Tanta concupiscencia te atribula. No eres de los que tienen el chacra más importante en los genitales. No has sido lo que un vademécum de patologías tildaría de adicto al sexo. Tu droga es la soberbia, por este preciso motivo estás participando en un juego enloquecido e inverosímil. Y también por este motivo te ves obligado a encajar revelaciones como que Shaina se la ha mamado a Gabo.
—¡No puede ser ella! —exclamas—. Cuando llegué a casa estaba durmiendo con la perrita, se despertó y me preguntó dónde había estado…
—¿Y si tan solo llevaba unos minutos en la cama? —interviene Anna—. ¿Y si llegó a casa poco antes que tú?
Lo que dice tiene sentido, Jericó. Tú te demoraste un buen rato antes de volver.
Tratas de contener un torrente de sentimientos. Habías aceptado la infidelidad de tu esposa con el dependiente guaperas, pero ahora tienes que afrontar que se presta a las voluptuosidades del juego, entregada totalmente a los Iddhis inferiores.
¿Iddhis inferiores? ¿Ahora me vienes con tostones teosóficos? ¿Y tú, Jericó, qué? ¿Qué te pasa? ¿Señalarás la paja en el ojo ajeno y no verás la viga en el propio? Te recuerdo que has permitido que Anna te hiciera una felación mientras conducías. ¿Es eso tan distinto de lo que ha hecho Shaina en el juego?
La voz de Gabo te rescata del debate interno…
—Lo que deberíamos examinar, amigo mío, es la muerte de Magda.
—¿Y qué quieres descubrir?
—Tú tuviste acceso a la escena que montó el asesino. Nos consta que representaba el relato de Jeanne Testard.
—Sí, es cierto. Me quedé helado al verle el abanico sobre los pechos y el vibrador en el culo.
—Háblanos del compañero de Magda, Alfred. Eres un buen amigo de su padre, ¿no es cierto?
—Alfred es escritor, un pobre diablo que ha vivido a la sombra de un elefante, que es Eduard, su padre. El chico no sabía nada del juego, Magda lo tenía engañado…
—¿Estás seguro de que no sabía nada? —te interrumpe Gabo.
—Sí, al menos eso es lo que he deducido.
Gabo se levanta y se dirige hacia tu mesa de trabajo, como si mascara la última frase. Alza el pisapapeles egipcio, el escarabajo sagrado que empuja el disco solar, y lo examina.
—Siempre me he preguntado —comenta Gabo admirando el objeto— cómo un simple escarabajo podía haber suscitado tanta veneración en una sociedad tan refinada como la egipcia. Un insecto feo que frecuenta los excrementos convertido en el dios Khepri. Curioso, ¿no?
—¿Adónde quieres ir a parar, Gabo? —le preguntas en tono de cansancio para evitar una cascada de reflexiones sobre el escarabajo con una sola finalidad: contar algo del caso que os ocupa. Este hábito de Gabo es tan argentino como el churrasco.
—Que nada es lo que parece.
Esbozas una mueca de incomprensión. Querías concreción, pero no tanta…
—¿Y si el escritor estaba al corriente del voluptuoso papel de Magda en el juego y decidió vengarse de ella?
—Me cuesta aceptarlo. Nadie salvo los participantes conoce en qué consiste el juego, tú mismo lo has explicado. Y en segundo lugar: no veo al chico capaz de cometer una atrocidad como esta.
—Piensa un momento, semental —te interrumpe Anna—, el juego se va desarrollando constantemente. ¿Quién nos dice que no ha participado en una partida anterior? Eso le habría permitido descubrirlo todo.
—¡Incluso podría haber sido un marqués! —te insinúa Gabo.
No les falta razón. La dinámica del juego de Sade podría llevar perfectamente a situaciones extrañas, como que un miembro de una pareja jugara en un momento determinado y al cabo de un tiempo lo hiciera su compañero. El diseño del marqués había sido hábil porque, además de perpetuarse, permitía que alguien pudiera jugar incluso más de una vez a lo largo de su vida.
—Insisto en que no lo veo capaz. Me parece mucho más factible que el asesino fuera Jota, por ejemplo. ¿No es la encarnación de la ira y la violencia? Había cantidad de eso en la estampa macabra del cadáver.
—¡Ya puedes descartarlo! —te asegura Anna con un suspiro—. Jota estuvo conmigo hasta la tarde del día siguiente. Salimos juntos del Donatien hacia su loft y te aseguro que estuvo bastante ocupado.
—¡Felicidades! Premio a la promiscuidad. —Le dedicas un gesto estúpido de felicitación—. ¿Y por qué no Víctor o Josep?
—¡Jericó! —Gabo reclama tu atención—. Tenemos motivos para creer que Alfred asesinó a Magda.
—¡Ve al grano, pues, y vomítalo de una vez!
—El chico es adicto al sadomasoquismo.
¿Alfred adicto al sado? ¿El escuálido y tímido escritor adicto a la perversión sadomasoquista? Cuesta de creer.
—¡Venga ya! ¡Y yo soy la reina de Inglaterra! —exclamas con un ademán de incredulidad.
—No bromeo, Jericó, me preocupa el asesinato de uno de mis súcubos. Soy Baphomet, el intendente de todos vosotros, ¿recuerdas?
—Hombre, viéndolo así…
—Alfred practica el sexo sadomasoquista. Le gusta hacer de amo en las lides eróticas, es agresivo y severo.
—¿Y cómo sabes tú eso?
—Lo hemos estado siguiendo desde la noticia del asesinato de Magda —explica Anna—. ¿Adivinas cómo sofocó sus penas ayer por la tarde, cuando el cuerpo de su compañera aún está caliente en el ataúd?
—¡Dímelo tú!
—Pues, acudió a un tercer piso de un edificio de la calle Pelai, a las ocho y media, y salió a las once menos cuarto. Yo misma llamé a la puerta por donde había salido y me abrió una prostituta búlgara. Conseguí entrar, a pesar de no tener visita concertada, y con la ayuda de unos cuantos billetes descubrí que el visitante que acababa de salir, Alfred, era cliente habitual. «Le gusta azotarme, sodomizarme, escupirme a la cara y decirme guarradas. Es un caso muy especial porque es sumamente educado y tímido. Se transforma totalmente cuando entramos en La Cueva de los Amos», me explicó. La Cueva de los Amos es el cuarto donde tiene lugar el juego. Ivanka, así se llamaba, me lo mostró sin que se lo pidiera, como si quisiera despertarme una apetencia, seguramente espoleada por mi aspecto. El escenario era para cagarse de miedo. Chorreaba crueldad y dolor por todas partes, como si fuera una cámara de torturas de la Inquisición de las películas. He probado y concebido muchas cosas en el mundo del sexo, semental, pero nunca había visto un lugar tan tétrico y siniestro.
—Te daremos la dirección y tú mismo podrás comprobarlo —añade Gabo al comprender tu perplejidad.
Nunca habrías supuesto algo semejante de Alfred. Pero así es la vida, Jericó. El juego confuso de la ilusión y la realidad, de la apariencia y la verdad, de lo que es aunque no lo parezca.
Esta revelación, si fuera verdad, cambia las cosas. Si el chico escenificaba la crueldad con una prostituta en un piso, si era capaz de alimentarlo a pesar de ser una ficción, ¿por qué no podía cortar el hilo de plata que separa la ilusión de la realidad, sediento de dominación?
Tu cabeza es un hervidero de pensamientos contradictorios. Rememoras que Albert te había confesado que discutieron la misma noche del Donatien, al llegar a casa…
—Quería pedirte que trataras de descubrir algo más, aprovechando que tienes acceso a él a través de su padre —te propone Gabo.
—No sé qué podré hacer.
—Lo que puedas para aclarar este asunto.
Sientes el remolino del malestar en el tubo digestivo y el aire te pesa. Necesitas salir del despacho y respirar aire fresco. Hace mucho rato que estáis ahí encerrados, obsesionados con el juego de Sade.
—¿Ya está todo? —los interrogas en un tono decidido a concluir el inesperado encuentro.
Gabo te mira sorprendido. Piensa que hay algo nuevo en ti, una especie de desafección mórbida. Le sorprende. Es normal. Desconoce la dimensión de tus problemas actuales. Él aún no ha experimentado los colmillos del fracaso, la angustia de perderlo todo.
—Por cierto… —Se te acaba de ocurrir en este momento—. ¿Cómo habéis entrado aquí?
Anna sonríe.
—¿Qué te ha explicado esta maravillosa actriz? —interviene Gabo.
—Que habíais entrado por el patio de luces.
Los dos se miran y al instante sonríen.
—Tú me conoces, Jericó. ¿Me ves escalando por una ventana como un delincuente de tres al cuarto? —te pregunta con un ademán de incredulidad.
—¡Precisamente!
—Ha sido Fina.
¿Fina? ¡Claro, Jericó! ¿Cómo no? La mujer de la limpieza. Había servido en la mansión de Gabo durante seis años, después de que la sirvienta de toda la vida de los Fonseca, Caridad, se jubilara. La ex esposa de Gabriel, Muriel, se cansó sin más de Fina y la despidió. Estaba acostumbrada a Caridad y nunca le gustó la nueva empleada. Entonces Gabo, en una de sus muy escasas exhibiciones de humanidad, te la recomendó. Shaina ya tenía cubierto el servicio doméstico con Mercedes y entonces tú —te agradaba la simpatía de la humilde mujer— le ofreciste que se ocupara de la limpieza de Jericó Builts. De eso ya hace diecisiete años, Jericó. ¡Diecisiete! Tempus fugit!
—Por favor —se apresura a añadir—, no se lo tengas en cuenta. He empleado mi ensayado arte en la mentira para convencerla de que me dejara las llaves.
—¿Y qué te has inventado esta vez?
—Que queríamos adornar tu despacho para celebrar nuestro reencuentro y prepararte una fiesta sorpresa.
Te resulta fácil imaginártelo seduciendo a Fina con sus movimientos y la voz meliflua con entonación de tango.
Debes admitir que es un seductor. Esta es la clave de su triunfo: la seducción. No todo el mundo tiene ese don. Es un arte innato. Hay personas que, por más que lo ensayen, por más que paguen a un coach para que les enseñe a hacerlo, nunca llegarán a seducir, mientras que otros son capaces de venderte la moto con tan solo una mirada.
—¿Y ahora? —Los interrogas, una vez que has asimilado el juego y toda la extravagancia.
—A seguir jugando —te apunta Gabo—, hasta el final.
—¿Qué final?
—El que el mismo destino del juego nos ofrece.
Gabo ha regresado a tu vida, si es que alguna vez había salido realmente de ella. El juego de Sade te lo presenta otra vez cuando ya considerabas haberle entregado el alma en la mansión de los mingitorios y luego olvidado.