Capítulo 15

PERTENECIENTES a la nobleza más antigua, los Tron di San Stae aún eran una familia rica e importante, gracias a las inversiones que habían realizado en las tierras del interior. El bonito palacio de la familia, que daba al Gran Canal, tenía una entrada posterior con un pequeño jardín. Dado la delicadeza de su misión, Marco y Daniele decidieron entrar discretamente por allí.

Tras cruzar el patio pavimentado con traquita y mármol blanco y adornado por un elegante brocal, se presentaron al criado que había salido a su encuentro y le dijeron que querían ver a la señora Anna Tron. El criado los escoltó por el amplio pòrtego del primer piso, en el que la luz entraba a chorros por las ventanas cuadríforas que se abrían al canal, y los hizo entrar en una sala lateral dominada por una gran chimenea de piedra, coronada por un magnífico bajorrelieve con el león de San Marcos.

La señora no se hizo esperar. Entró con paso ágil, ansiosa, jadeando un poco.

—¿A qué debo el honor? —preguntó indicándoles con un ademán que se sentaran en un sofá lacado de verde con flores de color rosa. Aún era joven, pero sus profundas ojeras revelaban un sufrimiento íntimo que aún estaba lejos de haber superado.

—Lamento mucho haber venido a abrirle una herida, señora —se disculpó Marco besándole la mano.

—Se trata de mi hija Cecilia —supuso la mujer inclinando la cabeza—. ¿Qué puede ser peor que su muerte? —Una gruesa lágrima resbaló por una de sus mejillas.

Marco suspiró.

—Ya sabe, señora, que en Venecia los rumores corren, se alimentan, se inventan, pero a la justicia le corresponde verificarlos.

—Entiendo —dijo la mujer—. Alguien ha echado una carta anónima en una boca de la verdad. Pero ¿cómo es posible que aún haya gente que quiera seguir atormentándome?

Sus palabras se vieron interrumpidas por unos pasos juveniles y en la puerta apareció un joven alto y esbelto, vestido con una velada de damasco azul.

—Les presento a mi hijo Carlo —dijo Anna Tron—. Cecilia y él estaban muy unidos. Ella tendría ahora veinte años, Carlos tiene dos más. Pero siga, avogadore Pisani, se lo ruego.

—Ha sucedido justo lo que ha imaginado usted. —Marco cogió al vuelo aquella sugerencia involuntaria—. Se dice que la muerte de su hija no fue natural, sino que alguien quiso… envenenarla.

—La gente es cruel —comentó la dama suspirando—. ¿No les basta con que mi hija muriera en la flor de la edad por culpa de una enfermedad que no perdona?

Marco y Daniele se miraron: la señora Tron no sabía nada, como les había dicho la dueña del burdel. También se dieron cuenta de que Carlo los estaba escrutando.

—¿Quién podría querer hacer daño a un ángel como Cecilia? —prosiguió la dama jugueteando con el pañuelo con el que se había enjugado una lágrima—. No conocía a nadie, nunca salía de casa, no habríamos tardado mucho en buscarle un marido digno de su nombre y de sus méritos.

Marco comprendió que no podía insistir mucho más sin revelar a la pobre mujer la verdad sobre la muerte de su hija y eso habría supuesto abrir inútilmente otro abismo de dolor.

—¿No notó si su hija parecía preocupada, inquieta, distinta por aquel entonces? —se atrevió a preguntar.

—Ha pasado mucho tiempo, excelencia, y la tragedia de su muerte, que fue tan repentina, borró los demás recuerdos. —Tras levantarse del sillón, la señora Tron se apoyó en la chimenea ocultando sus lágrimas con el pañuelo—. No, avogadore Pisani, no hay ningún misterio, solo es gente que nos odia y que se aprovecha del execrable vicio veneciano de las denuncias anónimas —prosiguió con la voz quebrada por los sollozos.

Apenas los dos amigos se levantaron para despedirse, Carlo hizo ademán de salir con ellos.

—Los acompaño —explicó mientras los guiaba por la escalinata, salía al jardín y se detenía junto al brocal del pozo, lejos de oídos indiscretos—. Disculpe si me entrometo, avogadore —dijo—, pero ¿es cierto que alguien envió una denuncia a través de la boca de la verdad?

Los dos amigos se miraron apurados: ¿qué sabía aquel joven?

—No ha habido ninguna denuncia —se decidió a revelar Marco—, pero tenemos motivos para sospechar que su hermana no murió a causa de una enfermedad.

Carlo suspiró.

—¡Por fin puedo hablar con alguien! —dijo para sorpresa de los dos amigos—. Mi hermana fue asesinada, pero las circunstancias de su muerte son tales que me obligaron a guardar silencio. Además, me debato entre el impulso de hacer justicia y el deseo de ocultar todo a mis padres.

Daniele le dio una palmada en un hombro.

—Ánimo, Carlo, mi amigo Pisani será muy discreto. Cuéntenos todo.

—Recuerdo perfectamente esos días del mes de enero del año pasado —dijo el joven—. Mi hermana estaba muy taciturna, cosa extraña en ella, la vi varias veces enjugándose las lágrimas, tenía mal aspecto, era evidente que sufría. Una noche fuimos juntos al teatro, al San Giovanni Grisostomo. Ella me pidió que la acompañara, parecía más animada de lo habitual. Durante el descanso entró en nuestro palco una señora elegante, envuelta en una capa oscura y enmascarada. Cecilia debía de estar esperándola, porque se puso en pie rápidamente. «¿Lo ha traído?», le preguntó enseguida. La señora sacó de su bolso un frasco de cristal y se lo entregó. «Bébaselo enseguida y mañana todo habrá terminado», explicó. Después cogió el dinero que mi hermana le había tendido y se marchó.

—¿Y usted qué hizo?

Carlo recordó que había pedido explicaciones a su hermana, pero Cecilia lo había tranquilizado asegurándole que era una poción de hierbas para expulsar los humores melancólicos que la atormentaban desde hacía tiempo. Se había bebido el contenido del frasco, que luego había dejado en el palco, y había cambiado de tema.

Más tarde, esa misma noche, llamó a su puerta, su hermana estaba muy alterada. En voz baja, para no despertar a nadie, le rogó que la siguiera a su habitación. Carlo se quedó atónito al ver las sábanas manchadas de sangre y a la joven retorciéndose de dolor. «¡Ayúdame! —le suplicó—. ¡Tenemos que limpiar todo, nadie debe enterarse de nada, ni siquiera las doncellas, solo tú puedes ayudarme!».

Su hermano se había puesto manos a la obra: había hecho desaparecer las sábanas sucias y había arreglado todo. Luego había vuelto a pedir explicaciones a Cecilia y esta, con la cara encendida, azorada, se había visto obligada a confesarle que había abortado. Había tenido un momento de debilidad con el gondolero de la casa, un tal Pino, un joven muy guapo, y, cuando había tenido la certeza de que estaba embarazada, no le había quedado más remedio que recurrir al aborto. Se había negado a decirle quién era la mujer que le había vendido la infusión, pero él había intuido que su hermana la había conocido a través del gondolero.

—Pero, usted —lo interrumpió Marco—, ¿supo después quién era esa señora?

—No, creo que mi hermana tampoco supo nunca cómo se llamaba. Lo único que me dijo, cuando estaba a punto de morir, fue que tenía el laboratorio cerca de la sacca de la Misericordia.

—Debe de ser la persona que sospechamos, pero continúe, por favor.

—En ese momento, parecía que todo se había resuelto —prosiguió Carlo mientras los dos amigos lo escuchaban atentamente—. Cecilia, débil y pálida, volvió a meterse en la cama después de haberme vuelto a rogar que nunca contara a nadie lo que había sucedido. Teníamos casi la misma edad, habíamos crecido juntos, sabía que jamás la traicionaría. No obstante, a la mañana siguiente, vi que aún tenía fiebre. Sufría arcadas violentas y se retorcía de dolor, pero lo más grave era que no podíamos cortar la hemorragia. Llamaron al médico y yo tuve que hacer saltos mortales para poder hablar en privado con él. Como cabía suponer, enseguida comprendió que se trataba de un aborto, pero lo convencí de que no dijera nada a nadie de la familia, le juré que nadie tenía la culpa, y que mi hermana había preparado sola la infusión abortiva, de manera que, si hablaba, solo arruinaría su reputación y nuestra madre se moriría de vergüenza. Por otra parte, sabía que no podía hacer nada por Cecilia, quien, de hecho, murió al cabo de tres días después de una desgarradora agonía.

—¿Y el gondolero?

—Lo despedí con un pretexto, después de haberle ordenado que mantuviera la boca cerrada.

Carlo parecía aliviado después de la confesión.

—Pero ¿por qué la avogarìa se interesa ahora por la muerte de mi hermana? En esa época nadie sospechó nada.

—Es una larga historia —respondió Pisani—. Solo le diré que estamos a punto de echar el guante a la presunta herborista, que podría haber cometido otros delitos. ¿El frasco era este? —añadió sacándolo de un bolsillo.

Carlo lo observó atentamente.

—Sí —confirmó—. Recuerdo el color y los grabados de plata. Pero si se abre un proceso —dijo preocupado—, ¿saldrá a la luz la historia de mi hermana? ¿Tendré que declarar? Ya ha visto a mi madre… no podrá soportar el dolor de un escándalo y mi padre no se atrevería a aparecer en público.

—No se preocupe —lo tranquilizó Pisani mientras se encaminaba hacia la puerta—. Dado lo delicado del tema, si hay un proceso, se celebrará a puerta cerrada.

Por la noche, la tensión era palpable en el despacho de Marco. Daniele estaba sentado en el sofá, al lado de Costanza, que, por una vez, había querido asistir a la reunión, y le rodeaba los hombros con un brazo, mientras ella acariciaba a Platone. Valentini jugueteaba con un tintero y Chiara examinaba los documentos del caso Soranzo que estaban esparcidos por el escritorio.

A pesar de que había hecho un buen día, la noche de principios de junio era fresca, de forma que habían encendido la chimenea para combatir la humedad y el fuego pintaba luces y sombras en las caras de los presentes.

—Hemos confirmado que nuestro Momo era un chantajista que guardaba en su casa una suma considerable de dinero, superior incluso a la que ganaba con la coerción —dijo Marco—. Es evidente que aún no lo sabemos todo sobre sus turbias actividades, así que, por el momento, nos atendremos a los hechos que conocemos. Gracias a vuestra ayuda sabemos el nombre de las cinco víctimas del chantaje y es posible que el asesino sea una de ellas. Tres de ellos eran extorsionados por unos asuntos leves y pagaban dos ducados al mes.

Marco les contó brevemente las historias de Giuseppe Baffo, Adriana Fusetti y Angela Donà. En cierto momento se detuvo para beber un vaso de agua, dejando en suspense al auditorio.

—Pero, estos últimos días —prosiguió—, hemos descubierto la identidad de los otros dos, los que pagaban diez ducados, y se trata de casos de homicidio. Mi secretario ha descubierto en el archivo que Paolo Soranzo se quedó viudo poco antes de que el señor S empezara a pagar por el martillo ensangrentado que guardaba Momo, pero el doctor Dandolo, que en su día visitó a la difunta señora Soranzo, firmó un certificado en el que atribuía la muerte a causas naturales.

—¡Menudo animal! —lo interrumpió Guido—. ¡Ni siquiera vio el cuerpo ni se le ocurrió hacer una autopsia!

Marco se echó a reír al recordarlo.

—Cuando fuimos a ver al doctor Dandolo, exponente de la escuela médica del siglo pasado, Guido contradijo sus principios. Tuve que separarlos, porque casi llegaron a las manos. Así que seguimos sin saber si la señora Soranzo murió por causas naturales o si recibió un golpe con el martillo ensangrentado.

Chiara, que los había escuchado atentamente, lo interrumpió.

—¿Cómo pensáis averiguar la verdad?

—Tengo una idea, luego hablaremos de ella —le contestó Guido.

—En cambio, en las Carampane, Daniele y yo hemos encontrado plena colaboración para el otro caso —prosiguió Marco—. La autora de las infusiones abortivas, además de varias pociones, es una tal Zaira Orsato, muy conocida entre las prostitutas, que, el enero pasado, hizo pasar a mejor vida a la joven Cecilia Tron debido a una mala preparación. La familia sigue pensando que fue una muerte natural, pero su hermano, el único al que la joven contó la verdad, nos ha dicho que la joven se había quedado embarazada y que había intentado resolver el problema abortando en secreto. La señora Orsato entregó el frasco a Cecilia, su hermano lo ha reconocido, en un palco del teatro San Giovanni Grisostomo. La joven se lo bebió delante de él asegurándole que era una poción curativa y luego lo dejó en el palco, donde, con toda probabilidad, Momo lo encontró. Como espiaba por todas partes, debió de ver a Zaira Orsato, o quizá supiera que esta veía a algunos clientes en el teatro, o, por qué no, reconoció el frasco, porque un cristalero de Murano se los fabrica de forma exclusiva, según nos dijo la dueña del burdel de las Carampane. Cuando se enteró de que la joven Tron había muerto, Momo sacó las debidas conclusiones e inició el fructífero chantaje.

—No obstante, algún médico debió de visitar a Cecilia Tron durante su agonía, que tuvo que ser larga y dolorosa —terció Guido—. ¿Cómo es posible que no se diera cuenta de que se trataba de un aborto provocado?

Marco le explicó que su hermano había suplicado al médico que mintiera para no poner en entredicho el buen nombre de la familia. El doctor aceptó, con el curioso resultado, añadió Marco, de que en los salones de la alta sociedad nadie sospechó nada, mientras en el mundo paralelo de los burdeles, quién sabe cómo, conocían la historia al detalle.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Valentini.

—Sobre Zaira Orsato no tengo ninguna duda —respondió Pisani—: iré con una compañía de esbirros a registrar su laboratorio y a arrestarla. Sobre el caso Soranzo, en cambio, tendremos que seguir investigando.

Un instante después, sucedió algo impensable que dejó a todos petrificados. Chiara, sentada cerca del escritorio, había alargado distraída una mano hacia el testamento de Francesca Soranzo.

Una ráfaga anómala de frío barrió el despacho. Las llamas de las velas oscilaron, se doblaron y, por último, se apagaron. Lanzando un maullido desgarrador, Platone saltó al estante más alto de la librería, al que se aferró con el pelo erizado.

Solo Chiara se puso en pie, el fuego lánguido de la chimenea desdibujaba las facciones contraídas de su cara, brillaba en las pupilas de sus ojos, desmesuradamente abiertos.

Una fuerza natural dejó paralizados a los presentes.

Poco a poco, en la oscuridad, se fue formando una cascada de chispas, como si unos confetis dieran lentamente vueltas en una dimensión irreal. En esa danza inexorable, las chispas se coagularon en una forma indefinida, luminosa, que se arremolinaba en el centro de la estancia.

El fuego iluminaba la melena rubia de Chiara, que se inclinó hacia delante.

—¡Habla! —oyeron que murmuraba con voz átona dirigiéndose a la entidad luminosa.

La forma se movió más deprisa y emitió unos sonidos guturales incomprensibles.

Chiara asentía con la cabeza, con la mirada fija. Por fin, la oyeron balbucear: «Te lo prometo».

Después, todo terminó como había empezado. La forma luminosa se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos, la ráfaga fría se disolvió, las llamas de las velas se volvieron a encender solas y el fuego de la chimenea empezó a chisporrotear alegremente. Platone volvió al sofá a lamerse.

Chiara rompió el silencio, mientras Costanza, la primera que se repuso, se apresuraba a repartir las copas.

—No lo pensé —balbuceó después de haber bebido un sorbo de licor que le hizo recuperar el color—. Toqué esos documentos sin saber qué eran.

—Es el testamento ológrafo de Francesca Soranzo —le explicó Daniele apenas recuperó el aliento.

—Ahora lo entiendo. Al tocarlo entré en contacto sin querer. Creo que ella o, mejor dicho, su espíritu se me ha aparecido.

—Pero ¿sabes que también se nos ha aparecido a nosotros? —Marco estaba más desconcertado que enfadado con su novia. Le describió la escena que habían presenciado.

Guido parecía el menos aturdido de los presentes.

—No es la primera vez que veo algo así —les reveló—. Sucede cuando una médium poderosa encuentra un espíritu especialmente atormentado que no encuentra la paz. Cuéntanos que has visto —dijo dirigiéndose a Chiara.

—Era una mujer, la vi perfectamente, así que podría reconocerla. Tenía una melena larga y ensangrentada. «Mira. Mira lo que me hizo», me dijo. Después, repitió tres veces: «Busca a la cocinera, debéis buscar a la cocinera Lina, ella lo sabe todo. Prométemelo, prométemelo, prométemelo».

Todos se quedaron pensativos y en silencio. Costanza abrazaba a Chiara para tranquilizarla, Guido hojeaba el testamento, ya inocuo, Daniele bebía aguardiente con aire meditabundo y Marco atizaba el fuego.

—Hay que buscar las pruebas. —Daniele rompió el silencio—. El martillo de Momo y la aparición apuntan a que Paolo Soranzo mató a su mujer, pero el documento del médico que declara que la muerte fue natural lo exime del delito.

—Para empezar —dijo Marco recuperándose—, mañana mandaré a Nani a casa Soranzo para que hable con la nueva mujer de Paolo. Quizá así averigüemos algo sobre los motivos que este podía tener para querer deshacerse de la pobre Francesca. Además, buscaré a la cocinera Lina Galletti, que aparece citada en el testamento, como la aparición que hemos visto ha recomendado a Chiara.

—Después, aunque sé que no te gustará —intervino Valentini—, tendremos que exhumar el cuerpo de la señora. Es la única manera de saber si la golpearon o no con el martillo en la cabeza.

Marco hizo una mueca sin poder evitarlo.

—¿Exhumar el cadáver? Pero ¿con qué pretexto? La Iglesia se opondrá, el Consejo de los Diez nos negará el permiso cuando Paolo Soranzo esgrima el certificado del doctor Dandolo. ¿Qué podemos alegar nosotros? Un martillo y una visión. Una exhumación no es cualquier cosa.

—Pero, mi querido Marco, das por hecho que me refiero a una acción legal. —Valentini sonrió—. También se puede exhumar un cadáver sin ser visto de noche. Solo hay que saber dónde está enterrada la señora, del resto me encargaré yo.

Se había hecho tarde, de manera que Marco sacó las conclusiones de la velada.

—Sabemos quiénes eran las personas a las que Momo chantajeaba y las razones por las que lo hacía. Además, hemos descubierto dos homicidios y los culpables no tardarán en estar en manos de la justicia. No obstante, en cuanto a la identificación del asesino de Momo, estamos en el punto de partida. Cualquiera de sus cinco víctimas pudo invitarlo a beber el licor envenenado, incluso Soranzo, Donà y Orsato, que no forman parte de la compañía teatral. De hecho, según nos ha dicho la primera bailarina, Caterina Velluti, Momo salía a menudo a hacer recados o a beber algo, así que podría haberse cruzado con su asesino en la taberna, por ejemplo. Como no es posible determinar la hora exacta a la que Momo bebió el veneno, nadie dispone de coartada.

—Además, no podemos excluir que el asesino sea alguien al que todavía no hemos identificado —dijo Daniele.