CAPÍTULO 2

Castillo de Alarcos, 17 de julio anno domini 1195.

—¡Rediós! —bramó Ordoño de Alaya, ilustre caballero de la casa de Monteagudo—. Es una amenaza insensata.

—Como vos, pensamos todos, pero el ardor del rey ciega sus ojos —intervino don Sancho Fernández de Lemus, gran maestre de la Orden de Santiago—. Deberíamos partir hacia Talavera y reunirnos con las tropas leonesas. Las huestes almohades superan la centena de millar; todo hombre cristiano debería acudir a defender la cruz de Cristo.

—Serán muchos más y mejor organizados que nosotros —informó don Hernán Ledesma, caballero templario de la Orden de Calatrava—. Cuentan con una numerosísima milicia de voluntarios: benimerines, alárabes, algazaces y ballesteros, y sus tropas de élite, los henteta; además de la caballería ligera que, por supuesto, marchará en los flancos.

El joven Álvar, escudero templario de don Hernán, tragó saliva. Desde que el rey Alfonso VIII había mandado aquella misiva al califa Abu Yusuf en la que lo retaba a combatir donde quisiera y alardeaba de su victoria, los acontecimientos se había precipitado hacia lo que pensaban sería un duro golpe al orgullo de rey. Decían que incluso el senescal de Castilla y comandante de las tropas cristianas, don Diego López de Haro, no comulgaba con aquella ofensiva.

La península ibérica vivía tiempos convulsos, dividida por reinos cristianos y musulmanes en continuo enfrentamiento. El al-Andalus, compuesto por los reinos de taifas, había perdido su bastión, Toledo; un duro revés para el emir, que defendía sus territorios con ferocidad. Incluso el belicoso arzobispo de Toledo, Martín López de Pisuerga, había penetrado en las taifas de Jaén y Córdoba y saqueado las cercanías de Sevilla, capital almohade.

Hacía apenas un año que se había firmado el Tratado de Tordehumos, lo que había puesto fin a la guerra que había enfrentado a los reinos de Castilla y Aragón por mediación del legado papal Gregorio, cardenal titular de Sant’Angelo y sobrino del papa Celestino III. Se rompió, así, la Liga de Huesca, el acuerdo que enfrentaba al resto de los reinos cristianos contra el de Castilla. De ese modo, unidos contra el califa almohade, representaban por primera vez una amenaza temible contra el infiel y una esperanza para la reconquista.

Álvar, a sus catorce años, ya todo un avezado aprendiz de caballero, asistía a don Hernán desde que sus padres lo habían otorgado a su cuidado como fiel escudero. Su única meta era vestir el hábito blanco con la cruz negra en el pecho, ser investido caballero templario de la Orden de Calatrava. Solo Dios sabía cuán duro trabajaba para conseguirlo.

—Traigo trágicas nuevas del convento de Calatrava.

Álvar giró hacia el mensajero, un joven monje con expresión cogitabunda.

—Han asesinado al ayudante de don Nuño. Lo encontraron en una de las celdas de castigo.

—¿El suprior Osorio? —inquirió don Hernán alarmado.

—Y eso no es lo peor: ha desaparecido el blasón de la Orden.

—¡Eso no es posible! —estalló don Sancho—. ¡Es un sacrilegio!

—Y la culpable ha desaparecido —añadió el monje.

—¿Una mujer, en el convento? —Don Sancho se santiguó y frunció el ceño con desaprobación.

—Fue acogida por caridad junto a su hija; ayudaba a los hermanos en las tareas de limpieza —respondió el monje.

—¿Y así paga esa ingrata vuestra caridad? —continuó el maestre de Santiago—. Con razón las escrituras nos previenen contra ellas: desleales, traicioneras y ambiciosas, las serpientes del edén.

Don Hernán se puso de pie con el rostro congestionado por la ira.

—¡El blasón de la Orden, por Cristo Redentor, y justo cuando nos embarcamos en una batalla! Hay que encontrar a esa mujer y recuperarlo.

—Se llama Alodia y está con su hija Jimena, una niña que solía pulular por el castillo.

A Álvar le vino un rostro a la cabeza.

—Creo que la he visto: era delgaducha, de oscura melena rizada y enormes ojos azules, pero no recuerdo a la madre.

Don Hernán ajustó el cinturón de su túnica y se acomodó la larga funda que le cobijaba la espada.

—Es suficiente para mí, dudo de que la madre se separe de su hija: si reconoces a la pequeña, serán nuestras. ¡Vamos, no hay tiempo que perder!

Álvar siguió al caballero, que salía de la estancia con la determinación pintada en el rostro. Cruzaron a grandes zancadas el patio de armas hasta las caballerizas, y el joven escudero, que tenía pertrechados los alazanes para el combate, ayudó a montar a su señor y se encaramó al corcel.

El castillo y sus inmediaciones estaban atestados de caballeros, soldados, siervos y meretrices; todos enfrascados en las rutinas diarias. El inclemente sol del mediodía azotaba los campos y daba vigor a las chicharras. Los extensos cultivos de dorado trigo se desdibujaban en lontananza con el denso fulgor de la calina estival, como una bruma pesada y translúcida que parecía mecerse con pereza. Atravesaban los portalones del castillo cuando se cruzaron con un grupo de mercaderes y siervos de la villa que, atemorizados por la inminente batalla, buscaban refugio entre las gruesas murallas de la fortaleza.

Entre aquella gente humilde, Álvar distinguió unos ojos peculiares. De un azul tan intenso como el de aquel hermoso día. Grandes y almendrados, ligeramente inclinados hacia arriba, ribeteados de oscuras pestañas. Unos bellos ojos que miraban con inquietud y temor a su alrededor. La niña.

Por algún motivo, sintió el impulso de no intervenir, de permitirles escapar. Conocía a Osorio, y su muerte no suponía la pérdida de un alma buena, había sido un ser vil, frío y jactancioso. Y, de seguro, había buscado su destino. En cambio, el emblema… No, eso era otro asunto que no podía obviar por conmiseración. Recuperarlo era de vital importancia. Respiró hondo y miró a don Hernán con gravedad.

—Acabo de verla; viene en ese grupo.

Entonces reparó en la madre. Una mujer joven y hermosa a pesar de los feos golpes que le desfiguraban el rostro, de cabellos y ojos oscuros que tomaba a la niña de la mano y miraba subrepticiamente hacia ellos.

—¡Señálamelas! —exigió el señor.

Y de nuevo aquella duda que le secaba la garganta, como si fuera el precursor de una supuesta injusticia. Sacudió la cabeza con determinación para alejar aquella incómoda vacilación. Y alzó la mano.

—Son ellas.