Epílogo

El ala de reclusos vulnerables no albergaba a demasiados internos; no más de sesenta bajaban al mostrador de autoservicio al llegar la hora de la comida. Desde luego era un proceso más ordenado que el que tenía lugar en otro lugar de la prisión. Pero, con independencia de la cola que hubiera ante el calientaplatos, Nicklin siempre quería ser el primero.

No soportaba esperar mirando mientras servían a otros antes que a él. Imaginaba que les daban más de lo que les correspondía y que a él le darían algo peor cuando llegara su turno. Siempre era igual cuando se trataba de comida. Con cualquiera de sus apetitos, si a eso vamos.

La cena se servía entre las seis y las siete, pero Nicklin estaba allí desde menos cuarto. Agarrando su bandeja y escuchando al personal de cocina hablar de banalidades tras la persiana metálica.

A las seis y un minuto golpeó en la persiana. Ahora había una docena más en cola detrás de él.

—Dejad de mearos en la sopa y abrid, ¿queréis?

Risas desde la cocina, y también desde detrás.

—Es de las albóndigas de lo que deberías preocuparte —dijo alguien.

Subieron la persiana, y Nicklin dio un paso adelante y cogió su cena en silencio. Lasaña y patatas fritas. Un budín, como de costumbre (de compota de manzana: era martes), y dos rebanadas de pan. Zumo de naranja y agua embotellada.

—Está bueno hoy —dijo el violador gordo vestido con traje blanco de chef.

Nicklin se apartó del calientaplatos, mientras el ex magistrado que estaba detrás de él hacía un comentario sarcástico sobre las estrellas Michelin y el chef le decía dónde podía metérselas.

Subió con la bandeja los dos tramos de escalera metálica hasta su celda, abrió la puerta empujando con el codo y se sentó a la mesa para comer. Abrió el zumo de naranja y levantó la tapa de plástico que apenas mantenía tibia la comida.

Lasaña, joder...

No estaba del mejor de los ánimos, de todos modos; no lo estaba desde que se enteró de que habían atrapado a Marcus Brooks. Desde que se enteró de que el amigo marica de Tom Thorne no estaba entre aquellos a los que acusaban a Brooks de haber matado.

Eso le había quitado la emoción a sus días, por poca que fuera. Lo había dejado sin nada en lo que hozar cuando la puerta de la celda se abría con un chasquido a primera hora; por lo que sonreír cuando llegaba el momento en que se apagaban las luces. Ya solo le quedaban placeres elementales. De la carne y del vientre; aunque los dos eran bastante escasos.

Pinchó con el tenedor la capa de pasta endurecida y rebuscó; entonces vio por el rabillo del ojo que algo se movía y alzó la vista. Un recluso estaba a la puerta, mirando.

—¿Qué?

El hombre se encogió de hombros. Askins: un drogata que le había metido mano a una niña de quince años. Nadie con el que Nicklin acostumbrara a pasar el tiempo.

—¿Oye, por qué no te vas a tomar por el culo? —dijo Nicklin; cogió un bocado de la carne picada—. Ve a meterle canguelo a otro.

De repente se detuvo, gritó y escupió un cordón de sangre en el plato; se metió la mano en la boca buscando el trozo de vidrio.

—Eso es un mensaje —dijo Askins.

Nicklin soltó un taco y escupió, al tiempo que levantaba la rígida lámina de pasta y metía el tenedor por la aguada carne picada. Los dientes del tenedor sonaron bajito al chocar con las esquirlas cubiertas de salsa. Pálido y boquiabierto, alzó la mirada hacia el hombre de la puerta.

Askins se apartaba ya, sonriendo.

—De alguien con los brazos muy largos...