Capítulo 16
EL VIERNES debía ser el día de Nani. A primera hora de la mañana, Pisani lo había puesto al corriente de los hechos que convertían a Paolo Soranzo en sospechoso de homicidio. Le había explicado además la información que necesitaba para completar la investigación, que Nani debía tratar de sonsacar con habilidad a la nueva mujer del aristócrata.
La misión era muy delicada, de manera que el avogadore sugirió a grandes rasgos a Nani cómo debía proceder, le entregó el material y los documentos necesarios para disfrazarse, dejando los detalles en manos del gondolero, ya que se fiaba ciegamente de su inventiva.
A Nani le gustaban estos encargos, que, además de suponer un reto para su inteligencia, le procuraban siempre unas generosas recompensas, pero antes de ir a ver a la señora Soranzo debía asegurarse de que la mujer estaba sola y para eso debía saber algo más sobre las costumbres de la pareja, así que planeó pasar la mañana en el campo San Polo.
El palacio Soranzo se erigía en el lado oriental del campo y era un edificio enorme, resultado de la unión de dos de los palacios más antiguos de la ciudad, construidos en parte en época bizantina. La superposición de estilos revelaba, como sucedía a menudo en Venecia, una serie de retoques que la escasez del terreno edificable de la ciudad lacustre hacía en ocasiones necesarios.
El palacio estaba separado del campo por el rio Sant’Antonio, que unos pequeños puentes atravesaban alcanzando las correspondientes puertas de acceso. El edificio de la izquierda, la casa vieja, tenía encima de los portales románicos dos ventanas cuadríforas góticas que iluminaban los pòrteghi nobles de los pisos superpuestos. En la casa nueva, en cambio, los pòrteghi de ocho arcos pertenecían al siglo posterior y en la fachada se veían las magníficas pinturas murales de Giorgione, que, por desgracia, estaban perdiendo su color debido a la acción de los agentes atmosféricos. Un largo ático de línea renacentista con ventanas cuadradas unía los dos edificios debajo del tejado.
Envuelto en una capa que lo protegía del aire fresco de primera hora de la mañana, Nani se detuvo en la esquina de la calle Corner, pensando en cómo podría averiguar cuál era el apartamento de Paolo Soranzo. Su paròn le había explicado que la familia tenía muchas ramas y, de hecho, la estructura del palacio permitía albergar varios núcleos familiares. Además, antes de pedir que lo recibieran, Nani debía identificar al dueño de la casa y esperar a que saliera. A pesar de que el campo San Polo era grande, el segundo más extenso de Venecia después de la plaza de San Marcos, los palacios que lo rodeaban, el palacio Donà y el palacio Tiepolo, contiguos al de los Soranzo, la enorme mole del palacio Corner, al otro lado, o el ábside y el campanario de la iglesia de San Polo, ofrecían pocos rincones donde poder esperar un buen rato sin llamar la atención, solo podía hacerlo en un pequeño puesto de frutaròl, a la sombra del ábside, y en la furàtola, que se encontraba al principio de la calle Corner.
Por suerte, el campo estaba muy animado, transitado por criados y mujeres que iban a hacer la compra al mercado de Rialto, situado en las inmediaciones, y por artesanos que se disponían a abrir sus talleres. Además, acababa de llegar una aguadora con los bìgoli colgados del cuello, gritando para avisar de su presencia, y un artesano que reparaba sillas se había acomodado debajo de campanario con las herramientas propias de su oficio en una cesta, esperando a los clientes.
También en las puertas del palacio Soranzo había un auténtico vaivén de proveedores, lavanderas, criados y frailes mendicantes. Llegó un carro lleno de cestas de fruta y verdura procedente del campo, seguido del carro de un leñero. Los dos entraron por una pequeña puerta lateral que daba a los almacenes de la planta baja. En lo alto, de cuando en cuando, se abría una ventana y se asomaba la cabeza curiosa de una criada y desde un pòrtego de la casa nueva le llegaba la música de un violín.
Lo mejor era entrar en la furàtola que había a sus espaldas, desde la que se veían tanto el campo como el palacio. Nani empujó la puerta, que se abrió chirriando, y entró en un pequeño local lleno de humo donde, detrás de la barra, una mujerona lozana, ataviada con un delantal blanco y un pañuelo de cuadros en el pelo, debía de estar friendo pescado en los fogones, dado el delicioso aroma que emanaba de la sartén.
—¿Me sirve un’ombra de vìn? —preguntó Nani sentándose a una mesa que estaba delante del ventanal—. Veo que no le falta trabajo —prosiguió sonriendo cuando la dueña le puso delante una botella y un vaso muy limpio—. Es la única taberna de los alrededores y con todos esos palacios patricios…
La mujer se enjugó con una mano el sudor de la frente.
—Los nobles no vienen aquí —dijo suspirando—, pero vienen sus criados, a esos no les cuesta nada interrumpir en cualquier momento sus tareas.
—Serán muchos, ¿no?
—¡Ya lo creo! Imagínese que en el palacio Corner son casi setenta y en el Donà unos cuarenta. —Por suerte, cuando se alejaba del fuego, la mujer parecía agradecer un poco de conversación.
—¿Y en el palacio Soranzo?
La dueña se echó a reír.
—En ese hay un buen lío: viven cinco familias y de vez en cuando se intercambian los cocineros y las doncellas.
—Hace tiempo conocí a una de las criadas de Paolo Soranzo —dijo Nani—, quién sabe si aún trabaja allí.
—¡El señor Paolo! ¿Me permite? —preguntó la mujer sentándose delante de Nani, encantada de haber encontrado un interlocutor interesado—. Hasta hace un par de años el señor Paolo no tuvo muchos criados. Le costaba llegar a fin de mes.
Nani alargó las orejas, la conversación iba por buen camino.
—¿De verdad? No lo sabía, mi amiga quería mucho a su ama, la señora Francesca.
—Pero la señora Francesca murió —susurró la dueña inclinándose hacia delante como si quisiera confiarle un secreto, a la vez que agarraba un vaso de la mesa contigua y se servía vino también—. Murió de repente una noche, fue algo muy raro, porque aún era joven.
La puerta se abrió y entró un mozo, que se dejó caer en una silla y pidió vino y pescado frito.
La tabernera le sirvió en un santiamén y volvió al lado de Nani, encantada con la conversación.
—Me decía que el señor Paolo es más pobre que una rata —dijo el gondolero retomando el diálogo.
La mujer negó con la cabeza y se ajustó el pañuelo que llevaba en el pelo.
—Era más pobre que una rata, igual que su mujer, la señora Francesca, a pesar de que era de familia noble. Paolo es el hijo más pequeño, ¿sabe?, casi no le tocó nada de la herencia y, además, invirtió mal y se lo gastó todo en poco tiempo. Lo sé porque de vez en cuando el mayordomo de su hermano Antonio se pasaba por aquí y me contaba las escenas que montaba su amo cuando Paolo iba a pedirle dinero. Y eso que los gastos de la casa eran insignificantes, porque lo habían relegado a unas cuantas habitaciones del último piso. Ahí arriba, ¿ve? —continuó señalando a Nani tres ventanas pequeñas de una esquina del ático del palacio—. Pero ahora todo es diferente.
—¿Por qué?
—Muy sencillo: cuando murió la señora Francesca, hace dos años, el viudo se consoló en menos que canta un gallo y se casó con una joven francesa, burguesa, pero riquísima, y ahora se da la gran vida.
—¡Menuda suerte! —Nani suspiró fingiendo indiferencia—. Pero ¿al menos es guapo?
—¡Bah! No sé cómo puede gustar ese tipo, tan larguirucho y tan flaco. Quién sabe por qué, siempre va vestido con telas doradas, debe de gastarse una fortuna. Además, ahora sigue la moda francesa, se empolva la cara, lleva pelucas llenas de rizos y unas corbatas enormes de encaje que le llegan a la cintura. ¡Y los zapatos! Los tacones son siempre rojos y las hebillas de brillantes.
La suerte estaba de su parte, así que Nani decidió aprovecharla a fondo.
—¿Adónde va disfrazado de esa forma? ¿No tendrá una amante?
—No, no. —La mujerona negó con la cabeza—. El criado del señor Paolo me dice que ahora es muy modosito, no como cuando vivía la pobre señora Francesca. ¡No quiere jugarse el capital que le ha caído del cielo!
—Entonces, ¿dónde pasa el día?
—¡En el casino de los nobles! ¿Dónde quiere que vaya? Sale después de comer y vuelve de madrugada. Se pasa el tiempo bebiendo y jugando, de picos pardos, vaya. A veces deben llevarlo a casa y subirlo por la escalera en brazos.
—¿Sigue viviendo ahí arriba? —preguntó Nani.
—Sí, por lo visto solo le han dado varias estancias más.
—¿Y la francesa?
La tabernera se echó a reír.
—La francesa parece contenta de haberse casado con un Soranzo y no protesta. Sus cuñados la respetan y las mejores familias de Venecia le abren sus puertas. Por lo demás, el dinero es suyo y puede cerrar el grifo cuando quiera. Por lo visto, su padre, un comerciante muy listo, exigió que se firmara un contrato matrimonial, que no concede ningún derecho al marido. —Bajó de nuevo la voz para contar la indiscreción—. El patrimonio se invirtió en títulos y en tierras en el interior y la pareja vive de rentas, pero no puede tocar el capital. Los criados lo saben todo y les gusta chismorrear.
—Qué historia tan interesante —comentó Nani—. No creo que mi amiga siga a su servicio, quién sabe. Quizá, ya que estoy aquí, podría ir a echar un vistazo. ¿Cuál es la puerta?
—La primera de la izquierda —contestó la mujer señalándola con la mano—. Vuelva por aquí cuando quiera, será siempre bienvenido.
—Lo haré —aseguró Nani—. Su vino es el mejor de Venecia.
Cuando Nani volvió a aparecer en el campo San Polo a primera hora de la tarde, nadie habría podido reconocerlo. Vestía una velada de brocado azul y un chaleco y unos pantalones de raso de color crema sobre unas medias de seda. Debajo del elegante tricornio, llevaba su bonita cabellera rubia recogida en la nuca con una cinta negra. Completaba el conjunto una camisa de batista finamente bordada. En la mano izquierda llevaba una bolsa grande de cuero.
Se detuvo a esperar a la sombra de la iglesia próxima al puesto de fruta, sin perder de vista la puerta por la que saldría Paolo Soranzo.
Este tardó media hora en hacerlo, pero al final, después de haber visto salir a un sacerdote, a una doncella, que se alejó de la casa a toda prisa, y a dos lavaplatos con delantal, en el umbral se recortó la alta figura de Paolo Sorenzo. Era imposible equivocarse: el dorado de su traje brillaba bajo el sol que iluminaba la fachada del palacio, una gran peluca empolvada sobresalía en su cabeza y los tacones rojos destacaban en el mármol del atrio. Nani pensó agradecido en la tabernera parlanchina.
Soranzo se paró un momento a mirar alrededor con aire satisfecho, se enfundó los guantes, apartó con un ademán a un joven, quizá el gondolero, que parecía haberse ofrecido a llevarlo y se encaminó solo hacia el Gran Canal.
Nani aguardó unos minutos más antes de cruzar el campo y presentarse en la puerta. Estaba preparado para afrontar el primer obstáculo.
—Buenos días —dijo al portero vestido con la librea de la casa que le salió al encuentro—. Soy un comerciante de seda de Lucca y me gustaría ver a la señora Soranzo, la esposa del señor Paolo. Aquí tiene mis documentos. —Tendió al hombre, un criado anciano de mirada atenta, el salvoconducto del gremio de la seda a nombre de Giovanni Casciani que le había procurado Chiara.
—Venga conmigo —masculló el criado dirigiéndose hacia el fondo del vestíbulo y enfilando una serie de escaleras interminables. Al final, lo dejó delante de una puerta lacada y empezó a bajar gruñendo.
Nani se quitó el sombrero, llamó con educación a la puerta y esperó. Al otro lado oyó unos pasos apresurados y una risita ahogada. La puerta se abrió al principio unos centímetros y luego del todo. En la aureola de sol que entraba por la ventana abierta se recortaron dos figuras femeninas. La más alta, que tenía el pelo rubio y rizado, lucía un elegante vestido de color rosa bastante escotado y la otra, el delantal de encaje de las doncellas.
El joven hizo una profunda reverencia.
—Soy Giovanni Casciani —se presentó—. Me gustaría ver a la señora Soranzo.
—Soy yo —exclamó la rubia con acento francés—, pero ¿quién es usted?
Nani fingió estupor.
—No, quizá sea un error. Busco a la señora Francesca Soranzo.
La joven adoptó un aire grave.
—¡Ah! —exclamó—. Pase, por favor, y tú, Giacomina, ve a preparar un poco de café —dicho esto se dirigió hacia el saloncito adyacente que daba al campo San Polo. Allí la ventana también estaba abierta al sol vespertino.
Nani tomó asiento en un sofá lacado que, a todas luces, acababa de salir de las manos de un artesano, y miró a su alrededor. La estancia había sido renovada hace poco y, por lo visto, no habían reparado en gastos.
—Vaya cambio. —Nani simuló sorprenderse mientras observaba la tapicería de seda costosa, el espejo refinado que coronaba un aparador pintado a mano y los objetos de plata resplandecientes que había encima de una mesita.
—Pues sí —corroboró la joven rubia en tono serio—, la señora Francesca Soranzo murió —dijo bajando sus ojos oscuros hacia las deliciosas pecas que salpicaban sus mejillas—. Soy la segunda esposa de Paolo Soranzo.
Nani asumió una expresión de contenida aflicción.
—¡No sabe cuánto lo siento! Permítame que le pida disculpas y que me presente. Me llamo Giovanni Casciani y vengo de Lucca. —Marco y Nani habían inventado la nueva identidad confiando en que la nueva señora Soranzo, al ser francesa, no se diera cuenta de que su acento no era toscano—. Soy un comerciante de sedas de gran valor y desde hace unos años vengo a Venecia durante la Sensa. Siempre visitaba a la señora Francesca, porque le gustaban mis productos, que, por cierto, llevo aquí —añadió señalando la bolsa de cuero—. La señora siempre compraba varios cortes para hacerse vestidos. Pero ¿cómo sucedió la desgracia?
—Como ya le he dicho, soy la nueva señora Soranzo, me llamo Jacqueline Collet —explicó la joven arrastrando las erres de forma encantadora mientras servía el café—. La señora Francesca padecía una insuficiencia cardíaca desde hacía tiempo —contó—, murió mientras dormía una noche. Mi marido llamó enseguida al médico, pero ya no pudo hacer nada por ella. Pero eso sucedió hace dos años, por lo que veo, hace tiempo que no ha venido a Venecia.
—Hace tres años, en efecto —mintió de nuevo Nani bebiendo un sorbo de café mientras miraba impávido la cara de Jacqueline. La mujer le había gustado a primera vista, era vivaz y transparente, sin amaneramientos—. ¿Se casó hace mucho tiempo? —se atrevió a preguntarle.
Jacqueline bajó de nuevo la mirada.
—Tres meses después de la desgracia. Mi marido y nos conocíamos ya. No, no piense mal —se apresuró a precisar—. Mi padre es un gran comerciante de cristales y espejos de París y viajaba a Venecia todos los años para abastecerse y yo lo acompañaba. Me presentaron a mi marido en una recepción en casa de su hermano Lorenzo y enseguida sentimos una simpatía recíproca. Después nos vimos varias veces, siempre en lugares públicos, pero él estaba casado. ¿Y por qué le estoy contando estas cosas?
Nani alargó una mano para aferrar la pequeña y cálida de Jacqueline.
—Quizá porque necesita contárselo a alguien y aquí, en Venecia, nunca se sabe quién es amigo y quién, en cambio, solo busca el chismorreo —dijo con dulzura.
—¡Cuánta razón tiene! ¡Si supiera lo sola que me siento! —Jacqueline empezó a retorcer con las manos un pañuelo de batista. Su relato fluyó como el agua de un torrente. Saltaba a la vista que nadie la escuchaba desde hacía tiempo—. No me fue fácil tomar la decisión, ¿sabe? Habíamos empezado a escribirnos al poco de conocernos. Paolo, mi marido, me contaba lo mucho que le pesaba cuidar de su mujer enferma, aunque la verdad es que, cuando la vi en un par de ocasiones, no me pareció que estuviera tan mal. Pero él decía que debía cuidarla y que, a pesar de que me quería, debía cumplir con su deber hasta el final. Yo dudaba mucho, me crie en una familia de firmes principios. El mero hecho de mantener una correspondencia con un hombre casado me turbaba. Al año siguiente volví a Venecia en junio, nos volvimos a ver y comprendí que yo también lo quería, de forma que regresé a París desesperada. En septiembre, su esposa, que Dios la tenga en su gloria, murió. No quisimos esperar.
Nani se dominaba, pero estaba conmovido. Le habría gustado acariciar los rizos rubios de Jacqueline, besar sus largas pestañas y su graciosa naricita. Soranzo era un gusano: había matado a su mujer para echar mano del patrimonio de esa criatura ingenua, solo cabía esperar que la quisiera de verdad.
—Y, ahora, ¿usted es feliz? —preguntó.
Jacqueline sonrió y en sus mejillas se formaron unos deliciosos hoyuelos.
—Más o menos. Tengo un marido, una nueva familia que me respeta, pero aquí, lejos de casa… todo es muy diferente de París. Mi marido volvió el lunes pasado, ¿sabe?, llevaba quince días fuera de Venecia, fue al interior a visitar nuestras tierras y yo apenas salí de casa, ¡apenas conozco a nadie en Venecia! No tengo a nadie con quien hablar. Así que hoy me estoy aprovechando de usted, disculpe. —Suspiró—. Sí, es agradable poder abrirse con alguien. Además, usted es de Lucca, así que no contará a nadie mis confidencias.
«Qué despreciable es Soranzo, vive como un marajá con el dinero de su esposa y la deja sola», pensó Nani. Pero ¿y él? Estaba interpretando el papel de amigo, cuando, en realidad, había ido allí para engañarla, para reunir pruebas que acusaran a su marido de un delito que la sumiría en la desesperación.
—¿Sabe qué vamos a hacer? —dijo saliendo de su ensimismamiento—. He traído varias telas, ahora se las enseñaré y usted elegirá las más bonitas.
En un abrir y cerrar de ojos, las mesas y las sillas quedaron cubiertas por las piezas de terciopelos elaborados, rasos iridiscentes, muselinas ligeras como las nubes y damascos dorados y plateados, que Chiara le había procurado.
Jacqueline se divirtió como una niña examinando las telas, acercándoselas a la cara delante del espejo, envolviendo su cuerpo con ellas, mientras Nani se preguntaba cómo podía introducir en la conversación las preguntas que le había indicado Pisani y para las cuales se había preparado desde esa mañana.
Giacomina lo salvó. Al volver a poner en la bandeja las tazas de café, volcó la azucarera y se apresuró a limpiar la mesa.
—Es difícil tener criados bien formados en Venecia —comentó Nani—. ¿Conserva los que trabajaban para la señora Francesca?
—La señora tenía muy poco personal. —Jacqueline estaba considerando un corte de muselina de color aguamarina—. Casi todos son nuevos.
—Sé que la señora apreciaba mucho a una cocinera —replicó Nani sintiéndose un vil espía—. Una vez me la presentó, decía que había sido su ama de laves. Se llamaba… déjeme pensar… tengo el nombre en la punta de la lengua… Lina… Lina…
—Lina Galletti. No la conocí, se marchó cuando murió la señora, por lo visto la quería mucho, todos me han hablado muy bien de ella.
—¿Adónde fue?
—¡Bah! —contestó Jacqueline encogiéndose de hombros—. Supongo que volvería a Chioggia, su pueblo. Aquí nadie la volvió a ver.
La visita tocaba a su fin. Nani recogió pensativo su mercancía, salvo los dos cortes que Jacqueline quería comprar. Pero aún quedaba una cosa por averiguar.
—Dígame, señora —preguntó tratando de ocultar la vergüenza que sentía al contar la última mentira—. Me gustaría saber dónde está enterrada la señora Francesca. Siempre fue tan amable conmigo… Me gustaría llevar unas flores a su tumba, pero no sé dónde está la sepultura de la familia Soranzo.
—No está en la tumba familiar —respondió Jacqueline acompañándolo hasta la puerta—. Al parecer, había dicho que deseaba que la enterraran en la cripta del San Simeone Piccolo, que da al Gran Canal. Sus restos descansan allí.