JUEGOS SANGRIENTOS
Salir por ahí un día podía comportar para los pompeyanos ver un espectáculo mucho más sangriento que esa inocente, aunque estridente pantomima. Cuando lord Byron acuñó la famosa frase «degolla- dos para disfrute de los romanos» se refería precisamente a eso. Una de las maneras que tenían los romanos de pasar sus ratos libres era contemplar a hombres enfrentándose a animales salvajes, o los combates de gladiadores, que a veces luchaban a muerte. Los eruditos han dedicado una cantidad enorme de esfuerzos a intentar descubrir dónde y cuándo se originaron los gladiadores. ¿Llegaron a Roma a través de los misteriosos etruscos? ¿Era esta institución un invento procedente del sur de Italia, y concretamente de la región de la propia Pompeya? ¿Se sitúan sus orígenes prehistóricos en los sacrificios humanos? Y quizá se han dedicado todavía más esfuerzos a averiguar por qué los romanos eran tan aficionados a estas prácticas. ¿Eran un sustitutivo de la guerra «de verdad»?
¿Funcionaban como una liberación colectiva de la tensión en una sociedad sumamente jerarquizada y limitada por las normas? ¿O eran acaso los romanos todavía más sangrientos que ese público moderno que se entusiasma viendo un combate de boxeo o una corrida de toros?
Los materiales conservados en Pompeya no ayudan mucho a responder a ninguna de estas cuestiones. En el mejor de los casos las respuestas que proporcionan serán siempre meras especulaciones. Lo que vemos en los edificios, las pinturas y los grafitos de la ciudad constituye la mejor perspectiva que puede proporcionarnos cualquier lugar del mundo romano acerca de la infraestructura y la organización práctica de las cacerías de animales salvajes y de los juegos gladiatorios, así como sobre la vida (y la muerte) de los propios gladiadores. Tenemos carteles anunciadores de los espectáculos y servicios que se iban a ofrecer. Podemos visitar los alojamientos de los gladiadores y ver lo que escribieron en sus paredes. Podemos incluso estudiar dibujos esquemáticos de combates reales entre gladiadores, enterarnos de los resultados de cada combate, y saber si el perdedor murió en la arena o fue indultado. En Pompeya nos acercamos más ala cultura cotidiana del Anfiteatro Romano que leyendo las ampulosas descripciones que hacen los autores antiguos de los grandiosos espectáculos ofrecidos de vez en cuando por los emperadores romanos, con sus auténticas carnicerías humanas y la matanza de zoológicos enteros (o al menos eso es lo que afirman los escritores).
El Anfiteatro, en el que tenía lugar la mayoría de los espectáculos de gladiadores y de las cacerías, sigue siendo uno de los monumentos de la ciudad de Pompeya que más impresionan al visitante. Construido en un extremo de la ciudad, gracias a la generosidad de Gayo Quincio Valgo y Marco Porcio en la década de 70 a. C. (véase p. 276), es el edificio de piedra de este estilo más antiguo que existe y sus dimensiones son considerables, incluso según los parámetros de la capital. El Coliseo de Roma, que fue construido ciento cincuenta años después en una ciudad con una población total de casi un millón de habitantes, es sólo el doble de grande: el Coliseo podía dar cabida a unos cincuenta mil espectadores, y el Anfiteatro de Pompeya tenía capacidad para unos veinte mil. La visita de los anfiteatros puede resultar hoy día un tanto decepcionante: el impacto inicial es muy grande, pero los detalles gratificantes son menos. No siempre compensa llevar a cabo una inspección minuciosa. En Pompeya, sin embargo, podemos reconstruir la historia a veces sorprendente del Anfiteatro a partir de lo que se ha descubierto en él.
El plano del edificio tal como quedó enterrado en 79 nos permite hacernos una buena idea de cómo funcionaba este edificio. Las gradas que rodeaban la arena estaban cuidadosamente jerarquizadas. Las primeras filas estaban reservadas a la élite local, que gozaba de amplios asientos y una visión circular, aunque a costa a veces de estar demasiado cerca de la acción y de las fieras sueltas. Las mujeres probablemente estuvieran relegadas a las últimas filas, suponiendo que en Pompeya tuvieron vigencia -y se aplicaran de hecho- las normas introducidas por el emperador Augusto en Roma. Los espectadores accedían al interior del edificio por sitios distintos, según dón- de fueran a sentarse. Los que iban a ocupar los asientos de general entraban por las empinadas escaleras que arrancaban del exterior del edificio y que conducían a un pasillo que recorría la parte superior de la gradería. Desde allí tomaban la escalera oportuna y bajaban de nuevo hasta su sitio. Los que ocupaban los asientos de privilegio accedían por una de las entradas del piso bajo que desembocaban en un pasillo interior que rodeaba todo el perímetro de la arena. Desde allí tomarían una de las distintas escaleras que subían a las primeras filas de asientos. Según este sistema, los ricos nunca habrían tenido que cruzarse ni que codearse con la plebe y los que no se lavaban. Y para tener la seguridad de que estaban a salvo, había en la gradería una sólida barrera que separaba los asientos reservados para la élite del resto.

PLANO 20. El Anfiteatro de Pompeya. El esquema muestra el modelo de la gradería (parte superior) y el sistema de pasillos interiores y de accesos que recorría por debajo las gradas (en la parte inferior), en gran medida invisible desde arriba.
La principal entrada ceremonial era la que estaba situada al norte, decorada con estatuas. Los gladiadores y los animales también entrarían por allí o por el extremo opuesto, es decir por el sur. A diferencia del Coliseo de Roma, en el Anfiteatro de Pompeya no había sótanos ni pasajes subterráneos que recorrían la arena por debajo y en los que podían permanecer los luchadores (animales u hombres) mientras esperaban, para luego salir a la superficie por una especie detrampas cuando les tocara el turno. El único sitio que había en el diseño del Anfiteatro de Pompeya para que hombres o animales (de pequeño tamaño) pudieran esperar antes de hacer su aparición en público eran las estrechas salas (a) existentes junto a las entradas principales. Los animales de mayor tamaño habrían estado enjaulados fuera, formando una especie de mini zoo, sin duda para entretenimiento y terror de los espectadores que pasaran por delante.
¿Qué se ha perdido? En primer lugar los asientos de madera. Incluso en las últimas fases del Anfiteatro, no todos los asientos eran de piedra. Donde ahora hay unas zonas cubiertas de hierba, los asientos eran de madera. Las versiones de piedra habían sido añadidas paulatinamente gracias a la munificencia de los distintos magistrados locales. Cuando Quincio Valgo y Marco Porcio construyeron el edificio, su estructura general era de ladrillo, pero todos los asientos eran de madera. Para decepción nuestra, también se han perdido todas las pinturas. Cuando el edificio fue excavado en 1815, se descubrió una decoración pintada de brillantes colores en todo el muro que rodeaba la arena, justo debajo de los asientos de la élite. Todas las pinturas desaparecieron a consecuencia del frío que hizo el invierno siguiente, pero por fortuna no antes de que las copiaran los artistas que trabajaban en las ruinas.
Las frescos mostraban un maravilloso conjunto de personajes mitológicos (la figura de la Victoria haciendo equilibrios en un globo y sosteniendo una palma en las manos, como símbolo del triunfo, era un elemento recurrente) e imágenes del armamento de los gladiadores apoyado en estatuas pintadas. Pero los principales paneles evocaban los combates en la arena. Había escenas de animales salvajes acometiendo en medio de un paisaje agreste, que recordaban las cacerías exhibidas ante el público (y que a nosotros nos recuerdan las escenas de las tapias de algunos jardines). El artista había dado rienda suelta a su imaginación y había pintado unos leones que, por lo que sabemos, en realidad nunca formaron parte de los espectáculos montados en Pompeya, aunque rondaban por la imaginación del público.

FIGURA 90. La arena del Anfiteatro. Las primeras filas de asientos, reservadas para la élite, son visibles con toda claridad, y se distinguen de la gradería general situada detrás. Las principales entradas para los gladiadores y para los animales estaban en un extremo y otro de la zona de combate ovalada.
Por supuesto también había gladiadores. Una de las pinturas muestra el comienzo de un combate (fig. 91). El árbitro está en medio de dos gladiadores que todavía no llevan puesto todo el equipo necesario para la lucha. El de la izquierda está tocando un gran cuerno retorcido provisto de un mango ornamental para señalar el comienzo de su actuación. Tras él, una pareja de auxiliares espera a que termine portando el escudo y el casco. Su adversario, a la derecha, ya está armado con el escudo, aunque sus auxiliares aún tienen que pasarle el casco y la espada. Dos victorias aparecen flotando al fondo, a la espera de conceder la palma y la corona al que se proclame vencedor. Otra imagen representa el final del enfrentamiento entre dos combatientes bastante más fornidos. El perdedor ha arrojado su escudo, empuña una espada irremisiblemente torcida y sangra por el brazo izquierdo.
Esta decoración en concreto fue instalada durante los últimos años de vida de la ciudad, tras el terremoto de 62, pues, a diferencia de lo que sucedía con los dos teatros, el Anfiteatro funcionaba a pleno rendimiento en el momento de la erupción. La famosa pintura del tumulto en el Anfiteatro del año 59 d. C. (fig. 16) indicaría que el nuevo diseño sustituyó a un esquema anterior menos complejo. Si debemos fiarnos de la precisión del artista, en el momento del tumulto el muro de la arena estaba decorado con un dibujo pintado que imitaba una superficie de mármol, artificio típicamente romano. Pero tanto si hablamos de una imitación de mármol como de macabras escenas de combate, nos damos cuenta de que la imagen austera y monocroma de las ruinas actuales falsea, como de costumbre, la apariencia original del monumento, mucho más colorista e incluso chillona.

FIGURA 91. El comienzo de un combate. Entre las pinturas perdidas del muro que rodea la arena había esta escena de un par de gladiadores durante los preliminares de su combate. Es interesante constatar la presencia del árbitro y el alto número de auxiliares de los combatientes.
El Anfiteatro no estaba solo. Parte de los festejos asociados con los espectáculos de gladiadores se desarrollaba en la llamada Gran Palestra contigua, un amplio espacio abierto, rodeado de columnas, con una piscina en el centro y provisto de paseos arbolados. Su fecha y su función original no son seguras, aunque las dimensiones de las raíces de los árboles indican que habían sido plantados unos cien años antes de la erupción. Cierta teoría afirma que su finalidad era poner un campo de deportes al servicio de la juventud de la ciudad; o al menos de los muchachos ricos, que quizá -siguiendo la política del emperador Augusto- se habrían organizado en un «cuerpo» pa- ramilitar (un cruce entre los modernos boy scouts y los reservistas). En realidad disponemos de un pequeño testimonio valiosísimo de que así era. Los grafitos conservados en el pórtico nos hablan de una serie de usos mucho más variados de la zona, aprovechada para el ocio y también para los negocios, como paseo bien sombreado y como mercado al aire libre y escuela. Debía de desarrollar todo su potencial cuando había veinte mil personas reunidas en el Anfiteatro, y les ofrecía un sitio en el que hacer una pausa, tomar un bocado, y echar un trago, pero también como retrete. Por lo que sabemos hasta el momento, en el Anfiteatro no había ni una sola letrina: veinte mil personas y ningún sitio en el que orinar, excepto las escaleras o el pasillo.
Los anuncios de los próximos espectáculos del Anfiteatro, pintados en el mismo estilo y por los mismos rotulistas que los eslóganes electorales, nos proporcionan todo tipo de información sobre quiénes eran sus patrocinadores, en qué consistía el programa, cuánto tiempo iba a durar, y qué servicios y atracciones extra podían prepararse. Esos testimonios pueden combinarse a veces con monumentos fúnebres en los que la familia del difunto hace alarde de su generosidad en la financiación de espectáculos. Pues las exhibiciones de gladiadores y las cacerías de animales salvajes eran un elemento fundamental de la cultura de la munificencia que, como hemos visto, caracterizaba a la ciudad. Los magistrados electos tenían que organizar algún espectáculo de este tipo durante su año de mandato. Y lo mismo debían hacer los sacerdotes de la ciudad; sabemos incluso que en una ocasión los organizó un Augustal. Y de hecho, también podían hacerlo hombres que, como Livineyo Régulo en 59 d. C., pretendieran ganarse el favor de la población local por cualquier motivo, bueno o malo. Ocasionalmente los anuncios insisten en subrayar que los espectáculos se organizarán «sin cargo alguno para las arcas públicas». Quizá fuera una práctica habitual que el consejo municipal contribuyera también a los gastos en alguna medida. Sea como fuere, no hay indicios de que se cobrara ninguna entrada a los asistentes. Parece que era un entretenimiento gratuito.

FIGURA 92. Elegante cartel, obra minuciosa del rotulista Emilio Céler, en la que se informa de los juegos de gladiadores organizados por Décimo Lucrecio Satrio Valente. (La traducción puede verse más abajo.)
Una serie especialmente larga de espectáculos durante más de cinco días fue anunciada en el cartel pintado en el muro de una calle por el activo rotulista pompeyano Emilio Céler (fig. 92). Fue en esta ocasión cuando decidió informar a sus lectores de que trabajaba «solo a la luz de la luna» (véase p. 118). El anuncio decía con el lenguaje típico de este medio:
Décimo Lucrecio Satrio Valente, sacerdote perpetuo del Príncipe, Nerón César, hijo del emperador, presentará veinte parejas de gladiadores. Décimo Lucrecio Valente, su hijo, presentará diez parejas de gladiadores. Combatirán en Pompeya los días 8, 9, 10, 11 y 12 de abril. Habrá una cacería según las normas habituales y toldos.
No cabe duda de que esta muestra de generosidad pretendía aumentar el prestigio y la reputación de Satrio Valente, cuyos primeros dos nombres aparecen en letras casi diez veces más grandes que el resto del cartel. Daba estos juegos en su calidad de sacerdote, pero al incluir a su hijo en la empresa (aunque con la mitad de gladiadores a su nombre) pretendía también dar un empujoncito al joven en la política de la comunidad local. El lugar y la fecha se comunican de manera muy sencilla. Evidentemente no hacía falta especificar que el espectáculo iba a tener lugar en el Anfiteatro. Sabemos que en muchas ciudades de Italia, empezando por la propia Roma, el Foro po- día utilizarse también para dar espectáculos, y ya hemos visto una ocasión en la que en el Foro de Pompeya se realizaron exhibiciones de animales. Pero la típica combinación de gladiadores y cacería de fieras debía de bastar para que el público supiera dónde tenía que ir.
El mensaje fundamental era que la celebración iba a tener lugar en Pompeya. Pues los muros de la ciudad llevaban anuncios de espectáculos en otros centros de la comarca -Nola, Capua, Herculano, Cumas-, para aquellos que quisieran tomarse la molestia de hacer el viaje. Tampoco hacía falta decirle a la gente a qué hora iba a tener lugar el festejo. Mientras supiera el día, el público podía estar seguro de que daría comienzo a la hora de costumbre.
La serie de exhibiciones de gladiadores más larga que conocemos en Pompeya se desarrolló a lo largo de cinco días. Muchas se anunciaron para un solo día, y algunas para dos, para tres o para cuatro. Aunque diéramos por supuesto que la mayoría de los magistrados electos y algunos sacerdotes decidían ofrecer estos juegos sangrientos como acto de munificencia para la ciudad, y aun admitiendo que se organizaran algunas otras funciones extraordinarias de carácter comercial, es difícil que hubiera más de veinte días de espectáculo al año en el Anfiteatro. La mayor parte del tiempo habría permanecido vacío y cerrado, o habría sido utilizado para cualquier otro espectáculo que requiriera un gran espacio al aire libre. ¿La pantomima quizá?
En el caso de los juegos de Satrio Valente y su hijo, es todo un enigma cómo los espectáculos de gladiadores y de cacería de animales pudieron prolongarse durante cinco días. No sabemos cuánto tiempo habría estado combatiendo cada pareja. Pero en otras ocasiones una sola jornada de espectáculo podía presentar a treinta parejas de combatientes y una cacería. Así, pues, ¿debemos imaginar que la generosidad de Satrio Valente consistió sobre todo en repartir con más parsimonia la actuación de los luchadores a lo largo del tiempo asignado? ¿O cada pareja de gladiadores actuaba más de un día? Algunos anuncios especifican que se proveerán «sustitutos» para ocupar el lugar de los combatientes heridos o muertos, y a veces es evidente que determinados gladiadores salían a la arena varias veces en unos mismos juegos. Quizá fuera eso lo que pensara Satrio Valente.
¿Pero dispondría de suficientes animales de reserva para presentar cacerías todos los días?
Al final del anuncio nos enteramos de que la cacería se llevará a cabo «según las normas habituales» (legitima). El sentido de estaafirmación no está ni mucho menos claro, aunque algunos historiadores suponen que no significa más que «la cacería que suele acompañar a un espectáculo de gladiadores», o simplemente «una cacería normal». Nos enteramos también de que se utilizarán toldos en el edificio, para que los espectadores tengan sombra en caso de que salga un día soleado, y presumiblemente con un gasto extra para el patrocinador de la función. Incluso en el clima templado del Mediterráneo, parece que el tiempo estaba también en la mente de los encargados de programar este tipo de acontecimientos. A juzgar por las fechas que se consignan, parece que los meses más calurosos de julio y agosto no eran los favoritos para organizar este tipo de exhibiciones. Pero también la lluvia podía ser un problema. Algunos anuncios añaden una advertencia cautelar:
«Si el tiempo lo permite».
Satrio Valente y su hijo (suponiendo que fueran ellos los que eligieran el texto del anuncio) no aluden a otro
extra que muchos patrocinadores ricos incluían en los juegos: las sparsiones. Se trata de un término que puede significar cualquier cosa que se «esparce» o «rocía» sobre el público. Unas veces era agua perfumada que se derramaba sobre el público sentado en las gradas, otras veces eran pequeños regalos que se arrojaban a la multitud (como una pantomima navideña inglesa moderna, antes de que la normativa sobre salud y seguridad las prohibiera, o como las cabalgatas de Reyes en España). Semejante alarde quizá estuviera por encima de la generosidad de esta familia, y más a lo largo de cinco días.
Tampoco mencionan, como hacen algunos anuncios, ninguna ocasión o conmemoración especial relacionada con sus espectáculos. Una de las ocasiones más intrigantes es la que encontramos en la jornada única de exhibiciones organizada por Gneo Aleyo Nigidio Mayo «por la dedicación de la obra pictórica». Nadie está completamente seguro de lo que era esa «obra pictórica». Pero según una atractiva teoría aquellos espectáculos fueron un festejo celebrado para conmemorar la finalización de las espléndidas pinturas que otrora decoraban el muro que rodeaba la arena.

FIGURA 93. Los diferentes elementos de los juegos gladiatorios son mostrados en los distintos paneles de este friso. En la parte superior: la procesión al Anfiteatro. En la franja intermedia: los combates de gladiadores propiamente dichos. En la parte inferior: en la lucha entre hombres y animales, a la derecha vemos a un hombre devorado por un oso, mientras que a la izquierda vemos cómo un hombre mata un toro.
Podemos completar la imagen que nos proporcionan los anuncios gracias a varias pinturas y esculturas encontradas en la ciudad que representan los juegos celebrados en el Anfiteatro y ocasio- nalmente las festividades y los rituales que los rodeaban. Un testimonio valiosísimo es uno procedente de uno de los cementerios de la ciudad, que en otro tiempo debía de adornar una suntuosa tumba (fig. 93). Contiene tres franjas de esculturas en relieve. La inferior representa una cacería de animales. Parte del espectáculo consiste en la lucha unos animales con otros. Vemos así un par de perros acometiendo a una cabra y un jabalí. Los combatientes humanos se concentran en los animales de mayor tamaño. Uno está alanceando un toro, y otro está a punto de liquidar a un jabalí. Uno ha salido derrotado en su enfrentamiento con un oso, que está ya a punto de darle un mordisco terrible, para desesperación de sus dos ayudantes.
La banda central, que es la más ancha, muestra varios grupos de gladiadores, algunos en pleno combate, otros reclamando la victoria, y otros, por fin, que han caído derrotados. Lo más sorprendente de esta escena es que en la arena hay tantos auxiliares y personal subalterno como gladiadores. Hay ni más ni menos que cinco jaleando a un combatiente que casi ha caído al suelo. A la derecha, otros cinco atienden a una pareja que ha hecho un alto: a uno lo tratan de una herida en una pierna; al otro le están dando refrescos. Hay algo en esta imagen que sorprendentemente nos recuerda a los deportistas modernos y a sus entrenadores.
Más interesante aún es la franja superior de relieves, pues muestra los preliminares de los juegos que, en nuestra fascinación o nuestra repugnancia por los aspectos macabros de este género de espectáculos, se olvidan con demasiada facilidad. El acto empezaba con una procesión por las calles de la ciudad. Aquí la vemos cuando ya ha llegado al Anfiteatro, como indican los toldos situados en la parte superior de las esquinas. A la derecha, abriendo marcha hay dos músicos y tres lictores, personal subalterno que, según se dice en otros contextos, era asignado a los duoviri. Tras ellos vienen unas curiosas andas, llevadas a hombros por cuatro hombres. Encima vemos dos figuras, probablemente maniquíes, inclinadas junto a un yunque; una sujeta un martillo en el aire y está a punto de descargar el golpe. Cabría suponer que se tratara de los dioses que eran honrados en la procesión (y de hecho, en los cortejos procesionales de carácter religioso o civil se portaban a menudo estatuas de divinidades en andas de este estilo), ¿pero qué pintan aquí estos pequeños herreros? La teoría más convincente dice que pretenden celebrar su habilidad en la elaboración de los metales, el arte del que dependían todos aquellos festejos. Detrás viene un hombre que lleva un cartel, quizá con el nombre del individuo que patrocinaba el espectáculo o el motivo de su munificencia, y detrás otro personaje que lleva una palma, símbolo de la victoria. A continuación vemos a un hombre vestido con toga. Se trata, casi con toda seguridad, del patrocinador del festejo, seguido a su vez por una fila de hombres exhibiendo las armas de los gladiadores, pieza por pieza, fruto del trabajo de los herreros. Cerrando el cortejo aparecen un personaje que toca la trompeta y otros dos auxiliares que conducen a unos caballos adornados con gualdrapas a todas luces ceremoniales, para celebrar la ocasión.
Se trata de una de las raras ocasiones en las que podemos vislumbrar los rituales, los variados espectáculos, y la participación de toda la comunidad -desde el patrocinador del acto hasta los herreros-, elementos todos que constituían el contexto de estos juegos sangrientos. ¿Se interrumpiría todo ello cuando los espectáculos quedaron prohibidos en Pompeya durante diez años en 59 d. C.? Al margen de cuáles fueran las causas del tumulto (una combinación de ánimos acalorados, rivalidad local y violencia avivada por el alcohol, o quizá algo todavía más siniestro), esa prohibición total habría supuesto un durísimo golpe para la vida de la ciudad, sus actividades colectivas, y sus estructuras de patrocinio y jerarquía.
La respuesta es que probablemente no se produjo dicha interrupción. El relato latino de Tácito es muy vago en este punto: dice sólo que «se prohibió por diez años a los de Pompeya aquella clase de reuniones». Pero se nos ha conservado un puñado de anuncios que comunican la próxima celebración de juegos con cacerías de animales salvajes, atletas, toldos y sparsiones. Eso era justamente lo que el público habría esperado… excepto los gladiadores. Lo que más se les parece son los «atletas». Casi con toda seguridad, los anuncios en cuestión se refieren a espectáculos celebrados entre 59 y 69. En otras palabras, la prohibición afectó sólo a los gladiadores. El resto de los actos siguió como si tal cosa, aunque indudablemente muchos pompeyanos pensaran que los atletas e incluso los animales salvajes eran un pobre sustituto de la atracción estrella. De hecho, uno de los espectáculos en cuestión es el acto ofrecido por Nigidio Mayo con motivo de la «dedicación de las pinturas». Si «las pinturas» eran realmente la ornamentación del muro que rodeaba la arena, debió de resultar una triste ironía dedicar aquellas espléndidas imágenes de gladiadores combatiendo en un espectáculo en el que precisamente no podían participar gladiadores.