Capítulo 23
EL VIAJE de regreso a Venecia transcurrió sin incidentes. Marco pidió a Bepi que alquilara una carroza cómoda de cuatro caballos para que Lelio y don Gervaso pudieran viajar con ellos y con su equipaje y decidió partir en plena noche para poder llegar a su destino a media tarde. De hecho, había planeado ya cómo pasar la velada.
Recorrieron en sentido inverso el camino que habían hecho a la ida y solo se detuvieron para cambiar los caballos, sustituyendo la comida por un breve tentempié.
Ese día, ninguno tenía demasiadas ganas de hablar.
Mientras la carroza atravesaba el campo emiliano y luego el véneto, Pisani reflexionaba absorto sobre la conclusión de la investigación, a la vez que se moría de ganas de ver a Chiara. Por su parte, Valentini recordaba los años que había pasado en Bolonia y trataba de ahuyentar la nostalgia que lo atormentaba cuando volvía a ver a Camilla.
Don Gervaso fingía dormir con las manos cruzadas alrededor del rosario de madreperla, pero en realidad se estaba preguntando si la aventura veneciana que le esperaba alteraría a su pupilo, que había encontrado la serenidad y se había resignado a su desgracia en la paz del campo.
El más nervioso, sin embargo, era Lelio, a pesar de que trataba de ocultarlo. Lo asaltaba el recuerdo de la noche del incendio del teatro Malvezzi y la imagen de su madre agonizante, la última que se le había quedado grabada en la memoria. Pensaba en los años siguientes, que había pasado en la pequeña casa de la calle Nosadella, donde don Gervaso había sido sus ojos y lo había ayudado a estudiar música, al mismo tiempo que lo animaba a componer. Por aquel entonces tenía muchos amigos: alumnos de su tutor, que daba lecciones de clavecín y canto, compañeros de su madre, músicos, gente de teatro, que llamaban libremente a la puerta y lo entretenían con las novedades de la ciudad. De cuando en cuando los visitaba también Matteo Velluti, después de alguna representación en teatros cada vez más provincianos, y pasaba horas y horas hablando con don Gervaso de los éxitos pasados.
Velluti, pensaba Lelio, había sido para él el padre que jamás había conocido, siempre dispuesto a satisfacer sus necesidades, a pesar de tener también sus problemas.
Recordaba claramente cómo había cambiado todo desde que había tocado para él Sherezade en el clavecín. Aún vivía en la calle Nosadella y su música, según le había contado don Gervaso, había congregado a un grupo de gente bajo el soportal. Cuando había terminado su interpretación, se había hecho un largo silencio y, después, Velluti, con la voz turbada, lo había animado a seguir componiendo, a mejorar, y se había marchado con una copia de la partitura. Al cabo de unos meses, en el curso de sus visitas, que cada vez eran más frecuentes, habían empezado a considerar la posibilidad de instalarse en la villa. Una vez allí, el joven no había vuelto a ver a nadie.
La ceguera había afinado su sensibilidad, de manera que Lelio había intuido que algo se había interpuesto entre Velluti y él. Su maestro parecía rehuirlo y, a pesar de que escuchaba sus nuevas composiciones con gran interés, cada vez hablaba menos. Le había contado, eso sí, que la fortuna parecía sonreírle de nuevo, pero había sido muy evasivo sobre las composiciones del joven.
Lo que le habían revelado los dos caballeros que lo estaban acompañando a Venecia lo explicaba todo. Velluti le había robado sus tres óperas y, a pesar de que Lelio no podía mirarlo a los ojos, el músico se avergonzaba cuando estaba con el joven.
¡Qué tristeza! ¡Y él que creía que había encontrado a un padre! ¿Por qué lo había engañado Velluti, por qué lo había tratado como a un niño ingenuo? Si le hubiera pedido sus óperas, se las habría regalado, no le habría importado seguir componiendo en la sombra mientras Velluti se quedaba con la gloria y el dinero. Quizá solo le habría pedido que le dejara asistir de vez en cuando a una representación de incógnito, mezclado con el público.
En cambio, para ocultar aquel engaño, Velluti había asesinado. ¿Cómo era posible que la ambición pudiera cambiar tanto a una persona?
¿Y, ahora, qué iba a pasar? ¿Qué le aguardaba en Venecia?
Cuando el transbordador de Mestre atracó en el muelle del Canal Regio, Marco parecía decidido a resolverlo todo. Se despidió de Bepi, no sin antes entregarle una generosa recompensa, y alquiló una góndola, que dejó a Guido en el Instituto de Anatomopatología. Antes habían acordado reunirse en el teatro dos horas más tarde.
Luego, acompañado de Lelio y de don Gervaso, fue a su casa, donde los confió a los cuidados de Rosetta, a quien ordenó también que les diera de comer y los preparara para una velada mundana. Al ama de llaves no le resultó difícil encontrar en el guardarropa de Pisani algo adecuado para Lelio, pero para dar con ropa eclesiástica a la altura de una celebración veneciana fue necesario recurrir a los vastos conocimientos del lacayo Giuseppe.
A continuación, Marco llamó a Nani y le entregó varios mensajes para Michiel Grimani, Daniele y Chiara y le ordenó también que fuera a buscar a una compañía de esbirros, que debía esperar sus instrucciones en las inmediaciones del teatro. Después pudo relajarse por fin en su bañera con sus sales perfumadas preferidas.
Cuando la representación estaba a punto de arrancar, el grupo de amigos se reunió a las puertas del teatro, rodeados por la multitud que se apiñaba para entrar.
—Vosotras podéis ir ya a mi palco —dijo Marco a Chiara y Costanza, que observaban con curiosidad a los recién llegados—. Disfrutad de la ópera y preparaos para la gran sorpresa. En cambio, Daniele, Guido, Lelio y don Gervaso, os ruego que me sigáis.
Al entrar en el vestíbulo del teatro, se dirigió hacia el despacho del empresario, que recibió con asombro la inesperada visita.
—¿A qué debo el honor, excelencia? —lo saludó Bianconi haciendo una ligera reverencia—. Veo que lo acompaña gente nueva. —Miró con curiosidad a don Gervaso y a Lelio. El joven, vestido con una velada de raso negro, un chaleco bordado y una camisa de batista blanca, con su melena rubia recogida en una coleta pegada a la nuca, su perfil clásico y la venda negra tapándole los ojos, atraía poderosamente la mirada por el misterio de su figura.
—Ahora se lo explico, Bianconi. ¿Ha llegado ya el senador?
—Voy a buscarlo. —El empresario desapareció por el pasillo y regresó acompañado del propietario del teatro.
Se sentaron alrededor de la mesa sumidos en un silencio expectante. Del exterior les llegaban los últimos acordes de la orquesta y las llamadas a los bailarines, que se preparaban para el entreacto. Se oyó chirriar también la gran lámpara que subía hasta desaparecer en el techo y la orquesta inició la obertura.
—¡Dios mío! —murmuró Lelio al escuchar la música que tan bien conocía.
Pisani, sentado a su lado, le dio una palmadita afectuosa en una mano.
Un aplauso fragoroso se elevó en el teatro.
—Muranello ha entrado en escena —comentó Grimani.
Enseguida se elevó la voz purísima del cantante entonando la canción de amor dirigida a la princesa.
—Canta mi música —exclamó Lelio con la voz quebrada y las mejillas surcadas de lágrimas.
Tres pares de ojos se volvieron hacia él, estupefactos.
—Ya es hora de que nos cuenten qué está sucediendo. —Al finalizar el aria, el propietario del teatro tomó la palabra y habló en nombre de Bianconi y Daniele, a los que atribuyó la misma curiosidad que sentía él.
Valentini contó que había empezado a sospechar tras recibir una carta de Bolonia con noticias de Momo. Pisani les relató el viaje, aunque no mencionó a Camilla por discreción. Después refirió lo que habían descubierto en la villa Velluti y les explicó que la firma que aparecía en el manuscrito de El ladrón de Bagdad, que obraba en poder de Momo, probaba que este lo había utilizado para chantajear a Velluti.
A continuación, se hizo un largo silencio, que permitió a los presentes asimilar las noticias.
Bianconi movió la cabeza con aire de incredulidad.
—Por eso Velluti no lograba componer el aria final de la ópera. Para contentar a Muranello viajó a todo correr a Bolonia con la excusa de que su padre estaba enfermo.
Grimani también se había quedado atónito y lamentaba profundamente haber confiado en un estafador.
—De manera que es usted el verdadero autor —dijo dirigiéndose a Lelio con admiración.
—Sí, excelencia, pero no quiero perjudicar a Matteo Velluti.
—Mi querido muchacho, ¡no olvide que es un asesino! No se deje llevar por la generosidad propia de su juventud: el talento, mejor dicho, la genialidad, es algo sagrado. Es intolerable que los fanfarrones como Velluti se apoderen de las creaciones ajenas —replicó Grimani.
Entre bastidores, Velluti estaba extasiado con la velada, que había empezado con los mejores auspicios. El palacio de cristal había bajado hasta el escenario sin mayor problema, Muranello parecía de buen humor y hasta Adriana Fusetti se había preparado para entrar en escena sin quejarse como solía hacer siempre. Su esposa, con su melena pelirroja coronando el vestido, del color de la noche, aguardaba con el cuerpo de baile para dar vida al primer entreacto.
Por este motivo, cuando un criado fue a buscarlo para decirle que lo estaban esperando en el despacho del empresario, abrió la puerta con una sonrisa en los labios, pero, al ver la fila de caras que lo miraba y, entre ellas, las más que familiares de Lelio y de don Gervaso, se quedó petrificado, inmóvil como una estatua de sal, con la mandíbula contraída, ceñudo. Nadie lo invitó a tomar asiento.
—¿Qué…? —balbuceó, pero se rehízo enseguida—. ¿Qué puedo hacer por los señores? Veo que mi pupilo ha venido a escuchar mi última creación.
—No le hace falta —lo interrumpió Pisani en tono desabrido—, la conoce al dedillo, la escribió él.
Velluti vaciló al recibir el golpe, palideció, pero no se dio por vencido y, al contrario, se esforzó por sonreír.
—¡Oh, mi querido muchacho! ¿Les ha dicho eso? Ya se sabe que los jóvenes tienen una imaginación desbocada. Cuando lo visito, le toco algunas piezas de mi música para entretenerlo, quizá por eso se haya hecho la ilusión de que la compuso él.
Lelio, que se había quedado mudo, no dio al instante con una buena respuesta, pero don Gervaso tomó la palabra inesperadamente.
—Es usted un canalla, Velluti —gritó el sacerdote apuntándolo con un nudoso dedo—. Yo estaba presente cuando Lelio me pidió que le leyera unos cuentos, cuando compuso las primeras arias acompañadas de textos poéticos, cuando probaba una y otra vez hasta que la melodía se fundía con los versos. Entretanto, yo escribía y reescribía todo: llenábamos centenares de partituras hasta que obteníamos el resultado final, los manuscritos que usted, Velluti, se llevaba con tanto descaro, animándolo siempre a mejorar. ¡Luego iba por los teatros contando que eran obra suya!
Calló y se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo.
—¡No se le ocurra decir delante de mí que la música es suya! —añadió.
—Se llevaba manuscritos como este —terció Pisani enseñando la partitura de El ladrón de Bagdad y abriéndola por la última página, donde figuraba el nombre de Lelio Contarini.
—¿Dónde la han encontrado? —balbuceó Velluti dejándose caer en la silla más próxima.
—Lo sabe de sobra —contestó el avogadore—. La robó Momo, quizá rebuscando, como solía hacer, en las cosas de los demás, y lo guardaba en su casa con su violín. La encontramos allí la noche en que fue hallado el cadáver, solo que tardamos un poco en descubrir que en la última página aparecía el nombre de Lelio. Momo era un chantajista, mi querido Velluti, pero en su caso le fue mal, porque, en lugar de pagar, ¡usted decidió matarlo!
Velluti miró alrededor como si fuera una liebre rodeada de cazadores. Solo vio miradas severas y expresiones que no daban pie a la menor justificación. Lanzó una ojeada al manuscrito que lo acusaba y se tapó la cara con las manos.
—Nadie puede imaginar lo que significa perder el don de la creatividad —confesó mirando al suelo, con la voz quebrada—, encontrarse un día tras otro con una despiadada página en blanco… Intentar un acorde y comprobar que chirría o que es banal… y no saber cómo seguir adelante.
Se enjugó los ojos con las manos.
—Y todos te recuerdan los éxitos pasados, los contratos escasean… —añadió abatido—. Después, un día apareció esa música divina, un joven destinado a vivir retirado con un don caído del cielo, un joven que no podría disfrutar de las cosas mundanas, que no tenía ninguna posibilidad de darse a conocer. ¿Acaso no creen que fue un gesto de generosidad ocuparse de él con liberalidad, permitir que disfrutara del bienestar generado por el éxito?
Alzó la mirada, destrozado por la tensión, pidiendo perdón con los ojos a Lelio, que no podía verlo.
Ninguno de los presentes parecía conmovido. Daniele y Guido lo observaban con el interés que se reserva a un insecto extraño y repugnante. Grimani y Bianconi alzaron la barbilla como si así tomaran la debida distancia de él.
—¿El asesinato de Momo es una de sus buenas acciones? —preguntó Marco con desprecio.
—Momo era demasiado curioso, a la gente como él le suceden todas las desgracias posibles. Quién sabe qué engulló para morir.
—Bebió rosolí envenenado y usted fue quien lo intoxicó.
El compositor se enderezó en su silla.
—¿Por qué piensa que fui yo?
—Porque solo usted tenía tanto el interés como la ocasión para hacerlo. No podía consentir que el mundo supiera la verdad y no quería aceptar un chantaje que le obligaría a vivir en vilo. En el fondo, era fácil: a Momo le gustaba empinar el codo, bastaba dejar a su alcance una botella, porque era indudable que se la bebería. Luego, después de cometer el delito, fue a registrar su casa para recuperar la partitura, pero nosotros nos la habíamos llevado ya.
Velluti recurrió a un último argumento para defenderse.
—Es cierto, pero no quería matarlo, solo quería asustarlo. Compré esa sustancia a un alquimista de Bolonia, que me aseguró que solo le produciría dolor de barriga.
Presa de una duda repentina, Marco le preguntó:
—¿Qué veneno era?
Velluti se detuvo a pensar un momento.
—Cantaridina —dijo sin demasiada convicción.
—¿Cantaridina? —repitió Marco sorprendido—. ¿Y dice que la compró en Bolonia?
—Sí, pero no para matar a nadie.
—Acláreme una cosa, Velluti, ¿cómo comprendió que el chantajista era Momo? ¿Cómo lo desenmascaró?
El compositor parecía haber recuperado un poco de seguridad en sí mismo.
—Fue fácil —confesó—. Momo se delató solo. Me llamo Matteo, pero él, a saber por qué, me llamaba siempre Mattia y la carta que me envió a casa iba dirigida a Mattia Velluti.
—Una distracción fatal —comentó Pisani—. Como la que acaba de cometer usted: Momo no murió a causa de la cantaridina.
Velluti palideció.
—¿Cómo que no? La compré en Bolonia.
Mientras la orquesta tocaba el aria que ponía punto final al primer acto, Marco se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—Llame a Caterina Velluti —ordenó a un criado.
Cuando apareció en el despacho, la primera bailarina acababa de volver entre bastidores y aún jadeaba por el esfuerzo. Se quedó boquiabierta al ver aquella singular reunión: las caras petrificadas que rodeaban la mesa, su marido abatido y el joven Lelio, a quien reconoció gracias a la venda negra.
—No digas nada, Caterina, ya he confesado —le dijo su marido suplicándole con la mirada—. Fui yo.
La mujer hizo amago de salir corriendo, pero Daniele alargó enseguida una mano y la aferró.
—Cuéntenos la verdad —le ordenó el abogado.
—¿Qué verdad? —gritó la mujer tratando de desasirse en vano—. ¡Fue él, acaba de decírselo! —Mientras se revolvía, un mechón resbaló por su cara como una llamarada.
—No, mi querida señora —replicó Pisani—. Su marido no sabe siquiera qué veneno mató a Momo. Nosotros, en cambio, hemos averiguado que hace un mes compró usted una dosis de digitalina a Zaira Orsato, que la ha reconocido —mintió—. ¿Quiere saber qué más la acusa? Pues que todos dicen haber visto a menudo a esa mujer en el teatro, todos salvo usted, que hace unos días me aseguró que jamás había oído su nombre.
Mientras la hermosa Caterina caía sin conocimiento al suelo, Marco ordenó a un criado que dijera a los esbirros que podían entrar para llevarse a los imputados.