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El director general de la policía sonrió, con una sonrisa infantil y encantadora, que era la que generalmente tenía reservada para la prensa y para la televisión, y que prodigaba más bien escasamente entre los miembros más allegados de su círculo de trabajo, tales como el intendente Malm, de la dirección general de la Policía, el jefe del servicio secreto Eric Möller, y el director de la comisión nacional de homicidios, comisario Martin Beck.
Sólo uno de esos tres hombres correspondió a la sonrisa.
Stig Malm tenía unos hermosos dientes blancos y solía sonreír mostrándolos generosamente. Sin darse cuenta, había llegado a organizarse un verdadero repertorio de sonrisas diferentes. La que había utilizado en aquel momento era del tipo servil y adulador.
El jefe del servicio secreto contuvo un bostezo y Martin Beck se sonó.
Eran las siete y media de la mañana, el momento preferido por el director general de la policía para convocar reuniones repentinas, lo que no significaba que tuviera por costumbre aparecer en la jefatura de policía a aquellas horas. Normalmente, se dejaba caer a última hora de la mañana, y aun entonces era bastante inaccesible incluso para sus colaboradores más íntimos. En la puerta de su despacho podría muy bien haber colgado un cartel que dijera: «Mi despacho es mi castillo», porque así funcionaba, como una fortaleza inexpugnable vigilada constantemente por una secretaria bien vestida que respondía al nombre inquietante de Draken.
Aquella mañana empezó mostrando su lado más amable y bienintencionado, haciendo colocar un termo de café y tazas de auténtica porcelana, en lugar de los habituales vasos de plástico.
Stig Malm se levantó y sirvió café.
Antes de que se sentase, Martin Beck ya sabía que primero iba a cogerse los pantalones por la raya a la altura de la rodilla, y a pasarse la mano por la cabeza para alisar sus cabellos ondulados y bien esculpidos.
Stig Malm era su superior inmediato y Martin Beck no sentía el más mínimo respeto por él. Su coquetería engreída y su indisimulada adoración por los potentados y los superiores eran particularidades que Martin Beck no compartía en absoluto y que encontraba lisa y llanamente ridículas. Lo que le irritaba, en cambio, era la rigidez y la inexistente autocrítica de aquel hombre, con el que trabajar era a veces penoso. Estos defectos eran tan grandes y demoledores como su total desconocimiento de todo lo que fuera trabajo policial práctico. Si había llegado a la posición que ocupaba, se debía fundamentalmente a su ambición de subir en el escalafón, a su oportunismo político y a una cierta habilidad administrativa.
El jefe de la policía secreta se echó cuatro terrones en el café, lo removió con la cucharilla y lo sorbió ruidosamente.
Malm tomó el café sin azúcar, pues temía estropear su estilizada figura.
Martin Beck no se encontraba bien y no quiso café tan temprano.
El director general de la policía se puso azúcar y leche en el café, y alzó el dedo meñique al acercarse la taza para beber, vaciándola de un solo trago y alejándola de sí al ponerla sobre la mesa; acto seguido, se acercó una cartera verde y delgada que estaba en la esquina de la mesa de juntas brillante y pulida.
—Muy bien —dijo, y volvió a sonreír—. Primero un café y luego ya se puede entrar de lleno en el trabajo diario.
Martin Beck miró de mala gana la taza intacta que tenía delante y sintió que le apetecía un vaso de leche fría.
—¿Qué te ocurre, Martin? —dijo el director general de la policía fingiendo una cierta conmiseración—. Tienes mal aspecto, ¿no irás a ponerte enfermo otra vez? Ya sabes que no podemos prescindir de ti.
Martin Beck no pensaba ponerse enfermo porque ya lo estaba. Había estado hasta las tres y media de la madrugada bebiendo vino junto a su hija de veinte años y su noviete, y sabía perfectamente que tenía mal aspecto. Pero no tenía ganas de discutir sobre ese punto —que a fin de cuentas era culpa suya— con sus superiores, y además no le parecía nada adecuado aquello de «otra vez». Durante tres días, a principios de marzo, había estado en cama con fiebre y gripe, y ya había pasado bastante tiempo, pues hoy era el siete de mayo.
—No, qué va —dijo—; estoy bien, sólo un poco resfriado.
—Pues tienes mal aspecto —insistió Stig Malm, sin fingir siquiera preocupación, sino más bien como reprochándoselo—. Realmente malo —remachó, mirando inquisitivamente a Martin Beck, que sentía crecer su irritación.
—Gracias por el interés, pero estoy bien. Además, no creo que estemos aquí para discutir mi aspecto o mi estado de salud.
—No, exacto —dijo el director general de la policía—; vamos al grano.
Y abrió la carpeta verde; a juzgar por el contenido, no más de tres o cuatro folios, cabía la esperanza de que aquella reunión no durase demasiado tiempo.
Encima de todo lo demás, había una carta manuscrita con un gran sello de color verde debajo de la ampulosa firma; el membrete de la cabecera de la carta quedaba demasiado lejos para que Martin Beck pudiera descifrarlo.
—Como recordaréis, hemos discutido en varias ocasiones nuestra experiencia, en cierto modo escasa, referente a la seguridad y vigilancia en materia de visitas de Estado y otras situaciones parecidas, en las que es de esperar que se produzcan manifestaciones y sucesos de mayor o menor envergadura desde el punto de vista de su carácter violento… —empezó a decir el director general de la policía, con el estilo pomposo que impregnaba todas sus apariciones públicas.
Stig Malm murmuró aprobatoriamente, Martin Beck no dijo nada y Eric Möller interrumpió diciendo:
—Bueno, en realidad no somos tan inexpertos: la visita de Kruschev fue bastante bien, aparte de aquel cerdo pintado de rojo que soltaron delante de la escalinata de Logaard; y la de Kosygin también fue bien, tanto desde el punto de vista de la organización como el de la seguridad; y la conferencia del medio ambiente, por ejemplo, para citar algo bien diferente…
—Sí, claro, pero es que esta vez se nos plantea un problema más grave, y me refiero a la visita de los senadores de Estados Unidos a finales de noviembre. Puede ser una patata caliente, si me permitís la expresión. Hasta hoy, no nos hemos visto ante la problemática de una visita norteamericana con personalidades importantes, y ahora la tenemos encima. Es un asunto espinoso y tengo algunas instrucciones: tenemos que estar preparados a tiempo y con toda exactitud, sobre todo en lo que se refiere a agresiones de extremistas de izquierda y otros psicópatas fanatizados, de esos que llevan la guerra de Vietnam metida en los sesos, sin contar además con la posibilidad de grupos terroristas extranjeros.
El director general de la policía había dejado de sonreír.
—Hay que estar preparados para algo más que el simple lanzamiento de huevos podridos, esta vez —dijo con cierta compunción—. Deberías ser consciente de esto, Eric.
—Podemos adoptar medidas preventivas —propuso Möller.
El director general de la policía se encogió de hombros.
—En cierto modo, sí —dijo—, pero no podemos eliminar, encerrar y maniatar a todo aquel que sea susceptible de armar jaleo, y eso lo sabes tú tan bien como yo. Yo he recibido mis órdenes, y tú vas a recibir las tuyas.
«Y yo las mías», pensó Martin Beck con tristeza.
Siguió intentando leer lo que decía en la cabecera de la carta que sostenía el director general. Le pareció distinguir la palabra POLICE o tal vez POLICÍA. Le pesaban los ojos y notaba la lengua dura y áspera como papel de lija. Venciendo sus escrúpulos, se tomó aquel horrible café.
—Pero eso vendrá más adelante —dijo el director general—. Lo que quiero tratar hoy con vosotros es el contenido de esta carta.
Señaló con el dedo índice el papel que apoyaba sobre la carpeta.
—Tiene mucho que ver con el problema que se nos avecina —dijo, tendiéndole la carta a Stig Malm para que la fuera pasando a los demás. Después prosiguió—: Como veis, se trata de una invitación que nos han dirigido para enviar a un hombre a ese país, como observador, durante una próxima visita de una personalidad de Estado. Ya que el presidente visitante no es excesivamente popular en dicho país, se emplearán todos los medios para protegerle. Como en muchos otros países latinoamericanos, allí también han tenido numerosos intentos de atentados contra políticos nacionales o extranjeros, o sea que ya tienen una cierta experiencia, y me atrevería a decir que el cuerpo de policía y el servicio secreto son los mejores de aquella zona. Estoy convencido de que podemos aprender mucho de ellos estudiando sus métodos y recursos.
Martin Beck ojeó la carta, que estaba redactada en inglés, en un tono muy formal y circunspecto. La visita presidencial estaba prevista para el cinco de junio, es decir, apenas un mes después de aquella reunión, y el representante de las autoridades policiales suecas sería bien recibido si se presentase dos semanas antes para poder participar en los detalles de las fases más importantes de los preparativos. La firma era ilegible, pero estaba especificada a máquina; era un nombre español, largo y seguramente aristocrático, o al menos así se lo pareció.
Guando la carta hubo vuelto a la carpeta verde, el director general de la policía dijo:
—El problema es a quién enviamos.
Stig Malm alzó pensativamente la mirada hacia el techo, pero no dijo nada.
Martin Beck temió que fueran a pensar en él. Cinco años atrás, recién desmontado su infeliz matrimonio, hubiera aceptado gustosamente largarse durante una buena temporada, pero en aquel momento lo que menos deseaba era salir de viaje, y se apresuró a decir:
—Parece más bien un trabajo para el departamento de seguridad.
—Yo no puedo viajar —dijo Möller—. Para empezar, no puedo ausentarme de mi departamento, ya que hemos hecho una serie de reorganizaciones en la sección A que nos ocasionan problemas y me temo que nos va a dar trabajo resolverlos; en segundo lugar, en nuestro departamento es precisamente donde más se sabe sobre este tipo de cosas, y me parece que sería más útil que viajara alguien que no supiera nada de estos asuntos, por ejemplo alguien de homicidios, o quizá alguien del departamento de orden público. El que viaje, que venga después a nuestro departamento a contarnos lo que ha visto, y así saldremos todos ganando.
El director general de la policía asintió.
—Sí, no es mala idea, Eric —dijo—, aparte de que no podemos prescindir de ti ahora, como tú mismo has dicho. Ni de ti, Martin.
Martin Beck suspiró con alivio para sus adentros.
—Además, yo no hablo español —dijo el jefe de la policía secreta.
—¿Y quién coño crees tú que sabe hablar español? —dijo Malm mostrando una sonrisa de colegial.
Malm sabía que el director general de la policía tampoco tenía la menor idea del idioma castellano.
—Yo sé de uno —dijo Martin Beck.
Malm alzó las cejas.
—¿Quién?, ¿alguien de homicidios?
—Sí: Gunvald Larsson.
Malm alzó las cejas un milímetro más; luego sonrió maliciosamente y dijo:
—Pero a él no lo podemos enviar.
—¿Por qué no? —dijo Martin Beck—. Yo creo que le va este trabajo.
Se dio cuenta de que se estaba acalorando. En circunstancias normales, no sería él quien rompiera una lanza en favor de Gunvald Larsson, pero el tono de Malm le predispuso, y ya estaba acostumbrado a que sus puntos de vista y los de Malm chocasen siempre, así que se puso en contra suya automáticamente.
—Porque es un patán y no es nada representativo del cuerpo —dijo Malm.
—¿Habla español realmente? —dijo el director general de la policía—. ¿Dónde lo ha aprendido?
—Estuvo en varios países de habla española durante su época de marino —dijo Martin Beck—, esa ciudad tiene un puerto bastante importante, y seguramente ya ha estado antes ahí. Además, también sabe hablar inglés, francés y alemán bastante correctamente, y un poco de ruso. Lo dice en su ficha.
—De todas formas, es un patán —insistió Stig Malm.
El director general de la policía parecía preocupado.
—Tengo que mirar su hoja de servicios —dijo—; en realidad ya había pensado en él. Es cierto que tiene tendencia a comportarse un tanto toscamente y con poca amabilidad, y que es algo indisciplinado, pero no puede negarse que es uno de nuestros mejores inspectores de homicidios, a pesar de su dificultad para obedecer órdenes y atenerse al reglamento.
Se dirigió al jefe de la policía secreta:
—¿Qué opinas tú, Eric? ¿Crees que se las podría arreglar?
—Pues no es que sea un santo de mi devoción, pero tampoco tengo nada en contra de él. Lo que necesitamos es un hombre experimentado y observador, y Gunvald Larsson tiene experiencia; el hecho de que sea un tanto grosero e independiente quizá sea una ventaja en este caso. Si además habla el idioma y conoce el país de antemano, pues todavía mejor.
Malm parecía disgustado.
—Yo creo que sería una inconveniencia enviarle a él —dijo—. Lo único que hará será deshonrar al cuerpo de policía sueco con sus abruptas maneras. Se comporta como un bruto y utiliza un lenguaje que hace pensar más en un descargador del puerto que en un ex oficial de la Marina.
—A lo mejor no habla así cuando se expresa en español —dijo Martin Beck—, y, aunque se explique con una cierta crudeza de vez en cuando, hay que decir que es bastante discreto.
Esto no era del todo cierto. Martin Beck había oído recientemente a Gunvald Larsson referirse a Malm como «ese orgulloso cagón de lujo» y precisamente estando presente Malm, quien por fortuna no se dio cuenta de que le aludía a él.
El director general no parecía prestar demasiada atención a las observaciones de Malm.
—Quizá no sea mala idea —dijo pensativamente—, porque esta inclinación suya a conducirse un tanto bárbaramente no creo que suponga ningún inconveniente en este caso. Podría comportarse bien si quisiera. Tiene una formación bastante superior a lo habitual en el cuerpo. Proviene de una familia bien situada y cultivada, lo que entre otras cosas significa que se ha formado en los mejores colegios y que su educación le faculta para comportarse con corrección en cualquier contexto. Este tipo de cosas se notan, a pesar de que él haga todo lo posible por disimularlo.
—Eso sí que es verdad —murmuró Malm.
Martin Beck imaginó que Stig Malm hubiera aceptado gustosamente el encargo y que estaba enfadado porque ni siquiera se lo habían propuesto. También pensó que no era mala idea perder de vista a Gunvald Larsson durante una temporada, ya que era un tipo poco apreciado por sus compañeros por su habilidad para crear mal ambiente, armar jaleo y complicar las cosas.
El director general de la policía no parecía totalmente convencido de su propio razonamiento, y Martin Beck dijo en tono animoso:
—Yo creo que lo mejor es que enviemos a Gunvald Larsson, porque reúne todas las condiciones que se precisan para este trabajo.
—Me he dado cuenta de que cuida mucho su aspecto —dijo el director general—; su manera de vestirse refleja buen gusto y un aprecio por la calidad. Son cosas que causan buena impresión.
—Exacto —dijo Martin Beck—, es un detalle importante.
Él sabía que su propia indumentaria apenas podía sugerir la idea de buen gusto, pues llevaba los pantalones arrugados y con bolsas, el cuello de su camisa estaba demasiado descolorido y deshilachado de tanto lavarlo, y su americana azul estaba gastada y además le faltaba un botón.
—La sección de delitos violentos está bien equipada y yo creo que puede pasarse muy bien sin Gunvald Larsson durante un par de semanas —dijo el director general de la policía—. ¿O hay alguna otra propuesta?
Todos asintieron con la cabeza.
Incluso a Malm pareció hacerle gracia la idea de tener a Gunvald Larsson a mucha distancia unos días, y Eric Möller volvió a bostezar y parecía contento de que la reunión hubiera llegado a su fin.
El director general se levantó y cerró la carpeta.
—Muy bien —dijo—, entonces estamos de acuerdo. Yo informaré personalmente a Gunvald Larsson de nuestra decisión.
• • • • •
Gunvald Larsson recibió la noticia sin excesivo entusiasmo. Tampoco se sintió halagado por el encargo. Era un hombre seguro de sí mismo, pero no era del todo insensible y sabía que, cuando se marchara, muchos de sus compañeros exhalarían un suspiro de alivio, lamentando además que no se fuera para siempre.
No ignoraba que sus amigos dentro del cuerpo eran contadísimos. Según él, sólo tenía uno. También sabía que se le consideraba un insubordinado y un tipo difícil, por lo que su puesto estaba siempre colgando de un hilo, aunque este hecho no le inquietaba en absoluto. Cualquier otro policía en su situación y con su sueldo hubiera sentido al menos una cierta sensación de angustia ante la constante amenaza de ser suspendido o directamente despedido, pero Gunvald Larsson no había dejado de dormir una sola noche por ese motivo. Estaba soltero y no tenía hijos, y nadie dependía de él. Hacía tiempo que había roto todo vínculo con su familia, cuya existencia decadente y elegante le repugnaba.
Del futuro no se preocupaba en absoluto.
Durante sus años como policía había considerado varias veces la posibilidad de volver a su antiguo oficio, pero ya tenía casi cincuenta años y era de prever que nunca más volvería a la mar.
Cuanto más se acercaba el día de su partida, más se iba alegrando del encargo que le habían hecho. El encargo era seguramente muy importante, pero lo más probable era que no revistiera ninguna dificultad. Sería cambiar la rutina diaria durante un par de semanas, y ya empezaba a ver aquel viaje como unas vacaciones.
La noche antes del viaje, Gunvald Larsson se hallaba en su habitación de Bollmora en calzoncillos y se estaba mirando al espejo delante del armario.
Le encantaba el estampado de sus calzoncillos —alces amarillos sobre fondo azul— y poseía cinco más; tenía también media docena con el mismo motivo, sólo que el fondo era verde y los alces rojos, y los había metido ya en su enorme maleta de piel de cerdo, que descansaba sobre la cama, abierta de par en par.
Gunvald Larsson era un tipo fuerte y musculoso que medía un metro noventa y seis y que tenía unas manos y unos pies enormes. Se acababa de duchar y de pesarse rutinariamente en la báscula del baño, que había dado ciento doce kilos. Durante los últimos cuatro años, o quizá cinco, había engordado unos diez kilos, y contempló la curva que se le formaba justo encima de la cintura de los calzoncillos.
Encogió el estómago y pensó que lo que debería hacer era acudir con más frecuencia al gimnasio de Jefatura, o ir a nadar a la piscina que estaban construyendo allí, cuando estuviese terminada.
Pero en realidad estaba bastante satisfecho de su aspecto. Contaba cuarenta y nueve años, pero su pelo era espeso y sano, y no tenía entradas en la frente, atravesada por dos importantes arrugas.
Llevaba el cabello corto y lo tenía tan rubio que no se le notaban las canas. Ahora estaba mojado y recién peinado y se le pegaba a su ancha cabeza, pero en cuanto se le secase se le levantaría con fuerza y le quedaría esponjoso. Tenía las cejas muy pobladas, y tan rubias como el cabello; la nariz era ancha y bien formada, con amplios orificios nasales. Los ojos, azules como la porcelana, parecían pequeños en el contexto de aquella cara grande y fuerte, y estaban quizá demasiado juntos, lo que al mirar a lo lejos, sin fijar la vista, le daba un ligero aspecto demencial. Cuando se enfadaba, lo cual sucedía con frecuencia, se le formaba una arruga encima de la nariz y su mirada azul atemorizaba a los delincuentes más bregados y paralizaba a sus subordinados. Sus estallidos de ira eran tan temidos y conocidos en el distrito sexto de Estocolmo como en su día lo fueron, si no en los siete mares, al menos entre las tripulaciones de los barcos en los que él tuvo mando.
En fin, la realidad era que estaba bastante satisfecho de su aspecto externo.
El único que jamás desencadenaba las furias de Gunvald Larsson era Einar Rönn, primer inspector auxiliar de la sección de delitos violentos de Estocolmo, y su único amigo. Rönn era un tipo calmoso y de pocas palabras, un hombre del norte con una nariz eternamente colorada y goteante, que dominaba su cara de tal manera que apenas se notaban otros detalles de la misma. En su interior arrastraba una inextinguible nostalgia por su pueblecito de Arjeplog en Laponia.
A diferencia de Gunvald Larsson, estaba casado y tenía un hijo. Su mujer se llamaba Unda y su hijo Mats, y su propio nombre, el auténtico, lo confesaba muy pocas veces y con desagrado.
Su madre había sentido una irrefrenable admiración por el ídolo cinematográfico del momento, y había bautizado a su primogénito con el nombre de Valentino.
Ya que Gunvald Larsson y Rönn trabajaban en la misma sección se veían casi a diario, pero también coincidían a menudo durante su tiempo libre. Cuando podían irse de vacaciones al mismo tiempo, se marchaban juntos a Arjeplog, donde fundamentalmente se dedicaban a pescar.
Ninguno de sus compañeros comprendía cómo podía mantenerse la amistad entre aquellas dos personas tan distintas, y muchos se maravillaban de cómo Rönn, con una calma estoica y unas cuantas palabras, podía convertir a un Gunvald Larsson explosivo e iracundo en un manso cordero.
Gunvald Larsson examinó uno por uno los muchos trajes que atestaban su armario guardarropa.
Sabía muy bien el clima que imperaba en el país que se disponía a visitar, y recordaba unas semanas de primavera tórridas en el puerto de aquella ciudad, unos cuantos años atrás. Para soportar el calor de aquellas latitudes había que vestirse con ropas ligeras, y él sólo tenía dos trajes veraniegos.
Como precaución, se los probó y descubrió con fastidio que uno de ellos ya no le entraba en absoluto, mientras que apenas podía abrocharse los pantalones del otro, y la chaqueta le apretaba el cuerpo y si bien se la pudo llegar a abrochar, no sin dificultad, sus movimientos quedarían limitados a menos que terminara reventándola por los costados.
Volvió a colgar en su sitio el traje inaprovechable y colocó el otro encima de la maleta. Probablemente le iría bien de todos modos. Se lo había hecho hacer cuatro años antes, de finísimo algodón egipcio en color tostado con delgadas rayas blancas.
Aparte de los calzoncillos, en la maleta ya había metido zapatos, zapatillas, utensilios de aseo, calcetines, pañuelos, camisas, pijamas y una bata de seda del mismo azul que sus ojos.
Gunvald Larsson no bebía alcohol, pero había comprado una botella de aguardiente Lysholms Linierullad Akvavit, por si llegaba el caso de que alguna persona aficionada a los licores se hiciera merecedora del obsequio. Enrolló la botella en una camiseta verde con alces rojos y lo metió todo entre las camisas.
Completó el equipaje con tres pantalones caqui, una chaqueta de lino y el traje demasiado estrecho. En el bolsillo interior de la tapa de la maleta metió una de sus novelas favoritas, La huella azul, de Jul. Regis.
Después cerró la maleta, abrochó las correas con sus cierres de latón y colocó la maleta sobre un taburete.
Al día siguiente le vendría a recoger Einar Rönn en su coche para llevarle al aeropuerto de Estocolmo, Arlanda, que, como la mayor parte de los aeropuertos suecos, era triste y estaba mal emplazado, con lo que los ilusionados visitantes recibían de sopetón, apenas llegar, una impresión de lo que era Suecia mucho más lamentable de lo que Suecia era en realidad.
No quería dejar su propio EMW durante todo aquel tiempo al aire libre en el aparcamiento del aeropuerto.
Gunvald Larsson metió los calzoncillos de alces amarillos y azules en el cesto de la ropa sucia, se puso el pijama y se metió en la cama.
No padecía el nerviosismo del viajero y se durmió casi en seguida.