19 de diciembre

El mejor de los duelos

EL PAPEL COLOR CREMA era grueso y estaba doblado ocho veces, con un lazo de satén púrpura atado alrededor. Lo encontré en el último cajón de su cómoda, justo donde la tía Prue indicó que estaría. Se lo leí a las Hermanas, que discutieron sobre él con Thelma hasta que Amma apareció.

—Si Prudence Jane quería la porcelana buena, utilizaremos la porcelana buena. No tiene sentido discutir con los muertos. —Amma se cruzó de brazos. Sólo hacía dos días que la tía Prue se había marchado y no parecía correcto decir tan pronto que estaba muerta.

—Y ahora me dirás que no quería patatas de funeral. —La tía Mercy agitó otro pañuelo.

Lo comprobé en el papel.

—Sí quiere. Pero no desea que dejes a Jeanine Mayberry hacerlas. No quiere unas rancias patatas fritas puestas de cualquier manera por encima.

La tía Mercy asintió como si estuviera leyendo la Declaración de Independencia.

—Es cierto. Jeanine Mayberry dice que se hacen mejor de esa forma, pero Prudence Jane siempre sostuvo que era porque le salía más barato. —Su barbilla tembló.

La tía Mercy estaba hecha una calamidad. No había dejado de mojar pañuelos desde que supo que la tía Prue había fallecido. Tía Grace, en cambio, había tratado de distraerse escribiendo tarjetas de condolencia, informando a todo el mundo de lo mucho que sentía que tía Prue se hubiera ido, a pesar de que Thelma le explicó que eran los demás los que se suponía que debían mandárselas a ella. Tía Grace había mirado a Thelma como si estuviera loca.

—¿Por qué iban a enviármelas a mi? Estas son mis tarjetas. Y mis noticias.

Thelma sacudió la cabeza, pero después de eso, no volvió a decir nada.

Cada vez que había algún desacuerdo por algo, me hacían volver a leer la carta. La voluntad de tía Prue era tan excéntrica y específica como mi tía Prue en sí misma.

—«Queridas Chicas —empezaba la carta. Entre ellas las Hermanas no eran nunca las Hermanas. Eran siempre las Chicas—. Si estáis leyendo esto es porque he sido llamada para mi Gran Recompensa. Y a pesar de que estaré ocupada conociendo a mi Hacedor, estaré observándoos para asegurarme de que el funeral se hace siguiendo mis especificaciones. Y no creáis que no saldré de mi tumba hasta el mismo centro del pasillo de la iglesia si Eunice Honeycut pone un pie en el edificio».

Sólo la tía Prue necesitaría un guardaespaldas para su funeral.

Y así seguía a partir de ahí. Pero, aparte de estipular que los cuatro Harlon James asistieran junto con Lucille Ball y de seleccionar un arreglo musical, de alguna forma escandaloso, de la canción Asombrosa Grace y una versión equivocada de Quédate a mi lado, la mayor sorpresa era su panegírico.

Quería que fuera Amma quien lo dijera.

—¡Qué disparate! —soltó Amma.

—Es lo que quería la tía Prue. Mira. —Le tendí el papel.

Amma no quiso mirarlo.

—Entonces está tan loca como todos vosotros.

Le di unas palmaditas en la espalda.

—No tiene sentido discutir con los muertos, Amma. —Me miró furiosa y yo me encogí de hombros—. Al menos no tienes que alquilar un esmoquin.

Mi padre se levantó del último escalón donde estaba sentado, con gesto abatido.

—Bueno, más vale que vaya a recoger las gaitas.

Al final, las gaitas fueron un regalo de Macon. Cuando supo de la petición de la tía Prue, insistió en traerlas directamente del Club Highlands Elk de Columbia, la capital del estado. Al menos, eso es lo que dijo. Conociéndole, y también los Túneles, estaba seguro de que habían llegado de Escocia esa misma mañana. Tocaron Asombrosa Grace de forma tan hermosa cuando la gente empezó a llegar que nadie se atrevía a entrar en la iglesia. Una enorme multitud se formó alrededor de la entrada principal y en la acera, hasta que el reverendo insistió en que pasaran dentro.

Me quedé en la puerta, observando la multitud. Un coche fúnebre —un auténtico coche fúnebre, no el de Lena y Macon— estaba aparcado delante del edificio. La tía Prue iba a ser enterrada en el Cementerio de Summerville hasta que el Jardín de la Paz Perpetua reabriera sus puertas. Las Hermanas lo llamaban el Nuevo Cementerio, dado que sólo llevaba abierto setenta años.

La visión del coche fúnebre me trajo a la memoria la primera vez que vi a Lena conduciendo por Gatlin de camino al colegio el año pasado. Recuerdo haber pensado que era un presagio, tal vez incluso uno malo.

¿Lo había sido?

Echando la vista atrás a todo lo que había pasado, todo lo que había sucedido desde ese coche fúnebre hasta este, todavía no podía decirlo.

Y no era a causa de Lena. Ella siempre sería lo mejor que me había pasado nunca. Sino porque las cosas habían cambiado.

Ambos habíamos cambiado. Eso lo tenía claro.

Pero Gatlin también había cambiado, y eso era lo más difícil de entender.

Así que permanecí en la puerta de la capilla, viendo cómo sucedía. Dejando que sucediera, porque no tenía elección. La Decimoctava Luna estaba a sólo dos días. Si Lena y yo no conseguíamos descifrar lo que quería la Lilum —y quién era el Uno Que Son Dos— no habría forma de predecir qué más cosas cambiarían. Tal vez este coche fúnebre era otro infausto presagio de las cosas que vendrían.

Habíamos pasado horas en el archivo, sin ningún resultado. Sin embargo, sabía que ahí era donde volveríamos Lena y yo en cuanto el funeral terminara. No había otra cosa que hacer más que seguir intentándolo. Incluso si parecía inútil.

No puedes luchar contra el destino.

¿Era eso lo que había dicho mi madre?

—No veo mi coche tirado por caballos. Caballos blancos, es lo que decía mi carta. —Habría reconocido esa voz en cualquier parte.

La tía Prue estaba de pie a mi lado. Sin halos ni brillos. Simplemente una tía Prue nítida como el día. Si no hubiera llevado las ropas con las que murió, la habría confundido con una de las invitadas a su propio funeral.

—Sí, bueno. Tuvimos algunos problemas para encontrarlos, dado que no eres Abraham Lincoln.

Me ignoró.

—Creí haber dejado claro que quería a Sissy Honeycutt como única solista de Asombrosa Grace, igual que hizo en el funeral de Charlene Watkins. Y no la veo. Aunque estos tipos han puesto muchos pulmones en ello, lo que me parece muy bien.

—Sissy Honeycutt dijo que tendríamos que invitar a Eunice si queríamos que cantara. —Esa fue suficiente explicación para tía Prue. Volvimos al tema de los gaiteros—. Creo que es el único himno que conocen. No estoy seguro de que sean sureños.

—Pues claro que no —sonrió.

La música se propagó por encima de la multitud, atrayendo a todo el mundo un poco más cerca. Pude advertir que la tía Prue estaba complacida, por mucho que dijera lo contrario.

—Aun así, es una buena multitud. La más grande que he visto en años. Más grande que las de todos mis maridos juntos. —Me miró—. ¿No lo crees, Ethan?

—Sí, señora —sonreí—. Es una buena multitud. —Metí un dedo para aflojar el cuello de mi camisa de esmoquin. Estaba a punto de desmayarme bajo los treinta y ocho grados de calor invernal. Pero eso no se lo dije.

—Ahora ponte bien la chaqueta y muestra un poco de respeto por la difunta.

Amma y mi padre habían llegado a un trato sobre el panegírico. Amma no lo diría, pero leería un poema. Cuando finalmente nos dijo lo que iba a leer, nadie le dio importancia. Salvo porque significaba que teníamos que tachar dos apartados de la lista de la tía Prue.

«Quédate conmigo; rápido cae el véspero,

la oscuridad se acrecienta, Señor, quédate conmigo.

cuando otros servidores abandonan y el consuelo huye,

ayuda a los desvalidos, oh quédate conmigo.

rápida hacia su final escapa la vida del pequeño día;

la tierra se alegra de crecer oscura; su gloria pasa;

cambio y decadencia a mi alrededor contemplo;

oh, Tú que no cambias, quédate conmigo».

Las palabras me alcanzaron como balas. La oscuridad se acrecienta, y aunque no sabía lo que significaba el véspero, sentí como si cayera sobre nosotros a toda velocidad. No era sólo el consuelo lo que se escabullía, era algo más que la alegría de la Tierra y su gloria lo que estaba pasando.

Amma tenía razón. Y lo mismo el tipo que escribió el himno. El cambio y la decadencia era lo único que se podía ver.

No sabía si había algo o alguien que no cambiara, pero si lo había, haría algo más que pedirle que se quedara conmigo.

Quería que me rescatara.

Cuando Amma dobló el papel, no se oía ni el ruido de una mosca. Se irguió en el podio, cada parte de ella recordando a Sulla la Profetisa. Entonces fue cuando entendí lo que había hecho.

No era un poema, no en la forma en que lo había leído. Ni siquiera era un himno.

Era una profecía.