Entras en casa y vas hacia el salón. Shaina ha recuperado su habitual postura sobre el sofá y tiene el mando a distancia entre las manos.

—Me habría gustado acompañarte al Shunka, pero me ha sido imposible —mientes sentándote en tu sofá, aún caliente por el huésped anterior.

—No te preocupes, tenemos muchos días para compartir un sushi.

«¡Estúpida! ¡Nos quedan menos días de lo que te imaginas!», mascullas para tus adentros.

—¿Has cenado? —le preguntas.

—He comido un plato de fruta. ¿Y tú?

—Aún no.

—Hay pastel de tortillas en la nevera —te informa, señalando el frigorífico.

Perfecto. El pastel de tortillas que prepara Mercedes te encanta.

—¿Qué miras?

—Es una serie. Sexo en Nueva York.

Te quedas un par de minutos mirándolo, aunque no entiendes nada porque nunca has seguido la serie, y finalmente te levantas para ir hacia la cocina y servirte un trozo de pastel de tortillas.

Entonces ella te detiene:

—¡Por cierto, Jericó, me olvidaba! El martes que viene es el cumpleaños de Isaura. He decidido que lo celebraremos al mediodía. Por la tarde ella no tiene clase y yo por la noche tengo una cena con las compañeras de Pilates. Así puedo cumplir con los dos compromisos. —Acaba con una ridícula postura de cuello.

¿Cena de Pilates? La muy estúpida no sospecha que tú estás al cabo de la calle y sabes que es un engaño para acudir a la representación del juego de Sade sobre los hechos de Marsella.

—Como quieras. Entonces, ¿comeremos aquí en casa?

—Sí, encargaré algo en Prats Fatjó. Invitaré a mis padres.

¡Vaya! ¡La que te faltaba, Jericó! Tener que soportar a tu asquerosa suegra. Pero son los abuelos vivos de Isaura y ella los quiere. Por tanto, amigo mío, te toca apechugar.

—Me parece fantástico —afirmas con una sonrisa dentífrica de las que odias.

Mientras te encaminas a la cocina cabreado por el anuncio de la visita de tu suegra y para tratar de provocarla, armado de cinismo hasta las cejas, entonas la melodía de La Marsellesa, el himno francés.

¡No malgastes esfuerzos, Jericó! ¿Crees que Shaina es capaz de asociar el himno francés con el relato de los hechos de Marsella? Me parece, amigo mío, que la sobrevaloras.

El pastel de tortillas de Mercedes posiblemente sea la mejor receta de la fiel y abnegada sirvienta. Siempre has admirado la paciencia con la cual soporta a Shaina. Le pagas bien, sí, es cierto, pero conociendo a tu esposa, su carácter caprichoso y lunático, incluso consideras que los honorarios de Mercedes están por debajo de lo que se merece.

El pastel consiste en tres tortillas diferentes: una de berenjenas, otra de patata y cebolla, y la tercera de judías, colocadas una encima de la otra, cubiertas de bechamel y decoradas con una pizca de salsa de tomate. Servido frío, está delicioso.

Mientras comes solo, instalado en la mesa americana, saboreando con placer el pastel de tortillas acompañado con una Leffe negra, procuras dejar atrás todos los acontecimientos que últimamente vienen acosándote. Procuras buscar pensamientos positivos que armonicen con el suculento manjar, como el encuentro con Blanca en la FNAC o el regreso de Isaura a casa y sus relatos emocionados sobre Florencia. Pero el mecanismo de la mente es tan complejo como la vida misma, o acaso la vida sea compleja a causa del mecanismo de la mente de los hombres, vete tu a saber, el caso es que el juego de Sade con toda su perversión, instalado en el subconsciente, irrumpe antes de los postres.

Los publicistas y los psicólogos saben sobradamente que el sexo y el erotismo son un magnífico cebo . Sin embargo, en el juego de Sade no se trata de erotismo, Jericó, o de sexo como instinto primigenio. El juego sádico va más allá del instinto. Es el refinamiento de la dominación o subyugación con el sexo como finalidad y —lo que te parece más importante— también como instrumento. En el caso del marqués de Sade, por lo que has leído, el resultado final de toda la representación era la eyaculación, tanto en el asunto de Jeanne Testard como en los hechos de Marsella, pero para llegar al orgasmo está el diseño de toda una ambientación que es, como mínimo, tan importante como la finalidad, la explosión sexual. Además, desde luego, del trasfondo filosófico y social que tal exhibicionismo destila. ¿Cómo si no, Jericó, puedes explicarte que un aristócrata se convierta en un criado voluntariamente en las lides eróticas?

¿O el hecho de dejarse azotar por una prostituta? ¿No entiendes que el marqués transgredía conscientemente el orden social, el estatus y lo escenificaba? ¡Lo exhibía! Y para rematarlo: la carta de la Bastilla instigando el juego en el cual estás inmerso. El marqués tenía anhelos mesiánicos, quería asegurarse de que su espíritu perdurara.

Recoges el vaso, el plato y los cubiertos y lo dispones todo dentro del fregadero. Espoleado por los pensamientos sobre Sade, te encaminas hacia el despacho e inicias algunas búsquedas sobre él. Visitas algunas páginas, la gran mayoría de una vulgaridad que se detiene en la concupiscencia banal, aunque también encuentras alguna interesante. Te detienes especialmente en el período de reclusión de Sade en la Bastilla, donde redactó la carta del juego. Lees, como ya te había explicado Gabo, que allí escribió Las 120 jornadas de Sodoma en un rollo de cuartillas fabricado por él y te quedas conmocionado por la declaración de intenciones del marqués explícitamente escrita al final de la introducción de esta obra:

Es ahora, amigo lector, cuando debes preparar tu corazón y tu espíritu para el relato más impuro que se haya escrito nunca desde que el mundo existe: libro similar no se encuentra ni entre los antiguos ni entre los modernos. Imagina que todos los placeres honestos o prescritos por este ser del cual hablas siempre sin conocerlo y que denominas «naturaleza», que estos placeres, digo, quedarán expresamente excluidos de este libro y que, cuando los encuentres al azar, nunca dejarán de estar seguidos por algún crimen o teñidos por alguna infamia. Sin duda te disgustarán muchos de los desvíos que verás pintados, ya se sabe, pero algunos te acalorarán hasta tal punto que ya no tendrás ganas de fornicar, y eso es todo lo que necesitamos. Si no lo hubieran dicho todo, si no lo hubieran analizado todo, ¿cómo crees que adivinarían lo que te conviene? A ti te corresponde escoger; otro hará lo mismo y poco a poco todo ocupará el lugar que le corresponde.

Te has quedado sin aliento. ¿Está aseverando, Jericó, que escribe un relato sumamente perverso para curar, justamente, la perversión? No acabas de entenderlo. ¿Cuál es su verdadera intención? Esto es tan cínico como recomendar a un goloso que coma en exceso hasta empacharse para calmar la gula.

Meditas un rato. Recuerdas que algún autor célebre insinuó que la mejor manera de vencer una tentación era sucumbir a ella. Contradiciéndolo, te caen encima las palabras de madame Blavatsky en un libro que leíste en tu época universitaria, La voz del silencio, y que te impactó:

Lucha con tus pensamientos impuros antes de que te dominen. Trátalos tal como ellos pretenden tratarte a ti, porque, si por mor de la tolerancia arraigan y crecen, no te quepa duda, estos pensamientos te subyugarán y te matarán.

Y para rematarlo, en el estanque del recuerdo se refleja el rostro de tu padre, con la sonrisa postiza. Tú estás de pie en medio del comedor de la casa familiar, vestido con unos pantalones cortos y calcetines blancos hasta las rodillas. Lo miras atentamente. En tono contundente, ligeramente afectado, tu padre te aconseja: «¡Si tu ojo te hace caer, Jericó, arráncatelo!»

«¿Estoy enloqueciendo?» No lo creo, amigo mío. Lo que sucede es que estás al límite en demasiados frentes. La ruina económica, el matrimonio fracasado, la sensación de haber tirado la vida por la borda, la angustia de encubrir un crimen, el desasosiego de saber la probable identidad del culpable, el temor a haber contraído el sida, la morbidez del juego de Sade… Con toda esta carga, ¿cómo vas a sentirte? ¡Ni el mismísimo santo de Loyola sería capaz de soportar semejante peso!

Necesitas el consejo de «Juancito el Caminante». Por suerte tu amigo de fatigas está cerca, porque hace un rato ha compartido secretos con Eduard y contigo. Justo cuando estás a punto de mojarte los labios escuchas dos golpes en la puerta.

—¡Adelante!

Shaina abre, pero no llega a entrar. Es curioso el efecto repelente de tu despacho en ella. Dirías que en los dos últimos años no ha puesto los pies en él. Sostiene tu Blackberry en las manos.

—Ha sonado al menos un par de veces. Quizá sea importante.

Sales de detrás de la mesa y le coges el móvil de las manos en el umbral.

—¡Gracias!

—Voy a acostarme, Jericó. Son las doce y media y me ha entrado sueño.

—De acuerdo.

—Hasta mañana.

—Buenas noches, Shaina.

Vuelves a cerrar la puerta y miras las llamadas perdidas. Un total de cuatro, y todas corresponden a un mismo número, que no conoces.

Llamas.

—¿Jericó? ¿Eres tú, Jericó? —te responde una voz atribulada.

—Sí. ¿Quién me llama?

—Soy yo, Alfred. He de hablar urgentemente contigo.

—Buenas noches, Alfred. ¿Cómo va todo? —respondes en tono sosegado para calmarlo.

—Es preciso que nos veamos, Jericó. Estoy en el bar Velódromo de Muntaner. ¿Lo conoces?

—¿El que está entre Diagonal y Londres?

—Sí.

—Lo conozco bien, pero hace una montón de años que no voy por ahí.

—Por favor, Jericó, tenemos que hablar. Es muy importante. Te espero.

¡Ha colgado! No has podido decir nada, porque ha colgado.

«¿Y ahora qué?» ¿Ahora? Pues me parece que no te queda más remedio que ir.