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Después de la explosión, se llevaron a Joe a un lugar tranquilo y silencioso donde había monjas. Se negó a dar su nombre. O no podía hablar o no quería hacerlo. Nadie lo sabía con seguridad, ni siquiera ella.

Las hermanas eran muy amables. La bendijeron, la alimentaron, la metieron en la cama, le curaron las manos con yodo y rezaron centenares de avemarías, pasando las cuentas del rosario con sus dedos gastados. Le dieron un vestido de cuadritos rojos demasiado pequeño y una chaqueta demasiado grande, porque la ropa con la que había llegado estaba sucia y desgarrada. Joe no sabía cuánto tiempo llevaba en aquel lugar silencioso. Sabía que estaba viva, pero se sentía muerta.

Una mañana, la hermana Bernadette, que parecía tener cien años, se acercó a la diminuta habitación blanca de Joe, con su cama de hierro y el crucifijo de madera en la pared. La acompañaba Maude, que llevaba un sombrero espantoso en forma de casco metálico y un abrigo de piel comido por las polillas del que su madre decía en secreto que parecía hecho de ratas.

—¡Es ella! —exclamó Maude—. ¡Es Joe Flynn! — Cayó sobre Joe con los brazos abiertos—. ¡Oh, cariño!

—Me temo que ha perdido el habla —murmuró la hermana Bernadette.

Al oír esto, Maude dio un pequeño chillido, agarró a Joe por los hombros y la sacudió violentamente, como si la palabra pudiera recuperarse si a una la sacudían con la fuerza suficiente. Después rompió a llorar.

—Es la viva imagen de su pobre mamá, ya sabe, Mabel. Que Dios la tenga en su gloria. —Inclinó la cabeza y se persignó.

Según la conversación que entre susurros tuvo lugar entre Maude y la hermana Bernadette en el pasillo, no todos habían muerto en el Prince Albert. Casi todos los clientes salieron vivos de la catástrofe. Pero su madre, que en aquel momento estaba en el baño, situado en el patio donde cayó la bomba, se había llevado la peor parte de la explosión. Joe lo supo en el momento en que ocurrió. Lo había sentido en el corazón.

Murieron dos niños. Bueno, prácticamente el edificio se derrumbó sobre ellos. Uno era un niño de diez años y la otra, su hermana, de solo dos. Y tal como se lo decía, la madre de ambos, que había sufrido solo unos arañazos, fue vista a la noche siguiente en otro pub riendo a carcajadas.

La hermana Bernadette dijo que no se lo podía creer, ni aunque lo estuviera oyendo de labios de Maude. Pero recordaría a la mujer en sus oraciones, pues era evidente que necesitaba más que nadie el amor de Dios.

—¡Uh! —exclamó Maude de mala gana, y siguió informando a la hermana de que los guardias acudieron a Huskisson Street en busca de Joe porque hallaron su carné de identidad en el bolso de su pobre madre. Así se enteró la vecindad de que Mabel había muerto. Todos los habitantes del inmueble quedaron muy impresionados.

—La casa es de pisos —siguió diciendo Maude, como si hiciera falta dar una explicación—. Unos pisos bastante buenos...

Pero ¿dónde estaba Joe? Nadie lo sabía. La comunicación entre los guardias y los servicios de rescate se habían colapsado. La mujer de la tienda de dulces tuvo mucho que ver en ello.

—¿Hay alguien que se pueda llevar a la niña? ¿Algún pariente? —quiso saber sor Bernadette.

—Bueno, Mabel tenía una hermana que vive en Machin Street, junto a Penny Lane. No sé en qué número. Bueno, tampoco sé si ella estará dispuesta... Porque, ¿sabe?, el marido es un... — Maude se estaba liando más conforme hablaba—. Conociendo a Ivy..., bueno, no es que la conozca, pero por lo que he oído, es posible que no quiera llevársela. —Empezó a sollozar de nuevo. Es una niña tan encantadora, que me la llevaría yo misma, sin pensármelo dos veces. Pero mi trabajo no me lo permite. Trabajo demasiadas horas, y...

—Las autoridades encontrarán a esa Ivy. Lo arreglarán todo —respondió sor Bernadette con tranquila seguridad.

Las voces se fueron debilitando a medida que las mujeres se alejaban. Joe se acercó a la puerta y escuchó, porque quería enterarse de todo cuanto hubiera que saber acerca de su madre.

—Los restos... apenas reconocibles. Bueno, se lo puede imaginar, ¿no, hermana? Las chicas..., bueno, las demás residentes... Una colecta... No podían tolerar que Mabel... Una fosa común... En su bolso..., cuatro chelines y seis peniques, eso es todo...

Por último, las voces acabaron por apagarse y Joe no oyó nada más.

La tía Ivy se mostró de lo más encantadora, casi melosa, con la mujer de uniforme verde que llevó a Joe a Machin Street en coche dos días más tarde. A la pequeña le habían dicho cómo se llamaba la mujer, pero olvidó el nombre inmediatamente. El cielo estaba oscurecido por nubes grises y lloviznaba. Los limpiaparabrisas no funcionaban, y su acompañante no hacía más que gruñir cuando apretaba botones uno tras otro y no ocurría nada. Se inclinó sobre el volante, tratando de ver a través del cristal cubierto de agua.

Las esperaban a las dos y media en punto. La mujer había ido a la casa el día anterior a entrevistarse con la tía Ivy para hablar del futuro de Joe.

—Está deseando tener a su preciosa sobrinita consigo — comentó la mujer por el camino—. No tiene hijos, así que serás aún más bienvenida. Te gustará, querida. Es muy simpática.

Joe no contestó. No podía. Tenía un nudo en la garganta. Quizá nunca volviera a hablar de nuevo.

—Estamos entrando en Machin Street, Joe. Aquí es donde vas a vivir.

¡No quiero! No quería vivir en ninguna parte que no fuera con su madre, y menos aún en aquellas casas de ladrillo rojo con miradores cuadrados y porches como garitas que daban lugar a que la calle pareciera una fortaleza.

El automóvil se detuvo.

—Ya hemos llegado.

La mujer se apeó. Dio la vuelta al coche y abrió la puerta a Joe, mientras le decía amablemente:

—No pongas esa cara de asustada, cielo. Estoy segura de que serás muy feliz con tu tía.

La tía Ivy debía de estar mirando por la ventana, pues la puerta se abrió al momento y ella salió a esperarlas en el peldaño delantero, con risas y palmas a medida que se acercaban.

—Tenía usted razón —gritó—. Es exacta a nuestra Mabel.

—No conocí a su hermana, señora Adams, pero una de sus amigas se lo comentó a sor Bernadette.

—Pasa, pasa, cariño. —La tía Ivy tomó a Joe de la mano—. Estoy segura de que vas a ser muy feliz en tu nuevo hogar.

—Eso es lo que le acabo de decir —sonrió la mujer.

Su acompañante se quedó solo unos minutos para entregar el bolso de Mabel, que sorprendentemente estaba en muy buen estado.

—La cartilla de racionamiento y la tarjeta de identidad de Joe están dentro. El resto de las pertenencias de su hermana se encuentra en Huskisson Street. Puede recogerlas cuando quiera. Pregunte por la señorita Maude Connelly.

—Gracias, pero no creo que me moleste en ir allí.

¡Teddy! Se había olvidado del osito. Recordó a Teddy sentado encima de las máscaras antigás. Se acordó de su vestido nuevo de terciopelo, del mejor traje de su madre, todo preparado para cuando acudiesen a esa misma casa el domingo pasado después de misa, tal como tenían planeado. El corazón amenazó con estallarle de tristeza. Si no hubiera ido a comprar dulces aquella noche... Si se hubiese quedado ante la fachada del Prince Albert con Tommy y Nora, ahora estaría muerta. Muerta, eso era lo que más deseaba en el mundo; muerta, para poder estar con su madre.

La mujer anunció que se marchaba, aún tenía infinidad de cosas que hacer aquella tarde. Dio a Joe un beso en la mejilla, le deseó toda la felicidad del mundo y estrechó la mano de la tía Ivy.

—Es una niña muy buena. Con un poco de amor y amabilidad, estoy convencida de que pronto recuperará la voz. Es casi seguro que eso se lo ha provocado el shock, el shock de la explosión, y luego, además, el de perder a su madre. Lo he visto en otras ocasiones. Si surge algún problema, póngase en contacto con nosotros. Aquí tiene mi tarjeta. Adiós, señora Adams. Adiós, Joe.

—Adiós —se despidió la tía Ivy antes de cerrar la puerta.

Joe se encogió contra la fila de abrigos que colgaban en el recibidor, porque en los pocos segundos que tardó en cerrar la puerta y volverse, la tía Ivy se convirtió en una persona muy diferente. Ya no sonreía, y sus ojos brillaban de una manera alarmante mientras miraba de arriba abajo a su sobrina, a quien agarró del brazo y la llevó sin miramientos a una habitación de la parte posterior de la casa. Cuatro sillas con respaldos como escaleras rodeaban una mesa cubierta con un paño de color verde oscuro. El aparador era el doble de grande que el de Huskisson Street, con estantes que llegaban casi hasta el techo, llenos de platos de dibujos oscuros. Por la ventana, que daba a un pequeño jardín, pudo ver que habían construido un refugio antiaéreo de chapa ondulada.

—Siéntate —ordenó la tía Ivy secamente—. Quiero que quede muy claro desde el principio —prosiguió con el mismo tono seco cuando se sentaron a la mesa, un tono que no tenía nada que ver con el que había usado cuando estaba allí la mujer—, que me quedo contigo solo porque eres la hija de mi hermana. No hacerlo sería pecado. Tendrás un techo bajo el que cobijarte, te alimentaré y te vestiré, pero eso es todo. ¿Lo has entendido, señorita?

Joe asintió. Le latía la cabeza. Sentía una bola de miedo negro en el estómago, y temió vomitar sobre aquel fino tapete. Y sobre todo, odió a la tía Ivy.

No había nada en ella que le recordara a su madre. Resultaba difícil creer que fueran hermanas. Su tía no era ni alta ni baja, ni gorda ni flaca, y tenía los ojos del color del agua sucia. De piel amarillenta y manchada, el pelo le salía muy abajo, en línea recta. Cuando fruncía el ceño, como en ese momento, el pelo negro y las gruesas cejas casi se encontraban. Llevaba el ondulado cabello pulcramente peinado con raya, y un pasador le sujetaba la parte más larga. Calzaba unos zapatos de tacón negros y vestía un traje morado con un jersey de encaje malva debajo. Usaba una cantidad sorprendente de maquillaje, casi tanto como Rose la irlandesa, aunque no rímel. Tenía las uñas muy largas y pintadas de rojo escarlata.

—No asientas con la cabeza, niña —soltó—. Quiero una respuesta como es debido, con esa voz que Dios te ha dado. A mí no puedes engañarme con tus tonterías. He dicho: «¿Lo has entendido, señorita?».

El nudo que tenía en la garganta se apretó aún más. Intentó tragar, pero no pudo. Tía Ivy le pellizcó la muñeca; las uñas escarlata se le hincaron en la carne y la garganta se le encogió más todavía. Le escocieron los ojos de dolor y supo que debía contestar si pretendía que el dolor desapareciese. Volvió a tragar, casi atragantándose con la presión que sentía, y de su boca surgió un sonido que era casi un gruñido.

—Sí —consiguió graznar.

Tía Ivy le soltó la muñeca y en su cara asomó una sonrisa desagradable.

—Me lo imaginaba. Si estaba cantado... Tu madre era igual, siempre haciendo comedia, llena de remilgos y con aires de grandeza, poniendo ojitos tiernos a la gente... —Apoyó los brazos en la mesa y se inclinó hacia delante, de modo que su rostro quedó a unos centímetros del de Joe. El aliento le olía aún peor que a Maude—. Ahora, señorita, tenemos cosas de las que hablar. Te he recogido, pero no voy a dejar que los vecinos sepan que mi hermana tuvo a una bastarda, así que hemos de inventarnos una historia. Quiero que escuches con mucha atención. A partir de ahora, tienes cinco años, no seis, ¿entendido?

Joe abrió la boca para protestar, pero se contuvo cuando su tía le acercó la mano a la muñeca.

—Tienes cinco años. Si no, adivinarán por qué Mabel abandonó la casa. Un año más tarde, ya era lo bastante mayor como para casarse, y eso te convierte en hija legítima. Su marido, tu padre, murió en la Batalla de Inglaterra.

—Pero mamá no tenía marido, y yo no tenía un padre —protestó Joe.

La tía Ivy frunció los labios impaciente.

—Yo lo sé y tú lo sabes, pero queremos que los vecinos sepan una cosa diferente. Ya te he dicho que es un cuento. Nos lo estamos inventando. Tu padre era ametrallador de popa de la RAF. Se llamaba... ¡John Smith, eso es! Mabel lo conoció cuando estaba trabajando de niñera. Diré que yo no había dicho nada porque no aprobaba el enlace, porque mi hermana era demasiado joven para casarse. Vivíais cerca del mar, valdrá cualquier sitio... Ellesmere Port, por ejemplo. Repítelo, señorita: ¡Ellesmere Port!

—Ellesmere Port —repitió Joe de mala gana. Mamá le había enseñado a no decir mentiras nunca.

—¿Y qué era tu padre?

—Ametrallador de popa de la RAF. Murió en la Batalla de Inglaterra.

—¿Y cómo se llamaba? —Su tía enarcó las negras y pobladas cejas.

—John Smith. —Era muy difícil asimilar todo aquello—. ¿Eso significa que ya no soy Joe Flynn?

—Desde luego que no. A partir de ahora eres Josephine Smith, y no tienes más que cinco años. —La tía Ivy se reclinó en la silla, complacida—. Bien, tienes buena memoria, como tu madre. Era capaz de repetirme frases que yo había pronunciado hacía años, repetírmelas palabra por palabra. Eso significa que irás bien en el colegio, como ella. Empezarás el lunes, ya está todo arreglado. El sábado iremos a Penny Lane y te compraré ropa.

Miró por la ventana al patio y murmuró pensativa:

—En tu cartilla de racionamiento pone Flynn, así que tendré que ir contigo a tiendas donde no me conozcan, en algún lugar del centro. Iré a la hora de comer. Será un fastidio, pero las tiendas de por aquí lo saben todo de todo el mundo. —Se puso de pie—. Bueno, señorita, ahora vuelvo al trabajo. He tenido que pedir dos horas libres por tu culpa, y desempeño un trabajo de mucha responsabilidad. Soy secretaria del jefe de Reclamaciones en la Compañía de Seguros Mersey. El señor Roberts no puede arreglárselas sin mí. —Sonrió satisfecha—. Nunca vuelvo a casa antes de las seis, así que vendrá alguien a las cuatro a prepararte la merienda o la cena, aunque puedes aprender a hacértela tú sola en el futuro, para que no tengamos que molestar a nadie. Mi Vince trabaja por las tardes, no aparece hasta las diez y media por lo menos. —Miró fijamente a la niña, encogida al otro lado de la mesa—. ¿Sabías que tenías un tío, el tío Vincent?

—Mamá hablaba de él a veces.

—Apuesto a que lo hacía esa... —Alcanzó un bolso de piel de cocodrilo del aparador—. Me voy. Sé buena. Si eres buena, te comportas como es debido y no te atraviesas en mi camino, nos llevaremos bien. Deberías estar agradecida de vivir en una casa buena y respetable. —Torció los labios en una mueca—. Sé a lo que se dedicaba tu madre. Si te hubieras quedado en Huskisson Street con esa panda de fulanas, habrías acabado en la calle con la fulana de tu madre. Es así, ¿no es verdad, señorita?

Joe doblaba y desdoblaba entre los dedos el paño de color verde oscuro porque no podía tener las manos quietas. Las palabras de su tía, palabras horribles, le retumbaban en el cerebro, eran como clavitos que se le hincasen en la cabeza. Se sentía tan vieja como la hermana Bernadette, con casi cien años, mientras le llegaban los recuerdos, las escenas se sucedían ante sus ojos y recordaba cosas que le había dicho mamá.

No podría vivir sin mi hijita, sin mi Pétalo.

Hola, Pétalo. Ya estoy en casa.

Visualizó a su hermosa madre al pie de la cama, con los brazos extendidos. Solía pensar que era débil, pero el viernes pasado estuvo dispuesta a defender a su hija con su vida. Joe creía firmemente que habría matado a los dos hombres de no haber llegado Rose la irlandesa y el hombre negro. Me dejaría ahorcar por ti, había dicho. Mamá era fuerte, y ella sería fuerte. Nadie iba a insultarla y salir de rositas, nadie. No se burlarían de ella ni la insultarían. Tenía una vaga idea de lo que era una fulana, pero la palabra sonaba horrible.

La tía Ivy seguía esperando una respuesta. Volvió hacia la mesa y golpeó el suelo con el pie. Animada por su recién adquirida seguridad, Joe decidió que si le volvía a pellizcar la muñeca, dejaría que se le cayese la mano antes de admitir que su tía tenía razón. La miró cara a cara y sintió el odio que le brillaba en los ojos.

—No te atrevas a llamar fulana a mi madre —dijo lentamente con una voz tan profunda que se sorprendió a sí misma—. Tú eres la horrible. Tú la echaste de casa, ella me lo contó. Y desde luego, preferiría vivir en Huskisson Street que aquí.

—Oh, oh, ya veo... —La tía Ivy se quedó desconcertada por un momento, pero se recobró rápidamente. Se le oscureció el rostro—. Bueno, ahora ya sabemos en qué punto estamos. Sabes, lo único que tengo que hacer cuando llegue al trabajo es descolgar el teléfono y mañana mismo estarás en un orfanato. No pienses que quiero tenerte aquí.

—Yo no quiero estar aquí.

Hubo un silencio. Solo se oía el tic tac del reloj de pared. Era un reloj muy elegante, con curiosas letras en vez de números en su esfera perlada.

El rostro de tía Ivy se oscureció por la rabia. Dijo bruscamente:

—No tengo tiempo para discutir. Te veré más tarde, señorita. —Sus tacones repiquetearon por el pasillo. Gritó—: Pronto veremos quién manda aquí. —Luego, la puerta principal se cerró tras ella.

Joe estaba temblando. Se dio cuenta de que había ganado algo que no deseaba ganar: una pequeña batalla. Pero no quería estar en guerra con la tía Ivy. De pronto, todo el horror y la tristeza de los últimos días cayeron sobre ella y rompió a llorar. Era la primera vez que lloraba desde que su madre había muerto, y los sollozos le estremecieron el cuerpo hasta que le dolió. Tenía el pecho y la garganta doloridos; las lágrimas ardientes le escocían en los ojos. No podía creer que nunca más fuera a ver a su madre, ni oír de nuevo su voz, tocarla, convivir con ella en el cuarto de la buhardilla. Parecía estar destinada a vivir en Machin Street con la tía Ivy para siempre. El futuro, que tan prometedor parecía unos días antes, se extendía ahora ante ella negro, triste y solitario. Todo había cambiado en un abrir y cerrar de ojos. Se tapó los oídos con las manos para dejar fuera el futuro, para dejar fuera el hecho de que mamá estuviera muerta.

¿Por qué, entonces, oía gritos? No tanto gritos como un sutil lamento patético, como si un animal pequeño estuviera atrapado en una trampa, suplicando que alguien lo rescatara.

El grito, el lamento, procedía de ella misma, y empezó a correr por la casa, escaleras arriba; cerraba puertas con estruendo a su paso, daba patadas a los muebles, golpeaba las paredes con los puños. Y gritaba, gritaba con toda el alma. Tiró de las cortinas, arrojó almohadas y cojines al suelo... Se detuvo en el baño para vomitar en el lavabo, y después apoyó la frente en el frío borde blanco de porcelana.

Al cabo de un rato alzó la mirada y vio el inodoro. No solo tenía un asiento de madera, sino hasta una tapa. Se sentó encima, ya más tranquila. Mamá se habría avergonzado mucho de ella de haber sabido cómo se había comportado. Estaba decidida a causarle buena impresión a la tía Ivy. «No quiero que nos mire por encima del hombro», había dicho mamá.

Se bajó del retrete, limpió el lavabo y recorrió toda la casa para volver a colocar en su lugar las cortinas y recoger almohadas y cojines. Esta vez fue consciente de las cosas bonitas de las que le había hablado mamá. Los adornos y las piezas de elegante mobiliario, los cuadros y las alfombras que su propio abuelo había traído de países lejanos como Japón, candelabros de bronce bien labrados, cuencos de mosaico, estatuillas, jarrones... Se sentó un momento en el mullido sofá verde del salón y admiró el elefante tallado con colmillos de marfil sobre el que se apoyaba una mesa. En el amplio dormitorio principal, dos lámparas con pantallas elaboradas con trocitos de cristal de colores brillaban a cada lado de la cama doble, cubierta con un voluminoso edredón marrón.

Había dos dormitorios en la parte trasera, uno de ellos lleno de cajas de cartón. El otro debió de haber sido el de mamá y supuso que en adelante sería el suyo. Una bonita alfombra blanca con flores en relieve se encontraba junto a la cama individual, que tenía una colcha bordada de color azul oscuro. Otra alfombra de vivos colores colgaba de un palo sobre la pared, un lugar muy raro para una alfombra, aunque quizá fuera un cuadro: un hombre —debía de ser un pastor, porque tenía un cayado— estaba al pie de una montaña, y tenía una mano a modo de visera ante los ojos mientras contemplaba el arco iris.

Joe se dejó caer sobre la cama, exhausta, y se quedó mirando el techo. De un modo algo más modesto, aquella casa era tan magnífica como lo fue la de Huskisson Street cuando su propietario era el importador de especias exóticas. Pero aun así, no quería vivir en ella con la tía Ivy.

Ahora bien, ¿qué otra cosa podía hacer? Aunque Maude estuviera dispuesta a quedarse con ella, Joe sabía que su madre, allá arriba, en el cielo, no estaría de acuerdo. Y que sería desgraciadísima si supiera que su Joe estaba en un orfanato. Suponía que no tenía más alternativa que quedarse con la tía Ivy, hacer como que su apellido era Smith y transigir con que había tenido un papá llamado John. Lo peor era tener que afirmar que tenía cinco años, cuando tan orgullosa estaba de tener seis.

Cerró los ojos. ¡Ojalá pudiera dormirse y no volver a despertar! Pero el sueño no llegaba y permaneció despierta, reviviendo lo acontecido el sábado anterior, oyendo la bomba y la explosión una y otra vez. Supo que su madre había muerto; simplemente, lo supo.

Cuando alguien llamó a la puerta principal, al principio pensó en no hacer caso. Pero volvieron a llamar. Se trataba de la persona que iba a prepararle la merienda, casi seguro. Si no contestaba, se lo diría a la tía Ivy, con lo cual tendría otro punto negativo en su contra.

Bajó con lentitud, deseando haber tenido tiempo para lavarse la cara porque seguramente estaría hinchada, y además, sentía los ojos pegados. Lo deseó aún más cuando al abrir la puerta vio en el umbral a la sonriente señora Kavanagh y a Lily, ambas sumamente elegantes. La señora Kavanagh llevaba un traje de lino rosa y sombrero a juego, y Lily, una falda plisada gris y un jersey blanco. De su hombro colgaba un bolso de cuero. El cabello largo y castaño se le rizaba, como una túnica, sobre los hombros.

—Hola, Joe, cariño. Ya nos conocemos, ¿recuerdas? —saludó con calidez la señora Kavanagh.

—¿Has estado llorando? —preguntó Lily.

—No —negó Joe, orgullosa—. Yo nunca lloro.

—Pues yo lloraría a mares si se muriese mi madre. —Lily inclinó la cabeza y la miró con aire de superioridad.

—Oh, cállate, Lily —cortó enfadada su madre—. Todos sabemos que tú haces lo contrario de todo el mundo. —Se volvió hacia Joe—. Le prometí a Ivy que me pasaría a hacerte la cena, pero me parece una bobada cuando puedes cenar con nosotros. Vivimos un poco más abajo. Me sorprende que Ivy no se tomara la tarde libre, en lugar de dejarte sola en tu primer día aquí. ¿Estás bien, cariño? Pareces un poco cansada.

—Estoy bien, gracias.

—¿Por qué es tan corto el vestido que llevas? —preguntó Lily sin pizca de educación. —Porque una bomba me hizo trizas el viejo —explicó Joe, pensando que eso haría que Lily se sintiera mal por su rudeza.

En lugar de ello, Lily replicó presumida:

—A nosotros no nos han bombardeado nunca.

—Oh, cállate de una vez, Lily —ordenó su madre—. Vamos, Joe. Todos los niños están en casa salvo Stanley, que está trabajando. Y hemos hecho estofado de cordero, que es el favorito de todos. De postre tenemos pudin de melaza.

Al oír mencionar el estofado, Joe cayó en la cuenta de que estaba muerta de hambre. Le encantaba el estofado; mamá lo cocinaba con frecuencia porque sobre un fogón no se podía hacer cualquier comida.

La casa de los Kavanagh no era ni mucho menos tan elegante y ordenada como la de tía Ivy, pero Joe prefirió sin la menor duda su desorden. En el salón, donde había un tresillo de flores gastado, ardía un fuego. Libros y juguetes cubrían el suelo, y en el aparador se amontonaban más juguetes, un par de botas de fútbol y una labor de punto empezada. Una muñeca que le recordaba a Rose la irlandesa la miraba bizqueando desde la repisa de la chimenea. En el mirador cuadrado vio una máquina de coser de pedal envuelta en metros y metros de tul rojo brillante. Había un aparato de radio encendido, y una mujer cantaba en voz muy alta «Wish me luck as you wave me goodbye».

Dos niños muy morenos con ojos verdes y el pelo de color mantequilla luchaban en el suelo. El mayor de los dos, que aparentaba tener unos doce años, estaba ganando con claridad, en tanto que una niña, una versión algo mayor de Lily, ignorando el jaleo, leía un libro, con las piernas apoyadas sobre el brazo del sillón. Levantó la vista, dijo «Hola» y volvió a su libro.

—Ho-hola —tartamudeó Joe. El cambio de la atmósfera fúnebre de casa de su tía al caos ruidoso de la de los Kavanagh era agradable, pero un tanto desconcertante. Se quedó de pie en medio de la habitación, no muy segura de qué hacer. ¿Debía sentarse? La señora Kavanagh y Lily habían desaparecido en la cocina y se preguntó si debía seguirlas y ofrecerse a poner la mesa o algo por el estilo.

Los niños se dieron cuenta de que estaba allí. Dejaron de pelear. El mayor sujetó por la garganta a su hermano caído en el suelo y preguntó con curiosidad:

—¿Quién eres?

—Soy Joe Flynn. O sea, Smith.

El niño sonrió.

—Joe Flynn Osea Smith. Es un nombre muy gracioso...

Joe se enderezó cuanto pudo y rectificó altanera:

—Es Joe Smith.

—Muy bien, no te pongas así, Joe Smith. Yo soy Robert y este del suelo es Benjamin. Lo llamamos Ben. Solo tiene ocho años. Los chicos tenemos nombres de primeros ministros, conservadores, claro está. —Sus ojos verdes chispearon traviesos. Las niñas solo son flores. Esa de ahí es Daisy. Tiene diez años, y no le sacarás una palabra hasta que haya acabado el libro.

—Oh, cállate, Robert —exigió Daisy—. No voy a acabar nunca este libro con semejante jaleo...

—¿Por qué no lees en el dormitorio?

—Porque Marigold está allí probándose vestidos. Va al cine esta noche con Gabrielle McGillivray.

—¿A ver qué?

Daisy resopló.

—No lo sé. No me han invitado.

Joe se esforzaba por acordarse de los nombres: Marigold, Daisy y Lily, Robert y Ben. ¿Y cómo se llamaba el chico que estaba trabajando? Stanley, recordó. Se preguntaba si el señor y la señora Kavanagh se equivocarían alguna vez cuando todos sus hijos estaban juntos.

Durante la ruidosa cena que siguió, la señora Kavanagh no hizo más que confundirse.

—Pásame el pan, Mar... Dais... Lily —acababa con acento triunfal cuando conseguía acordarse. En cierto momento murmuró: Robert llega tarde. Debería estar ya en casa.

Los niños se rieron al oírla.

—Robert está aquí, mamá. El que llega tarde es Stanley.

Los seis Kavanagh habían nacido en orden, niño y niña alternativamente, cada dos años. Las niñas eran ligeramente regordetas como su madre, con los mismos ojos marrón oscuro y el mismo pelo castaño, que llevaban largo con raya al medio. Parecían una colección de muñecas victorianas, con sus caras rosa brillante, narices respingonas y boquitas de piñón.

Lily era la menor, pero tenía más que decir que todos los demás juntos. Hablaba con voz firme y segura, y los diversos miembros de la familia le contestaban siempre «Oh, cállate, Lily».

A las cinco y media, Stanley llegó a casa después de salir de su aburrido trabajo en un banco, seguido por el señor Kavanagh unos minutos más tarde. Era un hombre muy alto, muy delgado y muy moreno, con un pelo claro y cremoso como el de sus hijos. Llevaba el traje oscuro cubierto de hilos, y Joe recordó que mamá comentó que era propietario de una mercería en Penny Lane. Tenía aspecto de ser hombre sumamente distraído, pero sonrió amable a su numerosa familia, que aún seguía congregada alrededor de la mesa, donde llevaban casi una hora, porque todos estaban demasiado ocupados hablando como para levantarse. Solo Ben, el de ocho años, no había pronunciado una palabra.

La señora Kavanagh fue a la cocina y volvió con un plato de estofado.

—Después hay pudin de melaza, Eddie.

—Muy bien —dijo él, y le guiñó un ojo a Joe, quien pensó que después de todo no iba a estar tan mal vivir en Machin Street, con los Kavanagh a solo unas puertas de su casa.

A las seis y media, la señora Kavanagh le sugirió que regresara a casa.

—Porque Ivy ya habrá vuelto y se preocupará si no sabe dónde estás. Dile que llegas tarde por mi culpa. Ah, y cariño... —acompañó a Joe al vestíbulo, donde no es que hubiera exactamente silencio, pero al menos estaban solas. La señora Kavanagh se sentó en las escaleras y la hizo sentarse a su lado—, aquella vez que nos encontramos en la planta baja de Blacker, adiviné enseguida que Mabel era tu madre; os parecíais demasiado para ocultarlo. En cualquier caso, nunca le diré a tu tía que te vi. Pobre Ivy, no es mala mujer, pero está obsesionada con las apariencias. Eso significa que sé perfectamente que no tuviste un padre que murió en la Batalla de Inglaterra; Mabel me habría dicho que estaba casada el día que nos encontramos. Y recuerdo que me dijiste que tenías casi cuatro años, de modo que no puedes tener solo cinco como dice Ivy. No la contradije cuando me contó todas esas tonterías la otra noche. De todos modos, su secreto está a salvo conmigo. Y Joe, pase lo que pase, recuerda que siempre eres bienvenida en esta casa. Mabel era una de las chicas más buenas que he conocido nunca, y la más bonita. No me importa en absoluto en qué estuviera metida, y habría querido que yo fuera tu amiga.

—Gracias. —Suponía un alivio saber que otra persona conocía la verdad.

—Ah, y otra cosa, cariño. Supongo que todavía no has conocido a tu tío Vince; cuando lo hagas, descubrirás que es un auténtico príncipe encantador.

—¿Ah, sí? —Joe se sintió más aliviada aún. Su madre no había hablado mucho del tío Vince, pero tenía la sensación de que había hecho algo malo. Si la señora Kavanagh lo tenía en tan buena consideración, entonces debía de ser que había entendido algo mal. ¿Quién sería, se preguntó, «su señoría», la persona que tenía que marcharse antes de que mamá regresara a la casa?

Lily se ofreció a volver con ella cuando se dio cuenta de que se iba.

—Por si te has olvidado de cuál es tu casa...

—Claro que no se me ha olvidado —replicó Joe burlona—. Es el setenta y seis.

—De todos modos, iré contigo.

Para su sorpresa, cuando estuvieron fuera Lily la agarró del brazo. Joe no supo si sentirse complacida o molesta. Desde que la conoció, no sabía si le gustaba o no. Era demasiado impertinente, y estaba tan segura de sí misma...

—Mamá dice que empiezas las clases en St. Joseph el lunes. Marigold se fue de allí el trimestre pasado. Va a ir a la escuela de Comercio. Pero de todos modos, seguimos quedando cuatro Kavanagh. Te buscaré, ¿vale?

—Si quieres...

—Qué pena que no estemos en la misma clase. Si no, le habría dicho a Tommy Atherton que se largara y podías haberte sentado a mi lado.

Joe se encogió de hombros y no contestó. Tía Ivy se había puesto en contacto con el colegio y debió de decirles que tenía cinco años, lo cual significaba que habría de volver a pasar por todo el primer año y aprender a leer, a escribir y hacer sumas, cuando ya sabía hacerlo todo. Se preguntaba cómo evitar eso cuando Lily dijo:

—Creo que Ben está por ti.

—¿Qué?

—Ben, creo que le gustas. No dijo una palabra durante la cena pero no dejaba de mirarte de reojo... La verdad es que Ben es un sentimental. Yo en tu lugar no me sentiría halagada.

—No te preocupes, no lo estoy —negó Joe.

Llegaron a casa de la tía Ivy, quien abrió la puerta a Joe con una cara de mil demonios.

—A ver, ¿dónde diablos ha estado la señorita? He... —Enmudeció de repente al ver a Lily y le dirigió una débil sonrisa—. Ah, hola, cariño. Debería haber supuesto que estaría en tu casa. Tu mamá es un encanto.

—Es una santa en vida, señora Adams —contestó Lily con un tono sepulcral. Joe advirtió que se estaba burlando de su tía, y Lily comenzó a caerle más simpática—. Además, ha dicho que Joe puede venir a cenar con nosotros todas las noches. «Una boca más en la mesa no se notará», le dijo a mi padre.

Joe no recordaba que la señora Kavanagh hubiera dicho nada de eso, pero se calló. La tía Ivy empezó a murmurar algo acerca de que si la iban a alimentar, tendría que llevar algunas raciones, y Lily dijo:

—Dios la bendiga, señora Adams.

Divertida, dio un codazo a Joe en las costillas y se marchó.

Era difícil no pensar en la casa alegre y ruidosa de los Kavanagh cuando se cerró la puerta y se quedó sola con la tía Ivy, que comentó desdeñosa:

—Si no hubieras estado en casa de los Kavanagh, señorita, te habrías ido pronto a la cama. Me quedé preocupadísima cuando llegué y no estabas.

—Me gustaría ir pronto a la cama, por favor.

Su tía se encogió de hombros.

—Como quieras. Encontrarás un camisón sobre la cama. Lo he comprado en Lewis de camino hacia aquí.

—Gracias. —Estaba empezando a subir la escalera y sentía ya cómo le acudían las lágrimas a los ojos, deseosa de estar sola para poder pensar en su madre, cosa que apenas había hecho durante las últimas horas, cuando tía Ivy gritó:

—¡No te olvides de correr las cortinas de oscurecimiento!

—Lo haré.

—¿Estás bien?

Joe se volvió, sorprendida por aquella expresión inesperada de preocupación.

—Estoy bien, gracias.

Su tía estaba al pie de las escaleras y miraba hacia arriba. Observó que tenía una cara rara, retorcida, como si estuviese a punto de llorar.

—Supongo, bueno, tal como ha dicho la mujer de esta mañana, supongo que has sufrido un shock. Tardarás un tiempo en superar lo de tu madre. A mí me afectó muchísimo la muerte de la mía, pero al fin lo superé. A ti te pasará lo mismo.

—Gracias —repitió Joe.

Se dijo que tal vez la tía Ivy lamentara el modo en el que se había comportado antes y se mostrase más simpática en el futuro, pero resultó no ser así.