CAPÍTULO 21

La noche despuntó con una luna menguante que apenas nacaraba los campos, lo que favorecía su cometido. Además, eran bendecidos con un viento aullador que enmascararía su avance: no solo borraría huellas, sino que ensordecería el arrastre de las camillas por el terreno.

Dejó a los hombres tomar la cena y subió a la soledad del torreón este, su garita particular desde la que visualizaba el grueso del ejército. Desde aquel bastión ubicado en el último nivel de aquel magnífico castillo, contemplaba la inmensidad de los campos de Calatrava plenos de encinas, pinos y chopos, pendientes herbosas y salientes de roca, arbustos de retama y romero, jara y brezos. Más allá, difusa en el horizonte, la gran cadena montañosa de Sierra Morena. La inmensidad del paisaje lo sobrecogió, cerró los ojos y disfrutó del viento en el rostro.

Unos pasos se acercaron a él, imaginó a Martín recorrer el adarve. Sin embargo la voz que oyó lo paralizó.

—Una noche preciosa.

Abrió los ojos, y allí estaba ella. El viento le ceñía las formas, le ondeaba la bruna cabellera y despejaba un rostro de belleza sobrecogedora. El estómago se le encogió, la boca se le secó, el deseo le estalló casi de manera instantánea. Apenas si podía contener sus emociones, así que optó por desviar la mirada hacia el horizonte. Posó las manos en los merlones de la almena para afianzar los dedos en la piedra y para buscar en su interior la frialdad que necesitaba.

—Tu esposo debería encerrarte; te creí más sensata.

—Es obvio que perdí la cordura —musitó ella y se acercó a su espalda.

—Márchate —suplicó en un hilo de voz—, corres peligro. Espero, al menos, que Mencia te aguarde abajo.

Una mano se le posó en el hombro; ella se alzó de puntillas y acercó los labios a su oído todo lo que pudo. Álvar se estremeció.

—Sí, la buena de Mencia me aguarda —susurró—. Y, sí, corro peligro. Un peligro mortal si no me abrazas.

El templario cerró los ojos, mas no pudo cerrar el corazón. Inclinó vencido la cabeza y hundió los hombros. Ella se abrazó a su espalda enlazando los brazos en torno a su cintura.

—Te necesito, templario, esta noche más que nunca —susurró con desesperación.

Él no pudo resistirse a aquel ruego. Giró, la tomó por los hombros y se perdió en sus ojos.

—Vas a matarme —musitó con la voz rota.

Ella pareció afectada, su expresión contrita lo conmovió hasta lo más recóndito del alma.

—Yo, en cambio, con nadie me he sentido tan viva.

Álvar no pudo reprimirse y se abalanzó sobre su boca. Ella lo recibió con ganas, con hambre desatada, con pasión arrolladora. El sabor de la mujer lo hundió en el más profundo de los goces. Enlazó su lengua con la de ella, en un enloquecedor duelo de voluntades, en una lucha implacable por alzarse con el control. El resto del mundo dejó de existir.

Exploró con fervor cada rincón de su boca, mordisqueó sus labios, para volver de nuevo a invadir su interior con la intensidad de una tormenta estival. Ella gemía e intentaba devorarlo con el mismo afán. El cuerpo de la mujer se fundió con el suyo, las manos le acariciaban hoscamente el cuello, le arañaban la piel de la nuca, le agarraban el pelo y tiraban de él. Aquella desesperación, aquella brusquedad, aquella ansia lo excitó tanto que perdió todo contacto con la realidad. Ya ni siquiera era un hombre, era un animal salvaje, un depredador hambriento abrazado al manjar más delicioso que habría imaginado jamás.

El ascua de su interior amenazó con abrasarlo vivo. Necesitaba poseerla, estar dentro de ella, apagar el fuego que lo consumía o moriría. La condujo hasta el muro y la atrapó contra él al amparo de las sombras. Sin despegar su boca de la de ella, le subió la falda, hambriento de aquella tersa piel de alabastro. Ascendió por la parte trasera de sus muslos hasta apresarle las nalgas, firmes y sedosas. Jimena jadeó excitada, se frotó contra su dureza, que ya palpitaba en busca de alivio, y alzó la pierna en torno a sus caderas.

Todos los músculos de Álvar se tensaron ante aquella invitación. Contuvo el aliento cuando la mujer rebuscó entre los faldones de su túnica y le acarició la abultada entrepierna. Sintió que los dedos indagadores le desataban los cordones de las calzas y liberaban, por fin, su enorme y acerado deseo. Lo rodeó con la mano, lo presionó ligeramente, y Álvar exhaló un jadeo contenido. La sangre le bullía en las venas y amenazaba con calcinarlo vivo. Jimena continuaba besándolo con frenesí; aquella dulce tortura lo elevaba al placer más agónico que jamás había sentido.

Desplazó las manos hacia el escote del vestido, lo bajó con violencia y liberó unos senos nacarados, voluptuosos y altivos; los tomó en las manos y frotó con los pulgares los ya erectos pezones. Jimena echó la cabeza hacia atrás, jadeaba enardecida. Sus gemidos le acariciaron los oídos, lo que incrementó la excitación que ya amenazaba con enloquecerlo. Sin duda, eran la mejor composición melódica que cualquier hombre podría escuchar. Una sinfonía aterciopelada y sensual capaz de enviar al cielo hasta al alma más atribulada.

Separó su boca de la de ella y le devoró el cuello, le deslizó la lengua hasta la clavícula y descendió lentamente hasta la plenitud de sus senos. Por fin, tomó las turgentes cerezas enhiestas entre los dientes y las circundó con la lengua. El cuerpo febril de Jimena se apretó excitado contra el suyo y se contoneó apasionado. Lamió y mordisqueó hasta que los jadeos de la mujer nublaron su propia conciencia. Pensó que estallaría si no la tomaba en el acto. Desplegó una de las manos de nuevo hasta sus tensas nalgas y con la otra tanteó la expuesta hendidura de la mujer: húmeda y resbaladiza, más que preparada para él. Aun así, no pudo resistir la tentación de acariciarle la entrepierna y le inflamó el sedoso botón de placer, hasta que su torturado cuerpo se arqueó con violencia para regalarle un orgasmo largo y espasmódico que convirtió sus miembros en manteca derretida. Laxa y satisfecha se derrumbó en sus brazos.

Era su turno. Sin darle tiempo a recuperarse, la tomó por las nalgas, la alzó sobre su orgulloso miembro, la apoyó contra la pared y comenzó a penetrarla con lentitud. Jimena de nuevo se tensó. De sus voluptuosos labios escapó un gritito ronco que le hormigueó la entrepierna y amenazó con provocar su derramamiento antes de tiempo. Cerró los ojos para apelar a todo su autocontrol.

Alternó movimientos lentos y perezosos con embestidas bruscas y profundas. El placer los envolvió en una telaraña viscosa y densa. Ardían, pero al mismo tiempo los escalofríos los estremecían y los sumían en una deliciosa agonía. Elevaron sus cuerpos, sus espíritus y sus almas a un nivel superior, más allá de todo lo mundano, rasgaron cualquier vínculo terrenal para evaporar todo rastro de conciencia, principios y creencias.

De pronto, comprendió la importancia de aquella unión. Ella era parte de él, como él de ella. Todo perdía el sentido lejos de esa mujer que lo había subyugado hacía ya tantos años. Su vida había sido una pálida y moribunda sombra hasta que la encontró. Ahora el alma le refulgía deslumbrante, el pecho se le henchía de gozo ante la verdad. «El corazón nunca miente, escúchalo», le había dicho en una ocasión. Y ahora, ahora su corazón gritaba la verdad en un alarido tan desgarrador que amenazaba con quebrar los muros que los rodeaban.

La miró a los ojos y, conmocionado, vio aquella misma verdad en los ojos de Jimena. Durante un instante y, sin dejar de moverse en su interior, vertió en su mirada todo lo que sentía. Supo que ella leía con claridad ese mensaje. Sus bellos ojos se humedecieron. Afectada, tomó la cara de él entre las manos, acercó la boca a la suya y musitó:

—Seré tuya hasta el día de mi muerte, y puede que incluso después, amor mío.

Álvar cerró los ojos, el corazón se le encogió, abandonó el cuerpo al placer más puro cuando ella lo besó con desesperación y plasmó, así, el ansia por devorarlo, por fundirse con él. Tras unas últimas embestidas, su simiente inundó implacable el interior de la mujer que amaba. Álvar gruñó entre dientes como un animal saciado y saboreó el placer que lo sacudía en oleadas de puro fuego. Pegó la frente a la de ella. Ambos respiraban entrecortadamente.

Entonces regresaron al mundo. El viento los azotó sin piedad, el ahumado aroma de las hogueras los asaltó, el timbrado sonido de laúdes se acercó y la silbada melodía de flautines les regaló los oídos. La desvaída luna plateó las expuestas aristas de esquinas y las delicadas curvas de los torreones.

—Jamás sentí nada parecido —susurró Álvar con voz rota—. Ya te lo advertí: me has matado para resucitarme a una vida nueva.

Jimena se abrazó con fuerza a él, escondió el rostro en su hombro y sollozó quedamente.

—Espero que puedas perdonarme… algún día.

Apenas logró separarla de su pecho para alzarle el hermoso rostro perlado de lágrimas.

—¿Perdón? No me has entendido, es gratitud lo que te debo. Nunca vi con tanta claridad mi propia alma.

—Entonces es tu dios quien debe perdonarme por arrebatarle uno de sus súbditos.

Sonrió con dulzura y negó con la cabeza.

—No, mi amor, sigo siendo su siervo, mas ya no de su congregación. Amo a Dios, incluso más que antes por haberte puesto en mi camino y… —La miró con admiración—… porque me correspondes. Ahora comprendo todo: la ponzoñosa intervención de los hombres que malinterpretan su palabra, que implantan normas inventadas e inexplicables y se valen del temor para hacerlas cumplir. Dios es amor, todo se reduce a eso. Y lo que en verdad siento por ti cumple con creces el mandamiento más importante: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado».

Jimena sonrió entre lágrimas y le acarició el rostro con infinita ternura.

—Si Dios te ama la mitad que yo, ya debe de amarte mucho —confesó con emoción—; aun así…

Se detuvo y lo contempló con una mirada indescifrable. Álvar contuvo el aliento; pasara lo que pasara, no la dejaría escapar.

—Nuestro destino es caprichoso y cruel —continuó—; se empeña en separarnos valiéndose de tretas sucias. —Hizo una pausa, los ojos se le humedecieron una vez más—. Pero, como ya sabes, suele unirnos de nuevo. Perdernos y encontrarnos, una y otra vez…

—Esta vez no te dejaré escapar.

A su mente acudieron las imágenes de aquella escarpada persecución cuando ella era niña. Revivió con claridad cómo había logrado apresarla, cómo ella lo había engañado para luego lanzarse al vacío. Sintió un escalofrío que le erizó cada poro de la piel. La abrazó con fuerza.

—Esta vez no te soltaré —insistió.

—Hay fuerzas oscuras que se interponen para imponer mandatos infames, pero que no podemos obviar por mucho que lo deseemos. Tu congregación te necesita, tus hombres, estas gentes, te debes a ellos, no a mí, todavía no. En cuanto a mí, siempre te esperaré.

Álvar acarició su hermosa cabellera y aspiró la fragancia de jazmín que la impregnaba. Aspiró hondo para grabar ese aroma en la memoria; estiró suavemente uno de sus largos rizos y se lo llevó a los labios.

—Al parecer, me necesitan todos menos tú —replicó dolido.

Jimena, con expresión culpable, le sostuvo la mirada unos instantes. Finalmente, bajó la vista y negó con la cabeza.

—Te necesito tanto como respirar, solo que por ahora el destino me impide hacerlo y me ahoga con designios que escapan a mi control.

—Tu blasón… —adivinó contrito—. Sigues empeñada en encontrarlo; es eso, ¿no?

La muchacha no contestó; su hermoso rostro acariciado por el marfileño resplandor de la luna adquirió una apariencia etérea, como la de un hada de la noche, una bella aparición que concede deseos y exalta los sentidos de los hombres con susurros que enmascaran hechizos y promesas incumplidas. Le delineó el mentón, le tomó la barbilla y la alzó para obligarla a mirarlo.

—Sí —admitió por fin—. Tengo que encontrarlo.

Álvar instintivamente supo que le ocultaba algo más.

—Tal vez, cuando todo esto acabe, pueda ayudarte.

Jimena asintió, aunque no muy convencida. Él vio con claridad que intentaba reprimir el llanto; ella desvió la mirada hacia el horizonte y suspiró profundamente.

—Dime qué ocurre —exigió cada vez más angustiado.

—No ocurre nada Álvar, mi Álvar. —Entonces sonrió con un dejo de tristeza—. Solo has de saber que te esperaré.

Aquello lo enfureció. La tomó por los hombros y la pegó a su pecho, imprimió en su mirada una fiera determinación.

—No voy a dejarte marchar hasta que me digas qué está pasando —siseó para ocultar el temor que empezaba a invadirlo.

—Ocurre que no soy la mujer que mereces, aún no, pero te juro que lo seré. Y rezo para que, en ese tiempo, tu amor no se torne odio.

Confundido por sus palabras, sacudió la cabeza e intentó descifrar aquel mensaje. No alcanzaba a comprenderla. Él se desligaba de su vida para entregársela, y ella ni siquiera era capaz de sincerarse.

—Creo que me precipité al creer que me correspondías.

El silencio de Jimena le heló la sangre. Le dio la espalda y se arregló las ropas; el pulso le martilleaba en las sienes.

—Regresa a tu alcoba —musitó compungido—. Mejor dicho, a la de tu esposo —rectificó.

Escuchó tras él el susurro de ropas, esperó oír los pasos alejarse, sin embargo, permanecía inmóvil.

—No te atrevas a dudar de mis sentimientos, templario, pues son lo único verdadero en mi vida, lo único puro, la única esperanza que me queda, y a ellos me aferro. Y, te lo aseguro, son imperecederos.

Y entonces sí: la oyó alejarse con paso precipitado.