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En los días siguientes, sir Basil descubriría que la rutina difería en poco del primer día en Santo Domingo. Magdalena pasaba la mayor parte del día junto al lecho de su madre. Doña Amparo, parcialmente paralizada por un ataque, no podía abandonar la cama y se inquietaba cuando perdía de vista a su hija. Si probaba bocado, era de su mano, como si supiera que estaba muriendo y deseara pasar el precioso tiempo restante con la hija y la nieta por tanto tiempo perdidas.
Pasaba los días acostada, sin prestar atención a sus dolores, satisfecha de escuchar la suave voz de Magdalena, que le contaba toda su vida en Inglaterra. Lily se sentaba en silencio en el borde de la cama, con la mano apresada por la de su abuela, o hablaba sin cesar sobre sus amigos y las aventuras de su padre. Doña Amparo no perdía una sola de las expresiones que cruzaban por aquella carita animada.
Con frecuencia, sir Basil, que disfrutaba de algún momento tranquilo en el patio soleado, oía las risas provenientes del oscuro dormitorio y las contagiosas carcajadas infantiles. Lo sorprendía el hecho de que Lily Christian aceptara sin resentimientos pasar tanto tiempo en el cuarto de su abuela. Con sabiduría y paciencia difíciles de hallar en alguien tan joven, aprovechaba el breve rato que podía pasar en el patio. Y sir Basil solía preguntarse cómo podía acumular tantas travesuras en tan poco tiempo.
Los días se acercaban a una semana cuando Geoffrey Christian sorprendió a todos (salvo a Magdalena, tal vez) con el anuncio de que volvía a la mar. Sus hombres llevaban en tierra firme el tiempo suficiente para haber provocado la censura de las autoridades, con su alegre rudeza y su afición a los tobillos esbeltos. Antes de que los incidentes terminaran mal, el capitán del Arion decidió zarpar con rumbo sur, por la costa de Brasil, territorio portugués. Al menos, eso deseaba hacer creer a los funcionarios del puerto. Que el barco mantuviera o no ese rumbo, sólo lo sabrían él y sus tripulantes.
Don Rodrigo no trató de ocultar su alivio ante esa súbita partida, sobre todo considerando que Magdalena y Lily permanecerían en Santo Domingo durante su ausencia. La hostilidad entre ambos no parecía ceder. Basil tenía la sensación de que a Montevares le costaba cada vez más contener la lengua cuando su yerno estaba cerca, aunque este no hacía nada por provocarlo, salvo con su presencia descaradamente inglesa, su pelo rubio y sus modales vocingleros. Tampoco ayudó a aliviar la situación el hecho de que doña Amparo, contra las objeciones de su marido, requiriera la visita de Geoffrey en varias oportunidades. Era obvio que el capitán utilizaba su notable encanto para calmar cualquier inquietud que la anciana pudiera tener con respecto a la felicidad de su hija. Por otra parte, su profundo amor por Magdalena y la pequeña era evidente en la expresión con que las miraba. Cualquier enemigo se habría sentido consolado al notar que el invencible capitán del Arion tenía un punto débil: su familia.
La mañana en que el Arion se hizo a la mar, Magdalena y Lily lo saludaron desde el muelle hasta que el último fragmento de vela desapareció tras el horizonte. Sir Basil también se había quedado, recordando a su amigo que no era buen marino y que sería de más utilidad en tierra, pues utilizaría ojos y oídos para averiguar todo lo posible. Agregó ese comentario burlón, pensando que no haría sino jugar al ajedrez con el dueño de casa.
No se equivocó, al menos en un principio, pues durante las dos semanas siguientes jugó mucho al ajedrez con don Rodrigo. También recorrió la plantación y las explotaciones de caña de azúcar con el propietario, aunque este había dejado ya su dirección en manos de un socio joven. De cualquier modo, sir Basil no recordaba gran cosa de aquel recorrido, pues, súbitamente atacado de sed, había cometido el error de aceptar un poco de ron.
Don Rodrigo también guio al inglés en un paseo por Santo Domingo. Sir Basil era tan caballeresco, escuchaba con tanta atención, que comerciantes y trabajadores del muelle, marineros y gentes adineradas, todos se mostraban bien dispuestos a hablar ampliamente de la ciudad y de la vida en ella. Muy pronto, el diario de sir Basil se llenó de anotaciones, describiendo todos los detalles de Santo Domingo, sus fortificaciones, el número de tropas, naves y depósitos. Dos páginas estaban ocupadas por un mapa detallado de la ciudad y los alrededores. Había nombres, fechas y datos interesantes, no sólo de los habitantes, sino de personas que estaban en España y en otros puntos del Territorio Español.
Tras completar su más reciente anotación (los planos del Alcázar, mansión del virrey) guardó el diario en el fondo de su baúl con un suspiro insatisfecho. Tenía éxito en su misión, pero sentía desprecio por sí mismo. A veces creía estar traicionando a un amigo, pues disfrutaba conversando con don Rodrigo y habían descubierto muchas cosas comunes, a pesar de la diferencia de nacionalidad y credo. Respetaba a ese español y se despreciaba a sí mismo por deslizarse en su cuarto, como un ladrón nocturno, para registrar cuanto él le confiaba.
Sir Basil no pudo mirar su propia imagen en el espejo. Hasta la triste Virgen del cuadro parecía acusarlo. En vez de seguir en su cuarto, según su costumbre a esa hora, decidió buscar algo que lo distrajera de sus remordimientos. Se detuvo un momento en el patio para admirar las flores exóticas. Entonces captó la voz de una criada que conversaba. Lily Christian estaba sentada ante una gran jaula de madera, llena de coloridos papagayos y araraunas.
El caballero sonrió; le hubiera gustado divertirse con la niña. Fue entonces cuando oyó la conmoción en la planta baja. No sospechaba que su vida iba a cambiar drásticamente.
Don Pedro Enrique de Villasandro, capitán del Estrella del Alba, que acababa de amarrar, y anteriormente del María Concepción, por entonces en el fondo del mar por cortesía de Geoffrey Christian, miró en derredor, desde el vestíbulo de la Casa de Montevares, lleno de fastidio.
—¿Qué es esto? — preguntó, cada vez más enojado, ante el vestíbulo desierto—. ¿No hay nadie? ¡Hola! — Como no recibió respuesta, murmuró: — ¡Madre de Dios!
No se le habían pasado por alto las miradas divertidas que cruzaban los dos caballeros que tenía a su espalda.
—¡Pedro, por favor! — rogó Catalina, tratando de que la llegada no se arruinara por un desagradable enfrentamiento entre su esposo y su padre, ambos muy poco razonables cuando se lo proponían.
—¡Cualquiera diría que somos invasores ingleses, por el modo en que los sirvientes han huido al vernos!
Don Pedro tenía conciencia de que aquellas palabras desdeñosas habían llegado a los dos caballeros que lo seguían, pero no sabía lo próximas que estaban a la verdad.
—No me siento bien, madre — gimió el niñito prendido a la mano de Catalina—. Estoy mareado.
—¡Dios mío, Francisco! Si vuelves a vomitarme en el vestido...
Era lo único que faltaba, pensó la azorada madre: Pedro echando chispas, una hija malhumorada, las otras dos intercambiando pellizcos, la madre enferma, el padre desaparecido y, para colmo, Magdalena, que venía bajando la escalera.
—¡Aaaay! — gritó Catalina, provocando en el pobre Francisco un ataque de hipo y chillidos en sus hijas.
Don Pedro giró en redondo con la espada en la mano. La punta se enredó en los rígidos pliegues del traje de su esposa, que pasaba rápidamente.
—¿Qué pasa? — protestó ella, mientras don Pedro hacía un inútil intento de recobrar su huidiza espada.
La carcajada de los dos caballeros, por no mencionar los sonidos ahogados del sacerdote que los acompañaba, no aliviaron la creciente frustración de don Pedro.
—¡Sangre de Dios! — juró. De inmediato lanzó una mirada arrepentida al sacerdote—. ¿Quieres quedarte quieta, Catalina? — rogó, mientras tiraba de la espada para liberarla de las faldas, antes de que huyera otra vez, en un nuevo giro de las sedas.
Por fin vio a la persona que estaba abrazando a su mujer y, lanzando una mirada por encima del hombro hacia los rientes caballeros, bramó:
—¡Pedazos de tontos! Esa es la hermana de mi esposa, la mujer de Geoffrey Christian. Salgan al patio enseguida, antes de que ella los reconozca y, Dios no lo quiera, él baje por esa escalera.
Los dos caballeros, ya serios, se apresuraron a seguir su indicación. El sacerdote los siguió de cerca, con un susurro de sotana oscura.
—¡Magdalena, hermana mía! — gritó Catalina, abrazando a la hermana perdida.
—¡Catalina! Oh, hacía tanto tiempo...
Catalina, medio llorando, medio riendo, apartó a su hermana menor para mirarla de arriba abajo.
—¡Estás más hermosa que nunca! Menos mal que Pedro me vio primero y que tú eras todavía pequeña o... — De pronto pareció recordar que su esposo estaba allí y exclamó: — ¡Pedro! Es Magdalena. ¿No te parece increíble?
Parecía mucho más encantada por los acontecimientos que su marido.
—Ya lo creo. Me sorprende verla en casa de don Rodrigo, doña Magdalena, considerando lo mucho que lo enojó su traición — fue el saludo del español a su cuñada—. Me cuesta creer que la haya perdonado. ¿O acaso ese buen inglés con quien se casó la ha dejado por otra? ¿Quizá se encuentra viuda? — preguntó, esperanzado.
Magdalena levantó orgullosamente el mentón.
—Mi padre me escribió pidiéndome que viniera. Mi madre está muy enferma y he venido para estar a su lado. Todavía sigo muy felizmente casada con Geoffrey Christian, que está bien vivo — dijo, deleitándose en pronunciar el nombre que tanto irritaba a su cuñado.
—Lástima — murmuró don Pedro—. No vi su barco en el puerto. ¿No la acompañó a Santo Domingo? — inquirió—. Seguramente se aburrió de los mares y ya no es capitán. ¿Se ha convertido en uno de esos gordos ingleses que no se separan del hogar y de sus perros? Perdió el coraje, ¿eh? Era de esperar — agregó, en tono triste, esperando a que Magdalena mordiera el anzuelo y le revelara el paradero exacto de su marido.
—Si quiere ver lo gordo que está, tengo un par de pantalones de montar suyos sobre mi cama. Estaba zurciendo un pequeño desgarrón cuando oí voces — Don Pedro se sobresaltó. No esperaba que Geoffrey Christian estuviera, realmente, en la Casa de Montevares.
—Sí, mi padre lo ha recibido gentilmente como huésped.
—¿Su esposo la acompañó hasta aquí? ¿Y está en Santo Domingo?
La preocupación de don Pedro hizo sonreír a Magdalena.
—No, está navegando, pero lo esperamos en cualquier momento. Contra lo que usted ha de creer, don Pedro, el Arion entró a puerto sin un solo disparo y no ha habido saqueo alguno. A menos que cuente los corazones robados por los tripulantes. No es la primera vez que sucede, como sabrá si recuerda la ocasión en que conoció a mi esposo.
No hacía falta ese recordatorio. La memoria carcomía a don Pedro constantemente. La última vez que se cruzó con Geoffrey Christian había perdido su barco, y eso no se podía perdonar.
—Magdalena, por favor... — rogó Catalina, nerviosa. ¿Qué bicho había picado a su hermana? Ella misma no se atrevía a desafiar de ese modo a Pedro—. No conoces a Francisco. A ver, Francisco, ven a saludar a tu tía con un beso. — Empujó al niño para ponerlo entre Magdalena y el furioso Pedro. — Quiero saber cómo está madre. ¿No ha...?
—No.
—Ah, menos mal. No pudimos hacernos a la mar hasta que llegaron varios pasajeros inesperados; eso demoró nuestra partida desde Sevilla. Si algo le hubiera pasado a madre por culpa de esos hombres... — Se volvió para clavarles una mirada de reproche, pero habían desaparecido. — ¿Adónde han ido?
—¿Quiénes? — inquirió Magdalena, con curiosidad.
Don Pedro quedó más tranquilo; era obvio que su cuñada sólo había visto a Catalina al bajar la escalera para saludarlos.
—Bueno, no podía perdonar a Pedro por haber querido esperarlos. Por mi parte, estoy harta del mar. Pienso quedarme aquí con Francisco y las niñas cuando Pedro zarpe con ellos hacia...
—Silencio, Catalina — ordenó el esposo, cortando su charla en seco—. No sabes lo que estás diciendo. A Magdalena no le interesa conocer el derrotero del Estrella del Alba ni los negocios de mis pasajeros. Son comerciantes — agregó, encogiéndose de hombros, como si con eso bastara.
—Vamos a Francia y padre dice que yo iré con ellos. Y que algún día seré un gran capitán, como él — informó Francisco, orgulloso—. Pero no creo que me guste mucho ser capitán. Me descompongo.
Don Pedro fulminó a su hijo con la mirada, como si se le fuera a reventar algún vaso sanguíneo. Pero Magdalena y Catalina estaban hablando de cualquier otra cosa, entre las risitas de sus tres nerviosas hijas.
—¡Dios! — exclamó don Rodrigo, al bajar la escalera.
De inmediato se vio rodeado por los recién llegados. Don Pedro aprovechó la oportunidad para escurrirse, con un solo pensamiento: el de poner a sus pasajeros a bordo, sanos y salvos, antes de que Magdalena los reconociera como ingleses.
Pero iba a llevarse otra desagradable sorpresa. Al salir al patio encontró a sus tres pasajeros frente a una pequeña pelirroja de unos cinco o seis años. Esa impertinente criatura debía de ser la hija de Geoffrey Christian.
—Nunca había visto a nadie que tuviera un ojo azul y otro pardo. ¿Tú ves distinto con cada, ojo? — preguntaba Lily al joven caballero, incómodo—. En nuestra aldea, cerca de Highcross, hay un hombre que tiene ojos rosados y pelo blanco. No tiene muchos amigos, pero mi padre dice que debemos ser amables con él. ¿Sabes que a veces ahorcan a la gente por tener un ojo azul y uno pardo? Dicen que son brujos. — El caballero empezó a parpadear sin poder dominarse. Para alivio de él, Lily volvió su atención al de la sotana.
—¿Tú eres sacerdote? En Inglaterra quedan pocos. En Highcross había una abadía, pero la incendiaron y los sacerdotes se fueron a Francia. ¡Hola! — saludó, al ver que don Pedro se aproximaba horrorizado—. Soy Lily Christian. ¿Quién eres tú? ¿Te sientes mal?
Don Pedro miró a los dos ingleses. El que había llamado la atención a Lily la miraba, fascinado. El otro, con el sombrero gacho sobre la frente, se ocultaba en las sombras. Al acercarse don Pedro, el sacerdote le hizo señas de que se adelantara. Ambos comenzaron a hablar en voz baja; las palabras castellanas no eran comprensibles para los dos ingleses.
Lily seguía mirándolos, cada vez con mayor curiosidad.
—¡Vete! — ordenó don Pedro. Esos ojos verdes lo ponían nervioso, aunque la niña no comprendiera lo que estaban diciendo—. ¡Vete! — repitió.
No le llamó la atención que la criatura se fuera enseguida, con expresión dolorida, indicadora de que había comprendido la orden dada en castellano.
—Don Pedro — llamó uno de los nerviosos ingleses. El sacerdote le ofició de intérprete — Tal como usted nos advirtió, esa mujer era la esposa de Geoffrey Christian. Ha de recordar a mi amigo y, probablemente, a mí también. ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué dirá ella? ¿No le parece mejor que nos vayamos antes de que volvamos a cruzarnos, tal vez con el mismo Christian? Tal vez nuestra causa esté perdida, pero al menos conservamos la vida. Y no tengo ningún deseo de cruzar mi espada con Geoffrey Christian.
—No tiene por qué preocuparse. No está en Santo Domingo. Pero usted se equivoca: nuestra causa no está perdida. Doña Magdalena no los ha visto. Y no pienso darle otra oportunidad de cruzarse con ustedes. Vengan. Saldremos por la puerta trasera.
—No sé si podrá hallarnos alojamiento en la ciudad. Detesto la idea de volver a bordo — dijo el inglés de los ojos diferentes—. Ya aborrezco el olor del mar.
Don Pedro le clavó una mirada de disgusto. Si ese hombre no hubiera estado a bordo por órdenes de Su Majestad el Rey, lo habría arrojado al agua hacía tiempo.
—Vengan. Al menos estarán a salvo allí. Y para mí, señor, es mucho más importante llevarlos de regreso a Inglaterra sin incidentes que hacerlos sentir cómodos. No necesito recordarles la importancia de su misión.
—¿Y la niña? Ella nos ha visto.
—¿Qué pasa? ¿Le hablaron ustedes?
—No, pero ella nos hablaba en inglés, como si supiera que no somos españoles.
—Era la hija de Geoffrey Christian. Es lógico que haya hablado en inglés. Además, a ustedes se les nota la nacionalidad — agregó don Pedro, pues uno de ellos tenía pelo muy claro y piel pálida.
—Tal vez comente habernos conocido — dijo el otro, hablando por primera vez.
—¿Y qué? — adujo don Pedro, encogiéndose de hombros—. Vio a dos caballeros y a un sacerdote, huéspedes de don Rodrigo, nada más. ¿Acaso sabe que son ingleses? No se preocupen por ella. Es apenas una niña; no puede perjudicarles ni a ustedes ni a su misión. Vamos, vamos antes de que todo se pierda. Nos hemos demorado en exceso.
El inglés que había llamado la atención de Lily miró a su alrededor inquieto.
—Ojalá pudiera quedarme tan tranquilo como usted, pero ya habrá notado que no soy muy fácil de olvidar. Ojalá esa niña no hable de mí.
Don Pedro trató de no cruzar su mirada con la de ese hombre; sus ojos eran, en verdad, sobrenaturales. Al pasar a su lado resistió el impulso de persignarse.
—Si dice algo, yo me enteraré. Tomaré las medidas necesarias para asegurarme de que usted permanezca en el anonimato.
En tanto desaparecían por el estrecho pasillo que llevaba a la entrada posterior de la casa, sir Basil Whitelaw se movió por primera vez desde que los dos caballeros y el sacerdote salieran corriendo al patio.
Meneó la cabeza, incrédulo. Había reconocido a uno de los caballeros. El otro, por supuesto, había mantenido el rostro oculto bajo el ala del sombrero; parecía más cauto que su compañero, pero su modo de vestir lo delataba como inglés. En cuanto al español que salió el último, sir Basil no lo conocía. En cambio, no cabían dudas sobre la ocupación del hombre de la sotana, cuya pesada cruz lanzaba destellos a la luz del sol.
Sir Basil frunció el entrecejo, preguntándose por qué se reunían en Santo Domingo dos ingleses, un sacerdote y un español. Francis Walsingham se hubiera sentido orgulloso de él. En verdad, comenzaba a pensar como un auténtico espía.