Ocho

Peturra. En la Ciudad estuvo cuarenta y siete días. Pasó sobre los Turbín el mes de enero envuelto en hielo y nieve, pasó febrero y empezó la nevasca.

El dos de febrero pasó por la casa de los Turbín una figura negra con la cabeza afeitada que cubría un negro gorro de seda. Era el propio Alexei resucitado. Había cambiado mucho. En las comisuras de los labios se habían quedado, al parecer para siempre, unos pliegues; su piel parecía de cera y sus ojos se hundían en las sombras, siempre serios y sombríos.

En la sala de los Turbín, como cuarenta y siete días antes, se acercó a los cristales de la ventana y quedó escuchando como entonces, cuando a través de los vidrios se veían las lucecitas, la nieve, la ópera, se oían suavemente los lejanos estampidos del cañón. Arrugando severamente el ceño, Turbín se apoyó en el bastón y miró a la calle. Vio que los días se habían alargado como por arte de magia, había más luz a pesar de que la ventisca hada girar millones de copos de nieve.

Bajo el gorrito de seda, las ideas fluían ásperas, claras y tristes. La cabeza, vacía, no le pesaba; era como si sobre los hombros le hubiesen colocado una caja y las ideas acudiesen a él de fuera y en el orden en que ellas mismas querían. Turbín gozaba de la soledad ante la ventana y miraba…

«Peturra… Esta noche todo lo más tarde, acabará, desaparecerá Peturra… ¿Pero existió?… ¿O fue una simple ilusión mía? No lo sé, es imposible comprobarlo. Lariósik es muy simpático. No da molestias, más bien es necesario. Tengo que darle las gracias por los cuidados que ha tenido conmigo… ¿Y Schervinski? No sabe cómo es ni el mismo diablo… Las mujeres son un tormento. Elena se liará con él, eso es seguro… ¿Y qué tiene de bueno? ¿La voz? Es excelente, sí, pero, después de todo, la voz puede oírse sin contraer matrimonio… Aunque eso no tiene importancia. ¿Qué es importante? Sí, lo que Schervinski decía de que lucen estrellas rojas en los gorros… Probablemente en la ciudad ocurrirá algo horrible. Sí… Esta misma noche… Acaso ahora los trenes regimentales desfilen ya por las calles… Sin embargo, iré, iré de día… Y le llevaré… Rin. ¡Detenedlo! Soy un asesino. No, lo maté en combate. O lo rematé. ¿Con quién vive ella? ¿Dónde está su marido? Rin. Málishev. ¿Dónde se encuentra ahora? Desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra. ¿Y Maxim… Alejandro Primero?».

Las ideas fluían, pero las cortó un timbrazo. En la casa no había nadie más que Aniuta, todos se habían ido a la ciudad con el propósito de terminar sus asuntos antes de que se hiciera de noche.

—Si es un paciente, hazle pasar, Aniuta.

—Está bien. Alexei Vasílievich.

Alguien subió tras Aniuta la escalera. En el recibimiento se quitó el abrigo de piel de cabra y pasó a la sala.

—Tenga la bondad —dijo Turbín.

De la butaca se levantó un hombre joven, flaco y de tez amarillenta, que vestía una guerrera grisácea. La mirada de sus ojos era turbia y concentrada. Turbín, de bata blanca, se hizo a un lado señalándole el despacho.

—Siéntese, por favor. ¿En qué puedo servirle?

—Tengo sífilis —dijo el visitante con voz algo ronca, y clavó en Turbín una sombría mirada.

—¿Empezó a tratarse?

—Sí, pero mal, no hice todo lo que me mandaban. El tratamiento me ha servido para poco.

—¿Quién le ha dado mi nombre?

—El párroco de la iglesia de San Nicolás el Bueno, el padre Alexandr.

—¿Cómo dice?

—El padre Alexandr.

—¿Lo conoce?

—Me confesé con él y la entrevista con el santo anciano trajo un alivio a mi alma —explicó el visitante, mirando al cielo—. No debía curarme… Así lo creía yo. Pensaba que debía soportar con paciencia la prueba que Dios me envió en castigo de un terrible pecado, pero el párroco me hizo ver que no estaba en lo cierto. Y quiero cumplir su voluntad.

Turbín examinó con gran atención las pupilas del paciente y, ante todo, comprobó sus reflejos. Pero las pupilas del propietario del abrigo de piel de cabra eran de lo más común, aunque reflejaban una negra tristeza.

—Parece ser —dijo Turbín, dejando a un lado el martiliito— que es usted religioso.

—Sí, día y noche pienso en Dios y elevo a él mis oraciones. Es el único refugio y consuelo.

—Eso está muy bien, naturalmente —comentó Turbín, sin apartar los ojos de los del enfermo—, y es un sentimiento que respeto. Pero le aconsejo que mientras dure el tratamiento renuncie a pensar siempre en Dios. Esto empieza a convertirse en una idea fija. Y en el estado en que se encuentra es perjudicial. Necesita aire, movimiento y sueño.

—Rezo por las noches.

—No, tendrá que cambiarlo. Deberá reducir el tiempo que dedica a las oraciones. Le fatigarán y usted necesita reposo.

El enfermo bajó dócilmente los ojos.

Se había desnudado y se prestó al reconocimiento.

—¿Es usted aficionado a la cocaína?

—Entre las porquerías y vicios a que me entregué también estuvo la cocaína. Ahora no.

«¿Y si finge y es un vulgar ratero? Tendré que mirar que no se lleve los abrigos del recibimiento».

Con el mango del martiliito, Turbín dibujó en el pecho, del enfermo un signo de interrogación. El blanco signo se hizo rojo.

—Deberá dejar de preocuparse de las cuestiones religiosas. En general, procure no entregarse a penosas meditaciones. Vístase. Mañana empezaré a inyectarle mercurio, y dentro de una semana le haré la primera transfusión.

—Está bien, doctor.

—Prohibida la cocaína. No puede beber. Las mujeres tampoco…

—Me he apartado de las mujeres y los tóxicos. Me he apartado de los hombres malos —dijo el enfermo mientras se abrochaba la camisa—. El genio malo de mi vida, el nuncio del Anticristo, se fue a la ciudad del diablo.

—No debe hablar así —protestó Turbín—. Terminaría en una clínica psiquiátrica. ¿A qué Anticristo se refiere?

—A su nuncio en la tierra, a Mijaíl Semiónovich Shpolianski, un hombre de ojos de serpiente y patillas negras. Se fue al reino del Anticristo, a Moscú, para dar la señal y traer las huestes de Satanás a esta ciudad en castigo de los pecados de sus habitantes. Como en otros tiempos Sodoma y Gomorra…

—¿Se refiere a los bolcheviques? Estoy de acuerdo. Pero no se puede… Tomará bromuro. Tres cucharadas grandes al día…

—Es joven, pero encierra la infamia de mil diablos. Induce a las mujeres y a los jóvenes al vicio. Ya resuenan las trompetas de combate de las huestes pecadoras y sobre los campos se ve la faz de Satanás que las sigue.

—¿Habla de Trotski?

—Sí, ése es el nombre que ha adoptado. Pero su verdadero nombre en hebreo es Abadón, y en griego Apolo, que significa destructor.

—Le hablo en serio, si no deja esas cosas, tenga cuidado… Se le está desarrollando una manía…

—No, doctor, soy un hombre normal. ¿Cuánto cobra por su santo trabajo?

—Por favor, a cada paso tiene que emplear esta palabra. Mi trabajo no tiene nada de santo. Cobro al terminar el tratamiento, como todos. Si desea ser tratado, deje una seña.

—Muy bien.

Desabrochó la guerrera.

—Acaso ande escaso de dinero —gruñó Turbín, mirando las rodilleras del pantalón—. «No, no es un ratero… no… pero va a perder la chaveta».

—No, doctor, lo encontraré. Usted, a su modo, trae un alivio a la humanidad.

—A veces tengo suerte. No olvide el bromuro.

—El alivio completo, estimado doctor, sólo lo tendremos allí: arriba —y el enfermo señaló con inspirado gesto el blanqueado techo—. Ahora a todos nosotros nos aguardan unas pruebas como nunca vimos… Y vendrán muy pronto.

—Gracias por la noticia. Yo ya he sufrido bastante.

—No hay que decir de esta agua no beberé, doctor —balbució el enfermo en el recibimiento, mientras se ponía el abrigo de piel de cabra—. Porque está escrito: el tercer ángel derramó su copa sobre las fuentes de las aguas, y se convirtieron en sangre.

«No sé dónde he oído esto… Ah, claro, ha hablado largo y tendido con el sacerdote. Han congeniado muy bien».

—Insisto en mí consejo de que no se entregue a la lectura del Apocalipsis… Le repito que le será perjudicial. Usted lo pase bien. Vuelva mañana a las seis. Ábrele la puerta, Aniuta.

—No lo rechace… Quiero que la que me salvó la vida tenga un recuerdo mío… Es una pulsera de mi difunta madre…

—No, de ningún modo… —contestó la Reiss, y trató de apartar de sí a Turbín, pero éste insistió y abrochó la pesada y oscura pulsera en la pálida muñeca. Su mano se hizo aún más hermosa, toda ella pareció que cobraba nuevos encantos… Hasta en la penumbra se vio cómo se ruborizaba.

Turbín, sin poderse contener, le pasó la mano por el cuello, la atrajo hacia sí y le dio varios besos en la mejilla… Sus débiles manos dejaron escapar el bastón, que cayó al pie de la mesa con estrépito.

—Váyase —murmuró ella—. Ya es hora. Los convoyes militares no cesan de pasar por la calle. A ver si lo detienen.

—Usted me agrada —susurró Turbín—. Permítame volver.

—Cuando guste…

—Dígame, ¿por qué vive usted sola? ¿De quién es esa fotografía que hay sobre la mesa? De un hombre muy moreno, con patillas.

—Es un primo mío… —contestó la Reiss, y bajó la mirada.

—¿Cómo se llama?

—¿Para qué quiere saberlo?

—Usted me salvó…

—¿Le salvé y tiene derecho a saber? Se llama Shpolianski.

—¿Está aquí?

—No, se ha ido a Moscú. Es usted muy curioso.

Algo vibró en Turbín y durante largo rato estuvo mirando las patillas negras y los negros ojos… Una idea desagradable y absorbente le dominaba mientras estudió la frente y los labios del presidente del «Magnitni Triolet». Era algo confuso… El nuncio del Anticristo. El desgraciado del abrigo de piel de cabra… ¿Qué me inquieta? Pero eso no me importa. Los demonios… Es lo mismo… Lo único que deseo es volver a esta extraña y silenciosa casita del retrato de charreteras de oro.

—Ya es tarde. Váyase.

—¿Eres tú, Nikolka?

Los hermanos se dieron de manos a boca en la parte inferior del misterioso jardín de la otra casa. Nikolka se turbó como si le hubieran atrapado con las manos en la masa.

—Iba a casa de Nai-Turs —explicó, y su aspecto era como si le hubiesen cogido en una tapia robando manzanas.

—Me parece bien. ¿Quién le ha quedado, la madre?

—Sí, y una hermana…

Turbín miró de reojo a Nikolka y no insistió en sus preguntas.

La mitad del camino la hicieron en silencio. Luego lo interrumpió el mayor.

—Se ve, hermano, que Paturra nos echó a los dos a la Málaia Proválnaia. Seguiremos yendo. Aunque no se sabe lo que resultará de todo esto, ¿verdad?

Nikolka escuchó con el mayor interés esta enigmática frase y preguntó a su vez:

—¿También tú has ido a visitar a alguien en la Málaia Proválnaia?

—Sí —contestó Turbín, que levantó el cuello de su abrigo, se ocultó en él y no volvió a pronunciar ni una sola palabra hasta que llegaron a casa.

Aquel día importante e histórico se juntaron a comer en casa de los Turbín todos: también estaban Mishlaievski, Karás y Shervinski. Era el primer ágape que celebraban en común desde el día en que Alexei fue herido. Todo estaba lo mismo que en otros tiempos, a excepción de un detalle: en la mesa faltaban las sombrías y ardientes rosas, pues hacía ya mucho que no existía la confitería de la Marquesa, la dependienta había desaparecido y se encontraba, seguramente, en el mismo lugar donde madame Anjou había buscado reposo. Tampoco lucían hombreras militares ninguno de quienes se sentaban a la mesa. Las hombreras se habían perdido entre la nevasca.

Todos escuchaban a Shervinski con la boca abierta. Hasta Aniuta, que había acudido de la cocina, le oía arrimada a la puerta.

—¿De qué estrellas se trata? —preguntó sombrío Mishlaievski.

—Son pequeñas, como escarapelas, de cinco puntas —contestó Shervinski—. Las llevan en el gorro. Según dicen, es un verdadero nubarrón lo que se nos echa encima… En una palabra, a medianoche los tendremos aquí.

—¿Por qué esa exactitud, a medianoche?

Pero Shervinski no pudo explicarlo, porque resonó el timbre y en la habitación apareció Vasilisa.

Este, inclinándose a derecha e izquierda y estrechando afablemente la mano a todos, en particular a Karás, haciendo chirriar sus botas, se dirigió directamente hacia el piano. Elena, con una resplandeciente sonrisa, le alargó la mano que él besó, dando un saltito al inclinarse.

«El diablo lo sabe, pero Vasilisa resulta simpático después de que le birlaron el dinero —pensó Nikolka, cayendo en la filosofía—. Acaso el dinero sea un obstáculo para que la gente resulte simpática. Aquí, por ejemplo, nadie tiene nada y todos son simpáticos».

Vasilisa no quiere té. No, lo agradece muchísimo. Muy bien, pero que muy bien. Je, je. Está esto muy confortable, a pesar de los horrorosos tiempos que atravesamos. Je… No, muchísimas gracias. Ha venido de la aldea una hermana de Vanda Mijáilovna y debe volver ahora mismo con ellas. Ha venido para traer a Elena Vasílievna una carta. Ha abierto el buzón de la puerta de la calle y la ha encontrado, aquí está. «Lo he considerado un deber. Mucho gusto en saludarles». Vasilisa se retiró dando saltitos.

Elena se alejó al dormitorio con la carta…

«¿Una carta del extranjero? ¿Es posible? En ocasiones las hay. Pero en cuanto uno tiene el sobre en la mano sabe de qué se trata. ¿Cómo llegó? Ahora no circula ninguna carta. Incluso las que mandan desde Zhitómir a la Ciudad las trae alguien a quien le han pedido ese favor. Qué estúpido y absurdo es todo en este país. Porque la gente viaja, los trenes circulan. ¿Por qué, pues, las cartas no circulan y se pierden? Hasta este punto hemos llegado. No se preocupe, esta carta llegará, encontrará al destinatario. Var… Varsovia. Varsovia. Pero la letra no es de Talberg. ¡Qué desagradable! ¡Cómo me palpita el corazón!».

Aunque la lámpara estaba cubierta por la pantalla, el dormitorio de Elena resultaba desagradable; era como si alguien hubiese arrancado la seda de vivos colores y una viva luz le hubiese dado en los ojos, produciendo un verdadero caos. La cara de Elena había cambiado. Se parecía al viejo rostro de la madre que miraba desde el tallado, marco. Sus labios temblaron, pero se juntaron en un pliegue despectivo. La hoja de papel rayado y gris que había sacado del sobre roto yacía en pleno haz de luz.

… Acabo de saber que te has divorciado. Los Ostroúmov han visto a Serguei Ivánovich en la Embajada: se va a París con los Hertz. Dicen que se va a casar con Lídochka Hertz. Qué extraño resulta todo en esta barahúnda. Siento que tú no te fueses. Me da lástima de todos los que quedasteis en las garras de los mujiks. Los periódicos de aquí dicen que Petliura ataca a la Ciudad. Esperamos que los alemanes no le dejarán entrar…

En la cabeza de Elena saltaba y golpeaba mecánicamente la marcha de Nikolka a través de la pared y la puerta, que Luis XIV cerraba por completo. El rey se reía, apartando una mano con la que empuñaba su bastón, muy adornado con cintas. La empuñadura del bastón de Turbín llamó a la puerta y éste entró, haciendo resonar el piso. Miró la cara de su hermana, torció el gesto lo mismo que ella y preguntó:

—¿Es de Talberg?

Elena guardó silencio. Sentía vergüenza y estaba abrumada. Pero inmediatamente se dominó y le alargó la hoja de papel: «Es de Olia… escribe desde Varsovia…». Turbín clavó los ojos en los renglones y los recorrió hasta llegar al fin. Luego volvió al principio.

«Querida Lénochka: No sé si recibirás…

En su rostro podían verse distintos colores. El tono general era azafranado, los pómulos rosáceos y los ojos, siempre azules, ahora eran negros.

—Con qué gusto… —dijo apretando los dientes— le daría un guantazo.

—¿A quién? —preguntó Elena, y arrugó la nariz, en la que se habían amontonado las lágrimas.

—A mí mismo —contestó el doctor Turbín, abrumado por la vergüenza—. Por los besos que entonces nos dimos.

Elena rompió a llorar.

—Hazme el favor —prosiguió Turbín— de mandar al diablo esto —y con el puño del bastón tocó el retrato que había sobre la mesa.

Elena, sollozando, se lo entregó. Turbín arrancó del marco la fotografía de Serguei Ivánovich y la hizo pedazos. Los sollozos de Elena aumentaron y toda estremecida se refugió en el pecho almidonado de su hermano. Con un horror supersticioso miró de reojo la oscura imagen, ante la que seguía ardiendo la lamparilla en su rejita de oro.

«Le había suplicado… había puesto una condición… sea… no te enfades… no te enfades… Madre de Dios», pensó la supersticiosa Elena. Turbín se asustó.

—Cálmate, cálmate… te van a oír. ¿Qué vas a sacar?

Pero los del comedor no oían nada. El piano, bajo los dedos de Nikolka, vomitaba una desesperada marcha —El águila bicéfala— y no cesaban las risas.