30
Desde la época en que Martin Beck y los que pertenecían a su generación eran niños, hasta la época actual, la Navidad había pasado de ser una fiesta familiar y tradicional a convertirse en algo que sólo podía calificarse de derroche económico y locura comercial. Desde un mes antes de Nochebuena, que era el gran día, se anunciaba prácticamente cualquier cosa en una publicidad constante y desesperada que atacaba los nervios de las personas, y su única razón era sacarle a la gente su dinero hasta la última perra. La Navidad era, en realidad, la fiesta de los más pequeños, y la mayor parte de los pobres críos ya lloraban de cansancio, hartos de comida, varias semanas antes de que llamase a su puerta un Santa Claus de alquiler, que solía estar borracho como una cuba.
Para muchos ramos del comercio, la Navidad lo era todo. El mercado del libro era uno de ellos. El escritor que no conseguía agotar una edición en la marabunta navideña, lo mejor que podía hacer era retirarse, ya que después de la cena de Nochebuena, parecía como si los libros dejaran de existir en las estanterías de las tiendas. Curiosamente, ésta era una especialidad sueca, pues en el vecino país de Dinamarca los libros se seguían vendiendo por su calidad y durante todo el año.
Aparte de todo esto, parecía como si toda la población se viera asaltada por un irreprimible deseo de moverse. Las colas de automóviles eran interminables, todos los vuelos chárter a Gambia, Malta, Marruecos, Túnez, Málaga, Israel, Canadá, Canarias, Algarve, Islas Feroe, Capri, Rodas y otros lugares agradables en aquella época del año estaban completos, el pobre ferrocarril estatal tenía que agregar varios vagones extra, y un montón de autobuses incomodísimos salían en las direcciones más dispares, tales como Säffle, Borgholm y Hjo. Incluso el buque zoológico y los barcos de Visby estaban repletos.
Martin Beck no pudo dormir en el tren nocturno de Malmö, a pesar de que en su condición de alto funcionario tenía derecho a primera clase, y no sólo se debió a que su compañero de compartimiento roncaba en la litera superior, hablaba en sueños y rechinaba los dientes. Ya en Älvsjö, el hombre bajó a hacer aguas, como se dice en lenguaje fino, cursi y de mal gusto; esto se repitió hasta la saciedad, y, cuando el tren enfilaba la vía de atraque de la estación de Malmö, el compañero de viaje meó por decimocuarta vez. Probablemente aquel hombre sufría una inflamación de la vejiga.
Pero Martin Beck no se dejó afectar por esto, al menos no demasiado. Eran más bien sus pensamientos, que se le disparaban en todas direcciones y siempre dirigidos hacia Heydt.
Unas cuantas horas antes, cuando Rhea estaba desnuda en la ventana del dormitorio de la calle Köpman y él mismo estaba en la cama admirando su espalda y sus musculosas pantorrillas, se le ocurrió pensar en la advertencia de Gunvald Larsson, y había estado a punto de pegar un brinco y sacarla de la ventana. Gunvald Larsson no solía decir cosas de aquella naturaleza a no ser que tuvieran alguna justificación. Y poco después, mientras Rhea entre charla ininterrumpida y un considerable barullo transformaba el cangrejo en una exquisita mezcla de las variantes Vanderbilt y Rhea Nielsen, había ido por todo el apartamento bajando las cortinas enrollables.
Heydt era, naturalmente, un tipo peligroso, pero ¿seguía en Suecia?
¿Y esa pregunta era suficiente para que Martin Beck les estropease la Navidad a cuatro leales colaboradores, de los cuales, además, tres tenían hijos pequeños?
Bueno, eso lo diría el tiempo, o a lo mejor el tiempo tampoco diría nada, al menos sobre Reinhard Heydt.
En su interior Martin Beck deseaba que Heydt escogiera el camino de Oslo para dar la oportunidad a Gunvald Larsson de echarle el guante; no habría mejor regalo de Navidad para Gunvald Larsson.
Después pensó un momento en el mal ambiente que estarían creando Melander y Rönn entre la policía de Helsingborg. Sin embargo, eran hombres eficaces. Melander lo había sido siempre, y Rönn había llegado a serlo contra las esperanzas pesimistas de mucha gente, y si Heydt se proponía escapar por allí no tendría muchas oportunidades de éxito.
Pero Malmö… Sí, Malmö era el mismísimo infierno en cuanto a vigilancia de fronteras. Por allí entraba casi toda la droga en el país, y otras muchas cosas.
El hombre de las urgencias urinarias bajó al suelo, y, dado que Martin Beck no se dignó darse la vuelta, pudo disfrutar del espectáculo de ver cómo se vestía su compañero de viaje. Volaron calcetines y calzoncillos y luego hubo todo un jaleo de pantalones y tirantes hasta que Martin Beck tuvo ocasión de ponerse sus propias ropas.
Se fue directo hacia el Savoy, donde solía alojarse siempre, aunque sus visitas no fueran muy frecuentes, y fue ceremoniosamente recibido por un conserje de chaqué.
Subió a su habitación, se afeitó y se duchó, y se trasladó en taxi hasta la comisaría, en la que poco después entró en el despacho de Per Mansson. La policía de Malmö había tenido un año difícil y casi angustioso, pero a Mansson no se le notaba; estaba más tranquilo que nunca mientras mascaba uno de sus eternos palillos.
—¿Benny? —dijo Mansson—, no está aquí. Prácticamente se ha quedado a vivir en la terminal de los hidroaviones.
—¿Y aparte de esto?
—Pues, aparte de esto, tenemos colas en todas partes —explicó Mansson—, y la culpa la tiene esta manía de desplazarse y de viajar todos a la vez durante estos días. Y en todas direcciones. Una pura histeria, pero…
—¿Sí?
—Tiene buen aspecto ese Heydt. Es alto como una torre; podría ir a cuatro patas y pasar como perro, si no fuera que no se pueden llevar perros a Dinamarca, porque los zorros han cogido la rabia.
—Bueno —dijo Martin Beck—, hay muchas personas altas. Por ejemplo, Heydt no es tan alto como Gunvald Larsson.
—Pero sirve para meterles miedo a los niños —repuso Mansson y sacó otro palillo del bote de los lápices.
—¿Qué opinas tú, que lo sabes todo sobre este tráfico?
—Mmmm —dijo Mansson—, a veces me pregunto si sé algo en realidad. Lo más fácil de vigilar es el transbordador ferroviario Malmöhus; ahí no tiene escapatoria. Luego hay los barcos grandes, Ornen, Gripen y Öresund; es un poco más pesado que lo de los transbordadores de coches de Limhamn, el Hamlet y el Ofelia o cómo se llamen. Y luego viene lo peor, la terminal de hidroplanos, que es el mismísimo infierno, van y vienen sin parar y el edificio de la terminal está tan atestado de gente todo el rato que no hay manera de meter las narices.
—Comprendo.
—No comprenderás nada hasta que realmente lo hayas visto con tus propios ojos. Al hombre que ha de comprobar los billetes lo pisan continuamente, y los aduaneros y los del control de pasaportes tienen un cuarto en el que se pueden esconder y desde el cual pueden seguir mirando, porque si no lo tuvieran quedarían planos como pizzas en menos de diez minutos; se les podría llevar a casa y hacerlos pasar por debajo de la puerta… —Mansson se interrumpió porque el palillo se le quedó trabado entre los dientes. Luego añadió—:… para emplear un viejo chiste.
—¿Y qué hace Skacke, pues?
—¿Benny? Está en el embarcadero y se pela de frío. A estas horas debe de estar amoratado. Y allí se ha estado prácticamente desde que llegó ayer.
• • • • •
Gunvald Larsson también se pelaba de frío, aunque tenía mejores oportunidades para impedirlo. Desde luego, la temperatura era varios grados inferior en la frontera sueco-noruega que en Malmö, pero por otro lado iba mejor equipado para la ocasión, con botas de piel, gruesos calcetines, calzoncillos largos (que detestaba), recios pantalones de pana, chaqueta de piel de cordero y gorro de piel.
Estaba prácticamente en la misma frontera, con la espalda contra un tronco de pino, mientras contemplaba atentamente aquella interminable corriente de coches, los cobertizos de la aduana, la barra móvil de la frontera y el bloqueador provisional de carreteras, y escuchaba molesto la retahíla de juramentos que los automovilistas soltaban en cuanto se les acercaba un agente a preguntar algo. ¿No había libertad de circulación, o qué? ¿Qué pasaba con el convenio de libre circulación por los países nórdicos? ¿Era de repente tan difícil entrar en Noruega como en Arabia Saudita? ¿Se trataba del petróleo del mar del Norte? ¿O era que todos los policías suecos eran idiotas? ¿Por qué cojones me he de llamar Heydt? ¿Y a la policía qué coño le importa cómo me llamo, además? ¡Mientras yo sea ciudadano sueco y tengamos libertad de circulación en Escandinavia, a la policía no le importa si me llamo Perico de los Palotes o Cojón de Mico, y además, mire qué cola de coches ha formado para nada!
Gunvald Larsson suspiró y miró la cola de coches, que empezaba a ser inquietantemente larga, mientras los vehículos que venían del otro lado entraban sin ningún problema en Suecia, procedentes del querido y viejo país vecino. De todos modos, algunos de los policías que estaban en la barrera se comportaban como estúpidos; cada hombre iba provisto de la fotografía y su descripción; sabían que hablaba mal el sueco, pero bastante bien el danés, y que tenía unos treinta años y medía un metro noventa y cinco. Pues aun así, hubo quien se entretuvo cerca de diez minutos con algún sesentón calvo y con acento de Värmland. Pero intentar erradicar la idiotez del cuerpo de policía le había costado a Gunvald Larsson años de su vida, y le parecía que ya era hora de que apareciese un nuevo Don Quijote.
Casi todos los coches llevaban baca sobre el techo, unos para llevar esquís, otros trineos y otros cabezas de reno. Había, en algún lugar de la parte sueca, quien ya les vendía las cornamentas de reno antes de salir del país, a unos precios escandalosos. Gunvald Larsson lo contemplaba todo con un profundo desagrado.
Le gustaba el país de los lapones, y mucho, pero sólo en verano.
• • • • •
Rönn y Melander no pasaban frío. Estaban sentados, cada uno en una silla bastante confortable, dentro de una garita con paredes de vidrio, que la policía de Helsingborg les había montado expresamente para ellos. Dentro se mantenía una buena temperatura gracias a dos eficientes radiadores eléctricos, y a intervalos regulares entraban policías jóvenes con café en termos, vasos de plástico y cuencos con galletas y pan danés. Todo el tráfico se hacía pasar por delante de la garita de las paredes de cristal, y, si algún viajero merecía atención especial, tenían dos pares de prismáticos a su disposición. Además, mantenían comunicación por radio con los policías que controlaban a los pasajeros de los coches y los trenes.
De todas formas, Rönn y Melander seguían de pésimo humor. La Navidad se les había estropeado totalmente.
No decían gran cosa, excepto cuando podían agarrarse a un teléfono privado y hablar con sus mujeres para lamentarse.
• • • • •
Así transcurrió el viernes 20 de diciembre, cuatro días antes de Nochebuena. El sábado fue peor, en la medida en que había más gente de vacaciones y el trasiego humano a través del Öresund era enorme. Casi se encontraba a faltar el odiado puente, porque al menos un puente se puede cerrar.
Cuando Martin Beck bajó al embarcadero junto a la terminal de los hidroplanos, después de haberse visto obligado a abrirse paso a codazos entre una horda de personas histéricas, que no tenían hora de embarque en sus billetes pero pensaban embarcarse en el próximo turno fuera como fuese, pudo comprobar que el hombre encargado de comprobar los billetes para subir al Löberen, que estaba a punto de zarpar, era un danés muy desconfiado ante personas que afirmaban ser comisario de lo criminal, pero que no podían encontrar su placa de identificación. Martin Beck se había cambiado de chaqueta y, naturalmente, su placa se había quedado en la habitación del hotel. Por fin vino en su auxilio Benny Skacke, que a aquellas alturas ya era un viejo conocido de todos los revisores de billetes.
Martin Beck salió al viento punzante y húmedo, tan típico del invierno del sur de Suecia y especialmente de Malmö. Contempló a su compañero, detrás del cual una hilera de Santa Claus repartían papeles de propaganda de las cosas que podían comprarse en la capital de Dinamarca, a pesar de la crisis económica y de la amenazante devaluación.
Skacke tenía un aspecto deplorable, con las mejillas de color azulado violeta pero la frente blanca como la tiza, al igual que la nariz, y, sobre la bufanda de lana, la piel parecía casi transparente.
—¿Cuánto rato llevas aquí? —preguntó Martin Beck.
—Desde las cinco y media —contestó Skacke temblando—, mejor dicho, desde las cinco y cuarto; desde el primer turno, vamos.
—Ve inmediatamente a tomar algo caliente —ordenó Martin Beck autoritario—, ¡deprisa!
Skacke desapareció, pero tan sólo un cuarto de hora más tarde volvía a estar allí. El color de su cara era ya más normal.
No pasó nada más durante el domingo, aparte de que unos cuantos tipos se emborracharon y empezaron a pegarse. Martin Beck recordó que hacía poco había leído una circular según la cual los suecos, los norteamericanos y posiblemente los finlandeses se pelean más que la demás gente. Era quizá generalizar demasiado, pero a veces parecía cierto.
A eso de las diez de la noche, Martin Beck se dirigió al hotel. El celosísimo Skacke se quedó, decidido a seguir en su puesto hasta que hubiese zarpado el último barco. Por lo visto, no acababa de fiarse del todo de sus antiguos compañeros de la policía de Malmö.
Martin Beck cogió la llave de su habitación y se dirigió al ascensor, pero lo pensó mejor y entró en el bar. Había mucha gente, como es habitual justo antes de Navidad, pero uno de los taburetes estaba libre y lo ocupó.
—¡Hombre, usted por aquí! —exclamó el camarero con empalagosa amabilidad—. ¿Whisky con agua helada, como siempre?
Martin Beck dudó. El agua helada no era muy tentadora después de tantas horas en el embarcadero azotado por el viento. Miró lo que tomaba su vecino, que era una cosa amarilla en un vaso alto. No tenía mal aspecto. Después miró al hombre, un hombre de aspecto juvenil pero de unos cincuenta años, con barba y cabellos largos y brillantes.
—Pruebe esto —recomendó el hombre—; es un Gyllenkrok, o Golden Hook como le llaman los americanos. Es la especialidad del bar.
Martin Beck siguió el consejo; la, bebida estaba buena y trató de adivinar lo que contenía, aunque sin conseguirlo. Luego miró al hombre que se lo había recomendado y dijo:
—A usted le conozco; usted es el botánico y periodista que encontró a Sigbrit Maard en el lago de Börringe, el otoño pasado.
—¡Bah! —exclamó el hombre—; no hable de eso, por lo menos aquí.
Poco después miró a Martin Beck y dijo:
—Sí, soy yo, y usted es el comisario de policía de Estocolmo que me interrogó después. ¿Qué hace aquí?
—De servicio —contestó Martin Beck y se encogió de hombros.
—Bueno —dijo el descubridor de cadáveres—, tampoco me interesa.
Tres minutos más tarde, Martin Beck dio las buenas noches y subió a acostarse. Estaba tan cansado que ni siquiera fue capaz de llamar a casa de Rhea.
• • • • •
El domingo 22 de diciembre se formó el desorden más increíble en la terminal de los hidroplanos. Las tiendas debían de estar abiertas, pues los Santa Claus con hojas de propaganda eran más numerosos que nunca. Además, había muchos niños entre los pasajeros que avanzaban a empellones. Era mediodía, la hora de las aglomeraciones, y era temporada alta para todo excepto para el buen tiempo. El viento venía del norte, húmedo y cortante; soplaba casi en horizontal a través de la embocadura del puerto, y giraba despiadado hacia el desprotegido embarcadero.
Dos barcos estaban a punto de zarpar, uno danés, llamado Flyvefisken, y otro sueco llamado Tärnan. Los iban llenando hasta la borda y los enviaban tan deprisa como podían.
El barco danés soltó amarras y Benny Skacke, que estaba cerca de la pasarela, empezó a caminar hacia el buque sueco. Martin Beck se encontraba en la salida, justo detrás del revisor sueco que taladraba los billetes a un ritmo endiablado, mientras tecleaba en una calculadora con la otra mano, para contar el número de viajeros.
El viento era punzante y Martin Beck agachó la cabeza para ocultar la cabeza unos segundos. Oyó entonces que alguien le decía algo al revisor en danés.
Inmediatamente volvió a enderezar la cabeza; no había ninguna duda. Reinhard Heydt había pasado el control de billetes, pasando por delante de todos los policías, situados allí, y estaba a un metro de él, caminando hacia la pasarela.
Skacke se encontraba a unos veinticinco metros, todavía a medio camino entre el barco que acababa de zarpar y el que iba a soltar amarras al cabo de pocos minutos.
El único equipaje de Heydt era una bolsa de cartón de color marrón, con una cara de Santa Claus impresa en uno de los lados.
Skacke miró hacia él, reconoció en seguida al sudafricano, apretó el paso y sacó su pistola reglamentaria.
Sin embargo, Reinhard Heydt había visto antes a Skacke y le había identificado de inmediato como un policía de paisano; la cuestión era si el policía le había reconocido a él.
En cuanto Skacke metió la mano derecha dentro del abrigo, la situación quedó aclarada para Heydt. Alguien iba a morir en los próximos segundos y Heydt estaba seguro de que no iba a ser él. Mataría a aquel policía, y luego saltaría por encima de la verja hacia la calle y se perdería en medio del tráfico. Soltó la bolsa y abrió la chaqueta.
Benny Skacke era rápido y estaba bien entrenado, pero Reinhard Heydt era diez veces más rápido. Martin Beck no había visto nunca nada parecido, ni siquiera en el cine.
También él era rápido de movimientos, dio un paso hacia adelante y dijo:
—Un momento, señor Heydt…
Simultáneamente, le agarró el brazo derecho, pero el sudafricano ya tenía el impresionante Colt en la mano y era lo suficientemente fuerte como para poder levantar el brazo a pesar de que Martin Beck se lo apretaba hacia abajo.
Skacke vio con claridad que esta vez se estaba jugando la vida mucho más que en cualquier ocasión anterior, y que Martin Beck le había ofrecido una oportunidad para continuar con vida.
Ya había sacado su Walther, apuntó y disparó a matar.
La bala le dio a Heydt en la boca y se le incrustó en la prolongación de la espina dorsal.
Pero, a pesar de todo y a pesar de la imposibilidad de aquella desesperada situación, a pesar de que ya estaba muerto, Reinhard Heydt consiguió hacer un disparo con su MK III Trooper Magnum. La bala tocó la cadera derecha de Benny Skacke, muy arriba, y le hizo girar como una peonza hasta el lugar donde se encontraban los atónitos Santa Claus. A nadie se le ocurrió ni siquiera alzar una mano para evitar que se hiciera más daño al caer.
Skacke quedó tendido boca abajo, sangrando abundantemente, pero no estaba inconsciente. Cuando Martin Beck se arrodilló a su lado, Skacke dijo en seguida:
—¿Cómo ha ido con Heydt?
—Lo has matado; ha muerto en el acto.
—¿Qué podía hacer yo? —dijo Skacke.
—Has hecho bien; era lo único que podías hacer.
Per Mansson acudió corriendo desde alguna parte, envuelto en vapores de café recién hecho.
—La ambulancia está aquí. Estáte quieto, Benny.
«Estáte quieto», pensó Martin Beck. Si a Reinhard Heydt le hubiera quedado un segundo más de vida, Benny Skacke se habría quedado quieto para siempre. Y había sido cosa de unos milímetros que Skacke no quedara inválido de por vida. Pero se arreglaría todo. Martin Beck había visto la herida, y estaba en la parte más alta de la cadera.
Habían aparecido numerosos agentes de policía, que apartaban a los curiosos alrededor del muerto.
Cuando la sirena de la ambulancia se alejaba, Martin Beck contempló a Heydt. Tenía la cara algo desencajada, pero por lo demás presentaba un aspecto agradable incluso muerto.
• • • • •
El que se puso al teléfono en la barraca de la frontera de la autopista europea 18 parecía muy enfadado. Llamaban demasiado a menudo por aquel maldito teléfono, y además la cola de coches se hacía más larga cada vez, y ya se perdía en la lejanía.
—Sí, policía de fronteras; sí, está aquí, espere un momento.
Tapó el auricular con la mano.
—¡Gunvald Larsson! —dijo—, ¿no es ese tío grandullón vestido de millonario que está aguantando aquel árbol?
—Sí —contestó su compañero—, creo que sí.
—Le llaman por teléfono; es ese maldito Heydt del que habla tanto todo el mundo… ¡No, coño, debe de ser otro el que llama!
Gunvald Larsson entró y cogió el auricular. No se podía saber gran cosa de lo que hablaba, dadas sus respuestas monosilábicas.
—¡Vaya!
—¡Hombre!
—¿Muerto?
—¿Herido? ¿Quién?
—¿Skacke?
—¿Y está bien?
—Adiós.
Colgó, miró al hombre de la barraca de control y dijo:
—Ya podéis soltar el tráfico y sacar las barreras; ya no hacen falta.
—¿Y tú?
—Yo me voy a casa.
—¿Podrás?
Gunvald Larsson recordó de pronto que no había dormido en mucho tiempo. No podría, y no pudo. En Karlstad se rindió y se metió en el hotel de la ciudad.
• • • • •
En Helsingborg estaba Fredrik Melander al aparato y parecía aliviado. Después miró el reloj. Rönn, que había estado espiando, también mostraba una cara extraordinariamente alegre.
Podrían celebrar la Nochebuena en casa.
• • • • •
El viernes 10 de enero de 1975 fue una de esas veladas de las que uno quisiera que el año estuviera lleno. Una de aquellas en que todos están relativamente tranquilos y en equilibrio interior y con respecto al mundo que les rodea, cuando todos han comido y bebido a placer y saben que al día siguiente no tienen nada que hacer, a no ser que suceda algo muy especial o muy espantoso e inesperado.
Es cuando se forma un pequeño grupo lleno de humanidad.
Por ejemplo, cuatro personas.
Martin Beck y Rhea se encontraban aquella noche en casa de Lennart Kollberg y su mujer, y juntos habían hecho todas esas cosas, y se disponían a pasárselo tan bien como deseaban.
Ninguno hablaba demasiado, pero eso se debía a que se entretenían con un juego conocido como cruzar palabras y que parece la mar de sencillo. Todos tienen papel y lápiz, con veinticinco casillas delante suyo, y después cada uno tiene que decir una letra por turno. Los que juegan han de llenar las casillas con las letras que se van diciendo y ninguna más, y no se puede mirar el papel del vecino.
—Equis —dijo Kollberg por tercera vez en la misma partida, y todos suspiraron profundamente.
Martin Beck pensaba que aquel juego tenía un defecto, y era que Kollberg ganaba cuatro de cada cinco veces. La quinta vez ganó Rhea.
Pero cuando se trataba de jugar, tanto Martin Beck como Gun Kollberg eran perdedores natos y no importaba demasiado.
—Equis, como en ex policía —insistió Kollberg de buen humor, como si los demás no hubieran descubierto ya que resultaba imposible meter con calzador un ejemplar más de aquella letra desesperante. Martin Beck miró un momento el casillero, después se encogió de hombros y dijo:
—Oye, Lennart.
—Dime —respondió Kollberg.
—¿Te acuerdas de hace diez años?
—¿Cuando perseguíamos a Folke Bengtsson y nos acababan de nacionalizar? Ya lo creo, aquéllos eran buenos tiempos…, pero lo que vino después… ¡oh, mierda, aquello no!
—¿Crees que empezó entonces?
Kollberg meneó la cabeza y contestó:
—No, no lo creo, y desgraciadamente tampoco terminará aquí.
—¡Y! —anunció Rhea, con lo que todos estuvieron callados un rato más.
Poco después llegó el momento de sumar los puntos. Martin Beck copió las cifras en su papel; como siempre, había quedado el último.
—Aunque una cosa está clara —dijo Kollberg—, y es que aquella vez se equivocaron; hacer que la policía sea la primera en emplear la violencia es como enganchar el carro delante del caballo.
—¡Ja, he ganado! —exclamó Rhea.
—¡Vaya! —rezongó Kollberg.
Luego miró muy serio a Martin Beck y dijo:
—Deja ya de pensar en eso, la criminalidad y la violencia se han abatido sobre el mundo occidental como un alud durante los últimos diez años, y ese alud no lo pueden parar ni dirigir individuos aislados. Crece sin cesar y no es culpa tuya. —¿No?
Todos dieron la vuelta al papel y dibujaron nuevos casilleros. Cuando Kollberg estuvo listo, miró a Martin Beck y dijo:
—Tu problema, Martin, es que tienes un trabajo equivocado en un momento equivocado, en un lugar equivocado del mundo, y en una sociedad equivocada.
—¿Eso es todo?
—Más o menos —dijo Kollberg—. Empiezo yo, y digo: equis, como en Marx…