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—¡Daisy! —gritó Joe, histérica—. ¡Oh, Daise, sujétame la mano, me llega otra contracción!
—Toma, cariño. —Daisy le agarró la mano—. Pronto pasará. Pronto acabará todo.
—No tuve estos dolores cuando nació Laura —masculló Joe cuando la contracción aumentó y se elevó llegando a un extremo apenas tolerable, antes de ir desapareciendo poco a poco. Trató de relajarse, imposible cuando estaba temiendo el siguiente dolor, sabiendo que sería peor.
—Tampoco tuviste dolor de espalda con Laura —dijo Daisy con su voz ligera y dulce. Estaba muy guapa con un traje verde salvia y un minúsculo sombrero a juego—. Ni varices en las piernas ni los pies hinchados. Tener a Laura fue tirado, o eso dices todo el tiempo, pero todos los bebés son diferentes, Joe, antes de nacer y después.
—Lily está aterrorizada con lo de tener otro niño. —Le ayudaba llenar los huecos entre dolores con conversación—. Iba a demostrarle a todo el mundo lo fácil que era. Pero chilló como una loca cuando llegó el momento.
—Ya lo sé, Joe. Yo estaba allí, por desgracia. Fue muy vergonzoso. No solo eso, sino que se enfadó cuando apareció Samantha, que tenía que haber sido Troy. Todos pensamos que le iba a decir a la comadrona que había habido un error. Neil estaba encantado, pero él está encantado con todo lo que hace Lily.
—Espero tener un niño, Daise.
—Lo sé, cariño. —Daisy le acarició la frente.
Eran las dos y diez de la mañana y se encontraban en el Hospital de Maternidad de Liverpool, en un ala lateral. La luz principal estaba apagada y una lamparita con pantalla verde daba un resplandor fantasmal y hacía que la habitación, con sus paredes verdes y crema y sus persianas verdes, pareciera desvaída y deprimente.
Las contracciones habían empezado hacía seis horas, ocho días antes de que saliera de cuentas. Joe estaba tumbada en el sofá, leyendo, cuando tuvo la primera señal de que el niño estaba de camino, una señal muy fuerte, pero aquello fue solo el principio; las contracciones podían durar horas. Hizo té y trató de bebérselo con calma, pretendiendo admirar cómo el sol del atardecer añadía un lustre dorado a la habitación de la buhardilla, descansando sobre las pálidas paredes color café, convirtiendo el jarrón de girasoles de plástico de la mesa en llamas amarillas.
La mesa, como todo lo demás excepto la cama, era de segunda mano, los desechos de otras personas. Nada hacía juego —el sofá cubierto de chintz se daba de bofetadas con la desteñida colcha de patchwork—, pero la habitación era bonita, casi espectacular, con el añadido de montones de flores de plástico y estatuillas compradas por casi nada que ella había pintado de rojo brillante. Había encontrado más satisfacción en dar un bonito aspecto a la habitación que en amueblar Bingham Mews cuando el dinero no era problema, aunque a menudo recordaba pensativa la televisión que había dejado atrás, así como la lavadora de doble cuba y la plancha de vapor. No le hubieran venido mal aquellas cosas ahora.
De la cuna junto a la cama habría prescindido de buena gana. Las barras pintadas de blanco le hacían pensar en una cárcel para ella, no para el bebé que pronto contendría.
Empezó otra contracción. Jadeó y miró el reloj; veinte minutos desde la primera. Añadiendo un cepillo del pelo y algo de maquillaje a la maleta que llevaba varios días hecha, tomó un autobús al hospital. Seguía pretendiendo estar tranquila. El embarazo no había sido fácil y se alegraba de que hubiera llegado el día. Trabajar para Sid, cosa que había hecho casi hasta el final, había contribuido a ocupar su mente.
Cuando llegó al hospital, telefoneó a Daisy Kavanagh. Eunice contestó y dijo que Daisy estaba en Childwall y que la llamaría allí.
—No se lo digas a la señora Kavanagh, ¿quieres? Solo quiero a Daisy. Ella sabe por qué.
—Lo entiendo, cariño. Llegará enseguida.
Eunice le deseó buena suerte. Joe esperaba no haber parecido maleducada, pero, para disgusto de Lily, que lo consideraba como una traición a su amistad, había llegado a sentirse muy cercana a Daisy en los últimos meses. Era la única persona que sabía lo poco bienvenido que era el bebé. Todos los demás lo consideraban un milagro, un sustituto enviado por Dios de su querida Laura, cuando Joe lo consideraba un intruso en su vida. No sería tan malo si fuera un niño, pero una niña...
Daisy no juzgaba sus duras emociones, no la criticaba, se limitaba a comprender.
Una enfermera metió la cabeza por la puerta.
—¿Cómo va?
—No creo que falte mucho —dijo Daisy.
La puerta se cerró, se oyeron pasos apresurados en el pasillo, lloraron bebés, hubo un grito sofocado. Alguien más estaba pasando por la agonía de dar a luz.
—No tengas un niño nunca, Daisy —gimió Joe.
—Una vez casi lo tuve. —Sus suaves labios se torcieron en un gesto divertido al ver la cara asombrada de Joe.
—¿Cuándo? —Joe olvidó brevemente su situación—. ¿Cómo? ¿Qué quieres decir con casi?
—Tuve un aborto —dijo Daisy plácidamente—. El padre se llamaba Ralph. Era bibliotecario auxiliar donde yo trabajaba. Sabía que estaba casado, pero estaba demasiado enamorada para que me importase. Solo tenía veinte años y supongo que puede decirse que me sedujo. Lo creí cuando juró que me amaba. Pensé que algún día nos casaríamos. No me importaba que no fuese una boda por la iglesia porque a los católicos no se les permite casarse con divorciados.
—¿Qué ocurrió? —Era difícil imaginar a la tranquila Daisy Kavanagh apasionadamente enamorada, acostándose con un hombre casado.
Daisy sonrió un tanto sarcásticamente.
—Oh, me dejó tirada cuando descubrió que estaba embarazada. Resultó que yo no era más que una chica entre otras muchas. —La presión de su mano sobre la de Joe aumentó ligeramente—. Su pobre mujer estaba desesperada. Vino a Machin Street a pedirme cuentas. Afortunadamente, fue el momento en que mis padres se estaban mudando a Childwall, así que estaban en la nueva casa. Por desgracia, quizá fue la impresión de que me plantara, la impresión de que apareciera la mujer, pero de pronto tuve unos horribles dolores, como los que estás teniendo ahora, Joe, y mi querido bebé se fue por el retrete.
—¿Quieres decir mientras la mujer estaba allí? —masculló Joe. Hubo otro grito ahogado fuera, seguido por un grito agudo y triunfal, y después el furioso llanto de un bebé.
—Sí, pero ella se portó estupendamente. Me sostuvo en sus brazos, me consoló, y pusimos al padre de vuelta y media entre las dos.
—No puedo imaginarte poniendo a nadie de vuelta y media.
—Las aguas tranquilas corren profundas, Joe. —Daisy sonrió enigmáticamente—. Eunice y yo pasamos muchas horas felices planeando el asesinato de Ralph, pero nos daba demasiado miedo que nos pillaran, así que abandonamos la idea.
—¡Eunice! ¿Quieres decir que...?
—Sí, quiero decir Eunice. Cuando la familia se trasladó, yo me quedé en Machin Street y Eunice dejó a Ralph para venirse a vivir conmigo. —Soltó una risita—. Conozco a algunas personas, Lily, por ejemplo, que creen que hay algo raro en ello. Bueno, supongo que sí lo hay, pero no es lo que ellos piensan. El caso, Joe, es que tú sabes ahora uno de los secretos mejor guardados del mundo, y confío en que te lo guardarás para ti. Solo te lo he dicho para que sepas lo mucho que me gustaría estar en tu lugar en este momento.
—¡Oh, Daisy! —Joe estaba a punto de decir algo más, pero empezó otra contracción que parecía ir a durar para siempre, y Daisy llamó a la enfermera.
La comadrona era negra, brusca y eficiente.
—Es una niña —anunció, alzando un objeto feo, rojo, con forma de bebé, para que Joe lo viera—. ¿Cómo va a llamarla?
—No sé. —Joe estaba toda dolorida y quería vomitar. Había pensado llamarlo Liam si era un niño, pero no había sido capaz de pensar en nombres de niñas—. ¿Cómo se llama usted?
La comadrona frunció el ceño, incrédula.
—Dinah.
—Pues será Dinah.
—Mi madre se llama Selomith. Apuesto a que no hubiera apostado por ese nombre tan rápido.
—Oh, no sé. —Joe cerró los ojos—. La verdad es que me da igual.
Tuvo montones de visitas, todo era tan distinto de cuando tuvo a Laura, que estaba sola con Jack. El señor y la señora Kavanagh, Marigold y una desconcertada y muy enfadada Lily, que se quejaba de que Neil no se ocupaba como debía del nuevo bebé. Tenía que levantarse a dar de comer a Samantha dos veces cada noche.
—¿Sigues dándole el pecho? —preguntó Joe.
—Claro que sí. La leche materna es lo mejor para un niño. — Lily hablaba como si estuviera citando un libro.
—Entonces ¿qué esperas que haga Neil? ¿Que le salgan pechos?
—Al menos podía despertarse y hablar conmigo.
Chrissie y Sid Spencer llegaron con flores, y regalos de Colin, Terry y Little Sid. Charlotte Ward-Pierce tenía el teléfono de los Kavanagh y había llamado hacía meses para ver cómo estaba Joe al ver que no escribía. La señora Kavanagh debió llamarla para contarle lo de Dinah, porque había tarjetas de ella y Neville, y de Elsie Forrester.
«Qué contenta estoy por usted, Joe», escribió Elsie. «Es un milagro, otra hijita, y tan pronto. Cómo me gustaría poder verla. ¿Lo sabe Jack? ¿Está en contacto con usted?»
Jack sabía dónde vivían los Kavanagh. Podía haberse puesto en contacto con ellos fácilmente. Pero no lo había hecho. Nunca sabría que tenía una nueva hija, y ella se preguntaba cómo se sentiría si se enterara. Pensó en él más que de costumbre el día que llegó la tarjeta de Elsie. El tiempo pasado en Nueva York, los años en Cypress Terrace y Bingham Mews parecían pertenecer a un mundo diferente de aquel en el que vivía ahora, pero aún seguía deseando verlo.
Las visitas de la tarde entraron en la sala, los nuevos padres muy rígidos con sus mejores trajes, unos cuantos llevando torpemente una flor. A Joe le llamó la atención un hombre que destacaba del resto. Llevaba una gabardina con el cinturón muy apretado y un sombrero negro echado precariamente hacia atrás. Masticaba chicle y tenía las manos metidas en los bolsillos, como si no quisiera que lo vieran llevando flores o una bolsa de fruta por nada del mundo. Le resultó vagamente familiar. Sus ojos se encontraron cuando pasó al pie de su cama y se quedaron mirándose. Entonces el hombre sonrió ampliamente y dijo con la comisura de los labios:
—¡Vaya, si es Joe Flynn!
—¡Francie O’Leary!
Él se acercó y se sentó en el borde de la cama, cosa que estaba estrictamente prohibida. Se suponía que las visitas debían usar las sillas.
—¿Qué estás haciendo aquí, cariño?
—¿Tú qué crees? Es una maternidad, Francie. —Él seguía siendo el guapo canalla que ella recordaba de los sábados en que arreglaban el mundo frente a una taza de café, y se sintió verdaderamente contenta de verlo. Llevaba consigo el aura de aquel tiempo despreocupado en que ella se llevaba bien con la tía Ivy e iba a casarse con Ben.
Él pareció igualmente contento de verla.
—Alguien me dijo que vivías en América. ¿O era en Londres?
—Viví en los dos sitios, pero ahora he vuelto a Liverpool para siempre.
—¿Has tenido un niño?
Joe sonrió.
—No me habrían dejado estar aquí si no fuera así.
Para su sorpresa, él le agarró la mano y se la besó.
—Felicidades, Joe. ¿Dónde está el orgulloso padre? Es escritor, ¿no?
—Sí. Volvió a América. Él... —Se encogió de hombros—. La cosa no funcionó. ¿Y tú? ¿Te tengo que felicitar?
Él entrecerró los ojos, divertido.
—Oh, no, cariño. No estoy casado. Mi hermana Pauline es la que ha tenido un niño. Está allí con mi madre y su entregado marido. —Guiñó un ojo—. Me van a echar la bronca por no traer un racimo de uvas.
—¿Sigues trabajando en el mismo sitio? —preguntó ella por darle conversación, sin ganas de que se fuera. Trabajaba como empleado de una compañía naviera en Dock Road.
Él sacó la cartera, extrajo una tarjeta de visita y la sostuvo ante sus ojos. «Francis D. O’Leary. Impresor», leyó, seguido de su dirección y su número de teléfono. «Invitaciones de Boda, Billetes, Encabezamientos de cartas, Tarjetas de Visita, etc.»
—¿Qué significa la D? —preguntó.
—Dinero, chica —dijo Francie con un guiño pícaro—. Pensé que como vivimos en una sociedad capitalista, podía convertirme en un miembro bien pagado. Eso significa que yo me llevo el dinero por mi duro trabajo, no soy un patrón tiránico. Puse la máquina de imprimir en el dormitorio cuando Pauline y Sandra se fueron de casa. No me va nada mal.
Llegó Daisy con la señora Kavanagh, que por fortuna no recordaba que aquel era el hombre que casi había enviado a su hija menor a un convento. Antes de irse, Francie comentó despreocupadamente que si Joe quería darle su dirección, él se pasaría alguna vez, y ella dijo que estaría encantada.
La señora Kavanagh quiso saber qué tal se portaba Dinah ahora que tenía cinco días.
—Muy bien. —Joe no se paseaba por el nido como las demás madres, mirando a través del cristal para asegurarse de que su bebé no estaba llorando. Ni le gustaba que le trajesen a la niña varias veces al día para darle de mamar. No sentía ninguna conexión, ninguna relación con la niña diminuta, pálida, rubia, casi un kilo más ligera que Laura, que no se parecía ni a su padre ni a su madre. Al cabo de otros cinco días la mandarían a su casa con un bebé al que seguía sin querer.
Spencer & Sons hacían lo posible para aferrarse a la mecanógrafa que, según decía Sid, les había sacado la empresa a flote. Joe decía que era ridículo —había docenas de mecanógrafas tan buenas o mejores que ella— aunque apreciaba que le llegaran un montón de facturas o presupuestos por medio de Chrissie o uno de los chicos, que ella mecanografiaba en la máquina que ahora tenía en su mesa, algo que nunca habría ocurrido en la compañía de seguros para la que había trabajado, o con Ashbury Buxton en Chelsea. No muchas mujeres con un niño recién nacido podían ganarse un sueldo, pero ella se negó en redondo a recibir el mismo que antes.
—Es demasiado. Tendrán que pagar a alguien para que esté en la oficina y conteste al teléfono.
Chrissie decía que echaba de menos la oficina pero no la máquina de escribir.
—No me importaría contestar al teléfono. Me daría algo que hacer mientras Sid y los chicos estuvieran trabajando.
Todo el mundo se puso de acuerdo en dos libras menos a la semana, y todo el mundo se quedó satisfecho.
Dinah era una niña caprichosa. Lloraba si estaba mojada, si estaba seca, si tenía hambre, si estaba llena. Lloraba sin razón alguna que su ansiosa madre supiera. Joe le daba de mamar, la maldecía y le daba agua de anís porque Daisy había consultado un libro en la biblioteca que sugería que podía tener el cólico de los tres meses. Si era así, dejaría de llorar al cabo de cinco o seis semanas.
—No creo que pueda aguantarlo una semana más —se lamentaba Joe—, así que menos aún cinco o seis. Laura apenas lloraba.
—Laura era Laura, y esta es Dinah —dijo Daisy con paciencia—. Es tan dulce, tan bonita. —Jugueteó con los dedos blancos que rápidamente se curvaron alrededor de los suyos. Dinah dio un suspiro, se estremeció y se durmió en sus brazos.
—Parece que le gustas.
Daisy miró a Joe de frente.
—Sabe que la quiero, eso es todo. —Volvió su amable mirada hacia la niña—. Ya me gustaría que fuese mía.
Joe se volvió, avergonzada. Ella no quería a su hija y dudaba de que alguna vez llegara a quererla. Quizá por eso Dinah lloraba tanto. No era agua de anís lo que necesitaba, sino el amor de su madre.
Esperaba en cierto modo que alguien se quejara del ruido.
—Sé que no puede evitarse, querida —dijo la mujer elegante de mediana edad que vivía en uno de los pisos de abajo cuando subió para decirle que ni ella ni su marido habían pegado ojo la noche anterior—. Todos los bebés lloran, aunque la suya parece una profesional. Nos preguntábamos si piensa quedarse, si va a renovar el contrato. Si es así, creemos que vamos a buscar otra cosa porque no quiero ni imaginar lo que va a ser cuando empiecen a salirle los dientes, y eso puede durar meses.
—Me voy a ir —dijo Joe, cansada. Ella tampoco pegaba ojo, y la mujer había despertado a Dinah, que empezó a llorar, justo cuando estaba intentando escribir un poco a máquina—. Estoy buscando una casa. Hasta entonces, me temo que tendrán que aguantarnos a mí y a mi niña. Adiós.
Cerró la puerta sin mencionar que tenía una carta del agente que llevaba la propiedad informándole de que el contrato prohibía expresamente los niños menores de dieciséis años y, aunque no iba a echar a una madre con su hijo, tenía varias quejas y le agradecería que encontrase otra cosa lo antes posible.
Joe se habría marchado al día siguiente si hubiera podido encontrar una casa, donde los vecinos pudieran quejarse hasta ponerse azules de un bebé llorón pero no pudieran hacer nada, y ella tuviera una cocina como es debido para poder colgar los pañales a secar. Tal como estaban las cosas, se estaba gastando una pequeña fortuna en la lavandería. Y Lily tenía razón en lo de las escaleras. Subir no era tan complicado, pero bajar era peligroso. Tenía que llevar a Dinah hasta el piso de abajo, ponerla en el cochecito que guardaba en el vestíbulo —sin duda alguien se habría quejado de eso también— y después volver a subir para recoger la ropa sucia o su bolsa de la compra. Al llegar a casa, hacía lo mismo pero al revés. En cierto modo era peor que Cypress Terrace. Aunque aquella habitación era incomparablemente más agradable, en Londres Jack estaba escribiendo, y todo lo que hacían tenía una razón de ser.
Francie O’Leary había tomado la costumbre de dejarse caer al menos una vez a la semana. Llegó aquella noche con una botella de vino y la animó un poco. Apagó la luz principal para dejar la lámpara de pantalla blanca, lo que hizo que la habitación pareciera más pequeña y más confortable. Fuera llovía, y un fuerte viento lanzaba la lluvia contra las ventanas. El cristal crujía y chirriaba protestando. Dinah estaba profundamente dormida entre las sombras al otro extremo y Joe rogó porque se quedara así.
Francie seguía encontrando increíble que hubiera un hombre sobre la tierra que hubiera querido casarse con Lily Kavanagh.
—¿Lo cuelga por las noches en un crucifijo para dormir?
—No —rio Joe.
—Lo visualizo con una flecha clavada en el pecho, como un mártir.
—No seas tonto. —Dio un sorbo al vino. Francie siempre la hacía sentirse joven de nuevo. Le recordaba que había un mundo ahí fuera que podía ser divertido.
—Neil es estupendo, un chico perfectamente normal. Ama a Lily hasta la muerte.
Él sonrió.
—Eso está muy bien. El pobre firmó su sentencia de muerte cuando se casó con ella. Lo arrastrará a la tumba dentro de nada. Eh, ¿y qué es de Ben? Creo que lo cazó una chica despampanante. No me acuerdo de su nombre.
—Imelda. Tienen dos niños, chico y chica. —No había visto a Ben desde la boda de Lily, y desde entonces las cosas habían ido a peor. Lily decía que Imelda era inestable y que amenazaba continuamente con suicidarse. Tomaba pastillas para los nervios.
—Me gustaba Ben, era muy buen chico. No me importaría ponerme en contacto con él. ¿Tienes su dirección?
—No, pero te la puedo conseguir. Creo que le gustaría, Francie. —Arrugó la nariz—. No es muy feliz.
—¡El matrimonio! —se burló Francie—. No me casaría aunque me pagaran, ni aunque fuera Marilyn Monroe la candidata. Bueno, aún menos si fuera Marilyn Monroe. Ya va por su tercer marido. El matrimonio es un estado poco natural. ¿Cómo puede pretender la gente llevarse bien con otra persona durante una vida entera? No estaría mal si pudieras cambiar de pareja cada varios años.
—¿Así que vas a ser un solterón? —Dinah hizo un ruido, un pequeño hipo, y Joe fue a mirar la cuna, rogando porque las ropas no se movieran, indicando que el bebé se había despertado, hambriento, y el pobre Francie tuviera que entregarse a la lluvia, que caía a mares, mientras ella le daba de mamar. Estaba disfrutando de la conversación.
—Preferiría ser un pobre solterón que estar casado —dijo Francie con un exagerado escalofrío—. Hablando de Marilyn Monroe, ponen Con faldas y a lo loco en el Forum. Vayamos una noche. Me han dicho que es genial.
—¿Ir al cine? —Joe lo miró asombrada.
—La gente lo hace todo el tiempo —dijo él con desenvoltura. Es una práctica bastante corriente. Alguna gente lo hace incluso dos o tres veces a la semana. De hecho, te he visto ir al cine antes de ahora, Joe, así que no te sorprendas tanto. Recuerdo perfectamente que estabas allí cuando yo vi Sansón y Dalila.
—La estropeaste —dijo ella con un puchero—. Es que no puedo imaginarme haciendo cosas normales, como ir al cine, hasta dentro de muchos años. —No se imaginaba a sí misma leyendo un libro, pintándose las uñas o yendo de compras para comprar algo que no tuviera que ver con bebés.
—Vamos a buscar alguien que cuide a la niña e iremos la semana que viene.
Había bebido demasiado vino, pero era una sensación agradable, relajante. Francie había conseguido hacerla sentir relativamente feliz. Antes de irse a la cama, dio de comer a Dinah, le frotó la espalda y provocó un satisfactorio eructo. Luego la cambió.
—Ahora escucha —dijo severamente—, mamá se siente sumamente cansada esta noche, y además está un poco bebida, así que te agradecería una noche tranquila, si no te importa.
Dinah era una niña impertérrita. No gorgoteó ni agitó los brazos, como solía hacer Laura, sino que miró a su madre fríamente cuando la puso en la cuna. Joe se metió en la cama y se durmió inmediatamente.
Aún estaba oscuro cuando se despertó y, aparte de la lluvia que se había convertido en un diluvio, la habitación estaba en silencio. Pero sabía lo que estaba a punto de suceder. Después de unos minutos se oyó un gritito, como el maullido de un gato, seguido de otro, algo más urgente. Era como si su cerebro estuviera conectado con el de su hija, y reconocía cuándo se había despertado y estaba a punto de llorar.
Joe gimió. Estaba teniendo un sueño delicioso, la cama parecía excepcionalmente cómoda y habría dado cualquier cosa en el mundo para quedarse bajo las cálidas mantas, sobre todo en semejante noche tormentosa.
Los gritos subieron de volumen y ella a duras penas pudo arrastrar su cuerpo letárgico fuera de la cama. Osciló adormilada, fue dando traspiés hasta la cuna, sacó a Dinah y se la llevó a la cama. Cuando aún estaba dándole el pecho se durmió, y despertó para encontrar a una irritada Dinah que chupaba de un pecho vacío. Se la pasó al otro pecho y consiguió permanecer despierta hasta que el bebé mamó lo suficiente. La lluvia golpeaba con fuerza el tejado y hubiera jurado que había oído moverse las tejas.
Joe suspiró. Siempre encontraba esos momentos nocturnos solitarios y deprimentes, y echaba mucho de menos la presencia cálida de Jack en la cama junto a ella, recordando que no debía haberlo dejado marchar para siempre. Pero su estado cuando murió Laura era catastrófico. ¿Por qué, pensó fastidiada, Jack no había entendido que no era ella misma cuando le dijo que no quería volver a verlo? Pero él también estaba enfermo de dolor y de culpabilidad. El mejor plan hubiera sido separarse un tiempo, ver cómo se sentía cada uno al cabo de unos meses. Pensó en poner un anuncio en el periódico pidiéndole que se pusiera en contacto con ella, pero probablemente habría cientos de periódicos en California y quizá ni siquiera estuviese allí. Como cuando desapareció los dos días, podía estar en cualquier parte. En cualquier caso, si él quería volver a verla, él sí que podía ponerse en contacto con ella.
—Te sacaré los gases y te cambiaré de pañal dentro de un minuto —murmuró cansada, dejando a Dinah en la cama y cubriéndola con el edredón mientras iba a beber un sorbo de agua. Debía ser el vino; tenía la boca seca y pastosa.
Bebió dos vasos de agua para calmar la sed, pero al volver desde el lavabo se sintió mareada de nuevo y tuvo que sentarse en el sofá.
La despertó un portazo y voces en las escaleras. La lluvia había cesado. Un frío sol de diciembre brillaba a través de las ventanas, y Joe, despertándose en el sofá, recordó que había dejado a Dinah en la cama.
Podía haberse ahogado con su vómito, sofocada bajo el edredón. El terror agarró a Joe como un puño helado.
—¡No! —gritó—. ¡No! —De algún modo consiguió llegar al otro extremo de la habitación. La parte inferior de la cara de la niña estaba cubierta por el edredón. Joe lo arrancó. Dinah yacía completamente inmóvil, con los ojos cerrados, muy pálida.
—¡Dinah! —El cuerpecillo parecía frío cuando lo tuvo entre sus brazos. Apretó a su hija contra el pecho, su mejilla contra la mejilla pálida de ella. Dinah se revolvió y soltó un pequeño suspiro, el sonido más esperado que Joe hubiera oído nunca—. Dinah, oh, cariño, creía que estabas muerta. —Se sentó en la cama y osciló hacia delante y hacia atrás, con la niña agarrada en sus brazos—. Te quiero, cariño. Mamá te quiere más de lo que pueden expresar las palabras. —Estaba temblando, y oscilaba como una loca—. Te quiero, te quiero —dijo con voz ronca y temblorosa, una y otra vez.
Movió el brazo de modo que quedaron una frente a la otra, y sus ojos se encontraron con los ojos azul claro, casi lavanda, de su hija. Había algo en su boca que nunca había advertido antes, algo muy decidido y serio, casi determinado, en los pequeños labios rosados.
—Vas a ser una auténtica señorita cuando crezcas —dijo Joe, y hubiera jurado que Dinah sonreía.
—Tenía que pasar algún día, Joe —dijo Daisy aquella noche. Tuviste a Dinah demasiado pronto, mientras aún sentías el dolor por Laura. Si las circunstancias hubieran sido diferentes, habría sido mejor esperar un año o más antes de tener otro niño.
—Nunca dejaré de sentir dolor por Laura —dijo Joe rápidamente—. Dinah solo ha suavizado un poco las aristas, eso es todo.
—Lo sé, cariño. Pero no es tan intenso como era antes, seguro. Yo no quería seguir viviendo cuando Ralph me dejó y perdí a mi bebé en el espacio de unas pocas semanas. Pasó un tiempo antes de que me diera cuenta de que el mundo no se había acabado, que había que seguir viviendo y que yo aún podía disfrutar de las cosas. El mundo sería un lugar muy desgraciado, Joe, si todo el mundo se abandonara cuando pierde algún ser querido.
—Me siento fatal. —Miró hacia la cuna donde Dinah dormía beatíficamente—. Espero que no crezca con la sensación de que no la he querido como es debido.
—Siempre la has querido, Joe. Lo que sucede es que tuvo que pasar un tiempo para que te dieras cuenta, eso es todo.
El sol brilló con fuerza al día siguiente. Resplandecía a la una, cuando sonó el timbre de la puerta. Esperó que fuera Lily con Samantha, para dar un paseo con las niñas por Princes Park.
Una extraña mujer mayor estaba de pie en el umbral. Llevaba un abrigo de piel y demasiadas joyas, y su pelo, con muchas permanentes encima, era del color del hierro. Se habrá equivocado de casa, pensó Joe.
—Hola, Joe —saludó la mujer.
En los ojos oscuros de aquel rostro amarillento se reflejó algo terriblemente triste, terriblemente perdido cuando Joe no mostró señal alguna de reconocer a la persona que tenía delante.
—Me temo... —empezó a decir Joe, pero la mujer la interrumpió:
—Soy Ivy, cariño.
Lo último que supo de la tía Ivy fue en el campamento de vacaciones, cuando le remitió una nota diciéndole más o menos que desapareciera. ¿Qué se suponía que debía decir? ¿Cómo debía actuar?
—Hola —saludó a su vez, gélida. Después de una larga pausa, dado que la tía Ivy no daba muestra alguna de querer marcharse, murmuró—: Será mejor que entres.
Era horrible, realmente horrible ver que aquellos dedos bastos y amarillentos sacaban a Dinah de la cuna y cómo la tía Ivy acariciaba las pálidas mejillas de la niña.
—Es mi sobrina nieta... Y yo soy su tía abuela.
Joe rezó para que Dinah llorara y eso le permitiera quitársela, pero la niña aceptó sin quejarse que la tía Ivy la sentase en sus rodillas, y que luego aquella mujer horrible la manoseara.
—Es la viva imagen de mi madre. —Ivy alzó la mirada, resplandeciente—. Hay una foto de su boda en la repisa de la chimenea del salón. ¿La recuerdas, cariño? Te la traeré la próxima vez que venga —añadió cuando Joe negó con la cabeza.
¡Pretendía volver! No si puedo evitarlo, se juró Joe. No quería de ninguna manera que regresara a su vida la tía Ivy, aquella mujer que había traicionado a su propia hermana y después a la hija de su hermana.
La tía Ivy suspiró. Dejó suavemente a Dinah en la cuna y miró a Joe.
—No soy precisamente bienvenida, ¿verdad, cariño?
Joe no respondió. La tía Ivy suspiró de nuevo y en sus ojos apareció otra vez la misma mirada triste y perdida.
—No te culpo. Te he fallado más de una vez. Mi problema es que nunca he juzgado bien los caracteres. Aparto de mi lado a la gente buena y acojo a los malos con los brazos abiertos.
Joe siguió sin responder. ¿Qué otra cosa podía hacer sino estar de acuerdo?
—¿Te importa que me quite el abrigo, cariño? Hace calor aquí.
—Claro que no. —Hizo acopio de toda la bondad que aún albergaba en su interior y dijo—: ¿Te apetece una taza de té? —A ella sí le apetecía, desde luego.
—Me encantaría. —La tía Ivy se quitó el abrigo y se sentó en el sofá. Miró a su alrededor—. Este sitio es bonito, pero algo pequeño para una mujer que tiene un bebé.
—Firmé el contrato antes de saber que estaba embarazada — aclaró Joe escuetamente—. Estoy buscando una casa.
—Daisy Kavanagh dijo que te habían pedido que te marcharas.
—Sí.
La tía Ivy levantó sus manos amarillas para alcanzar la taza de té. Joe se llevó la suya a la mesa y se sentó en una silla de madera. Su tía la miraba de manera astuta. Joe recordaba muy bien la mirada de sus días en Machin Street, y se le volvió a encoger el estómago.
—Puedo ayudarte con lo de la casa —dijo Ivy con una voz curiosamente tímida.
—¿Sabes dónde hay alguna libre? —Se animó—. Solo puedo ir a un lugar baratísimo.
—No sé de ninguna, pero hay muchas por ahí que puedes comprar.
—Ah, ya... —No se esforzó por ocultar el sarcasmo que había en su voz.
—He dicho que te puedo ayudar. —La tía Ivy dejó la taza en el suelo y recogió su bolso—. Acabo de ir al banco. Le dije al director hace semanas que quería sacar todo el saldo de la cuenta. En las inversiones a largo plazo hay que avisar con antelación; no te dan el dinero de un día para otro. —Rebuscó en el bolso, sacó un cheque y se lo tendió a Joe—. Esto es para ti y para Dinah.
Joe ignoró el cheque. Aquello era patético. Ivy trataba de recuperar su afecto con dinero, por más que ella nunca le hubiera tenido cariño precisamente. Pero la tía Ivy siempre había sido patética.
—No quiero tu dinero, pero gracias de todos modos.
—Es un dinero tuyo —se apresuró a explicar Ivy—. Cuando mamá murió, había más de seiscientas libras en el banco. La mitad le pertenecía a Mabel, así como la mitad de la casa. Tal como se desarrollaron las cosas, bueno... —Un espasmo de dolor le cruzó la cara—. Tu madre nunca disfrutó de ello, ¿no es verdad?
—No, desde luego.
Era una casa en propiedad y la mitad era mía. Y también había dinero, centenares de libras....
—Sabes que me volví a casar, ¿no, cariño?
—Lily me lo dijo hace años.
—Supe desde el principio que Alf solo se casaba conmigo para tener un techo para él y sus hijos. No me importaba. Yo solo me casé para que me hiciera compañía, así que supongo que estábamos en paz. No nos ha ido demasiado mal. —Sonrió aviesa—. Era poli, ¿sabes?, y a punto de retirarse, lo cual significaba que perdería su preciosa casa de policía. El problema es que a Alf le gusta bastante apostar en las carreras de caballos, así que se fundió su pensión, y yo soy la única persona que lleva un sueldo a casa. Sigo empleada en el mismo sitio, ¿sabes? — concluyó orgullosa.
—Pensé que sus hijos mayores vivían con vosotros.
—Oh, sí, pero empiezan y dejan trabajos cada dos por tres, y están más a menudo sin ocupación que con ella. Muchas veces vuelvo a casa y descubro que alguna de las cosas bonitas que mi padre trajo del extranjero ha ido a parar a la casa de empeños. No es que me importe mucho, la verdad. —Miró inquieta a Joe, y agitó el cheque—. Alf no sabe nada de esto, cariño. Este talón desaparecería si lo descubriera. He hecho testamento legándoles la casa a él y a los chicos. Mientras tanto, Dinah y tú podéis disfrutar del dinero. Me parece lo más justo, ¿no crees?
—Supongo que sí. Después de todo, era el dinero de mamá. Muchas gracias, tía Ivy —dijo educadamente—, aunque me temo que con seiscientas libras no me compraré una casa.
—¡Por amor de Dios, Joe! —exclamó Ivy—. Te he dicho que ha estado invertido desde la guerra, y se ha pasado varias veces de una cuenta a otra para obtener mayores intereses. —Sacó pecho orgullosa—. Tuve incluso algunas acciones de esa gran compañía eléctrica que se hundió, pero antes yo las vendí con beneficios. Este cheque es por más de cinco mil libras.
La casa estaba situada al final de una hilera de cinco, en el centro de Woolton, que en otro tiempo fue un pueblecito independiente y ahora estaba integrado en Liverpool. Las minúsculas casitas no eran visibles desde la bulliciosa calle principal, que se encontraba a menos de doscientos metros. Se llegaba a los bloques de viviendas por un estrecho sendero de grava llamado Baker’s Row, que pasaba entre una zapatería y una frutería, y se abrió casi dos siglos antes de que existieran las tiendas y la calle principal.
La casa de Joe era la única que se conservaba tal cual, sin modernizar. En las demás se habían ampliado las cocinas y añadido cuartos de baño. Incorporaban bonitas celosías o miradores, contraventanas, verjas de hierro forjado y puertas delanteras lacadas. La puerta principal de Joe no había recibido una mano de pintura en años, y la portilla de madera solo tenía una bisagra. Los jardines delantero y posterior eran zonas asilvestradas llenas de hierbajos, y en la cocina aún se veía un hondo fregadero marrón de cerámica. El único intento modernizador consistía en que el lavadero y el retrete, ambos exteriores, se habían agrupado en un solo cuarto, al cual se accedía desde la cocina.
Cuando trató de arrancar el papel de la pared, descubrió debajo cinco gruesas capas, y el dibujo de cada una de ellas era más horrible que el anterior. Sid Spencer le aconsejó que mojara el papel con agua caliente, y le prestó a Little Sid para que le echara una mano.
La casa, la más barata que pudo encontrar en un lugar que le gustara, le costó mil quinientas de las cinco mil libras que le entregara la tía Ivy. Pudo adquirir algo más espacioso y moderno, pero quería conservar todo el dinero posible. Por desgracia, su nuevo hogar estaba demasiado lejos de Spencer & Sons como para seguir escribiendo a máquina el papeleo de la razón social, y necesitaba dinero para vivir. Se sintió un poco culpable después de comprar un televisor y una lavadora, y decidió que en cuanto Dinah fuese a la escuela, buscaría un trabajo de media jornada.
Se sentía muy rara, algo deprimida, el día que se trasladó a Woolton con las cosas que había comprado para la buhardilla. A veces se sentía asustada por no saber quién era. La mujer que debió haber sido murió con Laura y con la marcha de Jack. Aquella mujer nunca volvería; de ella tan solo subsistía la envoltura.
Nunca amaría a otro hombre como había amado a Jack. Tenía a su hija Dinah, su niñita, tan distinta de Laura. La quería, pero sospechaba que Laura siempre ocuparía el primer lugar en su corazón.
A los veintisiete años, tenía aún muchos más de vida por delante, o al menos eso esperaba por el bien de Dinah. Pero ¿qué le depararían aquellos años, ahora que las aventuras habían acabado y el romanticismo había desaparecido?