Preludio.
Será amada y temida; los suyos la bendecirán.
Tiemblan sus enemigos como los trigales al viento.
Y agachan, pesarosos, la cabeza. El bien crece con ella. En sus días todo hombre comerá seguro bajo su propia viña, plantada con sus manos, y ha de cantar las alegres canciones de la paz con sus vecinos.
SHAKESPEARE.
—La Reina ha muerto. ¡Dios salve a la reina Isabel de Inglaterra!
Y con estas fatídicas palabras, proclamadas en una mañana de noviembre de 1558, Isabel Tudor, hija de Enrique VIII y Ana Bolena ascendió al trono de Inglaterra. La muerte de su hermanastra María Tudor, devota católica e hija del rey Enrique y Catalina de Aragón, española de la que se había divorciado, entregó a la princesa protestante, declarada bastarda y borrada de la Corte poco después de su nacimiento, la corona de un país que debía convertirse en una gran nación de marinos para construir un imperio mundial.
El dominio heredado por la joven reina se enfrentaba a la bancarrota, con una inflación creciente, inquietud civil y religiosa y un empeoramiento de las hostilidades por parte de sus poderosos vecinos católicos, Francia y España, que consideraban a Inglaterra una isla incivilizada, poblada de herejes. Desde que Enrique VIII negó la supremacía del Papa y cortó todos los vínculos con la Iglesia de Roma, Inglaterra se había convertido en el símbolo revolucionario de la gran Reforma que se extendía por Europa; a los ojos del Papado y sus celosos defensores, amenazaba el corazón mismo de la cristiandad.
El rey Felipe II de España, fanático campeón de la Contrarreforma, gobernaba un imperio que, además de dominar en el continente, había conquistado el Nuevo Mundo. Desde sus colonias en América y en las Indias, España llenaba sus cofres reales con oro, plata, piedras preciosas y riquezas cosechadas en el comercio irrestricto con el Lejano Oriente. Por un decreto papal que databa de casi cien años de antigüedad el papa Alejandro VI había establecido una línea demarcatoria a través de mares y tierras, en el mundo occidental apenas explorado, que prohibía el tránsito de otras naciones, otorgando a España y Portugal el monopolio de la riqueza del Nuevo Mundo. Los españoles, apoyados por la indiscutible superioridad de sus flotas, bien tripuladas y armadas, parecían destinados al dominio mundial.
Al otro lado del canal inglés, en Francia, María Estuardo, hija de María de Guisa, princesa de Francia, y de Jacobo V de Escocia, bisnieta de Enrique VII, se casaba con el delfín de Francia. El matrimonio representaba una grave amenaza para Inglaterra y su Reina. Unía a dos antiguos enemigos católicos de la Inglaterra protestante en crecimiento. Y María Estuardo, reina de Escocia, además de futura reina de Francia, también reclamaba la corona inglesa. Bajo los cánones católicos, que no reconocían el divorcio de Enrique VIII y Catalina de Aragón, Isabel Tudor había nacido fuera del vínculo matrimonial y, por lo tanto, no tenía derecho a la corona.
La devota católica María Estuardo, criada y educada en la corte francesa, descubriría en su hereje prima inglesa una rival difícil de destronar; su nativa Escocia sería aún más difícil de gobernar. La Reforma, que hasta entonces se había limitado a Inglaterra y al continente, estaba arraigando en suelo escocés. El credo antiguo recibía el ataque de los curas parroquiales, inspirados por los agitadores discursos de John Knox, el reformista protestante que repudiaba los edictos papales. En las tierras altas y las colinas de Escocia, los jefes de clanes, que aspiraban a la riqueza y al poder por la disolución de los monasterios y la adquisición de las propiedades eclesiásticas, conspiraban activamente para destronar a esa reina católica, educada en el extranjero.
En 1560, María Estuardo tuvo que enfrentarse a ese desafío, pues en diciembre enviudó sin haber tenido hijos, perdiendo así su derecho al trono francés. En el verano de 1561 volvió a Escocia, para gobernar un país empobrecido donde los súbditos no obedecían la ley. Presa de la política divisoria de ese tiempo y dada a reinar más con el corazón que con la mente, María de Escocia fue destronada por los nobles protestantes, a sólo siete años de su retorno. Su reinado, asolado por los asesinatos y las intrigas, había terminado; al huir para salvar la vida, buscó refugio en Inglaterra.
Isabel se veía ante una decisión difícil. A pesar de sus sentimientos personales contra María Estuardo, era firme defensora del derecho hereditario a gobernar y jamás tomaría parte, voluntariamente, en el derramamiento de sangre real. Sin embargo, debido a que Inglaterra necesitaba un aliado en la frontera norte, desprotegida, había apoyado secretamente la rebelión de Escocia. María Estuardo acababa de abdicar en favor de su hijo de pocos años, Jacobo VI, protegido por un regente protestante. Inglaterra ya no debía temer que se produjera una invasión desde el Norte, apoyada por los franceses. Isabel deseaba mantener esa alianza y no podía permitir que María Estuardo quedara en libertad de unir fuerzas con los enemigos católicos del continente.
La reina Isabel no se decidía a sentenciar a muerte a su prima ni a concederle la libertad. Por otra parte, como ella no se había casado ni tenía herederos que recibieran la corona, la católica María Estuardo era presunta heredera del trono, inglés. Mientras viviera, formaría filas con quienes conspiraban para poner esa corona prematuramente en su cabeza, para restaurar el credo antiguo entre los herejes de esa rebelde isla del Norte, gobernada por los usurpadores protestantes. La amenaza del asesinato era un peligro constante para Isabel y el destino de su reino.
En los siguientes años de su reinado, Isabel I trató de mantener la paz con sus vecinos en tanto restauraba el orden y la estabilidad de su reino e iniciaba la formación de una fuerza guerrera, especialmente de una flota naval muy superior al poderío de sus enemigos. Isabel Tudor era una maestra en el arte de la diplomacia. Mientras no considerara a su pueblo en condiciones de defender efectivamente sus costas, no lo enredaría en una guerra. Era preciso evitar una guerra a toda costa, pues Isabel sabía que el resultado sería, para su nación, mucho más devastador que el mero desastre económico y el agotamiento del tesoro real. Tampoco deseaba cargar de impuestos a su pueblo para mantener a los ejércitos que lucharan en el continente, pues eso sólo serviría para aumentar la inquietud y la rebelión del país, apoyando la causa católica.
Isabel I estaba tercamente decidida a mantener su corona y a sus súbditos protestantes leales a salvo de los ejércitos de España y la Santa Inquisición de la Iglesia Romana. No provocaría la devastadora ambición de Felipe II para que este hiciera de Inglaterra parte de su imperio o devolviera a su pueblo la fe ortodoxa. A pesar de las tensas relaciones, Isabel continuaba con su política no agresiva, manteniendo una diplomacia exteriormente amistosa con España. Sin embargo, la Reina y su Consejo se preocupaban en secreto, sabiendo que una guerra directa con la corona española era sólo cuestión de tiempo.
Las aspiraciones de España a un imperio mundial dependían de su indiscutida supremacía en el Nuevo Mundo, las guerras religiosas y civiles que habían dominado la Europa occidental a lo largo de todo el siglo estaban arruinando al país, cuyos tesoros reales financiaban los ejércitos de mercenarios contratados para eliminar la rebelión y restaurar la fe verdadera.
Las montañas de plata y oro, las perlas y esmeraldas dejaron de ser leyenda cuando volvieron los conquistadores a España. Esa riqueza deslumbrante elevó a España al pináculo del poderío. El rey Felipe II pasó a depender de sus grandes flotas, que volvían desde el Territorio Español, que se extendía desde Trinidad y la desembocadura del río Orinoco hasta Cuba y los estrechos de Florida, abarcando América Central y México, además de las Bahamas.
España reclamaba como suyas todas las tierras y los mares del Nuevo Mundo, pero no seguiría así mucho tiempo. Por varios años, los piratas franceses, ingleses y holandeses, que navegaban por la costa de Europa, habían estado hostigando a los cargados galeones, separados de la protegida flota que retornaba a Sevilla, pero pocos vagabundos del mar se habían atrevido a aventurarse en el Territorio Español.
Ahora, unos cuantos audaces, decididos a conseguir una porción de las riquezas del Nuevo Mundo, navegaban en esas aguas españolas. Aventureros y corsarios, apoyados por mercaderes hambrientos de acceso al comercio y a los recursos naturales de América, desafiaban el inmenso poderío de España y el derecho de Felipe II a la soberanía de aquellos mares y tierras, en otros tiempos fabulosos.
Aunque Isabel se veía constreñida, por lo precario de su posición y la vulnerabilidad de su pueblo, a demostrarse satisfecha con el monopolio español en el Nuevo Mundo, algunos de sus marinos más impacientes e implacables desafiaban ya abiertamente el reclamo de España. Pocas veces recibían apoyo público de su reina, en cuyo nombre efectuaban los valerosos viajes en busca de oro y plata, honores y gloria. Pero cada capitán, cada tripulación sabía que navegaba con las plegarias silenciosas y, a veces, hasta con el respaldo financiero de Isabel Tudor. La bandera blanca, con la cruz roja de San Jorge, flameaba orgullosamente en los palos mayores de aquellos esbeltos navíos. Los ingleses aventureros y desafiantes abrían un curso hacia el corazón del Territorio Español.