Tres
—Todo el mundo tiene uno de estos.
El dependiente metió la reluciente tableta en la palma de Thorne.
—Los famosos salen con ellos en Heat y en Loaded y en todos los periódicos. Tenemos unos cuantos en negro, pero el plateado es guay...
El teléfono no era mucho mayor que una tarjeta de crédito. Thorne bajó la vista hacia las diminutas teclas y pensó que sus dedos rollizos y achaparrados presionarían tres a la vez cuando intentara pulsar un botón.
—Creo que necesito algo más gordo —dijo—. Algo que incluso haga ruido si se me cae del bolsillo.
El vendedor, Parv según la placa del nombre, era un chaval asiático de cara de luna con el pelo de punta. Se frotó la panza sobre un polo un par de tallas demasiado pequeño para él, bordado con el logotipo de la tienda.
—Vale. ¿Y un G3? Estos son más grandes por el teclado, ¿eh? Puede llevar todo su correo electrónico, navegar por Internet, lo que sea.
El chaval creyó ver algo parecido a un auténtico interés en la cara de su cliente y empezó a asentir con gesto de complicidad.
—Huy, sí, acceso de alta velocidad. Y además tiene usted su vídeo en directo, su videollamada y demás.
—No conozco a nadie que la tenga —dijo Thorne.
—¿Y qué?
—Que, ¿con quién voy a mantener una videollamada?
Parv se lo pensó. Entonces alargó la mano para coger otro móvil y pasó por alto el comentario.
—Vale, este es un teléfono muy básico —dijo—. Nada llamativo. Tiene su WAP, su bluetooth, grabadora de voz, cámara de 1,3 megapíxeles, o de 1,5 con mejor zoom, en el modelo de tapa, y reproductor MP3 incorporado.
—Tiene buena pinta —dijo Thorne—. ¿Envía y recibe llamadas?
Parv volvió a acariciarse la tripa e hizo todo lo posible por sonreír, aunque su mirada dejaba claro que creía estar atendiendo a un cliente que en cualquier momento a lo mejor se sacaba un arma automática de la cazadora..., o que a lo mejor se sacaba la polla.
—La verdad, sólo es para tener un repuesto —impotente, Thorne miró a su alrededor—. No necesito nada de estas gilipolleces ostentosas.
—Perdone...
El chaval cogió el móvil y empezó a escudriñar la tienda buscando otro cliente.
—Todo viene con..., con alguna gilipollez.
A Thorne le pareció el segundo lema estupendo que oía en lo que iba de día. A lo mejor debía dejar el Cuerpo y montar una empresa que vendiera tarjetas de felicitación con mensajes realistas.
—Dígame si necesita algo más —dijo Parv, y casi pareció que lo decía en serio.
Thorne no pudo evitar sentirse culpable por ser el aguje ro negro donde el chaval había vertido su gran conocimiento y su entusiasmo. Mientras se apresuraba a asegurarle que sí que compraría algo, pero que tenía que hacerle algunas preguntas más, retrocedió un paso hacia el anaquel de móviles G3 y preguntó si se podía jugar al póquer en Internet por teléfono.
Eran las cuatro y cuarto; había pasado más de una hora del final de su turno, y ya empezaba a oscurecer. Los relojes habían atrasado la semana antes, y, como siempre, quienes pregonaban el trauma del «trastorno afectivo estacional» habían expresado las quejas de costumbre. Thorne no sentía ninguna compasión. Alzó la vista de la mesa y decidió que, sin duda, la oscuridad mejoraba las vistas de su ventana. Además, ¿quién necesitaba trastorno afectivo estacional cuando bastaban diez minutos al teléfono con un funcionario pichacorta, cuadriculado y ordenancista para deprimir la mar de bien hasta a la más feliz de las criaturas?
Había tardado algo más de una hora en montar y dar de alta su teléfono nuevo; ahora sólo le quedaba desviar las llamadas a su recién concedido número de prepago. Por desgracia, el móvil desde el que necesitaba activar el desvío ya lo habían enviado por mensajero a un laboratorio equipado adecuadamente para que examinaran en detalle la foto. Thorne se puso al habla con Newlands Park, la sede de los servicios técnicos situada en Sidcup, que se encargaba de la manipulación de imágenes, el aumento de la calidad audiovisual y otras tareas semejantes, que superaban la inteligencia de quienes apenas sabían programar una grabadora de vídeo.
—Es bastante fácil —había dicho—. Tengo el manual delante y se lo explico en diez segundos. Es que no quiero perder las llamadas, ¿sabe?
—De verdad, no tiene que explicármelo.
El técnico no consiguió evitar que el sarcasmo tiñera su voz..., o no se molestó en intentarlo. Se llamaba Dawson, y al instante Thorne se imaginó un cutis estropeado y unas orejas grandísimas, una corbata con manchas de huevo y una enorme colección de porno.
—No puedo hacer cambios en el ajuste, ¿sabe?
—Perdone, pero no lo sé.
—El teléfono se nos ha presentado como prueba.
—No —dijo Thorne—. Lo que es la prueba es la foto.
—Y la foto está en el teléfono. No puedo manipular el teléfono.
—Sólo se trata de establecer un sencillo desvío de mis llamadas particulares. ¿Cómo va a ser eso manipular?
—Sólo se me permite sacar y ampliar la fotografía, que es lo que me han pedido que haga. Lo tengo por escrito.
—Estoy seguro de que sí, pero se trata sólo de sentido común, ¿vale? Si a mí me mandan una cinta de vídeo con la secuencia de un asesinato y yo lo veo, eso no quiere decir que no pueda cambiar los ajustes de mi grabadora de vídeo, ¿verdad?
—No hablamos de lo que haga usted —había dicho Dawson—. Aquí hay unos trámites establecidos.
La palabra preferida de Thorne. A partir de allí las cosas sólo podían ir a peor.
—Tenernos que ser cuidadosos con la integridad de la prueba —daba la impresión de que Dawson leía una tarjeta impresa—. Debemos ser conscientes de cualquier aspecto forense.
—No hay ningún aspecto forense —dijo Thorne; hizo todo lo posible por parecer jocoso, aunque no era fácil. Pero es que es mi teléfono. No es que vaya usted a emborronar las huellas dactilares del asesino, ¿verdad?
Se produjo un breve silencio.
—Sólo se me permite hacer...
—Esto es una puta ridiculez.
—El lenguaje grosero no va a ayudar a nadie.
A Thorne lo ayudaba muchísimo.
—¿Con quién más puedo hablar?
Mientras esperaba una respuesta, se imaginó a Dawson, apoyado con aire distraído en un banco de trabajo, con un cubo de Rubik y una erección.
—Supongo que su oficial superior tiene que hacer una solicitud oficial a mi jefe de turno.
—Es una línea muy fina —había dicho Thorne.
—¿Qué cosa?
—La que separa amar el trabajo de inclinarse mientras el trabajo le da a uno por el culo...
Thorne sólo le dio a Brigstocke una versión revisada de los momentos culminantes de la conversación cuando habló con él. Aunque su nuevo teléfono aún no había sonado, supuso que el comisario había ido derecho al jefe de Dawson para autorizar el desvío; mientras esperaba, intentó elegir entre varias docenas de tonos de llamada igualmente molestos.
—No uses ninguno de los de hip-hop —dijo Kitson—. La gente creerá que tienes una crisis de mediana edad.
Thorne alzó la vista. No la había oído entrar.
—Ahora se descargan, ¿sabes? —dijo ella—. Podrías poner algo de Hank Williams o de Johnny Cash.
—Sí, «Tono de fuego»—sugirió Thorne.
Miró cómo su colega inspectora ordenaba la mesa y garabateaba algo en un papel. Cuando le dijo que el teléfono nuevo parecía fardón, se lo pasó y le explicó el lío que había supuesto comprarlo, mientras ella se desplazaba por la pantalla para ver las características. Kitson ya había oído la versión de radio macuto de lo de la foto en el teléfono, pero Thorne le explicó la auténtica secuencia de los acontecimientos: el mensaje de madrugada; la fotografía de un muerto.
—Es igual que cuando te enseñan las fotos de las vacaciones —dijo Kitson.
—¿Como un recuerdo, quieres decir?
—Sólo hasta cierto punto. En realidad están diciendo: «Mira lo pudientes y lo maravillosos que somos. Mira dónde hemos estado».
—¿Crees que está jactándose? —dijo Thorne.
Parpadeó y vio el negro interior de la boca abierta, la húmeda porquería de detrás de la oreja. Entonces habló tanto para sí mismo como para Kitson.
—«Mira lo que he hecho».
Ella asintió con la cabeza y le devolvió el teléfono.
—Sigo sin entender por qué tenías que comprarte esto. ¿Por qué no mandaron la tarjeta SIM al laboratorio y ya está?
—No me lo preguntes.
Thorne no quiso explicarle que no había sabido pasar sus números de contacto. Ni que estaba disfrutando una barbaridad con su chulo teléfono nuevo.
—Pudiste comprarte una tarjeta SIM de prepago y ponerla en tu antiguo móvil.
Thorne se encogió de hombros y clavó la mirada en el teléfono.
—Sí, bueno, ya lo sé para la próxima vez.
—¿Se sabe algo del laboratorio ya?
—Nada útil —dijo Thorne—. Cuéntame lo de ese cuchillo.
Según Kitson, era un cuchillo de cocina común y corriente de quince centímetros, sacado de una papelera de un parque situado frente al bar donde habían matado a puñaladas a Deniz Sedat. El barrendero municipal que lo encontró, que había visto suficientes episodios de CSI como para saber el modo de esas cosas, había metido la mano en una bolsa de plástico antes de cogerlo y llevarlo con cuidado a la comisaría de Finsbury Park.
Thorne le dijo a Kitson que no veía muchos programas de polis. Ella dijo que no se perdía gran cosa, pero que por lo menos eran buenos para algo. Él le preguntó si creía que habían encontrado el arma del crimen.
—Por lo visto, en la hoja había manchas de sangre.
—Brigstocke me ha dicho que había toda clase de cosas —dijo Thorne—. ¿Estás segura de que no era salsa picante?
—El tamaño de la hoja encaja con la herida mortal, según Hendricks.
—¿Y qué sabe ese? Inútil gilipollas de Manchester...
Kitson sonrió ampliamente. Phil Hendricks era el forense adscrito al Grupo 3 de la Brigada de Homicidios Oeste. También era el mejor amigo de Tom Thorne, o lo que más se le parecía.
—Me parece que los G&O no deben de estar tan emocionados como antes —dijo Thorne—. ¿El sicario medio de Europa del Este, o quienquiera al que le hayan encasquetado esto, suele tirar el arma en la papelera más próxima?
Kitson seguía con un bolígrafo en la mano, aunque desde donde Thorne estaba sentado, parecía que estaba haciendo dibujitos.
—Bueno, normalmente no usan cuchillos, de modo que quién diablos sabe.
—Cuchillos, pistolas... Todo es matar.
—Exacto, y desde luego fue rápido —dijo Kitson—. Profesional, ¿sabes? ¿Cuánto tiempo le quitó la novia de Sedat la vista de encima? ¿Un minuto, dos...?
Harika Kemal había declarado que tuvo que ir a los servicios cuando ambos salían del Queen's Arms. Sedat cogió sus cigarrillos y dijo que la esperaría en el aparcamiento. Después Harika le contó a la policía que había salido al cabo de un par de minutos y se había encontrado a Sedat agonizando en el suelo. Kitson vio el horror en los ojos de la chica mientras hacía su declaración; sólo pudo imaginar lo que sintió al ver a su novio desplomado sobre la rueda delantera de un coche, sangrando en el suelo y boqueando como un pez en el puño de un pescador.
—Sí, desde luego rápido —dijo Thorne—. Nada pasional.
Kitson clavó el bolígrafo en el aire.
—Muy limpio. Justo en el corazón —se recostó en la silla, dejó caer el bolígrafo en la mesa y soltó un largo suspiro—. Joder, daría cualquier cosa por un cigarrillo.
—¿Desde cuándo?
Thorne lo había dejado hacía años, pero de vez en cuando aún le entraban ganas. Holland hacía poco que había empezado a fumar, para gran indignación de su novia. Quizá la mancha de nicotina iba convirtiéndose en la nueva negritud.
—Sólo fumo un par por la noche, ¿sabes? Con una copa de vino o una taza de café, ya sabes.
Aquello sonaba bien. Thorne miró el reloj.
—Vamos a largarnos, ¿eh?
Siguieron hablando mientras recogían sus cosas. Kitson hurgó en el bolso buscando las llaves del coche; Thorne metió unos papeles en un raído maletín marrón que había encontrado al fondo del armario de su padre.
Kitson apagó las luces.
—Bueno, usen cuchillos o los echen a las papeleras después, los sicarios no suelen dejar muchas huellas dactilares, así que muy pronto lo sabremos...
Las oficinas de Homicidios estaban en la tercera planta de Becke House. Thorne y Kitson le concedieron un minuto al ascensor y luego decidieron bajar andando. Hacía poco que las zonas comunes habían experimentado una modesta mejora que incluía el enmoquetado de la escalera. A Thorne aquel olor, que permanecía después de tres semanas, le recordaba una mudanza ocurrida en algún momento de su niñez: cajas de cartón y su padre llevando a casa comida preparada.
También lo hacía sentirse un poco receloso.
—Entonces, ¿qué haces esta noche?
Se preguntó si, en la foto, lo que había debajo de la cabeza del muerto era moqueta. Imposible saberlo. Tal vez cuando mejoraran la calidad de la imagen...
—¿Tom?
Thorne se volvió y se la quedó mirando fijamente hasta que Kitson repitió la pregunta.
—Quedarme en casa, nada más —dijo al cabo de un instante—. ¿Y tú?
—La locura de siempre —dijo Kitson, en un tono donde había cierta envidia del vacío programa de Thorne—. En realidad, más loca todavía. Mi hijo mayor se examina del Certificado de Enseñanza Secundaria, de modo que las cosas están un poco tensas.
—Apuesto a que sí.
Doblaron para tomar el último tramo. Kitson rara vez hablaba de la vida doméstica, y Thorne se sintió un poco honrado.
—Para él es difícil —dijo Kitson—, ¿sabes? A esa edad se les hace un mundo. No saben manejar la presión.
—¿Cuántos años tiene?
—Quince.
Thorne hizo una mueca.
—Yo tengo casi el triple, más o menos —apoyó el hombro en la puerta; el frío lo abofeteó en la cara al salir hacia el aparcamiento—. Ojalá algún hijo de puta me dijera a mí cómo manejar eso.
Ya en el piso, después de poner queso rallado en un cuenco de sopa de tomate, Thorne había clavado la vista en su nuevo teléfono, deseando que sonara. Por fin lo hizo, y además dos veces seguidas. Ahora estaba sentado en la salita, viendo cómo los que habían llamado se bebían su cerveza y se cachondeaban alegremente de él.
Era la continuación de una conversación que duraba ya una semana, desde Halloween; fue entonces cuando Thorne expresó su considerable antipatía hacia la costumbre de «golosinas o trastada».
—Es el sueño de un pederasta —dijo ahora—: un desfile interminable de niños llamando a la puerta.
Phil Hendricks dio un sorbetón de la cerveza de marca blanca de Sainsbury's.
—Gilipolleces. Es que eres un roñoso, y no te apetece un huevo dar golosinas.
—Es una puta chorrada copiada a los norteamericanos. Nosotros no lo hemos hecho nunca...
—Qué capullo tan rácano eres —dijo Louise.
—La mayoría ni siquiera hacen un esfuerzo: ni se disfrazan ni nada.
—Si son chiquillos...
—No es más que una excusa para que esa carne de Tribunal de Menores tire cohetes y meta mierda de perro en los buzones de los viejos.
—Creo que Louise lleva razón —dijo Hendricks. Eres roñoso y además, rácano.
Thorne se levantó a coger más cerveza de la cocina. Hendricks estaba sentado junto a Louise en el sofá, y Thorne se inclinó al pasar por delante. Como siempre, el forense estaba vestido de negro, con el acostumbrado conjunto de objetos metálicos atravesándole ceja, nariz, labio, mejilla y lengua.
—A ti sólo te gusta porque no necesitas ponerte máscara —dijo Thorne.
Hendricks le hizo un corte de mangas.
—¡Homófobo!
Louise se rio y volcó su lata de cerveza; la enderezó como pudo, aunque no quedaba mucho dentro, de todos modos.
Al volver a entrar en la sala a Thorne lo impresionó, como siempre, lo mucho que se parecían Hendricks y Louise. Los dos tenían treinta y cuatro años, algo que, para infinito regocijo de ambos, les daba una ventaja de diez años sobre Thorne. Los dos tenían el pelo oscuro y eran flacos, aunque Hendricks llevaba el pelo rapado más bien que corto y Louise tenía bastantes menos piercings. Salvo por la diferencia de acentos, se los habría tomado, equivocadamente, por hermanos.
Thorne les pasó sendas latas nuevas.
Los dos se habían hecho amigos muy rápido y habían salido juntos a bares y discotecas gays, y a veces, al verlos juntos, Thorne sentía una envidia que no le apetecía analizar mucho. Cuando él y Louise empezaron a verse, la verdad es que le molestó un poco que Hendricks no pareciera sentirse demasiado amenazado; en particular porque, de vez en cuando, Thorne se sorprendía teniendo algo más que un poco de celos de los amigos de Hendricks. Daba la casualidad de que los tres habían pasado gran parte de los últimos meses juntos, pues Hendricks se separó de su amante de mucho tiempo más o menos cuando Thorne y Louise empezaron su relación. La separación fue por los niños; Hendricks estaba desesperado por ser padre y ahora buscaba una pareja que compartiera su entusiasmo. Más de una vez, él y Louise habían bromeado sobre cómo ella le echaría una mano y dejarían a Thorne al margen del todo.
—Vamos, Lou —decía Hendricks—. Te conviene más estar conmigo. Yo tengo buen gusto en ropa, música, todo.
—Sí, vale. ¿Por qué no?
—Es decir: claro que no haríamos nada en realidad. Hay modos y maneras... Además, no creo que te perdieras mucho en cuanto al sexo.
—Eso es indiscutible.
Entonces Hendricks abrazaba a Louise y le lanzaba a Thorne una mirada lasciva.
—De acuerdo. Hecho. Tu novia y yo nos largamos para ponernos creativos con una perilla de salsear el pavo asado...
Esta noche bebieron bastante más y vaciaron el armario de la cocina de todo lo que había para picar. Vieron un poco la televisión y hablaron de fútbol y estiramientos faciales, y del tumor que Hendricks había encontrado dentro del estómago de una mujer de mediana edad y que resultó ser un gemelo que se había quedado sin nacer hacía mucho tiempo.
Las historias de siempre.
A las once y media más o menos Hendricks pidió por teléfono un taxi para regresar a su piso de Deptford y, mientras esperaban, hablaron de nuevo de la fotografía. Ya habían hablado de ella en tres conversaciones telefónicas distintas: Thorne y Louise; Louise y Hendricks; Hendricks y Thorne. Luego hablaron de ella cuando cada uno llegó al piso, y otra vez, cuando los tres estuvieron por fin juntos. Era cuestión de tiempo que volvieran al tema.
—Hasta que encuentres un cadáver, no es más que una foto —dijo Hendricks.
—Tú no lo has visto.
—¿Y qué?
—Deberías escuchar —dijo Louise; puso una mano en el brazo de Thorne y con la cabeza señaló a Hendricks—. Está dando en el clavo. Sólo es una fotografía. A lo mejor no encuentras un cadáver.
—¿Y qué tengo que hacer entonces?
—Olvidarlo.
—Como le dije a Phil...
—No, vale, yo no lo he visto, pero sé qué aspecto tiene la muerte. Vamos, Tom: todos lo sabemos.
Thorne sabía que ella tenía razón, pero no podía quitarse aquel desasosiego. Era como una corriente de aire que no paraba de atravesar.
—Aunque da la impresión de que es mío... Que es mío.
Encorvó los hombros al volver a sentir aquel frío y se enderezó cuando Louise se apoyó en él.
—Me la han enviado a mí.
Hendricks asintió despacio. Por un instante su mirada fue rápida hacia Louise; luego bajó al reloj. Cruzó a la ventana, apartó el visillo y echó una ojeada a la calle.
—Los del taxi han dicho que dentro de diez minutos —dijo Thorne.
Fueron al vestíbulo y se quedaron, un poco incómodos, cerca de la puerta de entrada. Aunque Thorne llevaba casi veinticuatro horas tratando de evitarla, de pronto sintió la pregunta flotando allí, entre ellos. Sentía su peso y su calor; inevitable como la náusea.
Hendricks era una persona tan buena como cualquier otra para expresarla.
—¿Por qué a ti? —preguntó.
Cuando Hendricks se marchó, Thorne y Louise no tardaron mucho en meterse en la cama, pero nada de lo que vino después fue más que tibio. El cansancio, la cerveza o algo completamente distinto había apagado el deseo, y el calor o la simple cercanía les bastaron a los dos.
—No creo que seas un capullo rácano —dijo Louise, justo antes de darse la vuelta.
Más tarde Thorne se quedó despierto en la oscuridad, esforzándose con energía por acallar el agudo y persistente «¿por qué?». Hasta que, al final, se convirtió en algo parecido a la alarma de un coche, al que uno acaba acostumbrándose. No es que fuera un consuelo, pero sabía que, muy probablemente, la respuesta se presentaría antes de que tuviera que pasar demasiado tiempo preocupándose por la cuestión.
Con Louise roncando bajito a su lado, pensó en algo que había dicho aquel día. Cuando Kitson le preguntó por qué no se había limitado a entregar el SIM y a quedarse con su móvil.
Lo dijo de pasada, sin pensar.
—Bueno, ya lo sé para la próxima vez.
Paseaba mucho por la noche. Al menos durante los últimos meses.
En parte era porque ahora podía, claro; porque aún no se había pasado la novedad. El piso no era pequeño ni muchísimo menos, pero cualquier sitio empezaba a cerrarse al cabo de una semana o dos; y, además, era agradable salir. La lluvia o el viento le daban bastante igual. Solo era el tiempo, y todo le parecía buen tiempo.
Esta noche hacía frío y no llovía mientras caminaba deprisa por la calle principal, por delante de las tiendas con las persianas metálicas cerradas y los garajes abiertos toda la noche. Se metió en una bocacalle y apoyó la mano en la llave inglesa que llevaba en el bolsillo del chaquetón mientras avanzaba hacia un grupo de adolescentes que estaba en la esquina.
Al principio sólo caminaba para matar el tiempo, para pasar las horas interminables sin dormir. Seguía sin conseguir dormir más de un par de horas cada noche, tres como máximo, en arranques de quince o veinte minutos. No creía haber conseguido más que eso desde aquella mañana en que fueron a verlo.
La segunda vez que su vida se había vuelto del revés.
Qué raro que las dos veces que todo había cambiado, que se había vuelto mierda, estuviera sentado con gente que le enseñaba placas de identificación...
A lo largo de las semanas había recorrido casi todo el oeste de Londres. Había pasado largas noches caminando hasta Shepherd's Bush, y luego por Uxbridge Road cruzando Acton y Ealing. Había ido al sur, rodeando Gunnersbury Park, y luego había torcido hacia Chiswick, mirando los coches que corrían en ambos sentidos por encima de él, por la M4. Había vuelto caminando hacia Hammersmith, zigzagueando por las calles más estrechas y saliendo casi en el puente, donde el río se arqueaba, a dos o tres kilómetros de donde estaba el piso, a la sombra del paso elevado; un hospital a un lado, un cementerio al otro.
Los adolescentes de la esquina no le prestaron atención en realidad. Tal vez por su aire.
Desde luego en tiempos lo tenía.
Ahora se había acostumbrado a aquello y lo hacía en lugar de dormir. Le gustaba. Caminar lo ayudaba a pensar las cosas con detenimiento, y, aunque durante el día muchas veces se sentía absolutamente hecho polvo, era como si su cuerpo estuviera ajustándose..., compensándose, o como se dijera. Recordó haber leído en algún sitio que Napoleón, Churchill y Margaret Thatcher se conformaban con una siestecita de un par de horas cada noche. Estaba claro que todo iba de cómo se enfocaban las cosas cuando se estaba despierto. A lo mejor uno se salía con la suya mientras tuviera un objetivo.
Dio la vuelta para volver a casa. Bajó por Goldhawk Road hacia la estación de metro de Stamford Brook.
Cuando volviera, le escribiría otra vez.
Prepararía un café y encendería la radio; luego se sentaría ante aquella mesita chunga de la esquina y ensartaría otra carta. Le contaría a ella cómo iba todo. Dos, quizá tres páginas si le salía fácil, y cuando la acabara la pondría con las demás; sujeta con gomas elásticas, en el cajón que había llenado de móviles y tarjetas SIM.
Luego sacaría otro teléfono y se sentaría allí, esperando a que subiera el sol.