al Pantano del Norte fue más rápido esta vez. No había necesidad de un paseo de diagnóstico cortés pero sin rumbo por el páramo. Esta vez podían tomar la ruta directa, el tren expreso: hipogrifos, los voladores más veloces de la flota.

No podías usarlos todo el tiempo. Eran cabrones independientes que valoraban su libertad, casi libertarios, y eran muy quisquillosos también con sus plumas, y siempre terminabas arrancando unas cuantas, era imposible no hacerlo. Pero tiempos desesperados, etcétera. Eran mejores que los grifos purasangre de todos modos, esas cosas eran anarquistas sin más. Un punto muerto caótico hasta el final.

El hipogrifo particular de Janet tenía una cresta roja graciosa entre las orejas, un rasgo que ella no había visto antes. Fue muy teatral en no hacer caso a la reina cuando esta montó con la ayuda del impulso de un sirviente leal. Aunque solo fuera una vez antes del final del mundo a Janet no le habría importado un pequeño gesto de respeto por parte de una de esas criaturas. Ah, bueno.

Estaba bien contar con la visión de Fillory del ojo de un hipogrifo, de todos modos, porque al menos confirmaba que la detención de Whitespire no era un fenómeno aislado. Por doquier había señales de que las cosas se habían desencajado seriamente. No se parecía en nada a cuando ella y Eliot habían viajado, solo unos días antes, y pensar en eso ya le hizo sentir nostalgia. Ahora la hierba en los campos abiertos ondeaba y se doblaba en patrones extraños y regulares, círculos en expansión y líneas en movimiento: desde muy alto parecían viejos televisores analógicos parpadeando y con la imagen desplazándose en vertical.

Luego el eclipse, que era un acontecimiento diario en Fillory, simplemente no ocurrió. Al principio, Janet no sabía qué era lo que fallaba, pero entonces levantó la mirada y lo vio: la luna y el sol estaban desalineados. Donde deberían haberse alineado a mediodía, no se encontraron, el cuerno de la luna solo rozó la corona del sol y continuó su marcha, como un trapecista condenado que ha perdido la presa.

—¡Mierda! —dijo Josh en voz alta—. ¡El Hombre de Tiza ha caído!

Era cierto: se había puesto a cuatro patas en la ladera, su cabeza sin rasgos torcida como derrotada por la gravedad, o simple desesperación. El bastón había escapado de sus manos borrosas. Flotaba junto a él, en mitad de la colina. Era una visión de un patetismo increíble.

Y allí estaba ese maldito verano interminable. Janet ya había tenido suficiente calor. Josh y Poppy si acaso estaban aún más sorprendidos por todo esto que ella. Se habían encerrado en el castillo de Whitespire todo el tiempo a criar. Habían visto menos todavía que Janet.

Los hipogrifos no los dejarían justo en el pantano, porque a buen seguro que el mundo estaba terminando, pero eso no era razón para que se embarraran sus preciosas garras y pezuñas. No obstante, encontraron en el perímetro un lugar razonablemente despejado y sólido, como un helipuerto, y ejecutaron un aterrizaje grácil y a todas luces sobrenatural.

—Esperad aquí —les dijo Janet—. Dadnos veinticuatro horas. Si entonces no hemos vuelto podéis iros.

Los hipogrifos la miraron con ojos airados e ictéricos y no hicieron absolutamente ninguna señal respecto a si iban a darle veinticuatro horas. Janet saltó al barro con Poppy y Josh a la zaga.

—Sin ánimo de ser crítico en absoluto —dijo Josh—, pero si fuera el Rey Supremo o la Reina Suprema o lo que sea, habría llevado quizás un destacamento de soldados con nosotros. ¡Como en calidad de apoyo! Quizás ese regimiento de elite de Whitespire en el que es tan difícil entrar. ¿Alguna vez has visto a esos tipos haciendo ejercicio? Es una locura las cosas que son capaces de hacer.

Janet respiró profundamente. Paciencia.

—Estamos cazando a un dios, Josh. Ya sabes cómo va esa película. Primero envías las fuerzas de choque, los más cabrones, los tipos definitivamente invencibles, ¿y qué ocurre? Los asesinan al instante. Y es como, oh, qué miedo, no, se suponía que esos tipos eran invencibles. Luego llegan los héroes y hacen el trabajo de verdad. Es todo para aumentar la tensión dramática. Pensaba que quizá podíamos saltarnos esa parte e ir al grano.

—Pero me encanta esa película —dijo Josh, con tristeza.

—Eso plantea una cuestión interesante, Janet —dijo Poppy—. Ya que vamos al grano. ¿Cómo se supone que vamos a luchar con un dios?

—No es luchar —dijo Janet—. Es cazar.

Ni siquiera ella tenía tan clara la distinción que estaba haciendo, pero pensaba que podría mantenerlos callados unos minutos para que ella pudiera pensar. Alguien tenía que hacerlo.

—Y no es nosotros —dijo Josh—. Tú no vas a luchar. Vas a cuidar del bebé.

—Cuidaré del bebé luchando —dijo Poppy.

El tiempo era cálido y pesado, pero el agua enfangada que seguía filtrándose desde abajo a través de la hierba empapada sobre la que caminaban estaba helada. Había en ese lugar profundidades que el sol no podía alcanzar. Por fortuna, Janet llevaba unas botas formidables.

—En todo caso —dijo—. Martin Chatwin venció a Ember. Así que puede hacerse. ¿Qué tenía Martin Chatwin que no tengamos nosotros tres?

—Como seis dedos más —dijo Josh—. Para empezar.

Estaba bien estar en el campo otra vez, aunque la perspectiva no fuera optimista. Y le gustaba estar al mando. Antes del desierto ella nunca se había entregado al máximo, al menos no cuando los otros estaban alrededor mirando. Eso la habría vuelto demasiado vulnerable; en cierto modo no podía darlo todo. No era de extrañar que otros no la hubieran tomado tan en serio como deberían. Además, había hecho unas cuantas cagadas. Se preguntó si Quentin seguía enfadado porque lo hubiera seducido esa noche. Como si fuera ella la que hizo que él y Alice rompieran. Ella solo lo había hecho por costumbre. Si tienes un yonqui en la casa no dejas los medicamentos encima de la mesa.

Y como si hubieran ido a durar dos semanas más de todos modos, considerando lo perdedor que era Quentin por aquel entonces. Lo gracioso era que cuanto más se aclaraba Quentin, menos quería ella acostarse con él. Raro cómo funcionaba eso.

Cuando encontraron la pasarela, Janet empezó a trotar por las tablas, a paso ligero. Poppy iba detrás de ella, pero Josh las llamó («Eh, esperad») y cuando no lo hicieron tuvo que empezar a impulsar lentamente su cuerpo pálido. El tipo vivía en un mundo de fantasía sin comida basura ni coches ni grasas trans ni televisor y seguía estando gordo. Había que admirar su dedicación a la causa.

Por el camino Janet se fijó en un par de zapatos infantiles, antiguos y ajados, abandonados en una roca. Era lo más raro. Parecían lastimosamente pequeños. Se preguntó qué podía haber llevado a un niño tan pequeño —eran zapatos de niño— hasta allí, en la profundidad del Pantano del Norte, y qué podía haberle ocurrido. Nada bueno.

Cuando el muelle estuvo a la vista desenvainó las hachas cruzadas de su espalda.

—Esas hachas son formidables —dijo Josh—. ¿De dónde…?

—Tu mamá me las regaló —dijo Janet—. Después de que me la follara.

—¿Por qué…?

—Porque lo disfrutó mucho.

Quizá no fuera su mejor réplica, pero no todas podían ser geniales. Y la verdad era que no tenía ganas de contar la historia otra vez.

Janet se detuvo al final del muelle y miró a su alrededor, con las manos en las caderas. Todo parecía normal. No había un gran apocalipsis en marcha. Aunque, claro, los pantanos siempre parecen el final del mundo de todos modos. Entropía máxima, tierra y agua mezcladas caóticamente. No había mucho más colina abajo adonde pudieran ir.

El viento rizaba la superficie del pantano. Un par de árboles muertos partidos por rayos asomaban en medio. «Estuve justo aquí», pensó Janet. Como hace una semana. De pronto se sintió plenamente consciente de la circularidad y futilidad de la vida.

Eliot había dicho que Umber estaba bajo el pantano, lo cual era al mismo tiempo muy específico y muy vago. Ella pensaba en saltar a ciegas, como Luke Skywalker saltando de su Ala-X en ese pantano en Dagobah. Pero Poppy pasó a su lado y empezó a bajar por la escalera. Era una ligera infracción disciplinaria, pero por una vez iba a dejarlo pasar. Poppy hundió elegantemente un dedo en el agua, luego metió todo el pie.

—Uh —dijo.

—Cuidado.

Poppy no tenía cuidado. Con la tradicional indiferencia australiana por la sequedad personal y los depredadores venenosos subacuáticos, se lanzó de cabeza. El pantano devoró de un trago todo su cuerpo delgado.

—Poppy. —Josh miró en busca de su mujer e hijo desaparecidos—. ¡Poppy! ¡Dios!

Nada. Entonces la mano de Poppy emergió en la superficie calmada del agua, como la Dama del Lago, salvo que en este caso en lugar de ofrecer una espada mágica, la mano solo ofreció una señal entusiasta con el pulgar hacia arriba.

—Oh, gracias a Dios.

Josh ejecutó un bien practicado salto desde el muelle. En bomba. Hasta ahí lo sigiloso. Janet descendió por la escalera de madera gastada con porte digno, como una persona normal, hasta que quedó sumergida hasta las rodillas. Comprendió lo que quería decir Poppy, era una sensación extraña. Como si no estuviera mojada, y como si hubiera algo tratando de empujarla otra vez hacia arriba y afuera. Janet se inclinó y metió la cabeza.

Y se derrumbó en un montón de suelo húmedo boca abajo. Janet sintió náuseas; su oído interno estaba protestando ruidosamente ante lo que estaban percibiendo el resto de sus sentidos. Algo violentamente desorientador acababa de ocurrir.

—¡Esto apesta! —Escupió para no vomitar.

Josh ya estaba de pie y dando saltos.

—¡Otra vez! ¡Otra vez!

Al menos alguien estaba disfrutando.

Estaban bajo el agua, los tres, pero invertidos; eso era lo que había ocurrido. Estaban de pie en la cara inferior de la superficie del pantano, que ahora era dura y resbaladiza. Estaba oscuro allí, pero no cabía duda de qué era lo principal, a saber, un gran castillo con el mismo aspecto exacto que Whitespire pero más siniestro, con sus almenas iluminadas con antorchas blancas. El cielo por encima —o el lecho del lago o lo que fuera— estaba negro.

—Un castillo de Whitespire bajo el agua y cabeza abajo —dijo Josh—. Reconozco que no es lo primero que se me habría ocurrido.

—Es una imagen de espejo.

—Los espejos invierten de izquierda a derecha, no de arriba abajo —dijo Poppy, con tediosa corrección—. Además, la cuestión del blanco y negro es…

—Vale, vale, lo pillo.

No encontraron resistencia, pero el puente levadizo estaba subido, así que los tres sobrevolaron la muralla para entrar en el patio de armas. No vieron a nadie. Josh llamó en la gruesa pared que daba al vestíbulo exterior. No hubo respuesta, pero se abrió con facilidad. El lugar parecía vacío pero no abandonado: estaba ordenado y limpio, y había más teas que petardeaban a lo largo de las paredes.

—Espeluznante —dijo Poppy.

Se quedaron allí mirando a su alrededor sin ton ni son durante al menos un minuto antes de darse cuenta siquiera de que había dos guardias paralizados al otro extremo del vestíbulo. Tenían la mirada perdida; parecían igual de vivos que un par de urnas decorativas.

—Oh —dijo Josh. Los llamó—. ¡Eh, chicos! ¿Qué sitio es este?

Los guardias no respondieron. Vestían versiones más sombrías y funerarias del uniforme de Whitespire, y estaba la cuestión de los ojos: sus pupilas estaban realmente dilatadas, como si hubieran consumido drogas. Lo cual tampoco era algo que pudieras echarles en cara, trabajando ahí abajo. Cuando Josh se acercó a ellos, no le saludaron, ni siquiera se pusieron firmes, pero se movieron: cruzaron sus alabardas delante de la puerta para barrarles el paso.

—Oh, vamos —dijo él.

Bajaron las armas en su dirección. Josh retrocedió.

—¡Por la izquierda!

Un hacha de hielo de Janet golpeó al guardia de la izquierda justo en la frente y se incrustó en su calavera como lo habría hecho en un tocón, partiendo el yelmo y la cabeza del guardia justo entre los ojos. Fue un hermoso lanzamiento. El guardia soltó el arma con un ruido y se derrumbó a una posición de arrodillado, pero por alguna extrañeza anatómica no llegó a caer. Aunque sí que sangró: el charco negro que manaba de su rostro se extendió por el suelo de piedra.

—O podríamos probarlo con diplomacia —propuso Poppy.

Josh y Poppy lanzaron hechizos cinéticos al guardia de la derecha y lo levantaron cabeceando hasta un rincón del techo, como un globo perdido en una fiesta de cumpleaños. El guardia soltó su alabarda, que resonó y rebotó en el suelo. Janet sintió un poco de pena por él.

—No puedo creer que hayas matado al tuyo, Janet —dijo Josh.

—Por favor. Ni siquiera creo que estos tipos sean humanos. No han hecho ningún ruido, ¿te has fijado?

—Pero sangran.

—Tu madre sangró cuando…

—Chis. —Poppy miró en la oscuridad que los guardias habían estado protegiendo. Levantó una mano.

—… cuando la desvirgué —terminó Janet en un susurro.

—¡Eso ni siquiera tiene sentido! —susurró Josh.

—Chis.

Se callaron. En el silencio, oyeron el sonido seco e irregular de cascos que trotaban sobre la piedra. Con cierto esfuerzo, apoyando el pie en la cabeza partida del guardia, Janet movió el hacha adelante y atrás hasta que la soltó.

Siguió una media hora de no muy dignificado juego del escondite. En ocasiones resultaba difícil adivinar el lugar de procedencia del sonido. Avanzaron de la manera más silenciosa posible, tratando de comprenderlo, inclinando las cabezas y golpeándose el uno al otro en los hombros y señalando y acusando al otro de hacer demasiado ruido en susurros acalorados. De vez en cuando oían una voz junto con los cascos, murmurando para sus adentros, justo al límite de la audibilidad.

—Sí, sí, justo ahí. Allí vamos. Justo por aquí. Ten cuidado ahora.

¿Con quién estaba hablando? Era irritante.

La voz no sonaba en absoluto como el barítono olímpico de Ember. En una ocasión se dieron cuenta de que podían tomar un atajo, y casi lo superaron, incluso tuvieron un atisbo de sus grupas oscilantes desapareciendo en una escalera de caracol.

—Por un pelo —oyeron que decía—. ¡Casi me pilláis!

Esto fue seguido por un extraño gemido trémulo.

Los tres se detuvieron en una galería abovedada que conocían del castillo de Whitespire. Por encima del suelo estaría inundada de luz solar. Allí abajo, en cambio, miraron por la ventana y solo había una oscuridad sin fin. Muy a lo lejos divisaron el aro de agua brillante debajo de ellos, la superficie del pantano invertido, con un sol hundido nadando en él como una yema en un huevo plateado. De vez en cuando algunos peces pasaban panza arriba junto a las ventanas.

El ruido de pezuñas se oyó de nuevo, más cerca.

—No lo entiendo —dijo Josh—. El tipo es un dios. Si de verdad quisiera escapar de nosotros simplemente se teletransportaría o lo que fuera. O quiere que lo pillemos o nos está llevando a una trampa.

—Vamos a descubrirlo —dijo Janet con una exhibición de liderazgo.

—Creo que se dirige al solárium —dijo Poppy.

—Genial, entonces está atrapado. No hay salida.

—Así que lo hemos apresado.

—Incluso podríamos quedarnos aquí —dijo Josh— y no subir.

—¿Qué? ¿Y matarlo de hambre?

Hasta Poppy puso los ojos en blanco.

—Terminemos con esto y salgamos de aquí. Este lugar me da escalofríos.

—Sí. —Janet estaba empezando a entender a Poppy.

Otro par de décadas más y podrían incluso empezar a llevarse bien. Janet sacó sus hachas, sus Penas, y echó a correr por la escalera. Si vives en un castillo lleno de escaleras de caracol terminas con pantorrillas de adamantino. Oyó que Poppy la animaba y subió tras ella.

Ese gemido trémulo otra vez.

—¡Caray! —exclamó la voz, muy por encima, un suave tenor inglés, no en su primera juventud, con un toque de risita sarcástica. Era una voz de comedia eduardiana—. ¡Tambores de guerra!

Eso sacó de quicio a Janet. El puto Hombre de Tiza estaba a cuatro patas. ¿Crees que es una broma? ¿Tambores de guerra? Yo te enseñaré un puto tambor. Subiendo los escalones, justo detrás de él ya, Janet captó una vaharada de su lana aceitosa divina, extrañamente dulce. Hasta ella estaba sintiendo la quemazón en las piernas. Debería hacer estiramientos.

—¡Basta! ¡Joder! ¡Solo queremos hablar!

«Solo queremos hablar de lo muerto que estarás después de que te mate.»

Arriba, el solárium era una encantadora cámara con cúpula, pero ahí abajo estaba en una miserable penumbra a pesar de las cuatro teas que goteaban en las cuatro esquinas. Umber hizo una pausa lo bastante larga para que Janet lo viera bien por primera vez: se parecía a su hermano, obviamente, enorme, con grandes cuernos estriados doblados hacia atrás como peinados con brillantina, salvo que mientras que Ember era dorado, Umber era como una nube gris de tormenta.

—Nos vamos —gritó.

Una de las ventanas se iluminó con luz solar; al cabo de una hora bajo el pantano fue como mirar directamente a una lámpara de arco. Umber había abierto un portal al mundo que había encima.

Se lanzó hacia delante, empezó con un galope preparatorio y luego saltó por la ventana, hizo un medio mortal en el aire y aterrizó boca abajo en ¿el cielo? ¿El techo? No, era solo hierba. Allí arriba la gravedad estaba invertida. Clavó el aterrizaje.

—Hacía mucho que no estaba aquí —remarcó Umber, alejándose al trote—. ¡Está más cerca de lo que pensarías!

Janet hundió los hombros. Maldición. Podría ir tras ese tipo eternamente sin pillarlo nunca. Pero Poppy, que acababa de alcanzar la parte superior, no se desanimó. Sin perder el paso —de hecho ganó velocidad— corrió directamente hacia el portal, plantó las manos en el alféizar, hizo una vertical, dejó que la gravedad se invirtiera al romper el plano para aterrizar de pie en la hierba, boca abajo respecto a Janet y de cara a ella.

Solo verla le dio a Janet ganas de vomitar. Y eso que ella no estaba embarazada.

—¡Vamos! —dijo Poppy con entusiasmo.

Se volvió para encarar al dios carnero que retrocedía. Incluso Umber parecía consternado por su agilidad. Se sobresaltó como una cabra montesa al oír un disparo distante.

—¡Adiós! —dijo, y salió disparado, y el portal se cerró.

Janet dio medio paso hacia él, demasiado tarde.

—Igual que un puto dios —se quejó.

Continuaba allí de pie, con los brazos cruzados, mirando el portal, cuando Josh llegó jadeando al escalón superior como si intentara salir de una piscina.

—Voy a saquear el castillo de locura de ese tipo —gruñó.

Janet lo puso al corriente de la partida del dios, de la ausencia de su mujer, etcétera. Josh se quedó impertérrito esta vez.

—Por cierto, tu mujer es muy impresionante. Creo que la subestimé. Así que bravo por eso.

—Gracias, Janet. —Josh estaba complacido. Como debería ser—. Nunca pensé que te oiría diciendo la palabra «bravo».

—No cuenta porque estamos debajo del agua.

—Así que hizo un portal, ¿eh? —dijo Josh—. ¿Viste algo?

—Colinas —dijo Janet—. Hierba. Cielo.

Josh asintió, sin decir nada, pero sus ojos estaban ocupados. Esbozó rápidamente en el aire con dedos gruesos, diagramas invisibles y sellos.

—Costa este. Noreste.

—¿Qué estás haciendo? Oh. —Olvidó que Josh sabía el triple que cualquier otra persona sobre portales.

Josh ya estaba sumido en la concentración y en su pintura de dedos imaginaria, que en ese momento acompañó con gruñidos de satisfacción y susurros. Janet tenía que reconocerle el mérito: cuando comprendía algo, lo comprendía de verdad.

—Pfft —dijo Josh—. Has de estar de broma.

Se levantó y empezó a pasear por la sala, mirando a su alrededor como si estuviera persiguiendo a un mosquito que nadie más podía ver.

—Suponía que Umber tenía que estar trabajando en algo, como una cuadrícula de transporte especial secreta y divina de la que nosotros los meros mortales estamos fuera, por virtud de nuestra naturaleza de mortales caídos. ¿Verdad? ¡Pero ni siquiera! Así pues, ¿dónde estaba exactamente Umber cuando abrió esto?

Janet hizo un gesto vago.

—Muéstramelo —dijo Josh—. Necesito verlo o no funciona.

Janet suspiró.

—Si me miras el culo voy a decírselo a Poppy.

Janet se puso a cuatro patas, al estilo de Umber, y representó la secuencia con exactitud. Josh asintió con severidad, mirándole el culo.

A continuación, Josh se acercó a la ventana donde había estado el portal y presionó las palmas de las manos contra ella. Frotó el cristal en círculos lentos, y fue como si estuviera haciendo el calco de una lápida: allá donde iban sus manos, aparecía una postimagen del portal, fantasmal y plateada, o más bien de la visión a través del portal: una cordillera de colinas bajas pero extrañamente regulares. Cada colina era perfectamente suave, y más o menos de la misma altura que las demás, y estaban situadas en filas perfectamente rectas. En lo alto de cada colina había un solo árbol, un roble a juzgar por su aspecto.

—¿Dónde demonios está eso? —dijo Josh.

—Agujeros Ruidosos —dijo Janet. Tenía que ser. No había un sitio igual—. Al norte junto a la Bahía Rota.

—Raro. —Josh se inclinó para estudiarlo, puso otra vez la nariz contra el cristal—. ¿Agujeros Ruidosos?

—Algunos misterios no vale la pena estudiarlos. Josh, ¿puedes llevarnos allí?

—¿Puedo? —Chascó los dedos, una vez, dos—. Casi lo tenía. —Chasquido. En el tercer intento la imagen fantasmal estalló a todo color, en alta definición, desbordante de vida—. Aquí lo tienes, mi reina.

Janet terminó acercándose al alféizar bajo con los pies por delante, con el trasero pegado al suelo y la cara blanca como la tiza, permitiendo que la gravedad la agarrara por los pies y los arrastrara hacia abajo, donde Josh podía estirarse para recibirlos. La caída gravitacional no era algo que pudiera comprender, y mucho menos lo comprendía su cuerpo: se quedó paralizada a medio camino, igual que Winnie-the-Pooh detenida medio dentro y medio fuera de la madriguera del Conejo. Al final Josh tuvo que tirar de ella para que pasara.

Acto seguido estaba otra vez de pie en el suelo de Fillory. Habían transcurrido menos de cuatro horas desde que había partido en busca del gamberro dios Umber. Reflexionó otra vez sobre el eterno retorno, la rotación cada vez más amplia, que parecía gobernar la historia humana. Hay una marea en los asuntos de los hombres. Una marea lenta, que vomita en la arena restos de naufragios y lodo y algas en putrefacción, como un gato que deposita el cadáver de una rata en tu umbral. Luego se retira en busca de más.

Habían estado muy cerca. Podían haberlo resuelto todo. Y ahora no lo harían. Umber había escapado.

En cualquier caso la panorámica de los Agujeros Ruidosos era majestuosa. Las colinas se sucedían en la distancia en filas, no perfectamente regulares, lo vio ahora, pero casi, como los hoyuelos de goma de una alfombra antideslizante muy, muy grande. Cada una tenía su propio árbol en la cumbre, como una vela encima de una magdalena, y cada árbol era diferente. En algunos lugares las laderas de las colinas habían quedado blanqueadas de un amarillo dorado por el interminable e implacable verano.

Allí estaba Poppy, esperándolos, a cuatrocientos metros. Ella señaló; espera un momento, quizá no estaba todo perdido al fin y al cabo. Umber no se estaba escondiendo, estaba de pie allí mismo, mirándolos, en la cima de una de las colinas, una fila dentro, tres más allá. ¡Ni siquiera se estaba moviendo! ¡Podían verlo a la perfección!

Janet corrió hacia él.

—¡No corras! —gritó, rogó incluso, como si el sonido de su voz pudiera mantenerlo allí—. ¡No te vayas! ¡Por favor! ¡Solo quédate aquí!

Umber no corrió. Los esperó.

Ni siquiera parecía especialmente preocupado cuando los tres humanos, dos reinas y un rey, además de un heredero real en el útero, fueron subiendo la cuesta. En cuanto a telón de fondo de acontecimientos trascendentales, los Agujeros Ruidosos eran fenomenales. La vista era sublime. Janet se preguntó si alguien había plantado los árboles en las cimas de las colinas o si habían crecido así.

En realidad se le ocurrió que la entidad que tenía más probabilidades de conocer la respuesta a esa pregunta estaba a diez metros y cada vez más cerca. Al aproximarse a Umber, Janet frenó, sin convencerse de que él no fuera a salir disparado en el momento en que se acercara demasiado. La estúpida cara lanuda del dios permanecía impasible.

—Bueno —dijo Janet, respirando con dificultad por la escalada, con las manos en las rodillas—, ¿alguien plantó estos árboles o simplemente han crecido ahí?

—¿Te gustan? —preguntó Umber—. Son míos, por supuesto. Mi hermano hizo las colinas, aunque no creo que quisiera dejarlas así. Estoy seguro de que planeaba dispersarlas artísticamente después, aquí y allá. Le gustaba crear la apariencia de una profunda historia geológica. Pero yo dije: «No, no, son maravillosas tal cual están.» Y puse un solo árbol encima de cada colina, y han permanecido así desde entonces. Desde el Primer Día.

»Uno de ellos es un árbol-reloj ahora. —Ese gemido trémulo otra vez, resultó que era así cómo reía Umber, una risa increíblemente molesta y afectada—. No sé cómo lo hizo. Esa bruja tiene una facilidad asombrosa.

Sus maneras eran diferentes de las de Ember. Era elegante, un poco distraído, un poco divertido, con un punto afeminado. Daba la impresión de que si tuviera que vestirse llevaría una pajarita y un chaleco violeta. Janet no sabía si Umber era altivo y se sentía por encima de todo o solo estaba un poco chiflado.

Pero no importaba porque en cualquier caso la ocasión estaba ahí. Era el momento de mostrar las cartas, Umber iba a contarles todo, todas las piezas que faltaban y luego sabrían cómo dar vida otra vez a Fillory; oh, Dios, Janet se dio cuenta de lo mucho que quería que Fillory viviera. No quería volver. Quería seguir siendo una reina.

Después de toda esa persecución urgente, Janet sintió de pronto que tenía todo el tiempo del mundo. Un anochecer rojo profundo se estaba poniendo en el horizonte, como un hematoma lívido que solo empezara a mostrarse.

—Pareces diferente de tu hermano gemelo —dijo.

—¿De quién?

—¿Tu hermano? ¿Ember? ¿Tu gemelo?

—¡Oh! Ah. —Tenía una especie de sordera selectiva—. Somos solo bivitelinos.

—Pensábamos que estabas muerto.

—Oh, lo sé. —Risa de gemido. Umber trotó en un círculo, como un gato que persigue su cola, tal era su placer—. Pero solo lo estaba simulando. Martin lo quería así, formaba parte del trato. Qué chico tan extraño. Nunca superó la fase edípica, no creo. Siempre estaba hablando de su mamá cuando dormía, preguntándose si su padre estaba vivo, esa clase de cosas.

»Pero, por supuesto, puedes hacer muchas cosas cuando todos piensan que estás muerto. Sin interrupciones. Nadie reza a un dios muerto, ¿por qué iban a hacerlo? Aunque pasé una temporada en el Hades. No es que tuviera que hacerlo, pero estaba entrando en el espíritu del personaje. Querían que fuera el señor del Hades, los muertos lo querían, pero yo no. Imagínate eso: ¡yo, dios del Hades! Prefería algo menos fabuloso. Más como, no sé, un tipo con una beca de investigación.

»Pero disfruté mucho de mi tiempo allí. Es muy tranquilo. ¡Y los juegos son encantadores! Podría haberme quedado para siempre, de verdad que sí.

»Y luego pasé varios años como la sombra de Ember, siguiéndolo a todas partes, trotando bajo sus pies. ¡Nunca lo supo! Habría pensado que sería obvio teniendo en cuenta mi nombre. Pero mira, Ember no pensaba así. Nunca lo hizo. Es muy literal con las cosas.

—Pero ¿por qué lo hiciste? —preguntó Poppy y, con ceño y sacudiendo la cabeza—. No me refiero a la cuestión de la sombra, sino a por qué convertiste a Martin en la Bestia.

Un suspiro profundo de Umber. Bajó su mirada de ojos dorados a la hierba.

—Eso resultó fatal. Fatal, fatal. Martin lo deseaba mucho, y yo pensaba que sería bueno para él. Pero al final me quedé muy decepcionado con Martin, con su conducta. Vergonzoso. ¿Sabes lo que pasaba con Martin? No tenía autocontrol. ¡Ninguno!

—Diría que sí que resultó fatal —dijo Josh—. No hay muchos ganadores allí.

—Ni siquiera Martin, al final —dijo Umber con tristeza—. Pobre chico. Quería quedarse a toda costa. Nunca paraba de hablar de ello. Y era muy brillante. No podía decir que no, ¿eh? Quería darle lo que él pedía, solo quería dar a todos lo que querían. Pero luego las cosas que hizo… Renunció a su humanidad, ¿sabes?, para quedarse aquí en Fillory. La sacrificó por mí, y hay una gran cantidad de poder en eso. Hasta yo estaba sorprendido de lo mucho que obtuvo con eso.

»Pero créelo, era lo mejor de él. El resto resultó ser un mojón absoluto. Empecé a esconderme, porque de verdad me habría matado si hubiera podido encontrarme. Después dijo que lo había hecho y yo lo dejé estar. Es decepcionante. —Umber suspiró y se asentó en la hierba, poniéndose cómodo—. Muy decepcionante.

—¿Por qué la tomaste? —dijo Josh—. ¿Me refiero a su humanidad?

—Bueno… —Y el carnero bajó la mirada otra vez, en esta ocasión avergonzado, con timidez. Siguió el movimiento de una de sus pezuñas delanteras en la hierba—. Supongo que tenía la idea de que si poseía la humanidad de Martin, podría ser rey de Fillory. Además de dios. Un rey-dios supongo que podrías llamarlo. Era solo una idea. Pero después disfrutaba tanto de estar muerto que ni siquiera lo intenté.

La conversación no iba en la dirección que Janet había pensado. No esperaba que le gustara Umber, pero tampoco había esperado odiarlo tanto. Estaba esperando más bien un tipo de supervillano con encanto. Con el que podría relacionarse. Pero Umber carecía de encanto. Buscaba una manera de rehuir su responsabilidad de las cosas. Puede que ella fuera una zorra, pero al menos lo afrontaba.

—Todo esto es francamente fascinante —dijo ella—. De verdad. Pero no es la razón por la que queríamos hablar contigo.

—¿Ah, no?

—Y por cierto —dijo Josh—, ya que estábamos hablando, ¿por qué antes prácticamente has salido corriendo y luego has dejado de huir?

—Oh. —Umber parecía sorprendido—. ¡Pensaba que eso os gustaría! Un poco de caza. ¿No era eso lo que queríais?

—No, la verdad es que no —respondió Janet.

—Aunque me ha gustado la parte en la que lo he salvado todo —dijo Josh—. Eso ha estado bien. Sabes, con el portal.

—¡Eso es! —dijo Umber—. ¿Lo ves? Y también necesitas hacer ejercicio.

Esto tuvo el efecto de acabar con la sensación de triunfo de Josh. Poppy le dio un golpecito en el brazo.

—Bueno, da igual —dijo él—. Mira, ¿qué pasa con esta cuestión del apocalipsis? El fin del mundo. ¿Cómo vamos a parar eso? Es cosa tuya, ¿no?

Umber parecía realmente herido.

—¿El apocalipsis? Oh, no. Eso no es cosa mía.

—¿No lo es? —inquirió Janet.

—Por favor, no. ¿Por qué iba a hacerlo?

Las dos reinas y el rey se miraron entre ellos. Algo empezó a morir un poco dentro de Janet. Oh, sí, esperanza. Así era como lo llamaba la gente.

—Pero si no fuiste tú… —dijo Poppy—. Entonces, ¿cómo vamos a…?

La estupefacción era evidente incluso en el rostro no humano de Umber.

—¿Pararlo? No creeríais que yo iba a saberlo. No creo que vosotros podáis pararlo. ¿Cómo pararíais un apocalipsis? Es solo naturaleza. Ocurre por sí mismo.

—¿Así que no puedes…? —empezó a decir Josh, pero se fue apagando.

—Pero, entonces… —dijo Janet. Ella tampoco pudo terminar la frase. Había estado segura de que eso era todo. La respuesta, el final de la búsqueda. Había estado segura.

El impulso le llegó a Janet de improviso; de improviso le llegaban sus mejores impulsos últimamente. De repente, todo se relacionó en su cabeza: Umber había arrebatado a Martin su humanidad, y hacía que todo sonara como una broma inocente, en plan ¿qué más podía hacer? Pero Martin se había convertido en la Bestia, la Bestia había arrancado las manos de Penny y aplastado la clavícula de Quentin e hizo que Alice se convirtiera en niffin. Y él se había comido a esa chica en la escuela, ¿cómo se llamaba?

Janet sacó una de las hachas de la correa que llevaba en la espalda y en el mismo movimiento dio un tortazo a Umber en la cabeza con ella. Ni siquiera tuvo tiempo de poner una hoja de hielo en ella: fue solo un golpe de acero frío como de una llave inglesa justo en los carrillos del carnero.

—¡Sí!

Umber puso los ojos como platos. Ella lo hizo otra vez, más fuerte en esta ocasión, y las rodillas delanteras del carnero cedieron.

¡Estas hachas locas! Concedería eso al Primero, no las había sobrevalorado. Eran todo lo que había dicho que eran y más. Podías golpear a un dios con ellas, y lo sentiría.

Umber empezó a levantarse, sacudiendo su largo hocico, ofuscado más que otra cosa, y Janet le golpeó otra vez, y otra, y otra, y las piernas de Umber se doblaron bajo su peso otra vez y se hundió y perdió la conciencia. Entonces ella le golpeó una vez más, le golpeó justo en la oreja, le arrancó un pequeño trozo de uno de esos grandes cuernos.

—Eso es por todo lo que hiciste. Y por todo lo que no hiciste. Puto capullo.

—¡Janet! —dijo Poppy, perdiendo por una vez su frialdad—. ¡Joder!

—¿A quién le importa? No es él. Él no puede ayudarnos. No sabe nada.

Además, ¿quién sabía cuándo sería la próxima vez que podría golpear a un dios? Sobre todo a uno que obviamente lo merecía. Umber yacía de costado, inconsciente, con la punta de su lengua gruesa sobresaliendo de su boca perezosa.

—Perdedor. —Janet le escupió—. Nunca podrías haber sido rey de todos modos. Eres demasiado marica.

Los demás simplemente miraron a Janet y al dios caído, expuesto en la hierba verde como un campo de golf, bajo un árbol, en la cumbre de una colina de los Agujeros Ruidosos.

—Eso fue por Alice —dijo—. Y, bueno, por las manos de Penny. Por todo eso.

—No, ya lo hemos entendido —dijo Josh—. Mensaje recibido.

—Supongo que podrías decir que se lo había ganado.

—Deberíamos irnos —dijo Poppy.

Pero no lo hicieron, o todavía no. En la distancia, a través de una brecha en las montañas sin nombre, vieron que el sol casi había alcanzado el borde del mundo. Observaron cómo se ponía.

Pero entonces no se puso del todo. No llegó del todo. En lugar de hundirse bajo el horizonte, el sol pareció descansar en él. Paso a paso, incremento a incremento, su borde inferior se fue aplanando, y destellos y gotas de llama empezaron a levantarse alrededor, complicando la puesta de sol. Hubo un destello de luz, luego otro, como de un bombardeo distante. El sonido los alcanzó al cabo de unos segundos, un estruendo y el temblor, una pesada vibración atravesando la tierra, como si alguien estuviera pasando una lijadora de banda por el borde del mundo. Unas pocas hojas cayeron desde el árbol detrás de ellos.

—¿Qué coño es eso? —dijo Josh.

Janet deseó no entenderlo, pero lo entendía.

—Está empezando —dijo. Se sentó en la corona de una colina en los Agujeros Ruidosos y se abrazó las rodillas—. Llegamos demasiado tarde. El apocalipsis ha empezado.