9 de octubre

Ajuste de cuentas

ESTÁBAMOS SENTADOS en el archivo, bajo la parpadeante luz de una vela. La habitación no parecía demasiado dañada, lo que era un milagro. El archivo había quedado inundado, pero no calcinado, gracias a los rociadores automáticos del techo. Los tres esperábamos en la larga mesa dispuesta en el centro de la habitación, tomando té de un termo.

Me revolví inquieto con la mente en otra parte.

—¿No debería visitarte el Consejo en la Lunae Libri?

Marian negó con la cabeza.

—Ni siquiera estoy segura de si me quieren de vuelta allí. Este es el único lugar en el que hablarán conmigo.

—Lo siento —dijo Lena.

—No hay nada que sentir. Sólo espero…

El chasquido de un relámpago inundó la habitación, seguido del retumbar de un trueno y de cegadores destellos de luz. No era el desgarrador sonido de Viajar, sino algo nuevo. El libro apareció primero.

Las Crónicas Caster.

Ese era el nombre que figuraba en la portada. Aterrizó sobre la mesa, entre nosotros. El libro era tan enorme que la mesa crujió bajo su peso.

—¿Qué es eso? —pregunté.

Marian se llevó un dedo a los labios.

—Chist.

Tres figuras envueltas en capas aparecieron, una detrás de otra. La primera, un hombre alto de cabeza afeitada, levantó su mano. Los truenos y rayos cesaron de inmediato. La segunda, una mujer, retiró su capucha hacia atrás revelando una blancura abrumadora y sobrenatural. Cabello blanco, piel blanca y sus iris tan blancos que parecían casi invisibles. Y por último, un hombre del tamaño de un defensa de fútbol americano que apareció entre la mesa y el antiguo escritorio de mi madre, removiendo sus papeles y libros en el proceso. Sostenía un enorme reloj de arena de bronce. Pero estaba vacío. No había un solo grano de arena en su interior.

Lo único que tenían en común los tres era lo que llevaban puesto. Cada uno vestía una pesada capa negra con capucha y un extraño par de gafas, como si fuera alguna clase de uniforme.

Miré detenidamente las gafas. Parecían hechas de oro, plata y bronce imbricados en una sola pieza. El cristal de las lentes estaba tallado en múltiples facetas, como el diamante del anillo de compromiso de mi madre. Me pregunté cómo podrían ver algo.

—Salve, Marian de la Lunae Libri, Guardiana de la Palabra, la Verdad y del Mundo sin Fin. —Casi di un respingo cuando escuché que hablaban al unísono, como si fueran una sola persona. Lena me agarró la mano.

Marian dio un paso hacia delante.

—Salve, Gran Consejo del Custodio Lejano. Consejo de Sabios, de Lo Conocido y de Lo Que No Puede Conocerse.

—¿Conoces el propósito por el que hemos venido a este lugar?

—Sí.

—¿Tienes algo más que añadir a lo que ya sabemos?

Marian sacudió la cabeza.

—No.

—¿Admites haber intervenido en el Orden de las Cosas, violando tu sagrado juramento?

—Permití que alguien que estaba a mi cargo lo hiciera, sí.

Quise darles una explicación, pero entre el eco perfecto de sus voces corales y los ojos blancos de la mujer, apenas podía respirar.

—¿Dónde está esa persona?

Marian se ciñó el abrigo fuertemente sobre el cuerpo.

—No está aquí. La despedí.

—¿Por qué?

—Para evitar que sufriera algún daño —contestó Marian.

—De nosotros. —Dijeron sin el más mínimo matiz de emoción.

—Sí.

—Eres astuta, Marian de la Lunae Libri.

Marian no parecía demasiado astuta en ese momento. Parecía aterrorizada.

—He leído Las Crónicas Caster, las historias e informes de los Caster que guardáis. Y sé lo que habéis hecho a los Mortales que han transgredido la norma como ella. Y a los Caster.

La escrutaron como a un insecto bajo la lupa.

—¿Te preocupas por ella? ¿La guardiana que no lo será? ¿Una niña?

—Sí. Es como una hija para mí. Y no os corresponde a vosotros juzgarla.

Las voces se alzaron.

—No nos hables de nuestras competencias. Somos nosotros los que debemos hablarte de las tuyas.

Entonces escuché otra voz, una que había oído muchas veces cuando me había sentido igual de indefenso.

—Bueno, señores y señora, esa no es forma de hablar a las damas de buena educación aquí en el sur. —Macon estaba detrás de nosotros, con Boo Radley a sus pies—. Voy a tener que pedirles que se comporten con un poco más de respeto hacia la doctora Ashcroft. Es una Guardiana muy querida de esta comunidad. Querida por muchos, y que detenta un gran poder tanto en el mundo Caster como en el de los Íncubos.

Macon iba impecablemente vestido. Estaba casi seguro de que llevaba el mismo traje que en la Reunión del Comité Disciplinario, cuando apareció para rescatar a Lena de la señora Lincoln y su pelotón de linchamiento.

Leah Ravenwood, ataviada con su abrigo negro, se materializó junto a él sosteniendo su bastón. Bade, su puma, gruñó, paseándose por delante de Leah.

—Mi hermano dice la verdad. Nuestra familia le apoya a él y también a la Guardiana. Debéis saberlo antes de seguir por ese camino. Ella no está sola.

Marian miró a Macon y a Leah agradecida.

Alguien apareció en el umbral por detrás de Leah.

—Y si hay alguien culpable soy yo. —Liv se colocó delante de Leah y Macon—. ¿No soy yo a la que habéis venido a castigar? Pues aquí estoy. Adelante.

Marian cogió la mano de Liv, impidiéndole que fuera más lejos.

El Consejo la contempló solemne.

—Los Íncubos y los Súcubos no nos conciernen.

—Ellos están aquí en calidad de mi familia —declaró Liv—. No tengo a nadie más excepto a la profesora Ashcroft.

—Eres valiente, niña.

Liv no se movió ni soltó la mano de Marian.

—Gracias.

—Y una insensata.

—Eso me han dicho, bastante a menudo, de hecho. —Liv les miró como si no estuviera en absoluto asustada, algo que yo sabía que era imposible. Pero su voz no vaciló. Como si se sintiera aliviada porque hubiera llegado este momento, y, a la vez, no pudiera dejar de temerlo.

El Consejo no había acabado con ella.

—Era la depositaría de una confianza sagrada y decidió romperla.

—Escogí ayudar a un amigo. Escogí salvar una vida. Y volvería a hacerlo —contestó Liv.

—Esas decisiones no estaban en su mano.

—Acepto las consecuencias de mis actos. Como he dicho, si fuera necesario, volvería a hacerlo. Eso es lo que se hace por la gente que amas.

—El Amor no nos compete —respondieron las voces al unísono.

—«Todo lo que necesitas es amor». —Liv citaba a los Beatles ante el Consejo del Custodio Lejano. Si se estaba derrumbando, desde luego iba a hacerlo con estilo.

—¿Entiende lo que acaba de decir?

Liv asintió.

—Sí.

Los miembros del Consejo miraron a su alrededor, sus ojos desplazándose de Liv a Marian hasta Macon y Leah.

Un rayo crepitó y la habitación se llenó de calor y energía. Las Crónicas Caster irradiaban luz.

El hombre alto habló con los otros dos, su voz más profunda sin el acompañamiento de las otras.

—Trasladaremos lo que se ha dicho aquí al Custodio Lejano. Hay un precio que pagar. Y debe ser pagado.

Macon hizo una inclinación.

—Que tengan buen viaje. Asegúrense de visitarnos si alguna vez pasan otra vez por nuestro pueblo. Confío en que para entonces puedan quedarse más tiempo y probar nuestra famosa tarta de mantequilla.

La mujer de los ojos lechosos se quitó las gafas y miró a Macon. Pero era imposible adivinar hacia dónde miraba, porque sus ojos no se movían.

El rayo chasqueó de nuevo y desaparecieron.

Los truenos resonaron mientras el libro permanecía en la mesa durante un breve segundo. Luego desapareció siguiendo a las oscuras figuras hacia la luz.

—¡Maldito infierno! —Liv se desmoronó en brazos de Marian.

Yo seguía petrificado en mi sitio.

Pero el infierno no había hecho más que empezar.

Una vez que Macon comprobó que los Guardianes se habían ido, se acercó hacia la puerta.

—Marian, siento tener que dejarla, pero debo investigar algunas cosas. O mejor dicho, buscarlas.

Liv reconoció la señal y empezó a seguirle.

Pero Macon no miraba a Liv.

—Lena, me gustaría que vinieras conmigo, si no te importa.

—¿Qué? —Lena parecía confusa.

Pero no tanto como Liv, que estaba recogiendo su cuaderno.

—Puedo ayudar. Sé dónde están todos los libros…

—Eso está muy bien, Olivia. Pero la clase de información que busco no está en los libros que ha leído. El Custodio Lejano no proporciona a otros Guardianes el acceso a la información relativa a los orígenes del Consejo. Esos datos son guardados por Caster. —Hizo un gesto de asentimiento a Lena, que estaba metiendo sus cosas en el bolso.

—Por supuesto. Claro. —Liv parecía dolida—. Puedo imaginarlo.

Macon se detuvo ante la puerta.

—Leah, ¿te importaría dejar a Bade? Creo que a Marian le vendrá bien su compañía esta noche. —Lo que significaba que no quería dejar sola a Marian sin un guardaespaldas de noventa kilos de peso vigilando.

Leah rascó la enorme cabeza del felino.

—En absoluto. Además tengo que regresar a la Residencia del Condado, y no admiten animales.

Bade rodeó la mesa en la que estábamos sentados, y se acomodó en un rincón al lado de Marian.

Lena me lanzó una mirada y supe que no quería dejarme a solas con Liv y Marian, pero tampoco fallar a Macon. Sobre todo cuando le pedía ayuda a ella y no a Liv.

Vete, L. No pasa nada. No me importa.

Su respuesta fue un beso público y una mirada intencionada a Liv. Luego se marcharon.

Cuando nos quedamos solos, me senté en el archivo con Liv y Marian, alargando el momento todo lo posible. No podía recordar la última vez que los tres habíamos estado juntos y a solas, y lo echaba de menos. Liv y Marian enunciando citas, y yo dando siempre las respuestas equivocadas.

Finalmente Liv se levantó.

—Tengo que irme. No quiero meterte en más problemas.

Marian contempló el fondo de su taza de té.

—Olivia, ¿no has pensado que podría haberte detenido si hubiera querido?

Liv la miró como si no supiera si reír o llorar.

—Ni siquiera estabas allí cuando ayudé a Ethan a liberar a Macon del Arco de Luz.

—Pero sí estaba cuando te adentraste en los Túneles con Ethan y Link. Pude haberte detenido entonces. —Marian respiró agitada—. Yo también tuve una amiga. Y si pudiera volver atrás, si hubiera podido hacer cualquier cosa para salvarla, lo habría hecho. Ahora ya no está y no puedo hacer nada para que vuelva.

Apreté la mano de Marian.

—Lo siento —dijo Liv—. Y siento haberte metido en tantos problemas. Ojalá pudiera convencerles para que te dejaran tranquila.

—No puedes. Nadie puede. A veces todo el mundo hace lo correcto y, aun así, hay que solucionar el desastre. Alguien tiene que responsabilizarse por ello.

Liv miró fijamente una descolorida caja en el suelo.

—Debería ser yo.

—No estoy de acuerdo. Esta es mi oportunidad para ayudar a otra amiga, una a la que quiero mucho. —Marian sonrió y buscó la mano de Liv—. Y al menos tiene que haber una bibliotecaria en este pueblo, Guardiana o no.

Liv lanzó sus brazos alrededor de Marian y la abrazó como si no quisiera soltarla nunca. Marian le dio un fuerte achuchón y levantó los ojos hacia mí.

—EW, te agradecería que llevaras a Liv de vuelta a Ravenwood. Si le dejo mi coche, me temo que acabaría conduciendo por el lado contrario de la carretera.

Abracé a Marian, susurrándola a la vez:

—Ten cuidado.

—Siempre lo tengo.

Ahora para moverse por Gatlin había que dar un montón de rodeos. Cinco minutos después, pasamos por delante de mi casa, con Liv en el asiento del copiloto —como si fuéramos a entregar libros de la biblioteca o a detenernos en el Dar-ee Keen—. Igual que hacíamos el pasado verano.

Pero el abrumador tono marrón de todo y el zumbido de miles de cigarrones me recordaron que no era así.

—Casi puedo oler a tarta desde aquí —comentó Liv, mirando añorante hacia mi casa.

Miré de reojo hacia la ventana abierta.

—Amma lleva algún tiempo sin hacer tartas, pero probablemente puedas oler su pollo frito.

Liv gimió.

—No tienes idea de lo que supone vivir en los Túneles, especialmente cuando Cocina está tan descontrolada. Llevo semanas sobreviviendo a base de mis reservas de HobNobs. Si no recibo otro envío rápido, estoy perdida.

—Ya sabes que aquí hay un lugar llamado Stop & Steal —indiqué.

—Lo sé. Y también que hay un lugar llamado el pollo frito casero de Amma.

Sabía a dónde nos llevaría esa conversación, ya estaba cerca de la acera cuando dije:

—Vamos. Te apuesto diez dólares a que también ha hecho galletas.

—Desde que mencionaste lo de «frito» ya me habías convencido.

Amma le puso a Liv todo lo que quiso, y supe que aún se compadecía de ella después de lo del verano pasado. Afortunadamente, las Hermanas estaban durmiendo. No me apetecía contestar preguntas sobre por qué había una chica en casa que no era Lena.

Liv zampaba más rápido que Link en sus mejores momentos. Mientras yo iba por mi tercer trozo, ella estaba repitiendo de plato.

—Este es el segundo mejor trozo de pollo frito que he probado en toda mi vida —declaró chupándose los dedos.

—¿El segundo mejor? —pregunté, sin dejar de advertir la expresión de Amma cuando lo hice. Porque para el nivel de Gatlin, esas dos palabras eran casi un insulto—. ¿Cuál es el mejor?

—El trozo que me voy a comer ahora. Y posiblemente el trozo que le siga. —Deslizó su plato vacío a través de la mesa.

Observé la sonrisa de Amma mientras añadía más aceite Wesson en su recipiente de veinte litros.

—Espera a probar una ración recién salida de la freidora. Eso seguro que no lo has probado, ¿verdad, Olivia?

—No, señora. Pero tampoco he probado ninguna comida casera desde la Decimoséptima Luna. —Allí estaba otra vez. Esa bruma familiar cayó de nuevo sobre la cocina, y aparté mi plato. La capa de crujiente extra se me estaba atragantando.

Amma secó la Amenaza Tuerta con un trapo.

—Ethan Lawson Wate. Ve a traer a tu amiga algunas de mis mejores confituras de la despensa. Balda de arriba.

—Sí, señora.

Amma me llamó antes de que llegara al vestíbulo.

—Y no cojas ninguna de pepinillos con cáscaras de sandía. Las guardo para la madre de Wesley. Este año se han puesto ácidas.

La puerta del sótano estaba más allá de la habitación de Amma. Las escaleras de madera tenían unas manchas negras como de caramelo quemado, de la época en que Link y yo dejamos un cazo caliente cuando intentábamos hacer cereales de arroz inflado por nuestra cuenta. Casi hicimos un agujero en un escalón, y Amma me estuvo mirando mal durante días. Por eso cada vez que bajo las escaleras me aseguro de pisar sobre la marca.

Bajar a un sótano en Gatlin no era muy diferente a atravesar una puerta Caster. Nuestro sótano no era como los Túneles, pero siempre pensé en él como una especie de misterioso mundo subterráneo. En nuestro pueblo, los secretos siempre se guardan bajo la cama o en los sótanos. El tesoro podría ser una pila de viejas revistas en el cuarto de la caldera, o unas galletas congeladas una semana antes en el arcón industrial de Amma. En cualquier caso, siempre acabas subiendo con algo bajo el brazo o con el estómago lleno.

Al final de las escaleras había una estrecha entrada sin puerta, sólo un cordel colgando al otro lado del marco. Tiré del cordel como había hecho cientos de veces con anterioridad, y ahí estaba la preciada colección de Amma. Todas las casas de por aquí tenían una despensa, y esta era una de las mejores en tres condados a la redonda. Los botes herméticos de Amma contenían de todo, desde pepinillos con cáscaras de sandía a las más finas judías verdes o las cebollas más redondas y los tomates verdes más perfectos. Por no mencionar los rellenos de tarta y las confituras —de melocotón, ciruelas, ruibarbo, manzana y cereza—. Las hileras se prolongaban hacia atrás hasta una profundidad que los dientes empezaban a dolerte sólo de mirarlas.

Pasé mi mano a lo largo de la balda superior, donde Amma guardaba sus conservas premiadas, las recetas secretas y los tarros reservados para visitas. Aquí todo tenía su orden, como si estuviéramos en el ejército y los tarros estuvieran llenos de penicilina o tal vez de minas terrestres, por el cuidado con el que había que cogerlos.

—Es toda una visión. —Liv estaba junto a la entrada detrás de mí.

—Me sorprende que Amma te haya dejado bajar. Este es su escondite secreto.

Tomó un tarro, sosteniéndolo frente a ella.

—Es tan brillante.

—«Tu jalea tiene que brillar y tu fruta que flotar. Tus pepinillos cortados del mismo tamaño, y las zanahorias bonitas y redondas, con el contenido uniforme».

—¿El qué?

—La forma en que se distribuye en el tarro, ¿ves?

—Por supuesto. —Liv sonrió—. ¿Y qué sentiría Amma si supiera que estás compartiendo los secretos de su cocina?

Si alguien los conocía, ese era yo. Llevaba acompañando a Amma en la cocina desde hacía más tiempo del que podía recordar, quemándome las manos con todo lo que no debía tocar, colando piedras y ramas y toda clase de cosas insospechadas en cacerolas de confituras.

—El líquido tiene que cubrir hasta arriba todo lo que hayas puesto dentro.

—¿Y las burbujas son buenas o malas?

Me reí.

—Nunca veras una burbuja en uno de los tarros de Amma.

Señaló la balda inferior. Había un tarro tan lleno de burbujas que parecían ser eso lo que estaba en conserva, en lugar de las cerezas. Me agaché frente al tarro y lo saqué. Era un viejo tarro hermético cubierto de telarañas. Nunca lo había visto antes.

—Este no puede ser de Amma. —Lo giré. DE LA COCINA DE PRUDENCE STATHAM. Sacudí la cabeza—. Es de mi tía Prue. Debía estar más loca de lo que pensaba. —Nadie ofrecía a Amma nada que procediera de otra cocina. No si sabían lo que les convenía.

Cuando coloqué el tarro en su lugar, advertí un trozo de cuerda anudado que colgaba en la sombra de la balda inferior.

—Espera un momento. ¿Qué es esto? —Tiré de la cuerda, y las estanterías emitieron un crujido, como si estuvieran a punto de desmoronarse. Tanteé con mi mano el lateral hasta que encontré el lugar en el que la cuerda se juntaba con el muro. Volví a tirar, y la madera empezó a ceder—. Hay algo aquí detrás.

—Ethan, ten cuidado.

Las baldas se giraron lentamente hacia delante, revelando un segundo espacio. Detrás de la despensa había una habitación secreta, con muros de ladrillo visto y suelo de tierra. La habitación se estrechaba hasta un oscuro túnel. Me interné en ella.

—¿Es este uno de los Túneles? —Liv escrutó en la oscuridad desde detrás de mí.

—Creo que es un túnel Mortal. —Miré a Liv desde las sombras del túnel. Parecía segura y pequeña dentro de la despensa, rodeada por viejos arcoíris capturados en los tarros de Amma.

Supe dónde estaba pisando.

—He visto fotos de habitaciones ocultas y túneles como este. Los esclavos que huían los utilizaban para salir de las casas por la noche sin ser vistos.

—¿Estás diciendo que…?

Asentí.

—Ethan Carter Wate, o alguien de su familia, fue parte del Ferrocarril Subterráneo[5].