Dieciséis
El sol estaba saliendo apenas, y con el filo del estuche de un compacto Thorne rascó una delgada capa de escarcha del parabrisas. En los árboles de su calle (no tenía ni idea de qué eran) no quedaba ni una hoja, y todos estaban drásticamente podados con vistas al invierno. Al mirar por la acera formaban una fila casi perfecta. Blancuzcos y achaparrados en la penumbra.
El mensaje lo había despertado hacía media hora. El tono que había puesto en el móvil de prepago.
Se quedó allí con la bata puesta, la gata dándole topadas en las espinillas, mirando la secuencia. Si no hubiera reconocido al hombre, quizá habría pensado que le mandaban un fragmento de porno aficionado elegido al azar. Pero aunque la imagen era oscura y borrosa, la cara estaba clarísima: el cliente a quien le hacía un servicio una mujer que casi seguro era una fulana y que, desde luego, no era la esposa de aquel hombre.
No era la señora de Bolsa de basura.
Entonces Thorne clavó la vista en su otro teléfono, el móvil que estaban controlando, y esperó con inquietud para ver si el mensaje lo enviaban allí también. Le dio un par de minutos; a medida que pasaban los segundos tenía cada vez más frío y se sentía menos seguro.
Louise entró tambaleándose, al tiempo que se ponía deprisa una bata y preguntaba de quién era el mensaje.
—Una puñetera oferta de mejora...
—¿Cómo?
—¿Para qué quiero yo una mejora?
Aún medio dormida, ella dijo algo entre dientes; luego se dio la vuelta y regresó al dormitorio.
Al contestar al teléfono, le dio la impresión de que Brigstocke solo estaba un poco más despierto.
—Joder, Tom...
—¿Cuánta vigilancia le hemos puesto a Martin Cowans?
—¿Cómo? Eh..., hay un policía en su domicilio particular.
—¿Y el local del club?
—¿No podemos hablarlo luego?
Thorne oyó una voz de mujer; una pregunta que quedó amortiguada cuando una mano tapó el micrófono; niños que chillaban en algún sitio. Los Brigstocke tenían tres críos que cada mañana debían preparar para llevarlos al colegio.
—¿Russell?
—Sí, hay alguien en el local del club. Y creo que G&O también tienen gente allí.
—¿Cuántos?
—No tengo ni puñetera idea. Pero no va a entrar nadie a robar, ¿verdad? Dijiste que parecía Fort Knox.
—Creímos que teníamos protegida la casa de Skinner, ¿recuerdas?
Brigstocke estaba ya despierto del todo, y también enfadado.
—Hablaremos de esto en el trabajo, ¿vale? Tengo una reunión a las nueve...
Thorne tiró el estuche del compacto otra vez al maletero y subió al coche. Antes había encendido el motor para darle al veterano sistema de calefacción del BMW la oportunidad de que fuera calentándose poco a poco, pero el volante seguía helado al tacto, y no le apetecía nada volver adentro a por los guantes. Miró el reloj: buena hora para conducir. Si todo iba bien, llegaría antes de las siete y media.
Mientras le daba la vuelta al coche en tres maniobras, le llamó la atención un movimiento por encima de él y echó una ojeada el árbol de enfrente; una gorda y mojada paloma estaba posada con torpeza a mitad de la copa. Sus movimientos y las sacudidas como de paraguas de sus plumas, le daban el aspecto de estar tiritando.
Fría y cabreada; desnuda, como el árbol.
No es que tuviera toda la sala para él, pero durante media hora más o menos estuvo en relativa calma y tranquilidad. Pudo comer tostadas y beber té, y, también, preocuparse por la salud y la seguridad de un gángster tatuadísimo que pasaba droga. Pudo reflexionar sobre una táctica de acción basada en que era el único que sabía que Martin Cowans estaba en inmediato peligro.
Pudo preguntarse si no sería lo más estúpido que había hecho jamás.
Era una carta difícil de superar...
Desde su ventana vio entrar policías, uno tras otro, por las verjas del Peel Centre. A unos los conocía bien; a algunos no los conocía en absoluto; a otros solo les sonreía cuando se cruzaba con ellos por la escalera o en la cantina. En algún lugar había un policía que, confabulado con un amigo o colega, había matado al jefe de una banda y había mandado a un inocente a la cárcel por ello. Un policía que además, según Marcus Brooks, seis años después había preferido matar a golpes a su cómplice antes que arriesgarse a que se revelara el historial delictivo de los dos.
Thorne quería encontrar a ese hombre. Quería encontrarlo tanto como quería encontrar a Marcus Brooks, en todos los aspectos.
—Sí que madrugamos, ¿eh, Tom? —dijo Karim mientras cruzaba con paso resuelto hacia el hervidor del agua.
Le mostró las bolsitas de té en una muda pregunta, por si a Thorne le apetecía otra taza.
Este asintió.
—Así tendré mucha ayuda, joder.
No era el único que empezaba temprano. Richard Rawlings estaba al teléfono antes de que Thorne se acabara el segundo tazón de té.
—¿Alguna noticia?
—La autopsia confirma que la causa de la muerte fue un traumatismo contuso en la cabeza, y sitúa la hora de la muerte entre las tres y las cinco de la tarde del sábado.
—Usted sabe que no me refería a eso.
—No estoy seguro de qué más puedo decirle —dijo Thorne.
—¿Alguna noticia sobre Brooks? ¿O algún avance...?
Oficialmente, nadie había hablado con Rawlings sobre Marcus Brooks, pero a Thorne no lo sorprendió que conociera el nombre del principal sospechoso. Podía haberlo averiguado por gran cantidad de fuentes: radio macuto, amigos, o amigos de amigos en la brigada. O incluso el mismo Skinner; era probable que le contara lo de la secuencia de vídeo que le habían enseñado, y lo que significaba.
Y aún había otra posibilidad: una sencilla explicación para que Rawlings supiera todo lo de Marcus Brooks; para que supiera más que nadie del caso.
—¿Y hay algo que pueda usted contarnos a nosotros? —dijo Thorne.
Hubo un breve silencio.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, por qué Marcus Brooks, o cualquier otra persona, querría romperle la cabeza a su amigo con un martillo.
—Ni puta idea.
—Es el primer «puto» de su conversación. Me alegro de que esté haciendo un esfuerzo.
Lo sorprendió oír que Rawlings se reía.
—Bueno, me gusta empezar despacio e ir aumentando durante la jornada, ¿sabe?
Más tarde Thorne dejó sin devolver varios mensajes: uno de Keith Bannard, el comisario de G&O; otro de un funcionario de la Fiscalía de la Corona que quería hablar sobre una zapatilla de deporte manchada de sangre que se había «marchado» de un cajón donde se guardaban pruebas... Y también un inconexo mensaje de su tía Eileen, que nunca acababa de decir por qué llamaba. Thorne supuso que quería mantener la conversación de «¿qué vas a hacer en Navidad?».
Al otro lado de la puerta oyó que alguien le decía a Kitson lo bien que había estado en la televisión la noche antes. Cuando ella entró, Thorne añadió sus propias felicitaciones.
—¿Hay algo?
—Unos cuantos han llamado por teléfono para decir que vieron a alguien tirando en la papelera algo que tal vez fuera un cuchillo, aunque no creo que eso nos lleve muy lejos. La mujer no ha vuelto a llamar.
—Todavía hay tiempo.
Kitson era una verdadera hincha del fútbol encubierta, y hablaron sobre los resultados europeos de la noche anterior. El Arsenal estaba ya a la cola de su grupo tras perder en casa con el Hamburgo. Thorne todavía no había tenido oportunidad de hablar con Hendricks; sabía que estaría destrozado.
—¿Viste las jugadas más interesantes? —preguntó Kitson.
—Tuve mejores cosas que hacer —dijo Thorne.
Fue paseando hasta la comisaría de Colindale; luego esperó a que Brigstocke saliera de su reunión con el mando de distrito.
—Perdón por llamar tan temprano.
—¿Por qué esa urgencia repentina? —preguntó Brigstocke.
—No era una urgencia. Solo pensé que deberíamos cubrirnos el culo.
—Como te dije por teléfono, creo que lo tenemos cubierto.
—Es comprensible que nos concentremos en el asesinato de Skinner —dijo Thorne—. Pero no hay motivo para suponer que Brooks haya terminado con los Black Dogs.
—No estamos suponiendo nada.
—Que no querría atacarlos otra vez.
—No, tienes razón.
—¿Dijiste que hay gente en el domicilio particular y también en el local del club?
Entraron en la zona de recepción de la comisaría y salieron. Después empezaron a cruzar de vuelta hacia Becke House. El cielo era una leve capa de acuarela gris, pero aquí y allá había fugaces atisbos de sol, como vetas de carne lechosa vista a través de una tela fina y raída.
Brigstocke sonrió mientras se abrochaba el abrigo.
—Me alegra saber que te tomas tan en serio el bienestar de las bandas de moteros de la ciudad.
—Tengo entendido que algunas trabajan mucho con fines benéficos —dijo Thorne.
Cruzaron la calle por delante de un minibús de la Policía Metropolitana que acababa de salir de la puerta principal. El conductor se apoyó en el claxon y, al ver que era un conocido, Thorne le hizo un amistoso corte de mangas con el dedo.
Brigstocke era más alto y daba una zancada más larga, pero tuvo que dar una carrerilla de un paso o dos para ajustar su ritmo al de Thorne.
—No corras tanto, me cago en diez.
—Joder, tengo demasiado frío para entretenerme, —mintió Thorne.
Como estaba más cerca, enseñaron los pases en la entrada de la autoescuela y, a continuación, siguieron hacia Becke House, que se alzaba, castaña y gris aunque no exactamente majestuosa, al otro lado de la plaza de armas. Cuando dejaron atrás el gimnasio, Brigstocke puso una mano en el brazo de Thorne.
—Oye, quería disculparme.
—¿Por qué?
—Por ser un gilipollas.
—¿En qué momento en concreto?
Brigstocke miró al suelo mientras caminaban.
—Sabes que ha estado pasando algo.
—¿El «lado oscuro», quieres decir?
—Exacto. No quiero entrar en eso, ¿vale?
Thorne se lo había comentado tres días antes a Nunn. Mientras iban a toda mecha hacia la casa de Skinner, le pregunto al hombre de la JRP qué sabía sobre una investigación en su grupo; sobre las Normas Nueve que por lo visto corrían por la central operativa de Russell Brigstoke. Nunn se mostró tan comunicativo como de costumbre. Dijo que era un asunto de la Unidad de Investigación Interna, que la suya era una sección distinta y que, de todas formas, no podía hacer comentarios. Al comprender que no valía la pena mantener otra conversación tipo «no puedo», en el sentido de «no quiero», Thorne le puso fin allí mismo.
Pero aún quería saber; y ahora más que nunca.
—Ya te lo dije —dijo Thorne—. Si es que quieres hablar del tema...
—Gracias.
—Podemos ir a emborracharnos a algún sitio. Sentarnos a poner como un trapo a esos cabrones.
Brigstocke asintió.
—Me entran ganas, pero solo quería explicarte por qué voy de acá para allá con cara de tacón, nada más.
—No he notado la diferencia —dijo Thorne.
Entraron en Becke House y se metieron de cabeza en un ascensor que esperaba. Subieron en silencio, cada uno mirando hacia delante, a su propio reflejo en las puertas de acero. Al salir en la tercera planta, Thorne se dirigió directamente a la central operativa, al tiempo que veía a Brigstocke meterse por el pasillo hacia el otro lado y cerrar la puerta de su despacho.
Se entretuvo durante un minuto y luego fue a buscar a Holland.
—¿Cómo estás de ocupado?
—Hasta las trancas de correspondencia con compañías telefónicas y mandatos de solicitud de grabaciones de cámaras de seguridad —dijo Holland—. ¿Tienes una oferta mejor?
Diez minutos después estaban discutiendo sobre el compacto que iban a escuchar mientras Thorne conducía hacia Southall.