9

Al Este, hasta donde alcanzaba la vista, el agua reverberaba en su color de turquesa. Más cerca de la costa era verde muy claro en los bajíos, añil allí donde el canal de agua profunda cruzaba los arrecifes de coral.

Un serpenteante rastro de huellas marcaba la arena.

—¡Aquí, Lily! ¡Mira! ¡Aquí están sus huellas! — gritó Tristram, corriendo hacia adelante.

Sus piernas delgadas y morenas hicieron volar la arena bajo los talones descalzos.

Dulcie, que estaba buscando conchillas, chilló de miedo, asustando al velludo mono que se acicalaba junto a los charcos. Bufón correteó por la arena y trepó al hombro de Lily, aferrándose a ella. Desde allí regañó a Dulcie, que apretaba la mano de la muchachita.

—Choco no te hará daño — le dijo Lily, para tranquilizarla.

Pero su vista revisó los densos bosques circundantes. Sus ojos, del mismo color que los bajíos, se entornaron ante el resplandor del agua.

—¡Nos va a comer vivos! No me gusta, Lily. ¿Por qué no se queda lejos? — lloró Dulcie, apretándose a ella.

—Chist, todo está bien. No dejaré que te lastime. Él te tiene cariño.

—Sólo a ti, Lily. Anoche me despertó. Estaba bajo la ventana y parecía enloquecido. Gritó mucho. Creí que iba a entrar para matarme. ¿No oíste a Bufón? Corría por todo el cuarto, tumbando las vasijas, y hasta se ocultó bajo mi manta.

Lily sonrió levemente. Ella también había oído a Choco, la noche anterior. Pero no le tenía miedo, como Dulcie. Le gustaba oír los gritos del jaguar en la noche.

Pocas veces se le veía durante las horas de luz. Vagaba por la noche, igualmente negro, con los ojos encendidos como topacios. No había sido así cuando lo rescataron del oleaje, medio ahogado. Era un gatito ronroneante y quejoso, al que ella tenía en el regazo para alimentarlo con trozos de pescado y cangrejo. Pero su madre le había advertido que Choco era un animal salvaje, capturado en las selvas del continente. Basil agregó que era un jaguar raro; casi todos eran manchados, pero Choco tenía el pelaje oscuro, con rosetas negras que apenas asomaban.

Después de varios meses de seguirlo juguetonamente, como un cachorro, ya dotado de músculos bajo el suave pelaje, comenzó a saltar entre las olas para cazar su comida. Con el correr de los años fue buscando cada vez menos la compañía de los náufragos humanos. A veces los acechaba; luego, al captar el olor familiar, emitía un ruido extraño, como furioso por haber sido engañado, y desaparecía.

—Parece que atrapó una tortuga — observó Tristram, inspeccionando la playa.

—¡Nos va a comer vivos! ¡Prrraaa! ¡Prrraaa!

—¡Silencio, Cisco! — ordenó Lily al colorido papagayo que, desde su hombro, imitaba a Dulcie.

—¡Prraac! ¡Silencio, Cisco!

Tristram se apartó de los ojos un mechón rojo oscuro.

—¿Qué vamos a comer esta noche? — preguntó.

—Si no me ayudas a atrapar algo, esta noche no habrá cena recordó Lily a su hermano menor.

Tristram Francisco Christian, que ya tenía casi siete años, se irguió lleno de orgullo.

—¿Acaso no cumplo siempre con mi deber? — inquirió, indignado.

Lily, que acababa de cumplir los catorce, le llevaba toda la cabeza.

—En ese caso, ¿a qué se debe que te haya descubierto roncando, ayer, en vez de vigilar el horizonte por si se vieran velas?

—No estaba roncando — negó Tristram, aunque con menos firmeza—. Sólo había cerrado los ojos.

—Menos mal que, al abrirlos, no te encontraste con un corsario francés o un galeón español. Basil siempre decía que sería peor ser rescatado por un enemigo que no ser rescatado. ¿Y si él no hubiera estado vigilando cuando aquellos piratas franceses desembarcaron? Asesinaron a su propio capitán. ¡Un motín, Tristram! Papá siempre decía que un motín a bordo era peor que una plaga. Por suerte, Basil los vio a tiempo y... — Lily dejó sin terminar la frase, clavando la vista en los grandes ojos oscuros de Dulcie. — Como capitán de esta isla, podría tomar severas medidas para que eso no vuelva a ocurrir, Tristram.

El muchachito la miró, horrorizado.

—¿Qué quieres decir? ¡Yo sigo siendo el primer oficial! — chilló.

—Tal vez tenga que dejarte en mero grumete. Papá te habría arrojado por la borda. Él tenía la mejor de las tripulaciones. Se habría sentido muy avergonzado de su heredero.

—¡Lily! — gritó Tristram, carilargo—. Hubiera estado orgulloso de mí. ¡Sí, sí! Es la única vez que me he dormido durante la guardia. ¡No lo haré más, lo prometo! Quiero seguir siendo primer oficial, Lily.

—Y yo soy el contramaestre — intervino Dulcie, con aire de importancia.

—Está bien — concedió la mayor—, puedes seguir siendo primer oficial, pero que no te vea otra vez fallar.

Tristram bajó la vista a los pies descalzos y murmuró ceñudo:

—De todos modos, no sé quién te nombró capitán. Eres niña. Los capitanes deben ser hombres de barba.

—Difícilmente podrías serlo tú, que nunca navegaste con papá. Además, tú tampoco tienes barba.

—Pero algún día la tendré. Papá hubiera estado orgulloso de mí, ¿verdad, Lily? Como decía Basil.

—Claro que sí, Tri — confirmó la niña, sin ánimo de seguir lastimándolo, pues era buen muchacho, aunque a veces abandonara la guardia.

—¿Te parece que alguna vez nos rescatarán? — inquirió Tristram observando el mar.

—Algún día veremos la cruz roja de San Jorge. Es la bandera de los ingleses. Entonces, y sólo entonces, nos rescatarán. Basil decía que no nos presentáramos a nadie más.

—¿No nos iban a rescatar los caballos salvajes blancos? — preguntó Dulcie, de cinco años.

—Eso es sólo una fábula — replicó Tristram severamente—. Tampoco creo que exista la cruz roja de San Jorge. Nadie vendrá jamás hasta aquí. Nos volveremos viejos, moriremos y nuestros huesos quedarán en la arena.

—¡Mira lo que has hecho! — le reprochó Lily, tratando de tranquilizar a la pequeña, que se había echado a llorar. El hermano, tristemente, preguntó a Dulcie:

—¿Me ayudas a buscar cangrejos?

La niñita levantó la cara húmeda.

—¿Me dejas que te ayude? ¿De verdad?

—¿Quieres venir, Lily? — invitó Tristram, vacilante, pues en esos tiempos nunca se sabía de qué humor podía estar la hermana.

—Ve con Dulcie. Ya os sigo — indicó ella salpicando juguetona, los pies del niño.

—¿No estás enojada? — inquirió él, mojándola a su vez—. ¡Vamos, Dulcie, te juego una carrera!

Lily los siguió a paso más lento, con Cisco y Bufón aún prendidos a los hombros. Más allá de la saliente rocosa, donde las olas rompían contra los arrecifes ocultos, había encallado un galeón y allí estaba hundido.

Sólo quedaban sus maderos podridos. Tristram decía que era como un monstruo marino muerto y que las rocas, en derredor, estaban embrujadas. Aseguraba haber visto fantasmas de pasajeros y marineros ahogados caminando en los bajíos y pidiendo socorro.

Lily apartó la vista del barco hundido y trepó tras sus hermanos, que estaban revisando las grietas rocosas. Tras encontrar un sitio cómodo, bajo un pino achaparrado, Lily se sentó, cruzada de piernas, para contemplar el horizonte desierto.

Mientras se preguntaba si Tristram estaba en lo cierto en cuanto a que jamás los rescatarían, se quedó contemplando un guardapelo que colgaba de su cuello; en él tenía los retratos en miniatura de su madre y su padre. Lo cerró con un suspiro. ¡Pobre Tristram, que no había conocido a su padre! Ella trataba de hablarle de su coraje.

Pero había sido Basil quien les contara maravillosas historias sobre él. Al principio sólo hablaba de su amigo cuando estaban solos, mientras la madre descansaba. Pero tras el nacimiento de Tristram ella había vuelto a reír; a partir de entonces, también ella les habló del audaz inglés del que se había enamorado.

Lily recordaba aún el miedo de su madre la noche en que dio a luz a Tristram. Allí estaba Basil para consolarla. Siempre estaba allí con una palabra de consuelo, un consejo, para hacerlos sonreír y esperar con alegría el mañana. Lily nunca tenía miedo cuando Basil estaba con ellos. Habían formado una familia: ella, Tristram, su madre y Basil. Los días pasaban en satisfacción; gradualmente, la niña había notado un cambio en el modo en que Basil y su madre se hablaban o se miraban mutuamente.

A ella no le molestaba que Basil amara a su madre. Él decía que eran su familia. Cuando nació Dulcie aseguró que no podía ser más feliz.

Lily enjugó una lágrima. Basil había tratado, valerosamente de cuidarlos a todos. Nunca perdía el ánimo. Para él fue un orgullo construir la choza de palmas que constituía su hogar. Les enseñó a hacer fuego, tejió redes, los adiestró en la técnica de pescar y preparar pescado, cangrejos, langostas, moluscos y tortugas. Hizo un arco y flechas para cazar aves y cerdos salvajes. Convirtió en juego la búsqueda de frutas y nueces. Descubrió las corrientes de agua fresca que hacían posible la supervivencia en la isla.

En su diario llevaba un cuidadoso registro de cada jornada. Siempre sabía exactamente cuánto tiempo llevaban en la isla. Hasta había fabricado un reloj de sol para que les indicara la hora. Aun perdidos en la selva, seguirían viviendo como seres civilizados. Y ser civilizado, para Basil, significaba contar con una buena educación, aunque uno vistiera harapos. Por eso les daba lecciones diarias de aritmética, gramática, idiomas y cultura general.

Pronto los días tomaron una regularidad: levantarse al amanecer, cazar y pescar la comida para la jornada, estudiar. Después de la cena se sentaban alrededor del fuego y los mayores contaban cuentos.

Al menos, así fue hasta que estalló la devastadora tormenta.

La mirada de Lily volvió al barco en ruinas, recordando el entusiasmo con que habían descubierto los restos, varios días después de la tempestad.

Una increíble cantidad de desechos sembraba la bahía. Encontraron varios cofres de madera, medio sepultados en la playa, al igual que un cañón de bronce; puñados de doblones de oro sembraban la arena.

Lily aún recordaba el deleite de su madre, al descubrir las vajillas y los cubiertos de oro y plata, junto con varias prendas de seda y satén, copas de cristal tallado, una capa de plumas brillantes y una grotesca máscara de oro, además de costosas joyas.

El anillo de esmeralda que Lily lucía provenía de la playa. También el satén verde de la camisa larga con que se cubría; su madre la había cosido pulcramente y aún resistía, aunque le quedaba corta. Mientras buscaban doblones en el fondo arenoso, oyeron los maullidos. Provenían de una jaula de madera invertida en la cual había dos cachorros de jaguar: uno estaba muerto. Choco había tenido más suerte. También Cisco entre los otros pájaros exóticos barridos a la playa.

Tristram fue el primero en divisar el mástil roto y el trozo de ella. Su grito de alegría se convirtió en horror cuando vio los cadáveres hinchados enredados al cordaje. Basil les ordenó volver a la costa mientras liberaba los cuerpos y les daba decente sepultura.

Pronto las cosas volvieron a la normalidad. Mamá hacía ropas nuevas, mientras Lily se ocupaba de los animales. Basil dijo que, como no tenía dónde gastar esas riquezas y los piratas podían retornar, convendría buscar un buen escondite para la fortuna. Propuso que lo ocultaran en una cueva sumergida, que contaba con una entrada entre las rocas del acantilado. Como la parte superior permanecía seca, aun con marea alta, el tesoro estaría a salvo en ella.

Pasaron casi dos semanas. Aquel día, mientras paseaba por la costa una mano la sujetó por el tobillo, arrancándole un alarido penetrante que atrajo a los otros.

Basil la había liberado, apartándola del hombre que se aferraba a las rocas. Parecía muerto; había utilizado sus últimas fuerzas para llamarle la atención, después de arrastrarse desde una balsa que flotaba en el oleaje. No había estado solo en ella: boca abajo, en la arena, yacían dos mujeres.

Basil llevó a los tres náufragos a la cabaña, donde él y Magdalena trataron de ponerlos cómodos. De sus balbuceos dedujeron que eran sobrevivientes de otro naufragio producido en la tempestad.

Lily no comprendió por qué Basil obligó a los niños a retirarse hasta que construyó otro refugio, donde él y su madre cuidaban de los enfermos. Al principio pareció un juego. No había lecciones y sí tiempo libre para nadar en la ensenada. Varias veces al día, su madre o Basil los llamaban para decirles que todo estaba bien.

Por fin, un día Basil le dijo que el hombre había muerto. Cuatro días después fue la mayor de las dos mujeres. Cuando Basil le dijo que había fallecido la otra, Lily ya esperaba la noticia. Fue una desilusión que Basil y la madre permanecieran en el cobertizo de la playa, aunque los enfermos habían muerto. Pero él ni siquiera les permitía acercarse. Decía que los náufragos habían muerto de fiebre.

La niña recordaba aún el olor del humo, que se había levantado cuando Basil quemó todas las ropas y las esterillas del cobertizo. Ella les dejó otras en los límites de la selva y, por indicación del caballero, se marchó antes de que él se aproximara a retirarlas. Una semana después, la madre no respondió a su llamada como lo hacía todos los días.

Lily, al oír que alguien se acercaba desde la playa, se separó de sus hermanos para adelantarse a la carrera. La detuvo la mano levantada de Basil. La niña quedó horrorizada al ver su aspecto enfermo. Buscó la familiar silueta de su madre, pero la playa, hacia atrás, estaba vacía. Lily comprendió la verdad al ver los ojos vidriosos y enrojecidos de Basil, su cara ojerosa y manchada de lágrimas.

—Se la llevó la fiebre, Lily — dijo, suavemente—. La sepulté bajo el árbol en donde a ella le gustaba sentarse. Debes cuidar de tus hermanos. Los dejo a tu cuidado. Temblaba sin poder dominarse, a pesar de que estaba al sol.

—Si no puedo volver, si no tienes noticias mías en los próximos días, no vengas al cobertizo. Prométeme que obedecerás, Lily, prométemelo — suplicó—. Incendia la choza. Es el único modo de que os salvéis. Quema todo, Lily, con mi cuerpo dentro. Sabes que te amo. Eres mi hija, tanto como Dulcie. Prometí a tu padre que cuidaría de su familia. He hecho lo posible, Lily. No creo que él hubiera querido que Magdalena pasara sola el resto de su vida. Déjame descansar en paz, en la seguridad de que sus hijos, al menos, están a salvo.

Como ella asintió, una expresión extraña le subió a los ojos. Basil miró más allá, hacia donde esperaban Tristram y Dulcie, y los saludó con la mano.

Fue la última vez que lo vieron. Pasó una semana antes de que Lily se acercara al refugio donde yacía. Estaba amaneciendo; la luz iluminaba levemente el interior, permitiéndole ver el cuerpo con claridad. Permaneció allí, observándolo, hasta que el sol comenzó a descender. Basil no se movía.

Esa noche el cielo se encendió con las llamas. Al día siguiente, cuando las cenizas estuvieron frías, Lily y Tristram llevaron cuanto quedaba del incendio hasta la tumba que habían cavado, junto a la anterior, marcada con una delicada cruz de madera.

Cada vez que Lily caminaba por las arenas y contemplaba el alto pino, en el borde del bosque, veía las dos cruces sencillas. La consolaba saber que Basil y su madre estaban juntos; era como si aún los acompañaran compartiendo sus días.

—¡Eh, Lily! ¿No vienes a nadar? — llamó Tristram.

La niña vio que su hermano se sumergía. Cuando volvió a asomar la cabeza, tenía en la mano una gran concha cónica. — ¡Nuestra cena! — dijo, con una amplia sonrisa. Arrojó la concha rosada a la playa y volvió a nadar.

—¿No vienes? — insistió, pues Lily seguía sentada bajo el pino, con Cisco encaramado en el hombro.

—No, no tengo ganas. Quiero encender el fuego antes de que anochezca.

—En toda la semana no has venido a nadar, Lily — se quejó el niño—. ¿Ya no te gusta?

—¡A mí sí me gusta! — gritó Dulcie, que pataleaba como una tortuga en los bajíos.

—Tal vez mañana — respondió la mayor sin comprometerse. — Eso mismo dijiste ayer — gruñó Tristram, antes de alejarse, con despreocupado abandono.

Lily se levantó alisando las arrugas de su camisa. Notó con un suspiro la redondez de sus pechos, que parecían crecer un poco más todos los días. Miró con envidia a Dulcie, que nadaba, inocente y desnuda. Hubiera querido ser aún igualmente libre.

El cielo ardía en púrpuras y dorados cuando acabaron de comer. Decidieron dejar la limpieza para después y bajar a la playa. El melódico chapoteo del oleaje los relajó, estirados en las arenas aún calientes por el sol.

—Cuéntame la leyenda de los caballos blancos salvajes, Lily — pidió Dulcie, acurrucada junto a su hermana.

—Ya la conoces — comentó Tristram—. ¡Mira, allí veo la primera estrella!

Lily señaló una cresta de espuma blanca contra los arrecifes de coral.

—¡Mira allá, Dulcie! ¡Allí vienen!

—Los caballos blancos — susurró la pequeña maravillada.

—Mira cómo saltan y bailotean.

Dulcie rió.

—Correrán más que el viento, más allá de la cueva de la sirena y la gruta del dragón. Más allá de los arrecifes y los barcos hundidos. Galopan en una ola gigantesca, pasan junto a los caballos marinos y los peces voladores. Con doblones de oro enhebrados en algas a manera de riendas, con una estrella de mar a manera de montura, el barbudo Neptuno, a lomos de su gran Pegaso, se eleva desde su castillo, bajo el mar. El capturará a los caballos blancos salvajes y, en su carruaje de coral, nos atrapará en su red de plata para llevarnos por el mar, más allá del sol y de la luna.

—¿A Inglaterra?

—Sí, hasta Inglaterra.

—¿A Whitehall, para devolverle a la Reina sus caballos blancos?

—Así es, porque los caballos blancos son de la Reina. Se los robó el brujo malo.

—Y nosotros se los vamos a devolver y a salvarla del brujo malo, que tiene un ojo azul y uno pardo — completó Dulcie—. Y Berro... Berro... ¿Cómo es, Lily?

—Y derrotaremos al brujo de un ojo azul y uno pardo, y salvaremos a la Reina de los traidores que quieren matarla.

—Los caballos blancos salvajes... — murmuró Dulcie.

Lily contempló aquella cabecita morena que dormía apaciblemente contra su pecho, con una sonrisa dibujada en su boca.

—Ojalá fuera cierto — dijo Tristram.

Lily alargó la vista hacia el confín del mar. Estaba desierto. Ni siquiera había caballos blancos.