3
Hacían como que el tío Vince era su papá. No solían quedarse a solas. Solo durante las vacaciones escolares, cuando él tenía el turno de noche y la tía Ivy estaba en el trabajo, disponían de la casa para ellos solos.
—Joe —gritaba él en cuanto Ivy cerraba la puerta, y ella corría por el pasillo en camisón. Rodaban sobre la cama y él le hacía cosquillas, la acariciaba, la besaba como un padre.
—¿No somos una pareja perfecta? —decía después el tío Vince, mientras contemplaba sus rostros enrojecidos en el espejo de la cómoda.
Pero Joe había aprendido ya hacía mucho que no se podía confiar en que las cosas permanecieran siempre igual. En un abrir y cerrar de ojos todo podía cambiar; unas veces para mejor, otras para peor.
Tenía nueve años y acababan de pasar la Navidad. Se estaban mirando en el espejo y, mientras ella miraba, vio que la expresión de él cambiaba. Su tío parecía abstraído, no muy contento por algo. La niña pensó que había hecho algo mal. Se quedó en silencio, se abrazó las rodillas y se quedó mirándose los dedos de los pies.
De pronto, el tío Vince la agarró, la volvió de lado bruscamente, lejos de él, y la sujetó con tanta fuerza que apenas podía respirar. Sintió algo rígido y duro apretado contra su trasero y Vince empezó a proferir unos extraños ruidos sordos, como gemidos. Ella se asustó, pero no se atrevió a pedirle que parara por si se molestaba, algo que era mejor evitar. El tío Vince rara vez se molestaba, pero cuando lo hacía era como un niño, peor aún que Lily. Saltaba arriba y abajo, agitaba los puños y gritaba con voz chillona, como el día en que tía Ivy le quemó con la plancha su mejor camisa, o cuando extravió uno de sus gemelos de oro. Hasta su mujer se quedaba muda cuando «mi Vince» perdía la calma. Joe tenía la sensación de que decirle a su tío que se detuviese cuando estaba haciendo aquellos ruidos raros sería algo que le molestaría muchísimo.
No pudo dejar de pensar en ello durante todo el día, y a la mañana siguiente simuló estar profundamente dormida cuando él la llamó. Al cabo de unos minutos dio un suspiro de alivio; él debía de haberse dado por vencido. Pero de repente se abrió la puerta y entró Vince.
—¿Quién es una dormilona esta mañana? —Sonrió, pero, tras su sonrisa, los ojos parecían extraños—. Vamos a estar un poco apretados en la cama pequeña, pero no importa, ¿verdad? —Joe se volvió, sintiéndose atrapada, indefensa, cuando él se metió en la cama. Mantuvo los ojos cerrados hasta que su tío acabó de hacer ruidos raros.
—No lo olvides, cariño —susurró Vince—, este es nuestro secreto. Es algo solo entre tú y yo. No se te ocurra contárselo a Ivy, porque nunca te creería. Pensaría que te lo estás inventando y sería un infierno. Puede que te enviase a uno de esos orfanatos y nunca volverías a ver a tu amiga Lily. Y eso sería una pena, ¿no es verdad?
En St. Joseph, la clase 5 estaba preparándose para los exámenes de junio. La señorita Simms había dejado el centro hacía mucho tiempo para casarse, y luego llamaron a filas al señor Leonard, aunque tenía cuarenta y un años. Otros profesores se habían ido, bien para incorporarse al ejército, o para llevar a cabo importantes tareas relacionadas con la guerra. Sus sustitutos eran profesores retirados, felices de volver a la vida activa y poder colaborar.
Como nadie estaba muy bien enterado, supusieron que Joe tenía nueve años y entró en la evaluación junto con Lily. Esta se había convencido a sí misma de que superaría el examen con brillantez.
La profesora, la señora Barrett, tenía casi ochenta años. El señor Crocker, el director, era aún mayor. Habían trabajado antes juntos y no se soportaban.
Todo el mundo había estado trabajando mucho y deseaba que llegasen las vacaciones de Pascua. Lily iba a cumplir diez años el Viernes Santo y celebraría una fiesta al día siguiente. La señora Kavanagh había confeccionado vestidos nuevos para las dos. El de Lily era un auténtico vestido de fiesta: tafetán verde con manga corta, cuello en forma de corazón y falda fruncida. La tía Ivy no creía en vestidos de fiesta, pues eran un desperdicio de dinero. «No se usan lo suficiente», dijo escuetamente, así que el vestido de Joe era más discreto —viyela de color crema con manga larga, cuello azul marino y botones a juego— y serviría para ocasiones menos frívolas, como ir a la iglesia. Aun así, Joe estaba encantada. Se iba a hacer la última prueba al salir de la escuela. Faltaban seis semanas para su propio cumpleaños, en mayo. No habría fiesta. El de la edad de Joe era un tema que su tía prefería olvidar.
Suspiró alegremente, ignoró a la señora Barrett, que explicaba algo relativo a las fracciones, y pensó en Ben, que había aprobado el examen hacía dos años y ahora estaba en la Escuela Secundaria Quarry Bank. La había besado por primera vez la semana pasada, pero solo en la mejilla. Habían hablado de dónde iban a vivir cuando se casaran. Él quiso saber si a Joe le importaría marcharse de Liverpool. Ella contestó que no estaba segura.
Por desesperación, porque sentía que la habían dejado al margen, Lily había obligado más o menos a Jimmy Atherton a que fuera su novio, y los cuatro salían juntos, al Pier Head o al cine, al Valle de las Hadas del Sefton Park o a tomar una taza de té a Lyon en Lime Street. Jimmy insistía en que Lily se pagara sus consumiciones. Aunque de mala gana, estaba dispuesto a ser su novio, pero no si ello implicaba un gasto. El señor Kavanagh le duplicó la paga a Ben cuando este aprobó el examen, y también, como decía riendo, «porque ahora tenía una mujer que mantener».
Las vacaciones de Pascua prometían ser estupendas. Solo había una nube en el horizonte, mejor dicho, un nubarrón enorme: el tío Vince, que formaba parte de aquel otro mundo interno en el cual nada había sido nunca estupendo.
A Joe se le revolvía el estómago. Se mordía los labios y se preguntaba cómo podía evitarlo. Si se vestía y salía de casa en cuanto se marchaba la tía Ivy, tenía que vagar durante horas hasta que se hacía la hora de encontrarse con Lily, cosa que en principio no le importaba. Pero, claro, tenía que acabar volviendo a casa, ver al tío Vince, encontrarse con sus ojos, sentir como si le hubiera fallado.
—¡Joe Smith! Te he preguntado dos veces cuánto son cuatro dividido entre cuatro. —La voz de la señora Barrett vibraba de impaciencia—. Tu cuerpo está presente, pero está claro que tienes la cabeza en otra parte. Si puedes juntarlos por un momento, tal vez encuentres la respuesta.
—¿Dieciséis?
La señora Barrett suspiró.
—No, querida. Creo que si prestaras atención, sabrías que la respuesta es uno. Supongo que estarás cansada. Yo, desde luego, lo estoy. Menos mal que mañana nos vamos de vacaciones. —La clase entera soltó un enorme gruñido de alivio, y la señora Barrett sonrió débilmente—. Estaría bien no dar lecciones el último día, hacer algo menos exigente... Una adivinanza, por ejemplo. Veré lo que su señoría tiene que decir.
—¿Quién, señorita? —preguntó Joe, mientras levantaba rauda la mano.
—Su señoría, querida. En otras palabras, el señor Crocker, nuestro apreciado director.
—¿Por qué lo ha llamado eso? —susurró ronca Joe a Lily, que estaba sentada a su lado.
Lily pareció desconcertada.
—No es algo de mala educación ni nada de eso, Joe. Mi madre dice a veces «¿Dónde está su señoría?» cuando busca a mi padre, o «¿Qué está haciendo su señoría?».
—¡Lily Kavanagh, guarda silencio, por favor!
—Lo siento, señorita.
—He sido yo, señorita.
—En ese caso, Joe, debes de ser una maravillosa ventrílocua. Habría jurado que las palabras que he oído salían de la boca de Lily.
¡Su señoría!
O me cree, nos acepta en su casa y larga a su señoría, o....
¿Habría hecho el tío Vince lo mismo a mamá, apretarse contra ella y hacer ruidos raros? ¿Por eso se había marchado mamá?
No, no; la tía Ivy había echado a mamá porque estaba en no sé qué estado.
Era todo muy confuso. A Joe le dolía la cabeza de tanto intentar que todo tuviera sentido. Empezó a temer aún más las vacaciones de Pascua. Vince estaría en casa, porque entonces tendría el turno de noche.
L a tía Ivy se levantó a las seis. La oyó revolver en la cocina. El olor del beicon frito llegó hasta arriba. Su tía subió y volvió a bajar enseguida. Debía de haber puesto la bolsa de agua caliente en la cama. Poco después, Vince llegó a casa.
—Oh, hola, cariño —dijo tía Ivy con voz aguda y emocionada, como si no lo hubiera visto hacía años.
La voz ligera de Vince no se oía. Joe se preguntó si se estarían besando o si tía Ivy le palmearía los hombros y le acariciaría la mejilla con el dorso de la mano al tiempo que le pasaba la mano por el pelo, como hacía continuamente.
—No puede quitarle las manos de encima —opinó en cierta ocasión Lily, que se había dado cuenta—. Lo encuentra irresistible, como me pasa a mí con Alan Ladd.
—Vamos, cariño. Tienes el desayuno listo. Ponte las zapatillas, que se están calentando junto al fuego.
La verdad la habría matado.
Joe se sentó en la cama. Las cosas empezaban a encajar. El tío Vince debía de haber hecho algo malo, pero Ivy era la hermana de mamá. Mamá no quería hacerle daño diciéndole la verdad, porque Ivy estaba «coladita» por Vince. Lily lo consultó en el diccionario. Significaba estar ciegamente enamorado, sentir una pasión ciega. Si mamá le hubiera dicho a su hermana la verdad sobre Vince, saberlo podría haberla matado.
Sus tíos subían ya por las escaleras. Joe se vistió a toda prisa. Se sentó al borde de la cama y oyó crujir los muelles cuando Vince se tumbó. La tía Ivy entró y salió del baño varias veces. En lugar del beicon, ahora la casa estaba saturada de su perfume penetrante.
A las ocho y cuarto en punto, los tacones de su tía repiquetearon escaleras abajo. Se detuvo en el vestíbulo para ponerse el abrigo y luego, la puerta delantera se cerró.
Joe se moría de ganas de ir al retrete. Llegó al cuarto de baño justo a tiempo, y luego volvió a su cuarto a buscar una chaqueta. Sintió que los pelos de la nuca se le erizaban cuando se dio la vuelta para marcharse. El tío Vince, en pijama, le sonreía desde la puerta.
—Aquí estoy, deseando que lleguen las vacaciones para que podamos tener nuestros pequeños tête-à-tête, y tú te quieres escapar... ¿Vas a abandonar a tu tío Vince, Joe?
—No; es que Lily y yo vamos a ir a misa de nueve. Es Semana Santa, ya sabes... Vendrá a buscarme en un momento.
—No, no creo, cariño —negó él suavemente—. Faltan tres cuartos de hora. Aún tenemos tiempo para unos mimos. —Entró en la habitación—. Vamos, Joe, deja que tío Vince te dé un gran beso.
—¡No!
Él frunció el ceño, herido.
—¿No?
Joe retrocedió y negó furiosa con la cabeza.
—¡No!
—¿Por qué no, cariño? —Se encogió de hombros, confuso.
—No me gusta lo que me haces. Lo otro.
—No hay nada malo en ello, te lo aseguro...
Se acercó más. Joe retrocedió otro paso y se dio cuenta de que había llegado a la cama. Se sentó en ella, aunque no pretendía hacerlo. El tío Vince se sentó a su lado y le puso la mano sobre las rodillas. Estaba atrapada. Él jugueteó con su pelo, enroscándoselo en el dedo.
—Sabes, cariño —dijo con dulzura—, si no te portas bien conmigo, puede que le diga a Ivy una o dos cosas, cosas no muy agradables. Una sola palabra mía y saldrás por la puerta de esta casa como un cohete. Acabarás en la calle como Mabel, o en uno de esos orfanatos de los que ya te he hablado. No volverás a ver nunca a tus amigas.
—Pero yo no he hecho nada...
Le temblaba la voz. Trató de quitarle la mano, pero resultó ser como una barra de hierro. Era más fuerte de lo que ella había creído.
—Ya lo sé, cariño, pero eso no me impedirá decir que te he pillado robándome una libra de la cartera, o que te he visto haciendo guarrerías con ese pequeño noviete tuyo. ¿Cómo se llama? Robert, ¿no?
—Ben, y no sé de qué estás hablando. —Estaba siendo horrible, peor que la tía Ivy, porque hablaba de manera muy amable y razonable y no dejaba de sonreír todo el tiempo—. En cualquier caso, Ben no es pequeño —replicó acaloradamente—, es más adulto que tú. —Abandonó la cautela y añadió—: No eres más que un niñato. Eso dice Lily.
Él entrecerró enojado los claros ojos. La empujó hacia atrás en la cama y empezó a desatarse el cordón del pijama, mirándola fijamente. Entonces, su rostro pareció derretirse.
—Eres una niña preciosa —dijo con voz ronca—. Casi una mujer, casi diez años... Te pareces cada día más a Mabel. Quítate la ropa, sé buena chica. Ya es hora de que seamos una pareja de verdad.
—¡No! —Trató de apartarlo, pero cuando eso no sirvió de nada, recordó el modo en que mamá se había librado de Roger y Thomas. Le puso el pie firmemente en la barriga y le asestó una patada con todas sus fuerzas. Los ojos azules de él saltaron, dio un curioso hipido, se cruzó los brazos sobre la barriga y cayó hacia atrás contra el armario con un golpe sordo.
Joe bajó corriendo las escaleras. Fuera de la casa, le entró el pánico. ¿Hacia dónde ir? Si no se movía, el tío Vince podía salir y arrastrarla dentro otra vez. Nadie lo detendría, pensarían que tenía todo el derecho. Empezó a correr hacia St. Joseph. Cuando llegó, sentía una punzada en el costado. La verja de hierro estaba cerrada con un candado, y se preguntó por qué había ido hasta allí. Algunos niños, tras conseguir trepar por la valla rematada con pinchos, jugaban al fútbol en el patio. Los miró a través de los barrotes, envidiándolos. Parecían no tener ninguna preocupación en el mundo.
¿A dónde ir ahora? Necesitaba un lugar silencioso para pensar. Ya más calmada, caminó hacia Sefton Park, al Valle de las Hadas.
Las riberas suavemente inclinadas eran una alfombra de narcisos amarillos, y los árboles parecían salpicados de confeti verde, con los pequeños brotes de hojas ya visibles. Joe vio cómo dos ágiles ardillas se perseguían una a otra por las ramas, saltando de árbol en árbol. Había un fresco olor primaveral y estimulante. ¿Se podía oler la primavera?
Un sol pálido lucía débilmente a través de un velo de ligeras nubes grises, y hacía brillar el rocío como pequeños diamantes en la hierba. El lugar estaba demasiado húmedo para sentarse, y el único banco lo ocupaba una chica que llevaba un vestido amarillo y tenía la cara oculta por un periódico. Joe caminó junto al arroyo y observó los grandes peces dorados que se desplazaban parsimoniosos por el agua, y a los más pequeños que nadaban de un lado a otro, adelante y atrás.
Se arrodilló junto al arroyo y solo entonces los acontecimientos de la mañana acudieron a su mente y comenzó a temblar. El tío Vince había estado a punto de violarla, ahora se daba cuenta. Sabía lo que era una violación porque hacía menos de un mes, un soldado había violado a una amiga de una amiga de Marigold Kavanagh cuando volvía a casa a la salida de un baile. Lily se lo había contado. No debería haberse enterado, pero Lily se pasaba media vida escuchando conversaciones que no tenía que oír. Sabía todo tipo de cosas. Cómo se hacían los niños, por ejemplo. Los hombres metían la cosa que tenían en el lugar por donde las mujeres hacían pis, y nueve meses más tarde nacía un niño. «¡Así de fácil!», había exclamado Lily, con los ojos muy abiertos y un poco asqueada.
Pero lo sucedido aquella mañana, sin embargo, por horrible que fuera, parecía menos importante que lo que iba a ocurrir a partir de ese momento. ¿Dónde viviría en adelante? ¿Cómo podía contarle a nadie lo que tío Vince había intentado hacer? Si era capaz de superar la vergüenza de expresarlo con palabras, dirían que ella lo había provocado. Joe tenía la sensación embarazosa e incómoda de que todo era culpa suya. Se sintió enferma al recordar cómo lo había dejado tocarla, apretarse contra ella, hacer aquellos ruidos raros.
Se estremeció. La hierba estaba fría, y no llevaba chaqueta. Deseaba beber algo, tomar una taza de té, lo que fuese. Algo le cayó sobre las rodillas: lágrimas. Estaba llorando.
—Joe, ¿eres tú? Me ha parecido reconocerte por detrás.
Se dio la vuelta. Daisy Kavanagh se acercaba a ella por la hierba húmeda, mientras doblaba un periódico. Lo alzó. The Daily Worker, ponía en la cabecera.
—Mamá no permite que esto entre en casa. Ellos compran The Times, que es una verdadera antigualla, lleno de cartas de coroneles retirados. —Se subió la falda de su vestido amarillo, que hacía juego con el fondo de narcisos, y se arrodilló junto a la niña. Daisy siempre parecía estar posando para la cubierta de una novela romántica. Llevaba el pelo largo recogido en una coleta con un gran lazo amarillo. Las chicas Kavanagh siempre usaban todo a juego: lazos, cintas para el pelo, bolsitos e incluso pañuelos conjuntados con los vestidos, que su madre les hacía con restos de tela—. ¿Qué pasa, Joe? Pareces tristísima.
Daisy era una chica de lo más silenciosa, y dedicaba todo su tiempo libre a la lectura. Acababa de salir de St. Joseph y empezaría a trabajar la semana siguiente en la biblioteca local, donde archivaría libros y mantendría limpias las estanterías, mientras estudiaba para ser una auténtica bibliotecaria.
—¿Ha sido muy desagradable contigo tu tía Ivy? Sabes, esa mujer nunca me ha gustado.
Joe deseó que ojalá se hubiera tratado de eso; a fin de cuentas, el trato de la tía Ivy era algo a lo que estaba acostumbrada. Negó con la cabeza.
—Algo va mal, Joe. Te lo veo en la cara. ¿Te has peleado con Lily?
—No. —Casi disfrutaba de sus peleas con Lily.
—Mira, Joe, un problema compartido es un problema medio resuelto, como dice mamá siempre —razonó Daisy, sensata—. Si me lo cuentas, te doy mi palabra de honor de que guardaré el secreto. No se lo diré a nadie.
—Es algo espantoso. —Joe arrancó un puñado de hierba y lo desmenuzó—. Te dará asco.
Daisy emitió una risita cristalina.
—Nada me da asco, Joe. He leído centenares de libros, y no te creerías algunas cosas que pasan. Pero sentémonos en ese banco antes de que se me congelen las rodillas. Vamos...
—Bueno... —empezó a decir Joe, vacilante cuando se sentaron. Daisy parecía la persona ideal con la que hablar, ya no era una niña, pero tampoco una adulta aún, experimentada y no se asustaba fácilmente—. Todo empezó la Navidad pasada, no, hace cuatro navidades, cuando yo tenía seis años... —Era un alivio soltarlo todo. Volvió a pedir perdón—. Sé que es culpa mía. No debería haberlo consentido. Pero hacíamos como que era mi padre, sabes —acabó diciendo.
—¡Menudo padre! —La cara de Daisy estaba pálida. Siempre había parecido muy madura, pero ahora parecía un poco perdida, como si la historia que contaba Joe no se pareciera a nada de lo que había leído en los libros. Quizá fuera demasiado espantoso para habérselo contado a una interlocutora que solo tenía catorce años.
Hubo un largo silencio.
—Oh, ya sabía que te asquearía —sollozó Joe—. Ojalá nunca te lo hubiera contado. Ahora me odiarás, Daisy.
—Oh, Joe, no te odio. Lo único que sucede es que no sé qué decir. —Le dio la mano—. Vamos a casa. No has comido nada. Debes de estar muerta de hambre.
—No se lo contarás a tu madre, ¿verdad? —rogó Joe nerviosa—. No querría que lo supiera nadie. —Se sintió un poco preocupada cuando Daisy no contestó.
Aparte del sonido de platos que llegaba de la cocina, la casa de los Kavanagh estaba silenciosa, cosa extraña. En Quarry Bank no tenían vacaciones hasta el día siguiente, así que Ben estaba en la escuela. Marigold había ido al bufete de abogados donde trabajaba como secretaria junior, y Robert, a la fábrica en la cual era aprendiz de delineante; la señora Kavanagh rezaba para que la guerra finalizase antes de que cumpliera los dieciocho años. Lily, aún en camisón, estaba en el salón con la cabeza hundida en un libro. Joe pensó que había empezado a preparar los deberes, hasta que Daisy le arrancó enfadada la lectura de las manos.
—Es mío —soltó—. ¿Cómo te atreves? Es mi novela.
—Es muy buena. —Lily no tenía vergüenza—. Pero el héroe no me parece gran cosa. ¿Y qué es un «mosotacho»?
—Un mostacho, un bigote, tonta. No creo que superes el examen. Y deberías llamarte Belladona o Cebolleta, no Lily. Eres espantosa. —Se volvió hacia Joe para decir—: Le pediré a mamá que nos haga una taza de té.
—¿Qué haces fuera de casa tan temprano? —quiso saber Lily cuando su hermana se fue—. Y no te has peinado. Vaya pinta...
—Oh, cállate ya, Lily.
Joe se dejó caer en una silla. Le latían las sienes. Echó un vistazo en torno de la desordenada habitación. Por entonces ya no había apenas juguetes, pero la máquina de escribir en la que practicaba Marigold, y ahora Daisy, estaba sobre el aparador, junto con un montón de Girl’s Crystals, que había pedido prestadas y había leído con avidez. Había trozos de franela gris colocados sobre la máquina de coser, esperando a ser convertidos en unos pantalones, y libros por todas partes, docenas de libros. Qué maravilloso sería vivir allí, formar parte de aquella familia, se dijo.
—Tienes mucha suerte —comentó en voz alta.
Lily malinterpretó por completo sus palabras. Se echó hacia atrás el cabello ondulado.
—Oh, ya lo sé. Soy guapa y lista, y voy a aprobar el examen y tendré mucho éxito. Cuando sea mayor, seré una famosa estrella de cine, o cantante, o bailarina. Todo el mundo sabrá quién soy. ¿Me has oído cantar alguna vez?
—Claro que sí. Era algo horrible.
—No lo era.
—Lo era.
—No lo era.
—Joe —llamó la señora Kavanagh desde la puerta—, ¿quieres venir un momento, cariño?
Daisy apareció detrás de ella, con aspecto algo avergonzado.
—Lo siento, Joe. Hasta ahora, nunca había traicionado una confidencia, pero no podía guardarme para mí lo que me has contado. Hay que hacer algo al respecto, y me temo que no tengo ni idea de qué.
—¿Qué? —Lily se puso en pie de un salto y casi se cae al tropezar con su camisón—. ¿Qué te ha contado? Joe es mi amiga. ¿Por qué no me lo ha contado a mí?
—Oh, tranquilízate, Lily —dijo su madre, irritada—. Esto no tiene nada que ver contigo. Sube y vístete enseguida, o me enfadaré muy seriamente. —Lily salió de la habitación y la señora Kavanagh llevó a Joe a la cocina—. Desde aquí puedo ver la escalera, por si la señorita se asoma a escuchar. —Su cara regordeta y bonachona se puso seria—. Bueno, cariño, Daisy me lo ha contado todo, así que no me lo tienes que volver a explicar. Solo hay una cosa que quiero que sepas: no es culpa tuya. Nada de esto es culpa tuya. —Sacudió un poco a Joe por los hombros. ¿Lo entiendes?
—Sí, señora Kavanagh.
—Ahora tenemos que contárselo a Ivy lo antes posible, porque no puedes volver a casa tal como están las cosas. —Se mordió el labio inferior pensativa—. Iré a buscarla al autobús esta noche. Va a tener que echar de casa a su señoría, me temo.
—¡Eso es exactamente lo que dijo mi mamá! —exclamó Joe. Al parecer, había algo que quería contarle a la tía Ivy hace mucho tiempo, pero no podía, porque saber la verdad la mataría... Entonces ocurrió algo, e íbamos a volver a Machin Street, pero la noche antes, mamá... —Se calló, incapaz de seguir hablando.
La señora Kavanagh se puso blanca como la pared. Dio a Joe otro pequeño apretón en el hombro.
—Trata de no pensar en ello, cariño. —Se dio la vuelta y quitó la funda a la tetera—. Ay, Dios —murmuró—. Esto es aún peor de lo que pensaba. Mucho, mucho peor.
Durante los dos días siguientes, Joe tuvo la sensación de que había una nube negra que se cernía sobre ella. Se quedó en casa de los Kavanagh y durmió en el sofá del salón. Habría disfrutado de aquellos días si no hubiera sido por la nube. Y tenía otra preocupación que acechaba en un rincón de su mente, algo demasiado horrible como para pensar en ello.
Lily rezumaba curiosidad por todos los poros. Se le había prohibido hacer preguntas, pero Joe se daba cuenta de que se moría por saber lo que estaba pasando.
Ben la llevó al cine a ver Pinocho, lo cual la tranquilizó un poco. De camino a casa, él dijo con mucha seriedad:
—Cuando nos casemos, todo irá fenomenal. Nunca tendrás absolutamente nada de lo que preocuparte.
El jueves por la noche, después de la cena, la señora Kavanagh sugirió amablemente que se fuera a casa.
—Yo te llevaré, cariño. Ha sido estupendo tenerte aquí, pero no puedes quedarte para siempre.
—¡Pero Vince estará allí y tía Ivy sigue en el trabajo!
—Vince se ha ido, cariño; Ivy lleva varios días sin ir a trabajar.
Joe retrocedió.
—Me odiará —sugirió temerosa.
—No, corazón. No te odia, en absoluto.
Cuando estuvieron delante del número setenta y seis, Joe dijo con timidez:
—Muchas gracias. Han sido ustedes amabilísimos.
La señora Kavanagh tenía los ojos brillantes por algún motivo.
—Es una de las razones por las que nos han puesto en la tierra, para ayudarnos unos a otros. Al menos, eso he pensado siempre. Un día, cuando hayas crecido, quizá puedas echarme una mano si la necesito. —Sonrió—. Tal como van las cosas entre Ben y tú, apuesto a que por entonces formarás parte de la familia. Vamos, ve, Joe.
La señora Kavanagh le dio un empujoncito, y la niña regresó a la casa que creía haber abandonado para siempre.