Cinco

Pues bien, una tercera fuerza apareció cuando menos lo esperaban en el enorme tablero de ajedrez. Es lo que le ocurre al jugador malo e inexperto que trata de protegerse con una buena formación de peones del temible adversario (a propósito, los peones se parecían mucho a los alemanes con sus cascos) y agrupa sus alfiles junto al rey. Inesperadamente, la pérfida dama del contrario se abre camino por un flanco, pasa a la retaguardia y empieza a batir por detrás a peones y caballos, dando terribles jaques. Tras la dama va el ligero y rápido alfil, acude el caballo con sus engañosos saltos de costado y el mal jugador debe rendirse: llega el mate de su rey de madera.

Todo esto se produjo con rapidez, pero no inesperadamente. Hubo ciertos signos que lo anunciaban.

Cierto día de mayo, cuando la Ciudad se despertaba resplandeciente como una perla y el sol empezaba a iluminar el reino del hetman, cuando la gente había salido ya a la calle y se movían como hormigas entregadas a sus pequeños asuntos y los medio dormidos dependientes levantaban con estrépito los cierres de las tiendas, por la Ciudad, se extendió un terrible y siniestro estampido. Era de un carácter insólito —ni cañón ni trueno—, pero tan fuerte que muchas ventanas se abrieron por sí mismas y temblaron todos los cristales. El estampido se repitió, recorrió toda la Ciudad alta, descendió en oleadas a la Ciudad baja, a Podol, y atravesando el hermoso y azul Dniéper se perdió en las lejanías que conducían a Moscú. La gente, alarmada, se echó a la calle. La confusión se hizo general al instante, pues de la Ciudad alta, de Pechersk, bajaban corriendo, entre gritos y chillidos, hombres y mujeres cubiertos de sangre. El estampido se repitió por tercera vez, y fue tan intenso que los cristales de las casas de Pechersk cayeron rotos con estrépito y el suelo tembló bajo los pies.

Muchos vieron cómo las mujeres, en camisa, corrían desaladas sin cesar en sus horribles chillidos. No tardó en saberse de dónde procedían los estampidos. Llegaban de Lísaia Gorá, en las afueras de la ciudad, sobre el mismo Dniéper, donde había unos gigantescos depósitos de municiones y pólvora. En Lísaia Gorá se había producido una explosión.

Durante cinco días la Ciudad entera esperó espantada que de Lísaia Gorá empezasen a llegar los gases asfixiantes. Pero las explosiones cesaron, los gases no aparecieron, la gente ensangrentada desapareció y la Ciudad recobró el aspecto pacífico en todos sus barrios a excepción de un pequeño sector de Pechersk, donde se habían hundido varias casas. Ni que decir tiene que el mando alemán realizó una severa investigación y ni que decir tiene que la Ciudad no supo nada en cuanto a las causas de la explosión. Corrían toda clase de rumores.

—La explosión ha sido obra de espías franceses.

—No, la provocaron espías bolcheviques.

La cosa terminó en que todos lo olvidaron simplemente.

El segundo signo llegó en verano, cuando la Ciudad estaba cubierta por una exuberante y polvorienta vegetación, cuando los ruidos no cesaban en ella y los tenientes alemanes bebían mares de agua de Seltz. ¡Este segundo signo fue verdaderamente monstruoso!

En pleno día, en el lugar de la calle Nikoláievskaia donde estaba la parada de coches de punto, dieron muerte nada menos que al comandante en jefe del ejército alemán en Ucrania, al mariscal de campo Eichhom, terrible por su poderío, lugarteniente del emperador Guillermo. Le dio muerte, se entiende, un obrero, que también se entiende, era socialista. A las veinticuatro horas del atentado los alemanes ahorcaron no sólo al autor, sino también al cochero que le había llevado al lugar del suceso. Cierto que esto no contribuyó lo más mínimo a devolver la vida al famoso general, mas, por el contrarío, movió a las personas inteligentes a pensar muchas cosas acerca de lo ocurrido.

Así, una tarde, cuando Vasilisa se desabrochaba los botones de la camisa de seda cruda ante la ventana abierta de par en par, sofocado por el calor, mientras tomaba un vaso de té con limón, decía a Alexei Vasílievich en un misterioso susurro:

—Considerando todos estos acontecimientos, no puedo por menos de llegar a la conclusión de que atravesamos una situación muy poco estable. Me parece que algo se tambalea bajo los alemanes —Vasilisa movió sus cortos dedos en el aire—. Considere… Eichhom… ¿dónde está ahora? —Vasilisa miró con ojos de susto.

Turbín escuchó sombrío, tuvo un sombrío tic nervioso en la mejilla y se retiró.

Otro signo se produjo a la mañana siguiente y vino a caer directamente sobre el mismo Vasilisa. Muy temprano, cuando el sol enviaba un alegre rayo al oscuro paso que llevaba del patinillo a las habitaciones de Vasilisa, éste, que se había asomado, vio el signo en cuestión. Era portentoso con el fulgor de sus treinta años, con el brillo de los collares en un cuello digno de la emperatriz Catalina, con sus pequeños pies descalzos y su turgente seno. Los dientes de la visión resplandecían y sus pestañas dejaban en las mejillas una sombra violácea.

—Hoy es a cincuenta —dijo la visión con voz de sirena, señalando el bidón de la leche.

—¿Cómo es eso, Yavdoja? —exclamó con voz lastimera Vasilisa—. Te vas a condenar. Anteayer fue a cuarenta, ayer a cuarenta y cinco y hoy a cincuenta. Eso no es posible.

—¿Acaso soy yo sola? Todo sube de precio —contestó la sirena—. Dicen que en el mercado va a ir a cien.

Sus dientes resplandecieron de nuevo. Por un instante Vasilisa olvidó los cincuenta y los cien, lo olvidó todo y un frío dulce y atrevido le recorrió el vientre. Era el dulce frío que le invadía el vientre en cuanto la hermosa visión se le aparecía envuelta en el rayo de sol. (Vasilisa se levantaba antes que su cara mitad). Todo lo olvidó, se imaginó en un claro del bosque, entre el olor a pino. Oh, oh…

—Escucha, Yavdoja —dijo Vasilisa, pasándose la lengua por los labios y mirando de reojo, por si su mujer salía—. Con esta revolución habéis perdido el respeto. Ten cuidado, os van a enseñar los alemanes. «¿Le doy o no le doy una palmada en el hombro?», pensó Vasilisa atormentado, y no se decidió a hacerlo.

La ancha cinta color alabastro de la leche empezó a caer en el jarro, convirtiéndose en espuma.

—Lo que nos pueden enseñar ya lo hemos aprendido —replicó de pronto la visión, que dio la vuelta y entre el brillo y el ruido del bidón, que oscilaba como un balancín, lo mismo que si un rayo se fundiese en otro, empezó a subir por el oscuro paso hacia el soleado patinillo.

«¡Qué piernas!», pasó como un gemido por la cabeza de Vasilisa.

En aquel instante oyó la voz de su esposa y al volverse se tropezó con ella.

—¿Con quién hablabas? —le preguntó la mujer, lanzando una rápida mirada hacia arriba.

—Con Yavdoja —contestó indiferente Vasilisa—. Hazte cargo, hoy la leche es a cincuenta.

—¿Cómo? —exclamó Vanda Mijáilovna—. ¡Es un escándalo! ¡Qué insolencia! Los campesinos se han vuelto locos… ¡Yavdoja! ¡Yavdoja! —gritó, asomándose al ventanillo—. ¡Yavdoja!

Pero la visión había desaparecido y ya no volvió.

Vasilisa se quedó mirando el torcido cuerpo de su mujer, los pelos amarillos, los codos huesudos y las secas piernas, y al considerar su vida sintió náuseas. Estuvo a punto de escupir a Vanda en la falda. Pudo contenerse, lanzó un suspiro y se retiró a la fresca penumbra de las habitaciones sin comprender qué era lo que le oprimía. No sabía decir si era Vanda —de pronto apareció ésta ante él con sus salientes y amarillas clavículas, como dos lanzas de carro unidas— o si era una inconveniencia advertida en las palabras de la dulce visión.

«¿Ya lo hemos aprendido? ¿Qué le parece? —gruñó Vasilisa para sus adentros—. ¡Qué poco me gustan esos mercados! ¿Pero qué me dice? Porque si pierden el miedo a los alemanes… eso sería lo último. Ya lo han aprendido. Aunque sus dientes son espléndidos…».

De pronto se imaginó a Yavdoja desnuda, como una bruja en lo alto de una montaña.

«¡Qué insolencia…! ¿Ya han aprendido? Y el pecho…».

Era esto tan prodigioso que Vasilisa se sintió mal y se fue a lavarse con agua fría.

Así, insensiblemente, como siempre ocurre, llegó el otoño. Tras el sazonado y dorado agosto vino un setiembre claro y polvoriento, y en setiembre se produjo no ya un signo, sino un acontecimiento, si bien a primera vista no tenía la menor importancia.

La cosa es que una clara tarde de setiembre llegó a la cárcel de la Ciudad un oficio provisto de las correspondientes firmas de las autoridades del hetman por el que se ordenaba poner en libertad al recluso que ocupaba la celda número 666. Eso era todo.

¡Eso era todo! Y ese oficio fue la causa —¡indudablemente lo fue!— de que se produjeran tantas calamidades y desgracias, de que hubiera tales derramamientos de sangre, incendios y progromos, desesperación y horror… ¡Ay, ay, ay!

El nombre del preso puesto en libertad no podía ser más vulgar y corriente: se llamaba Semión Vasílievich Petliura. En el período de diciembre de 1918 a febrero de 1919 decía llamarse, un poco a la manera francesa, Simón, y así le llamaban también los periódicos. El pasado de Simón se perdía en las más profundas tinieblas. Se decía que era tenedor de libros.

—No, es oficinista.

—No, es estudiante.

En el cruce de las calles Kreschátik y Nikoláievskaia había una tienda grande y elegante de artículos de fumador. En el alargado rótulo había, muy bien pintado por cierto, un turco color café con su fez y que chupaba una larga pipa. El turco calzaba unas babuchas de blanda piel amarilla y las punteras vueltas hacia arriba.

Pues bien, hubo quienes afirmaban bajo juramento haber visto hacía muy poco a Simón vender en esa misma tienda, muy compuesto tras el mostrador, cigarrillos de la fábrica de Salomón Cohen. Pero había quienes replicaban:

—No es cierto. Fue representante de la Unión de Ciudades.

—No de la Unión de Ciudades, sino de la Unión de Zemstvos[7] —contestaban los terceros—, es un típico húsar de los zemstvos.

Los cuartos (forasteros), entornando los ojos para recordar mejor, balbuceaban:

—Permítanme… permítanme…

Y contaban que diez años antes… perdón… once lo habían visto por la calle Málaia Brónnaia de Moscú una tarde con una guitarra envuelta en una funda negra bajó el brazo. Agregaban incluso que iba a pasar un rato de juerga con unos paisanos, y por eso iba con la guitarra. Se dirigía a una agradable fiesta en la que habría alegres y rubicundas paisanas que cursaban sus estudios en la Ciudad, licor de ciruela traído directamente de la paradisíaca Ucrania, canciones, el portentoso Grits…

… Ay, no vayas…

Luego empezaban a confundirse al describir su aspecto, a confundir fechas y lugares…

—¿Dice usted que iba afeitado?

—No, espere; creo que usaba barbita.

—Permítame… ¿acaso es de Moscú?

—De ningún modo, era estudiante… fue…

—Nada de eso. Iván Ivánovich lo conoce. Fue maestro nacional en Tarascha…

Puaf, diablo… Acaso no pasara por la Brónnaia. Moscú es una ciudad grande, en la Brónnaia abundan las nieblas, las escarchas, las sombras… Nada de guitarras… el turco al sol… la pipa larga… el rasgueo de la guitarra es algo confuso… ay, qué confuso y terrible es todo alrededor.

… Pasan y cantan…

Pasan, pasan de largo las ensangrentadas sombras, corren las visiones, las despeinadas trenzas de las doncellas, las cárceles, el tiroteo, el frío, la cruz de san Vladímir a medianoche.

Pasan y cantan

los cadetes de la Escuela de la Guardia…

Trompetas, timbales,

suenan los platillos.

Resuenan las bandurrias, silba el ruiseñor su canto de acero, azotan a la gente hasta dejarla muerta, pasan y pasan los jinetes de negros penachos montados en fogosos caballos.

El profético sueño retumba, rueda hasta la cama de Alexei Turbín. Turbín, pálido, y con el pelo mojado por el sudor, duerme, mientras que la lámpara color de rosa arde. Duerme toda la casa. En el cuarto de los libros suena el ronquido de Karás; en el de Nikolka, el silbido de Shervinski… Todo se ve turbio en la noche… Junto a la cama de Alexei, tirado en el suelo, hay un tomo a medio leer de Dostoievski y Los demonios se ríen de él a sus anchas… Elena duerme tranquila.

—Pues escuchen lo que les digo: no existió. ¡No existió! No existió en absoluto. Ni el turco, ni la guitarra bajo la farola de hierro forjado de la Brónnaia, ni la Unión de Zemstvos… ni el diablo. Es un simple mito nacido en Ucrania, entre las brumas del terrible año dieciocho.

… Lo que había era otra cosa: el odio feroz. Había cuatrocientos mil alemanes y alrededor de ellos cuatro veces cuarenta cuatrocientos mil campesinos cuyos corazones ardían con un rencor que nada podía apagar. ¡Cuánto, cuánto rencor se había acumulado en esos corazones! Los fustazos de los tenientes en la cara, el fuego de metralla contra las aldeas insumisas, las espaldas cruzadas por los vergajazos de las gentes del hetman, los pagarés en un trozo de papel librados por mayores y tenientes del ejército alemán:

El cerdo ruso portador de la presente recibirá veinticuatro marcos en concepto de pago del cerdo que nos ha vendido.

La risita bonachona y despectiva con que eran recibidos quienes acudían con esos pagarés al cuartel general de los alemanes en la Ciudad.

Y los caballos y el trigo requisados, y los mofletudos propietarios que con el hetman habían vuelto a sus haciendas, el temblor de odio al escuchar la palabra «oficiales».

Eso es lo que había.

Estaban también los rumores de la reforma agraria que el hetman tenía el propósito de realizar.

—¡Oh, oh! Sólo en noviembre del dieciocho cuando en las cercanías de la Ciudad empezaron a retumbar los cañones intuyeron las personas inteligentes, entre ellas Vasilisa, que los mujiks odiaban al hetman como a un perro rabioso, que los mujiks no querían para nada la asquerosa reforma implantada por los señores, sino que deseaban la suya, la que de siempre habían anhelado:

—Toda la tierra para los campesinos.

—Cien desiatinas a cada uno.

—Que no haya ni la sombra de propietarios.

—Y que se les entregase el título oficial de propiedad de esas cien desiatinas. Propiedad para siempre, hereditaria, que se pudiese transmitir del abuelo al padre, del padre al hijo, y al nieto, y así sucesivamente.

—Que ningún golfo de la ciudad acuda a exigir trigo. El trigo es de los mujiks, no lo entregaremos a nadie. Lo que nosotros mismos no consumamos, lo guardaremos bajo tierra.

—Que de la ciudad traigan petróleo.

—Pero el adorado hetman no podía decretar esa reforma. Ningún diablo la implantaría.

Corrían angustiosos rumores de que sólo los bolcheviques eran capaces de acabar con la peste del hetman y de los alemanes, pero los bolcheviques traían otra peste:

—Los judíos y los comisarios.

—¡Triste suerte la de los mujiks ucranianos! ¡De ningún lado les llegaba la salvación!

Eran decenas de miles los hombres que habían vuelto de la guerra y sabían manejar el fusil…

—¡Y les habían instruido los propios oficiales siguiendo órdenes del mando!

Cientos de miles de fusiles guardados bajo tierra, escondidos en sótanos y desvanes y no entregados a pesar de la mano dura de los consejos de guerra alemanes, de las palizas y la metralla; millones de cartuchos, enterrados también, y un cañón de tres pulgadas en una aldea de cada cinco, ametralladoras en la mitad, depósitos de munición de artillería y almacenes de intendencia con capotes y gorros en cada ciudad por pequeña que fuese.

Y en esos lugares había maestros y practicantes que convivían con la gente, seminaristas ucranianos que por la voluntad del destino se habían convertido en tenientes, robustos hijos de colmeneros, subcapitanes de apellido ucraniano… Todos hablaban en ucraniano, todos amaban la Ucrania maravillosa tal como se la imaginaban, sin señores ni oficiales rusos. Estaban también los antiguos prisioneros ucranianos que habían vuelto de Galitzia.

¿Además de las decenas de miles de campesinos?… ¡O-o-oh!

Eso era lo que había. El preso… la guitarra…

Rumores terribles, espantosos…

Nos atacan…

Trin… tren… Ay, ay, Nikolka.

El turco, el húsar del zemstvo, una leyenda, un espejismo.

Y en vano, en vano el sabio Vasilisa exclamaba agarrándose la cabeza en el famoso noviembre: Quos vult perdere, dementad! En vano maldecía al hetman por haber soltado a Petliura de la sucia cárcel de la ciudad.

—Es un absurdo. Si no es él, será otro. Y si no es otro, será un tercero.

Así, pues, terminaron los signos de todo género y llegaron los acontecimientos… El segundo no fue algo de tan poca importancia como lo de poner en libertad a un mítico individuo, ¡oh, no!, fue tan grandioso que la humanidad seguirá seguramente hablando de ello dentro de cien años… Los gallos galos, de pantalones encarnados, en el remoto occidente europeo, empezaron a picar a los gruesos alemanes, enfundados en hierro, y los dejaron medio muertos. Era un espectáculo espantoso: los gallos de gorro frigio se lanzaban cacareando sobre los acorazados teutones y les arrancaban pedazos de carne junto con la coraza. Los alemanes combatían desesperadamente, hundían las anchas bayonetas en los emplumados pechos, mordían, pero no lo resistieron y —¡los alemanes!, ¡los alemanes!— tuvieron que pedir gracia.

El acontecimiento siguiente guardaba estrecha relación con esto y se desprendía de ello como el efecto de la causa. El mundo entero, conmovido y estupefacto, supo que el hombre cuyo nombre y cuyos bigotes enhiestos como clavos de seis pulgadas eran conocidos por todos y que seguramente estaba hecho todo él de metal, sin el menor indicio de madera, había dejado de ser emperador. Luego, un horror oscuro pasó como una ráfaga de viento por todas las cabezas de la Ciudad: veían, ellos mismos lo veían, como los tenientes alemanes se desteñían y el buen paño de sus uniformes gris celeste se convertía en una sospechosa y raída arpillera. Y eso ocurrió allí mismo, a la vista de todos, en unas horas. En unas pocas horas perdieron el color los ojos y en las ventanas de los tenientes, con sus monóculos, se extinguió la luz de la vida: a través de los anchos discos de vidrio empezó a mirar una haraposa miseria.

Fue entonces cuando una corriente penetró en el cerebro de los más inteligentes, de cuantos con sus grandes maletas amarillas y sus rollizas mujeres habían conseguido llegar a la ciudad saltando las alambradas bolcheviques. Comprendieron que el destino habla ligado su suerte a la de los vencidos y su corazón se llenó de espanto.

—Los alemanes han sido vencidos —decían los canallas.

—Hemos sido vencidos —decían los canallas inteligentes.

Así lo comprendió en la Ciudad la generalidad de la gente.

¡Oh, sólo el que ha sido vencido sabe lo que esta palabra significa! Se parece a una fiesta en una casa en la que se ha estropeado la luz eléctrica. Se parece a una habitación por cuyo empapelado se arrastra un moho verde rebosante de enfermiza vida. Se parece a los niños raquíticos, al aceite rancio, a soeces insultos pronunciados por voces de mujer en la oscuridad. En una palabra, se parece a la muerte.

Naturalmente. Los alemanes abandonaban Ucrania. Quiere decirse que unos tendrían que huir y otros se verían obligados a acoger en la ciudad a nuevos huéspedes, asombrosos y molestos. Alguien, por tanto, iba a morir. Los que escapasen no morirían. ¿A quién, pues, le tocaría?

—El morir no es un juego —dijo de pronto con voz gangosa el coronel Nai-Turs, apareciendo Dios sabe de dónde ante el dormido Alexei Turbín.

Vestía un peregrino uniforme: sobre la cabeza un radiante casco, cota de malla que le cubría el cuerpo, y se apoyaba en una espada larga como en ningún ejército se ha conocido desde los tiempos de las Cruzadas. Un resplandor paradisíaco le seguía como una nube.

—¿Está en el paraíso, coronel? —preguntó Turbín, sintiendo un dulce estremecimiento como nunca había conocido al estar despierto.

—En el paraíso, sí —contestó Nai-Turs con una voz pura y transparente, como la de un arroyado.

—Es extraño, muy extraño —siguió Turbín—. Yo creía que el paraíso era… un sueño de la humanidad, Y qué raro es su uniforme. Dígame, coronel, ¿sigue siendo oficial allí en el paraíso?

—Ahora forma parte de la brigada de los cruzados, señor doctor —contestó el suboficial Zhilin, de quien se sabía con certeza que había sido barrido por una ráfaga de fuego, con su escuadrón de húsares de Belgrado, en 1916, en el sector de Vilno.

El suboficial se elevaba como un enorme paladín y su cota de malla despedía un vivo resplandor. Los toscos rasgos de su cara, que tan bien recordaba el doctor Turbín —había hecho la primera cura a Zhilin, herido de muerte—, estaban ahora completamente desconocidos y los ojos del suboficial guardaban un extraordinario parecido con los de Nai-Turs: eran puros, sin fondo, iluminados por dentro.

Lo que más amaba la huraña alma de Alexei Turbín eran los ojos de mujer. ¡Qué juguete había moldeado Dios al crear los ojos de mujer!… ¡Pero no podían compararse con los del suboficial!

—¿Cómo es eso? —preguntó curioso y con inexplicable alegría el doctor Turbín—. ¿Fuisteis a dar en el paraíso con botas de montar y espuelas? Porque, después de todo, ¿teníais vuestros caballos, el equipo, las picas?

—Puede creerme, señor doctor —atronó el suboficial Zhilin con su voz de violoncelo, fijando en él una mirada azul que reconfortaba el corazón—, el escuadrón entero, en orden de combate, entró en el paraíso. Hasta con el acordeón. Claro que a uno le resultaba violento… Ha de saber que aquello está muy limpio, el suelo es como el de una iglesia.

—¿De veras? —se asombró Turbín.

—Como es de rigor, salió a recibirnos el apóstol Pedro. Un viejo con ropa de paisano, grave y afectuoso. Yo le di el parte, se entiende: «El segundo escuadrón de húsares de Belgrado ha llegado sin novedad al paraíso, ¿dónde ordena que se acomode?». Mientras le daba el parte —el suboficial carraspeó disimuladamente— pensaba que el apóstol Pedro nos iba a despedir de malos modos… Porque, compréndalo usted, lo de los caballos aún podía pasar, pero —el suboficial se rascó confuso el cogote—, en secreto se lo diré, también íbamos con… mujeres que se nos habían unido por el camino. Mientras informaba al apóstol hice una señal a los míos, indicándoles que las echasen de momento, más adelante se vería. Que se quedasen tras las nubes hasta que se aclarasen las cosas. El apóstol Pedro, aunque no pertenece al ejército, es buena persona. Me di cuenta de que había visto a las mujeres en los carros. Ya se sabe, con sus pañuelos blancos se las distingue a una versta. Se acabó me dije. Todo el escuadrón lo va a pagar caro…

«¡Hola! —dijo—. ¿Venís con mujeres?» —y meneó la cabeza.

—Así es —contesté—, pero no se preocupe. Ahora mismo las echaremos a patadas, señor apóstol.

«De ningún modo —dijo él—. ¡Aquí debéis olvidar esos modales!».

¿Qué podía hacer yo? El viejo era un hombre bondadoso. Y usted mismo comprende, señor doctor, que el escuadrón no puede vivir sin mujeres cuando está en campaña.

El suboficial hizo un guiño malicioso.

—Eso es cierto —se vio obligado a aceptar Alexei Vasílievich, bajando la vista. Unos ojos negros, muy negros, y unos pequeños lunares en una mejilla derecha, de un tono mate, aparecieron por un instante en las tinieblas del sueño. Carraspeó confuso. El suboficial prosiguió:

—Pues bien, me explicó que debía dar cuenta de lo sucedido. Se fue a informar, volvió y dijo: está bien, lo arreglaremos. Es imposible describir nuestra alegría. Pero surgió un pequeño inconveniente. El apóstol Pedro dijo que deberíamos esperar. No esperamos, sin embargo, más de un minuto. Vi que el señor comandante del escuadrón —y el suboficial señaló al callado y orgulloso Nai-Turs, que abandonaba sin dejar rastro el sueño y se perdía en las sombras de lo desconocido— se acercaba al trote a Tushinski Vor. Tras él, poco después, apareció un desconocido cadete de infantería —el suboficial miró de reojo a Turbín y se quedó parado un instante. Fue como si quisiera ocultar al doctor un secreto, pero no triste, sino al contrario, jubiloso. Se rehízo y siguió adelante—. Miró Pedro haciendo visera con la mano y dijo: «Ahora, ¡todos adentro!». Abrió las puertas de par en par y nos mandó pasar en columna de a tres por la derecha.

… Dunka, Dunka, soy yo,

soy yo, Dunka, amor mío.

Retumbó de pronto, como en sueños, un coro de voces de hierro y el acompañamiento de un acordeón italiano.

—¡Ese paso! —gritaron con variada voz los jefes de sección.

¡Ay, Dunia, Dunia, Dunia, Dunia!

Quiéreme, Dunia, a mí,

y el coro se perdió en la lejanía.

—¿Con las mujeres? ¿Las dejaron pasar? —se asombró Turbín.

—Dios mío, señor doctor. Allí hay todo el espacio que se quiera. Una limpieza… Calculando a primera, vista, cabrían otros cinco cuerpos con los escuadrones de reserva. ¿Qué digo cinco? ¡Diez! Junto a nosotros había unos aposentos tan altos que no se veía el techo. Yo dije: «¿Le podría preguntar para quién es todo esto?». Porque resultaba original: las estrellas eran rojas, las nubes eran rojas, del color de las franjas de nuestros pantalones… «Es —me dijo el apóstol Pedro— para los bolcheviques de Perekop».

—¿De qué Perekop? —preguntó Turbín, poniendo en vano en tensión su pobre mente terrenal.

—Ellos saben todo lo que va a pasar, señoría. El año veinte, cuando los bolcheviques tomaron Perekop tuvieron una cantidad enorme de muertos. Como si tuvieran el local preparado para ellos.

—¿Para los bolcheviques? —se turbó el alma de Turbín—. Usted se confunde, Zhilin, eso no puede ser. No los dejarán pasar.

—Lo mismo pensaba yo, señor doctor. Me turbé y pregunté a Dios Nuestro Señor…

—¿A Dios? ¡Pero Zhilin!

—No lo dude, señor doctor, le digo la verdad, no tengo por qué mentir. He hablado con él en numerosas ocasiones.

—¿Cómo es, dime?

Los ojos de Zhilin emanaron rayos de luz y se precisaron orgullosos los rasgos de su cara.

—Aunque me matasen, no sabría explicarlo. Es un rostro resplandeciente, pero uno no acaba de comprender… A veces, al mirarle uno siente frío. Se imagina que se parece a uno mismo. ¿Qué es esto?, piensa uno asustado. Pero luego nada, se pasa. Es una cara que cambia mucho. De pronto uno siente gran alegría, qué alegría… Piensa que va a pasar la luz azul… Hum… no, no es azul —el suboficial se quedó pensando—, no lo sé. Viene de mil verstas y te atraviesa. Pues bien, le pregunté, ¿cómo es eso, Señor, que tus popes dicen que los bolcheviques irán al infierno? ¿De qué se trata? Ellos no creen en ti y les preparas semejantes aposentos. «¿Que no creen?», preguntó.

—¡Se lo juro por Dios! —contesté, aunque la verdad es que temía el efecto que mis palabras pudieran producirle.

Pero él se limitó a sonreír. Soy un imbécil, pensé, él lo sabe mejor que yo. Sin embargo, sentía curiosidad por lo que pudiera decirme. Y él dijo:

«Qué le vamos a hacer si no creen. Que no crean. Eso a mí no me produce ni frío ni calor. Y a ti tampoco. Lo mismo les ocurre a ellos. Porque vuestra fe no me rinde ni ganancias ni pérdidas. Unos creen y otros no creen, pero todos hacéis lo mismo: al instante os agarráis uno a otro del cuello. Y por lo que se refiere a los cuarteles, has de saber, Zhilin, que todos los caídos en el campo de batalla son iguales para mí. Hay que comprenderlo, Zhilin, y no todos lo pueden entender. Tú no te preocupes de estas cosas. Vive tu vida, distráete».

¿Lo explicó bien, señor doctor? «Pero los popes», empecé… Él me interrumpió: «Será mejor que no me recuerdes a los popes, Zhilin. No se me ocurre qué puedo hacer con ellos. Imbéciles como vuestros popes no los hay en todo el mundo. En secreto, Zhilin, son una vergüenza, y no popes».

—¡Licéncialos a todos, Señor! —le dije—. ¿Para qué alimentas a esos parásitos?

«Me de lástima de ellos, Zhilin, de eso se trata».

El halo que envolvía a Zhilin se hizo azul y un júbilo inefable inundó el corazón del durmiente. Alargando las manos hacia el resplandeciente suboficial, gimió en sueños:

—Zhilin, Zhilin, ¿no podría encontrar en vuestra brigada una plaza de médico?

Zhilin agitó la mano saludando y asintió con un cariñoso gesto. Luego empezó a hacerse atrás y abandonó a Alexei Vasílievich. Este se despertó, ante él en vez de Zhilin tenía el pálido cuadrado de la ventana, que empezaba a aclararse con las primeras luces del amanecer. El doctor se pasó la mano por la cara y la encontró mojada por las lágrimas. Estuvo largo rato suspirando en la penumbra, pero a continuación volvió a dormirse y su sueño transcurrió ya tranquilo, sin pesadillas…

Sí, la muerte no se hizo esperar. Llegó por los caminos ucranianos del otoño, y luego del invierno, a la vez que la seca nieve arrastrada por el viento. Empezó a hacer tabletear las ametralladoras en el boscaje. No se dejaba ver, pero sí era claramente visible el áspero odio de los campesinos, que la precedía. El odio corría por la nevasca y el frío calzado con miserables abarcas de corteza de tilo, con briznas de heno en la descubierta cabeza, y aullaba. Blandía un enorme garrote, sin el que no se concibe ninguna empresa en Rusia. Chisporroteó el fuego de los incendios. Luego a la rojiza luz del sol saliente, apareció un tabernero judío colgado de sus partes. Y en Varsovia, la hermosa capital de Polonia, surgió una visión: Enrique Sienkiewicz apareció en una nube, sonriendo mordazmente. Más tarde empezó una confusión en la que no había forma humana de entenderse. Los popes hacían sonar las campanas bajo las verdes cúpulas de las pequeñas iglesias y a dos pasos, en las escuelas, que tenían los cristales rotos por las balas de fusil, se cantaban canciones revolucionarias.

No, era para ahogarse en aquel país y en aquel tiempo. ¡Que se fuera al diablo! Un mito. El mito de Petliura, un hombre que no existía en absoluto. Era un mito tan notable como Napoleón, que jamás existió, pero mucho menos hermoso. Ocurrió algo distinto. Había que encauzar esa cólera de los mujiks por un camino cualquiera, pues en el mundo están tan endiabladamente organizadas las cosas que por mucho que corra siempre se va a parar, fatalmente, a la misma encrucijada.

Es muy sencillo. Lo principal es que se produzca el tumulto, no faltarán los hombres.

Y apareció, no se sabía de dónde, el coronel Toropets. Resultó que procedía, ni más ni menos, del ejército austríaco…

—¿Qué me dice?

—Como lo oye.

Luego apareció el escritor Vinnichenko, que se había hecho famoso por dos cosas: por sus novelas y por la circunstancia de cuando la ola de las brujas, ya a comienzos del año dieciocho, le sacó a la superficie del desesperado mar ucraniano, las revistas satíricas de San Petersburgo le tacharon, sin dudar un instante, de traidor.

—Bien merecido lo tiene…

—Bueno, no lo sé. Luego está ese misterioso preso al que se dejó salir de la cárcel.

En setiembre no había en la Ciudad nadie capaz de concebir lo que son capaces de organizar tres hombres con el talento de aparecer a tiempo incluso en un lugar de mala muerte como Bélaia Tsérkov. En octubre ya se lo imaginaban, y de las estaciones de la ciudad empezaron a partir los trenes, iluminados con cientos de luces, aprovechando el amplio paso que se había abierto en la recién creada Polonia, rumbo a Alemania. Volaron los telegramas. Se iban los brillantes, los ojos huidizos, las cabelleras peinadas a raya y el dinero. Ansiaban verse en el sur, en el sur, en la ciudad marítima de Odesa. En noviembre —¡ay!— todos tenían ya una noción bastante clara. La palabra

¡Petliura!

¡Petliura!

¡Petliura!

saltaba ya de las paredes, de los grises partes telegráficos. Por la mañana, de las hojas de los periódicos goteaba en el café, y la divina bebida tropical se convertía en la boca en un desagradable brebaje. Estaba en todas las lenguas y repiqueteaba en los aparatos Morse bajo los dedos de los telegrafistas. Empezaron en la Ciudad los portentos con relación a esta enigmática palabra, que los alemanes pronunciaban a su manera:

—Peturra.

Algunos soldados alemanes que habían adquirido la mala costumbre de pasear por los alrededores, empezaron a desaparecer por la noche. De noche desaparecían y de día, al aclararse las cosas, resultaba que los habían matado. Por eso se hicieron más frecuentes las patrullas alemanas con sus bacías de barbero. Hacían la ronda con linternas: ¡nada de escándalos! Pero no había linterna capaz de dispersar el confuso galimatías que hervía en las cabezas.

Guillermo, Guillermo. Ayer mataron a tres alemanes. Santo Dios, los alemanes se van, ¿se ha enterado? ¡¡Los obreros de Moscú han detenido a Trotski!! Unos hijos de perra han hecho parar un tren cerca de Borodianka y se han llevado cuanto había. Petliura ha enviado una embajada a París. De nuevo Guillermo. Los negros senegaleses están en Odesa. Un nombre misterioso y desconocido: el del cónsul Áinnot. Odesa. Odesa. El general Benikin. Otra vez Guillermo. Los alemanes se van, los franceses vienen.

—¡Vienen los bolcheviques, amigo!

—¡Ojalá se le pudra la lengua!

Los alemanes disponen de un aparato provisto de una aguja: lo colocan en el suelo y la aguja señala el lugar donde hay armas enterradas. Es una broma, Petliura ha enviado una embajada a los bolcheviques. Se trata de una broma todavía mejor. Petliura. Petliura. Petliura. Petliura. Peturra.

Nadie, ni una sola persona sabía lo que en realidad quería hacer este Peturra en Ucrania, pero todos en absoluto estaban ya al tanto de que este hombre, misterioso e impersonal

(aunque, por lo demás, los periódicos insertaban de tiempo en tiempo en sus páginas la primera fotografía llegada a la redacción, de un prelado católico, cada vez distinto, al que presentaban como Simón Petliura).

deseaba conquistarla, y para ello se disponía a tomar la Ciudad.