AVENIDAS Y CALLES RECOLETAS

Muchos habitantes de la antigua Pompeya, como muchos de sus visitantes modernos, habrían pasado gran parte del tiempo en las calles de la ciudad. Y ello no sólo como consecuencia de su clima templado y del indolente «modo de vida mediterráneo». Muchos pompeyanos no tenían más remedio que vivir en la calle. No tenían ningún otro sitio donde ir. Bien es verdad que las familias particularmente ricas disponían de muchísimo espacio en sus grandes mansiones y palacios: silenciosas estancias privadas, jardines sombreados, comedores espectaculares, e incluso cuartos de baño privados. Aunque no pertenecieran a esa clase, otras gentes vivían con suficientes comodidades en casas de seis habitaciones. Según vamos bajando en la escala de riqueza, muchos habitantes de la ciudad vivían en una sola habitación encima del negocio que regentaban, tienda, taberna o taller, sin agua corriente, y a menudo sin medios de calefacción ni de cocina, excepto tal vez algún pequeño brasero (que habría supuesto un grave peligro de incendio). El alojamiento estrecho para una sola persona es un tipo de morada que habría proporcionado poco más que un exiguo dormitorio para una familia de tres o cuatro miembros. Para satisfacer el resto de casi todas sus necesidades, habrían tenido que salir fuera: a las fuentes públicas para buscar agua, a cualquiera de las tabernas o figones que daban directamente a la acera (véase lámina 4) para comer cualquier cosa que no fuera pan, fruta y queso, o algún potaje sencillo que pudiera guisarse en el brasero. Pompeya nos muestra una sorprendente inversión de lo que son nuestras normas sociales. Entre nosotros, son los ricos los que van al restaurante, y los pobres los que cocinan en casa para ahorrar. En Pompeya, eran los pobres los que comían fuera.

FIGURA 20. La omnipresencia del falo. Aquí vemos uno tallado en las lastras de piedra del pavimento de una calle. ¿Pero realmente apunta, como han dicho algunos, en dirección al lupanar más próximo?

Como es de suponer, las calles de Pompeya tenían muchas formas y dimensiones distintas. Algunas vías poco importantes ni siquiera estaban pavimentadas, y no eran más que travesías llenas de suciedad o callejones impresentables entre bloques de casas; y en los primeros momentos de la historia de la ciudad es probable que mu- chas otras calles fueran meros pasajes cubiertos de polvo o de barro, y no calzadas sólidas, cuidadosamente trazadas. Algunas, en especial las principales arterias de la población, eran relativamente anchas, pero por otras no cabía ni una carreta. Una vez dicho esto, debemos recordar que todas las calles eran estrechas según nuestros criterios, y en su mayoría tenían menos de tres metros de anchura. A juzgar por el tamaño de la carreta hallada en la Casa del Menandro -o para ser más exactos, a juzgar por los remates y elementos de hierro de las ruedas que se han encontrado, junto con las improntas dejadas por la madera en las escorias volcánicas-, sólo habría habido unas pocas calles lo bastante anchas como para permitir el paso de dos vehículos a la vez. Y cuando los edificios, a menudo de varios pisos, estuvieran en pie, hasta las calles más espaciosas habrían dado una impresión mucho más angosta y estrecha que la que ofrecen en la actualidad.

FIGURA 21. Actividad de los laneros. A la izquierda vemos a un hombre cardando la lana en una mesa baja. En el centro, cuatro individuos dedicados a la sucia tarea de fabricar fieltro a partir de una mezcla de lana y pelo de animal, que se mantiene unida por medio de un aglutinante pegajoso. (De ese modo obtenían los romanos el equivalente de nuestro tejido «impermeable».) En el extremo derecho, detrás de otro cardador, el producto acabado es exhibido por un individuo cuyo nombre, Verecundo, aparece debajo en letras pequeñas. Los caracteres más grandes de la parte superior corresponden a un anuncio electoral.

Eran también mucho más abigarradas, chillonas, y en ellas todas las cosas estaban «más a la vista». Había pinturas toscas que señalaban alguna capilla o lugar de culto local, a menudo en las encrucijadas. Había falos decorando las paredes, burdamente esculpidos o tallados en planchas de terracota y, en un caso en concreto, en el propio pavimento de la calle. (Las explicaciones modernas de estas representaciones son muy variadas, desde las que ven en ellas «una expresión de buena suerte» hasta las que las interpretan como una «protección contra el mal de ojo»; la explicación que dan las guías turísticas, según las cuales la aparición de un falo en una calle es una indicación de la dirección de un lupanar es absolutamente errónea.) Muchas casas estaban originalmente pintadas de vivos colores -de rojo, amarillo o azul- y suministraban una superficie muy conveniente para escribir en ella eslóganes electorales (a menudo unos encima de otros), anuncios de alquileres, publicidad de espectáculos de gladiadores, o simplemente los garabatos de los «grafiteros» pompeyanos. «Me extraña que no te hayas caído, ¡oh pared!, / cargada como estás de pintadas», decía una popular coplilla pompeyana, garabateada al menos en tres puntos distintos de la ciudad, y que contribuía así a agravar el fenómeno que deploraba.

Las tiendas y los figones utilizaban las paredes de sus fachadas para pintar carteles que hacían publicidad del negocio, anunciaban el nombre del local (más o menos como los carteles de los pubs ingleses), y mostraban normalmente la efigie de alguna divinidad protectora. Las imágenes de Rómulo y Eneas que veíamos en el capítulo anterior daban color a la fachada de un batán. Unas cuantas manzanas más abajo, un establecimiento supuestamente dedicado a la confección y venta de prendas de vestir era mucho más escandaloso (y digo supuestamente porque el edificio no ha sido excavado más allá de la fachada, de modo que no podemos tener la seguridad de qué es lo que había en su interior). A un lado de la puerta, Venus, la diosa patrona de la ciudad, aparece montada en un carro tirado por elefantes; al otro, vemos en su templo a Mercurio, el protector divino del comercio, con una gruesa bolsa de dinero en la mano. Debajo de la imagen de Venus se ve una escena de trabajadores ocupados laboriosamente en cardar la lana y fabricar fieltro (mientras que a la derecha un personaje, presumiblemente el dueño, muestra el producto acabado); debajo de Mercurio, contemplamos a la que sería la dueña de la casa, o quizá de una empleada, vendiendo ciertos artículos (que parecen unos zapatos de gran tamaño).

Por desgracia, uno de los ejemplos más sorprendentes de este tipo de pinturas -y que además cautivó la imaginación de los visitantes del siglo XIX- ha desaparecido actualmente por completo, víctima de los elementos. Decoraba la fachada de una taberna situada cerca de la puerta de la ciudad que conducía al mar, y mostraba la imagen de un elefante enorme con uno o dos pigmeos, y un letrero que decía: «Sittio restauró el Elefante». Sittio probablemente fuera el último propietario del establecimiento, que o bien había restaurado la pintura o quizá todo el local (el «Figón del Elefante»). En cualquier caso, llevaba un nombre muy adecuado para un tabernero, hasta tal punto que hace pensar en un posible «nombre comercial», pues la mejor traducción de «Sittio» a nuestro idioma sería «Sediento».

Las distintas calles -y los distintos sectores de una misma calle- tenían un carácter a todas luces diferentes. Por un lado podemos observar las diferencias existentes entre las calles principales, flanqueadas de tiendas, tabernas y los portales de las casas particulares, grandes y pequeñas, y por otro las calles secundarias, estrechas, poco transitadas e interrumpidas ocasionalmente sólo por alguna que otra puerta de servicio. Uno de esos pasajes, que recorre dos manzanas de la Via dell'Abbondanza, tenía tan poco tráfico que quedó cortado enparte por la construcción de una torre del agua y más tarde fue «privatizado» de hecho por el propietario de la gran mansión adyacente, la única por lo demás con una puerta que daba directamente a él. Ya fuera con permiso del consejo municipal o simplemente con la seguridad que suele llevar aparejada en todo momento, entonces y ahora, la posesión de riqueza, el individuo en cuestión tapió un extremo y otro de la calle, creando así un terreno privado anexo (zona de almacenamiento, corral de animales o aparcamiento de carros), al que tenía acceso desde su puerta de servicio.

Pero es además evidente que hay tipos de actividades que caracterizan determinadas zonas. Por ejemplo, entrando en la ciudad desde el norte, pasada apenas la Puerta de Herculano, encontraríamos una calle dominada por el negocio de la hostelería, con una variedad de figones y tabernas con vistas a la calle que intentaban inducir a los transeúntes a vaciar la bolsa a cambio de un trago o un bocado. Y vemos un modelo parecido en la otra entrada norte de la ciudad, la Puerta del Vesubio, y en la situada al sur, la Puerta Estabiana. No así en las otras puertas de la ciudad, lo que sugiere que las rutas provenientes del norte y del sur acaparaban la mayoría del tráfico de entrada y de salida, pues los bares suelen seguir los pasos de la multitud, y no al revés. O, dicho de otra forma, sólo a un pompeyano loco se le habría ocurrido montar un negocio en un punto en el que hubiera poco movimiento.

Algunos arqueólogos particularmente resueltos han intentado incluso deducir en qué dirección suponían los propietarios de los figones que vendrían sus clientes, basándose en la posición exacta del mostrador, y en el lugar desde el que el cliente potencial habría tenido una vista mejor de las viandas y las bebidas que se le ofrecían. No estoy segura de si se trata o no de un paso exagerado en el intento de prever el comportamiento de los romanos. Pero la conclusión que se extrajo fue que los establecimientos próximos a estas dos puertas estaban dirigidos principalmente a la gente que entraba en la ciudad, y pretendían complacer a los viajeros hambrientos que acababan de llegar. En cambio, el par de tabernas situadas en la calle que va del Foro a la Puerta Marina, es decir hacia el oeste, buscaba su clientela (según esta lógica) entre los que salían de la ciudad, o cuando menos entre los que venían del Foro.

Hay también en la escena callejera ausencias notables que marcan el distinto carácter de las distintas zonas. Continuando con el tema de las tabernas, hay relativamente pocas en la zona del Foro (aunque no eran tan pocas como ahora nos pueda parecer: irónicamente en otro tiempo hubo tres a pocos metros del Foro, en el emplazamiento de las modernas instalaciones de cafetería para los turistas). Según nos alejamos de allí hacia el este por la Via dell'Abbondanza, hay tal vez otras dos a lo sumo hasta el cruce con la Via Stabiana. En ese punto, las tabernas empiezan a aparecer de nuevo en número significativo (de hecho se han identificado más de veinte puntos de venta de comida y bebida a lo largo de unos seiscientos metros), circunstancia que confiere un «sabor» muy diferente a ese sector oriental de la Via dell'Abbondanza. Este rasgo ha dado lugar a todo tipo de especulaciones, incluida la idea de que las autoridades pompeyanas impidieron activamente la apertura de este tipo de establecimientos, con las asociaciones infamantes que comportaban para las principales zonas oficiales y ceremoniales de la ciudad.

Es posible que así fuera. Lo que es seguro es que el Foro de Pompeya, con sus edificios públicos -templos, altares, mercados, etc.-, no era semejante a la plaza central de las ciudades italianas modernas, con un café en cada esquina, lugar concebido tanto para el placer y el descanso como para los negocios. Fue, sin duda, esa imagen de la Italia moderna la que convenció a sir William Gell, auténtico bon vivant y una de las máximas autoridades sobre Pompeya de comienzos del siglo XIX, de que el edificio del Foro que llamamos mercado o macellum habría funcionado en parte como restaurante, y de que los cuartos situados en uno de sus lados habrían hecho las veces de co- medores semiprivados. Al fin y al cabo, ¿cómo habría podido haber una plaza central sin un lugar en el que entretenerse tomando un bocado?

Sin embargo, más significativas que las diferencias entre las distintas zonas de Pompeya son las semejanzas generales que muestra el paisaje urbano de la ciudad. En este sentido, Pompeya es bastantediferente de muchas ciudades occidentales modernas, en las que suele ser habitual lo que los especialistas en geografía social denominan «zonificación». Es decir, determinadas actividades (comerciales, industriales o residenciales) tienden actualmente a concentrarse en distintos sectores del área urbana, con el consiguiente cambio del carácter de las calles: las vías de una zona residencial suburbana son marcadamente distintas de las del centro comercial no sólo por su tamaño, sino por su trazado y por su relación con los edificios adyacentes. Dentro de esta distribución, suele haber asimismo divisiones claras entre ricos y pobres, y a veces entre razas distintas. En general, incluso en conurbaciones relativamente pequeñas (las comunidades rústicas son otra cosa) los que tienen dinero viven aparte de los que no lo tienen. Las manzanas de casas de vecindad de varios pisos no están pegadas a las mansiones aisladas de la gente acaudalada; se sitúan en un sector distinto de la ciudad.

Se han llevado a cabo valiosos intentos de detectar algún tipo de «zonificación» de este estilo en Pompeya. Los arqueólogos han hablado, por ejemplo, de las «zonas de diversión» (aunque este término apenas signifique nada más que el Anfiteatro y los teatros, es decir nada ni siquiera remotamente parecido a «Broadway» o el «West End»). Han sostenido, de forma bastante plausible, aunque no definitiva, que el sector noroccidental de la ciudad contiene una cuota de casas grandes y ricas superior a la que le correspondería, al igual que la franja occidental, con sus maravillosas vistas al mar. Y han intentado localizar si no ya un barrio chino en el sentido actual de la expresión, al menos ciertas zonas asociadas con distintas modalidades de «conducta descarriada», desde el sexo mercenario hasta el juego de dados (proyecto que se ha visto complicado por la larga controversia de los modernos acerca de cuántos burdeles había en la ciudad, y cómo podemos identificarlos; véanse pp. 327-335; 349-351).

FIGURA 22. En este cruce de calles encontramos una fuente pública y una de las torres del agua existentes en la ciudad (aproximadamente doce). El agua procedente del «castillo del agua» llegaba a un depósito situado en la parte superior de cada torre, y luego era distribuida a las fincas vecinas. La finalidad de estas construcciones era reducir la presión del agua, que, de lo contrario, habría bajado del castellum con demasiada fuerza.

Pero la verdad clara y llana es que Pompeya era una ciudad sin la zonificación que esperaríamos, y sin una diferenciación significativa entre zonas residenciales para los que pertenecían a la élite y otras para los que no pertenecían a ella. En efecto, no sólo es que las casas más ricas existían al lado de otras mucho más humildes; la elegante Casa de las Vestales, por ejemplo, tenía la entrada principal en medio de todas las tabernas próximas a la Puerta de Herculano y de hecho se hallaba prácticamente puerta con puerta con un par de ruidosas herrerías. Además, el patrón típico vigente en la ciudad era que incluso las mansiones más espléndidas tuvieran pequeños establecimientos comerciales en la fachada que daba a la calle, parte integrante de la finca, aunque sin duda administrados habitualmente no por el propietario de ésta, sino por subordinados o inquilinos suyos. De ese modo, los visitantes de la aristocrática Casa del Fauno habrían podido comprobar que sus dos entradas principales desde la calle se hallaban flanqueadas por cuatro tiendas. No se trata de un sistema muy distinto del que podemos apreciar en las ciudades de la Edad Moderna. En el Londres del siglo XVIII las mansiones de los ricos en Piccadilly lindaban puerta con puerta con los negocios de boticarios, zapateros, peluqueros y ta- piceros. Y, por mucho que hablemos en general de zonificación, eso es lo que se encuentra uno incluso hoy día en Nápoles. Los talleres y los comercios napolitanos que ocupan pequeños locales en la planta baja de las grandes mansiones nos ofrecen la impresión más parecida que podemos tener de lo que era la antigua Pompeya.

Sólo podemos conjeturar cómo vivían los habitantes de la ciudad esa curiosa yuxtaposición de funciones y riqueza. Pero yo sospecho que a los acaudalados residentes de la Casa de las Vestales les habría resultado más fácil ignorar el constante martilleo de los herreros y el ruido de la clientela de las tabernas a altas horas de la noche, de lo que les habría resultado a los pobres tenderos y artesanos ignorar la enorme riqueza y opulencia de los que vivían tras los tabiques de sus tiendas y talleres. Por segregativa que pueda parecer, la zonificación tiene sus ventajas: al menos los pobres no tienen siempre ante sus narices los privilegios de sus vecinos ricos.