Meditas sobre la historia del juego, la instauración de un ritual interpretativo inmoral por parte del libertino de los libertinos, el marqués de Sade, cuando estuvo preso en la Bastilla. Se trataba de un aristócrata tan depravado, pero tan avanzado a su tiempo, que logró eludir la acerada caricia de madame guillotine, seduciendo a los comités revolucionarios del pueblo. Una ralea andrajosa y de dientes amarillentos sedienta de sangre por tantos siglos de infortunios a la sombra de una aristocracia sin escrúpulos.
El juego de Sade te absorbe mientras conduces en dirección a tu casa. Te asalta un sinfín de interrogantes. «¿Cuántas generaciones han jugado el juego? ¿Cuántas manos han sostenido la carta escrita por el marqués y cuántos ojos la han leído?» Te preguntas quién inició el rocambolesco juego y cuándo. Te interrogas sobre cuántos de tus conocidos, de la gente de tu entorno, puede haber participado en él sin que tú lo sospecharas.
Ha oscurecido. Son casi las diez. Las calles de la zona de Pedralbes están vacías. Tan solo grupitos de jóvenes que salen a celebrar la noche del sábado rompen el silencio del reposo nocturno.
Sigues, embobado, la apertura automática de la puerta del párking. Estás ensimismado en el torrente de información que el mesías de los mingitorios te ha proporcionado. Pero la inminente proximidad del hogar te reaviva el espíritu amargo de un matrimonio destrozado, el descontento y la tensión de una convivencia insoportable.
Sí, Jericó, esta es la triste realidad: entrarás en casa y te encontrarás a Shaina tumbada en el sofá, el paradigma de la pereza, con el mando a distancia en las manos y Marilyn sobre el vientre, acurrucada. Te montará un numerito por haberle dado plantón en el japo, más por tocarte los cojones que por cualquier otra cosa. De todas formas, dado que hay un estanque de hielo entre vosotros, el numerito quedará diluido rápidamente en un rictus de malestar y tres reproches rutinarios.
¡Qué narices! ¿Acaso un encuentro con Blanca no vale el cabreo de Shaina? ¡Ay, Jericó, si hubieras seguido el camino del corazón!
Ahora, si hubieras optado por esa senda, estarías ansioso por abrir la puerta, encaminarte a la cocina y coger por la cintura a Blanca, que estaría preparando la cena con una copa de vino al lado y un par de velas encendidas. Beberías un sorbo de su copa y la besarías; los labios húmedos y tu lengua estremecida por los taninos se suavizarían con la calidez de la suya. Seguramente le harías el amor antes de cenar… El corazón es como el vino, Jericó: nunca engaña, es honesto.
Coincides en el ascensor con la vecina del cuarto piso, escalera B, justamente debajo de tu ático. Se llama Amèlia, es de tu quinta, ama de casa y esposa de un millonario profesional. Su marido, dos años mayor que vosotros, es el accionista principal de una multinacional informática. Tienen un único hijo, Pau, dos años mayor que Isaura.
Te felicitas por el encuentro, porque es la vecina más sexy y atractiva. Morena, cabellera lisa, ojos verdes, labios y músculos faciales retocados mediante Botox. Viste con elegancia, siempre ceñida, realzando su silueta y elevada por unos zapatos de tacón de aguja. Lo que más te pone de ella es su forma de mirar, la mezcla de atrevimiento y sensualidad.
Charláis animadamente de banalidades, como el clima o el césped mal cortado del jardín, pero no puedes eludir los pensamientos eróticos. El reducido ámbito del ascensor, la fragancia de su perfume, el escote de la blusa, la mirada… Debes refrenar el instinto, alborotado sin duda por el juego de Sade. El maldito juego que ha impregnado de concupiscencia y voluptuosidad tu alma.
Suspiras aliviado cuando abandona el ascensor y se cierra la puerta. A la menor insinuación, la habrías seguido a su casa.
Te detienes antes de abrir la puerta. Te ha parecido percibir unas carcajadas que provienen del interior. Aguzas el oído acercándolo a la puerta blindada. Las percibes muy debilitadas, pero sí, lo son, carcajadas enmarcadas por una conversación y una voz masculina casi imperceptible…
Abres. Adviertes tu presencia con un «¡Hola, ya estoy aquí!», intimidado por el adulterio. Una cosa es que tú sepas que Shaina te pone los cuernos con el dependiente de ropa y otra es que se lo monte impúdicamente en casa.
Asustado por lo que puedas encontrar, te diriges al comedor. La voz masculina que acompaña a la de Shaina es cada vez más diáfana, hasta el punto de que consigues identificar al propietario.
Desconcertado y sorprendido, interrumpes una animada conversación. Shaina, sentada en la posición de loto en el sofá, te da una inesperada y cálida bienvenida. Eduard, tu amigo médico, sentado en el sofá de enfrente —tu sofá— sostiene un vaso en la mano y te deja caer alegremente:
—¡Buenas noches, Jericó! ¡No pongas esa cara, capullo! ¡Cualquiera diría que no te alegras de verme!