Uno

El año 1918 del nacimiento de Cristo y segundo del comienzo de la revolución fue grande y terrible. El verano fue abundante en sol y el invierno en nieve. Muy alto, en el cielo, brillaban dos estrellas: la Venus vespertina de los pastores y Marte, rojo y tembloroso.

Pero los días pasan volando como flechas, lo mismo los días de paz que los manchados de sangre, y los jóvenes Turbín no se dieron cuenta de cómo, entre las fuertes heladas, llegaba diciembre revestido de blanco. ¡Nuestro abuelo del abeto resplandeciente de nieve y dichas! ¿Dónde estás, mamá, reina de felices recuerdos?

Al año de casarse la hija, Elena, con el capitán Serguei Ivánovich Talberg y la misma semana que el primogénito, Alexei Vasílievich Turbín, después de penosas campañas y de todo género de calamidades, había vuelto a Ucrania, a la Ciudad, al nido paterno, llevaron por la empinada bajada de Alexéievski el blanco féretro con el cuerpo de la madre a Podol, a la pequeña iglesia de San Nicolás el Bueno, de la calle de Vzvoz.

Cuando la enterraron —era el mes de mayo— los cerezos y las acacias cubrían por completo de verde las ojivales ventanas del templo. El padre Alexandr, que a consecuencia de la turbación y el dolor no cesaba de tropezar, resplandecía con sus vestiduras de oro. El diácono, también revestido de oro hasta las mismas punteras de las botas, que rechinaban al andar, bramaba las palabras del adiós eclesiástico a mamá, que había abandonado a sus hijos.

Alexei, Elena, Talberg, Aniuta —que había crecido en casa de los Turbín— y Nikolka —abrumado por la muerte, con el flequillo caído sobre la ceja derecha— se agrupaban al pie de la vieja y oscurecida imagen de san Nicolás. Los azules ojos de Nikolka, a ambos lados de una larga nariz de pico de pájaro, miraban perplejos, sin vida. En ocasiones los levantaba hasta el iconostasio, a la cúpula del altar sumido en la penumbra, en el que se elevaba un viejo Dios, triste y enigmático, y quedaba parpadeando. ¿Por qué había sido abrumado con tamaña injusticia? ¿Por qué les habían arrebatado a la madre cuando todos acababan de reunirse, cuando las cosas parecían haber mejorado?

Dios, que ascendía a un cielo negro y resquebrajado, no daba respuesta a sus preguntas y Nikolka no sabía que todo cuanto pudiera ocurrir sería lo que debiera ser, y sólo para bien.

Terminó el oficio de difuntos, salieron a las losas del atrio, que resonaban al pasar, y acompañaron a la madre, a través de toda la enorme ciudad, hasta el cementerio en que bajo una negra cruz de mármol ha mucho yacía el padre. Y dieron tierra a la madre.

Muchos años antes de producirse la muerte, en la casa número 13 de la bajada de Alexéievski la estufa de azulejos del comedor había dado calor y visto crecer a la pequeña Elena, a Alexei, el primogénito, y al diminuto Nikolka. Muy a menudo leían ante aquellos azulejos que parecían despedir fuego El carpintero de Saardam[1], el reloj dejaba oír su gavota y siempre, a fines de diciembre, olía a abeto y la parafina de múltiples colores ardía entre las verdes ramas. En respuesta a la gavota del reloj de bronce, que se encontraba en el dormitorio de la madre, ahora ocupado por Elena, resonaban las campanadas del negro reloj de pared del comedor. Lo había comprado el padre hacía mucho, cuando las mujeres llevaban unas ridículas mangas abombadas en los hombros. Desaparecieron estas mangas, pasó el tiempo, murió el padre —el profesor—, crecieron todos y el reloj siguió como antes, dejando oír sus campanadas. Tan acostumbrados estaban a él que si por un milagro hubiese desaparecido de la pared lo habrían sentido como si se hubiese extinguido una voz familiar y nada pudiera cubrir él vacío. Pero felizmente, el reloj era inmortal, lo mismo que El carpintero de Saardam o los azulejos de la estufa, que como una sabia roca daba calor y vida en los tiempos más ásperos.

Y estos azulejos, las butacas tapizadas con viejo terciopelo rojo, los descoloridos tapices del zar Alexei Mijáilovich con un halcón en la mano y de Luis XIV descansando en un paradisíaco jardín a orillas de un lago de seda, los tapices turcos con portentosos dibujos sobre un campo oriental que no cesaban de aparecérsele a Nikolka en sus delirios cuando enfermó de escarlatina, la lámpara de bronce con su pantalla, los mejores armarios del mundo con libros que olían a misterio y a viejo chocolate, con Natasha Rostova y La hija del capitán[2], las tazas de borde dorado, la plata, retratos, más retratos: todo esto era lo que en el tiempo más difícil la madre había dejado a los hijos. Ya jadeante y débil, cogida a la mano de Elena, bañada en lágrimas, había dicho en un susurro:

—Vivid… unidos.

Pero ¿cómo vivir? ¿Cómo vivir?

Alexei Vasílievich Turbín, el mayor, era un joven médico de veintiocho años. Elena había cumplido veinticuatro. Su marido, el capitán Talberg, treinta y uno, y Nikolka no pasaba de los diecisiete y medio. La vida de todos ellos se había cortado precisamente al amanecer. Ya hacía mucho que en el norte todo andaba revuelto y la confusión no cesaba de aumentar. El Turbín primogénito regresó a la ciudad natal después de la primera sacudida, que estremeció las colinas que se levantaban a orillas del Dniéper. Pensaba que todo cambiaría, volvería la vida de que hablaban los libros con olor a chocolate; pero esa vida no acababa de volver: al contrario, todo alrededor era cada vez más horrible. En el norte aullaba y aullaba la ventisca y en la Ciudad las entrañas de la tierra resonaban sordamente y gruñían inquietas bajo sus pies, El año dieciocho avanzaba rápido hacia su fin y de día en día miraba más amenazador y erizado.

Se vendrán abajo los muros, remontará inquieto su vuelo el halcón que reposa en el blanco guante, se apagará la luz de la lámpara de bronce, quemarán en la estufa a La hija del capitán. La madre había dicho a sus hijos:

—Vivid.

Y ellos tendrían que sufrir y morir.

Al anochecer, pocos días después del entierro de la madre, Alexei Turbín acudió a casa del padre Alexandr y dijo:

—Sí, la tristeza nos abruma, padre Alexandr. Nos es difícil olvidar a nuestra madre y por añadidura atravesamos unos tiempos tan duros… Pensaba que al volver se normalizaría nuestra vida, y ya ve…

Guardó silencio y sentado junto a la mesa, entre las sombras del anochecer, quedó pensativo, mirando al vacío. Las ramas del patio de la iglesia cubrían la casita del sacerdote. Parecía que tras la pared del despacho, repleto de libros, empezaba un bosque primaveral, misterioso y espeso. La Ciudad, como todas las tardes, bullía sordamente y olía a lilas.

—No podemos hacer nada, no podemos hacer nada —balbució turbado el sacerdote. (Siempre se turbaba cuando tenía que hablar con alguien.)—. Es la voluntad de Dios.

—¿Terminará esto alguna vez? ¿Será mejor lo que ocurra? —preguntó Turbín, sin saber a quién se dirigía.

El sacerdote se removió en su sillón.

—Es un tiempo difícil, muy difícil, ni que decir tiene —balbució—, pero no debemos abatirnos…

Luego, de pronto, puso la blanca mano, que sacó de la negra manga de la sotana, sobre una pila de libros y abrió el primero de ellos por el lugar que tenía marcado con una cinta bordada de brillantes colores.

—No debemos dejarnos ganar por el abatimiento —añadió turbado, pero con gran vigor de persuasión—. El abatimiento es un gran pecado… Aunque creamos que nos esperan nuevas pruebas —prosiguió en tono más seguro—. Verá, últimamente me he pasado casi todo el tiempo entre libros, de lo mío, claro. Más que nada de teología…

Levantó el libro de modo que la última luz de la ventana cayera en la página y leyó:

—«El tercer ángel derramó su copa sobre los ríos, y sobre las fuentes de las aguas, y se convirtieron en sangre».