IX
Caminaban despacio. En un intento de calmarse, Ana había convencido a su tía Elvira para ir a la consulta del doctor Martínez Escudero dando un paseo. Era incapaz de dominar sus nervios; la inquietaba la idea de que fueran a someterla a una sesión de hipnosis. Elvira estaba aún más nerviosa que ella, pero trató de animarla.
—Me ha comentado Rodrigo que su amigo el doctor Louveteau es buenísimo y que ha sido una suerte que viniera a Madrid estos días porque de esta forma nos evita un viaje a París. Además —apuntó—, allí no sería tan fácil que pudiese atenderte, pues tiene el día ocupado con sus clases en la Escuela de Neurología de la Salpétriér.
—Le pediré que te deje estar presente. Luego quiero que me cuentes con todo detalle mi reacción cuando esté bajo los efectos de la hipnosis. ¿Tú crees que servirá para algo? —preguntó Ana preocupada.
—No lo sé. Pero debemos fiarnos del doctor. Recuerda que nos lo dijo muchas veces: él está convencido de que será tu inconsciente quien le dé pistas para descubrir el porqué de ese tipo de anormalidades en tu comportamiento.
—Me siento como un animal de laboratorio con el que van a experimentar. Te aseguro que me dan ganas de volver a casa y anular la cita.
—No seas tonta. No sentirás nada. Además, como nos ha explicado el doctor, no deja ningún tipo de secuelas. Es muy temprano —comentó Elvira mirando el reloj—, ¿quieres que te convide a un chocolate caliente? Ya verás qué bien nos sienta a las dos.
—De acuerdo. Eres estupenda —respondió entusiasmada—, no sé qué haría sin ti.
Siempre que estaba nerviosa, Elvira recurría al chocolate: un remedio para ella eficaz que la ayudaba a enfrentarse con mayor energía a todo tipo de dificultades. Entraron en el café Suizo; como no iban a estar mucho tiempo, en vez de dirigirse al salón destinado exclusivamente a mujeres, se sentaron en una mesa de la entrada y pidieron chocolate con los famosos bollos que este establecimiento inmortalizaría.
—Yo soy la que tiene que estarte agradecida —dijo de pronto Elvira mirando a su sobrina con cariño—. ¿Sabes que al compartir conmigo tus preocupaciones y problemas has hecho que me sintiera viva?
—¿Que te sintieras viva? —repitió Ana incrédula—. Pero si tú eres la vitalidad personificada.
—No, querida. Puede que no me haya explicado bien. Claro que me gusta la vida y por supuesto que no me considero una persona desgraciada, pero por la edad y otra serie de circunstancias me he acomodado. Estoy bien —continuó—, lo que sucede es que estos días me he dado cuenta de que puedo sentir emociones olvidadas, por lejanas. La otra noche experimenté algo parecido al placer ante la mirada de un hombre. Esa mirada, mezcla de admiración y deseo, que jamás te deja indiferente.
Ana la escuchaba emocionada. Se estaba estableciendo entre ellas un lazo indestructible. Cómo no iba a confiar en su tía si esta le abría su corazón para descubrirle sus más íntimos sentimientos. Quería agradecerle esa muestra de confianza, pero Elvira seguía hablando.
—He conocido a personas que de no ser por ti jamás habría conocido. Personas como la niña de la venta, que me ha hecho tomar conciencia de la inutilidad de mi vida: fiestas, viajes, conciertos, reuniones sociales… Siempre las mismas caras, los mismos temas de conversación, los mismos lugares, el mismo hastío.
—Pero, tía, tú siempre fuiste para mí la imagen de la felicidad.
—Es probable que dé esa sensación, aunque es una felicidad solo aparente. Contigo he descubierto lo importante que es preocuparse por los demás. Ana, quiero que sepas que he asumido tus problemas y preocupaciones como si fueran míos.
—Es posible que no hayas ayudado a otros porque no necesitaban apoyo.
—Sí, es posible. Aunque lo más seguro es que yo no haya captado sus necesidades. Cuando solo se piensa en uno mismo, la receptividad del individuo se anula y queda incapacitado para todo lo que no se refiera a él.
—¿Sabes lo que pienso? —preguntó Ana—. Creo que la energía, la persona* la fuerza, el inconsciente o lo que sea que me hace vivir experiencias extrañas es lo que está influyendo en nosotras.
—Quizá tengas razón, aunque si me pones en esa tesitura, lo que sí creo es que puede ser nuestra respuesta la que nos descubre nuevas posibilidades. Es decir, tú podrías olvidarte de lo que te pasó y del texto de la partitura, sin embargo, tu buena disposición hace que algo cambie dentro de ti y reacciones para tratar de ayudar porque estás convencida de que alguien te necesita. Lo mismo me sucede a mí al escucharte y apoyarte. Pero ahora tomemos el chocolate, que se nos enfría.
Subieron las escaleras de forma pausada, como si no les apeteciera llegar. El doctor vivía en el tercer piso del número 9 de la calle San Bernardo. Les sorprendió que fuera el propio Martínez Escudero quien les abrió la puerta.
—Qué puntuales. Pasen, por favor. He preferido que no estuviesen las enfermeras y como esta tarde no tengo consulta, les he dado permiso.
—Muy amable —dijo Ana con un hilo de voz.
—No esté usted intranquila —replicó el doctor—. Ya verá como es muy sencillo. Una simple conversación.
—No, si no estoy nerviosa. Lo que sucede es que no me hago a la idea de que mi inconsciente pueda revelarle, por ejemplo, por qué hablo del asesinato de Prim y de toda la confusión que rodeó el suceso, sin tener ni idea del tema.
—Mi querida señorita Sandoval, la hipnosis no es infalible, pero el doctor Louveteau tiene experiencia y seguro que logramos una respuesta fiable. Perdónenme un segundo, voy a decirle que han llegado ustedes. Pueden pasar al despacho —dijo señalando la puerta del fondo del pasillo—. Bueno, ya conocen el camino.
Era una habitación muy amplia con un gran ventanal que estaba abierto y por el que penetraba la luz del día ofreciendo un aspecto muy distinto a lo que podría esperarse del despacho de un psiquiatra. Las paredes aparecían cubiertas de recias estanterías de madera en las que se apilaban cientos de libros, junto con diplomas y títulos que acreditaban los conocimientos del doctor Martínez Escudero. En una hermosa mesa de caoba, dos curiosas tulipas verdes, a juego con la tapicería de dos de los sillones. Los otros dos eran de cuero negro, como el diván.
—¿Te has tumbado alguna vez en el diván? —preguntó Elvira a su sobrina.
—No. Siempre hemos charlado sentados en los sillones.
—Pues tiene que ser comodísimo. Estoy segura de que yo me quedaría totalmente relajada a los dos minutos —bromeó.
—De eso se trata —dijo Martínez Escudero entrando en el despacho, justo antes de añadir—: Este es el doctor Louveteau.
—Encantado, señoritas —saludó el doctor en un excelente español. De no ser por el leve acento que sobrevolaba sus erres, habrían jurado que el francés llevaba toda la vida en España. Elvira recordó que Rodrigo había mencionado que Louveteau había pasado aquí parte de su adolescencia.
Era relativamente joven para la imagen que de él se habían formado. Tanto Ana como Elvira pensaban encontrarse con un hombre de barba canosa, de unos sesenta años, y sin embargo quien las saludaba era un hombre rubio, alto y bastante agraciado que no pasaría de los cincuenta.
—Señorita Ana —dijo Louveteau—, me imagino que ya sabe en qué consiste la sesión a la que voy a someterla.
—Bueno, el doctor me explicó que primero me induciría al sueño y luego intentaría que regresara al pasado.
—Perfecto. Confíe en mí, ya verá como rápidamente llegamos al punto que nos interesa.
—Perdón, doctor —le interrumpió Ana—, ¿puede quedarse mi tía?
—Por supuesto. Ahora, echemos las cortinas y usted, Ana, túmbese en el diván.
Elvira contempló el cambio efectuado en la habitación en solo unos segundos. Cerrado el ventanal y corridos los tupidos y sólidos cortinones, solo las lámparas de la mesa, con una luz tenue, iluminaban la estancia creando un ambiente intimista. Ella y Martínez Escudero observaban sentados frente al diván.
El doctor Louveteau, de pie, miraba a Ana a los ojos.
La joven se sentía tranquila, pero le costaba mantener la mirada de Louveteau; era tan profunda que le hacía daño. Por eso cuando le pidió que fijase toda su atención en dos dedos de su mano, al fin logró relajarse. El doctor hacía pequeños círculos con los dedos que ella debía seguir, aunque estaba convencida de que aquello no iba a funcionar…
La voz del doctor se había vuelto un tanto monótona, distante. Le pidió que cerrase los ojos. Obedeció, mas el doctor insistía.
—Cierre los ojos, despacio… Disfrute de esa ausencia de imágenes, relaje los párpados, despacio, despacio… No piense en nada, solo concéntrese en mi voz y sienta la laxitud…
Se resistió y vio la imagen de Santiago. Recordó su expresión, la noche en que se besaron. Quería volver a sentirse como entonces. Sin embargo, aquella voz resultaba tan persuasiva…
—Relájese, Ana, déjese llevar por esta paz…
Luchaba por mantener la visión de Santiago…, pero la voz, cada vez más susurrante, insistía.
—No piense en nada, solo en esta sensación placentera… Se encuentra maravillosamente bien… Alors, déjese llevar por esta dulce sensación que la envuelve.
Ana descubrió una nueva emoción. Estaba flotando. Su cuerpo no existía. Toda ella era etérea…
Elvira, que seguía el proceso con verdadero interés, observó la cara relajada de Ana y se asustó al ver que el doctor Louveteau se acercaba a su sobrina aguja en mano.
—No se inquiete —le comentó Martínez Escudero—, solo es para comprobar si la paciente ha conseguido la profundidad deseada.
El doctor introdujo la aguja en el antebrazo derecho de Ana y Elvira comprobó sorprendida que su sobrina no reaccionaba. «Qué intenso ha de ser el trance para que no perciba el dolor del pinchazo», se dijo. Satisfecho con el estado de la paciente, Louveteau inició la regresión haciendo a la joven preguntas que la llevaron a su pasado. Primero la situó en los veinte años. Se interesó por las clases en la Escuela de Música; quería que le hablara de sus compañeros, de sus profesores; le preguntó por sus amigos.
Elvira no salía de su asombro, si su sobrina estaba inconsciente, ¿cómo podía hablar? Y sobre todo, ¿cómo era posible que sus gestos estuviesen de acuerdo con lo que decía, igual que si se hallara consciente? Solo su voz era distinta: se expresaba con una gran lentitud, en un tono bajo, como si estuviera descubriendo un secreto y no quisiera que nadie se enterase.
—Dime, Ana, ¿te gusta algún chico? —siguió preguntando el doctor.
—Bueno, sé que unos cuantos se interesan por mí.
—Y tú ¿a cuál prefieres?
—No me decido por ninguno.
—Pero tienes acompañante, ¿no?
—No. Bueno, alguna vez me acompaña un joven abogado, Enrique.
—¿Le quieres?
—Como amigo sí. Estoy bien con él.
—Si no te gusta, ¿por qué estás con él y no con otro?
—A mis padres les agrada que me acompañe.
—Siempre deseas darles gusto a tus padres. ¿Tienes muy en cuenta sus opiniones?
—Sí, sobre todo la de mi padre. Él sabe muy bien lo que me conviene.
—¿Estás ahora muy unida a tu padre?
—Claro. Es muy bueno y me quiere mucho.
—¿No tienes secretos para él?
—No.
—¿Se lo cuentas todo?
—Sí.
—¿Y a tu madre también?
—A ella no le importo. Se preocupa de otras cosas.
—¿No la quieres?
—Sí, aunque mucho más a mi padre. Él me entiende. Ella no.
Elvira, interesadísima, seguía la conversación y no le pasó desapercibida la dulzura que se dibujó en la cara de su sobrina cuando habló de su hermano Pablo. Sabía que le quería mucho, que estaban muy unidos. Pero en ese momento se dio cuenta del trauma tan terrible que había supuesto para Ana perderlo.
Tampoco al doctor Louveteau se le escapó esa expresión que, unida al contenido de las réplicas, le llevó a plantearse una primera hipótesis: posiblemente la respuesta que buscaban estuviese escondida entre los recuerdos paternos. Por eso siguió insistiendo.
—Dices que siempre has estado muy unida a tu padre.
—Sí. Papá está pendiente de mí.
—Ana, has cumplido trece años. Me imagino que vas al colegio, ¿tienes muchas amigas?
—Sí.
—Habláis de muchas cosas.
—Claro.
—Recuerda y cuéntame alguna de vuestras conversaciones.
—Rosa, que es la mayor, sueña con ser artista de teatro. Es muy guapa y le gusta que la miren. María dice que lo que ella quiere es enamorarse de un chico muy guapo y tener muchos niños.
—Y tú, ¿les dices lo que quieres ser?
—Ellas ya saben que deseo convertirme en una gran violinista. Que quiero hacerme famosa en el mundo de la música.
—¿Por qué decides ser violinista?
—Mi padre me anima a serlo. Siempre quiso que yo me dedicara a la música.
—Très bien. Concéntrate. Ahora tienes once años. ¿Pasas mucho tiempo a su lado? Cuéntame cómo es un día normal de vuestra vida.
—Voy al colegio de Nuestra Señora de Loreto. Vuelvo a casa sobre las cinco. Después de merendar hago los deberes en el despacho de papá.
—¿Él está contigo?
—Sí, claro.
—¿Qué hace mientras tú estudias?
—Lee o escribe.
—¿Por qué te gusta tanto estudiar en el despacho de tu padre?
—Porque me agrada estar cerca de él y porque puedo preguntarle todas mis dudas. Papá me ayuda a estudiar.
La sonrisa que ilumina el rostro de Ana se trunca de pronto y se queda en silencio.
—¿Qué sucede? —le dice Louveteau, muy atento a cualquier gesto de la paciente—. ¿Qué es lo que no te gusta?
—Son unos amigos de papá que a veces vienen a verlo.
—¿Y qué pasa?
—Que papá me manda a mi cuarto.
—Y tú no quieres que te separen de él, ¿verdad?
—No, pero es que discuten mucho y después papá está triste.
—¿Por qué sabes que discuten?
—Me quedo a escuchar detrás de la puerta.
—¿Puedes oírlos ahora?
—Sí.
—Dime de qué hablan.
—Siempre hablan de lo mismo, de un… asesinato… Del… asesinato… del general Prim.
Louveteau no levanta la vista, pero Elvira y el doctor Martínez Escudero se miran asombrados. Allí está el misterio.
—Ana, sigues detrás de la puerta, ¿verdad?
—Sí.
—¿Quién está hablando ahora?
—Es papá y está enfadado.
—¿Qué es lo que dice?
—Que están equivocados, porque los verdaderos culpables, los que decidieron acabar con la vida de Prim, siguieron disfrutando de la misma situación de poder sin que nadie les pidiera cuentas por lo que habían hecho. —Se expresa con voz fuerte. Elvira se pregunta si esa entonación enfática no responderá al deseo de imitar la forma de hablar de su padre.
El doctor Louveteau interroga con la mirada a su colega Martínez Escudero, que con una inclinación de cabeza le da a entender que esas eran más o menos las mismas palabras que empleó Ana sin ser consciente de ello durante la cena en casa de Juan.
—¡Es malo! No me gusta —casi grita la joven.
—¿Es uno de los amigos de tu padre?
—Sí.
—¿Por qué no te gusta?
—Es el que más enfada a papá.
—¿Ahora también?
—Sí. Y papá grita mucho.
—¿Puedes entender lo que dice?
—Habla de una malla que le salvó la vida al general y dice que murió porque nadie quiso salvarlo.
—Está bien, Ana, descansa, descansa unos minutos.
—Papá les dice que no quiere hablar de ese tema, que ya está todo dicho, pero que jamás se callará ante semejante patraña. Yo no quiero que vengan a verlo esos amigos que siempre le hablan de lo mismo.
—Tranquilízate, descansa, descansa…
El doctor Louveteau consulta su reloj. No ha necesitado mucho tiempo para llegar al origen del recuerdo reprimido, y se dice que tal vez pueda seguir intentando profundizar en la influencia paterna, para tratar de encontrar alguna respuesta a la extraña experiencia que Ana había tenido con el violín.
—¿Te sientes mejor?
—Estoy bien.
El doctor Louveteau decide retroceder un poco más en la vida de la paciente.
—Ana, eres una niña preciosa. Tienes seis añitos y te gusta mucho jugar con muñecas. Es una tarde cualquiera y estás en casa con ellas, ¿cómo se llama tu preferida?
—Sol, se llama Sol.
—¿Es rubia o morena? ¿La tienes en tus manos?
—Sí. Es rubia. Papá dice que se parece a mí.
—¿Juegas a las muñecas con papá?
—No, pero me deja llevar los juguetes a su despacho.
—¿Estás jugando ahora en él?
—Sí. Estoy sentada en la alfombra y le doy la merienda a Sol. Mamá me ha regalado unas tacitas preciosas.
—¿Está mamá contigo?
—No, solo papá.
—¿Y qué hace?
—Escucha música.
—¿A ti te gusta la música?
—Sí, mucho. Pero a mamá no. Siempre discute con papá.
—Alors, quiero que te concentres y recuerdes lo que dice mamá.
—No, no, no… —Elvira mira sorprendida a su sobrina, que como si fuera una niña comienza a lloriquear y a taparse la cara con las manos—. No, no… —repite.
—Tranquila, tranquila —le dice Louveteau—. Cuéntame qué está pasando.
—Mamá grita, grita mucho, está muy enfadada. No, no… —suplica llorando Ana.
—¿Qué pasa?
—Mamá ha roto la grabación y le dice a papá que así no volverá a escuchar aquella maldita música nunca más y se va dando un portazo.
—¿Tú qué haces?
—No me atrevo a acercarme a papá. Está llorando.
—¿Qué sientes?
—Pena, una pena muy grande, sobre todo por papá, que ya no podrá volver a escucharla… Dice entre sollozos que era una grabación única. Y yo lloro. Lloro como papá y daría todas mis muñecas para que él pudiese volver a tener el cilindro del fonógrafo.
—¿Cómo es esa música, Ana? La has escuchado muchas veces y también hace unos minutos antes de que mamá entrara en el despacho. ¿Podrías tararearla?
—No sé.
—Inténtalo.
La joven permanece con expresión turbada. Al cabo de unos segundos dice que no puede.
—A tu papá le encantaría que la recordases —insiste el doctor.
—Lo sé.
—¿Te lo dice él?
—No. Pero a veces papá la tararea sin darse cuenta y yo intento seguirle.
—¿Y qué pasa?
—Que él se emociona y me da un beso. Me asegura que un día yo seré la mejor con el violín.
—Ana, sé que es un esfuerzo. ¿Puedes tararearla ahora? Piensa que papá te escucha.
—Es difícil.
Elvira y los doctores Martínez Escudero y Louveteau no pestañean para no perderse ni uno de los elocuentes gestos de la joven, que con expresión infantil intenta recuperar el recuerdo de aquellas notas. Los tres están seguros de que se trata del Capricho 24 de Paganini, pero necesitan que la propia Ana se lo confirme.
Ella se sumerge con fuerza en su niñez. Quiere darle una alegría a su padre. Ve su cara. Nota que le invade la ternura y comienza tímidamente a entonar unas notas…
No existe ninguna duda porque, aunque por momentos resulta confuso identificar la melodía, se trata del Capricho 24. El doctor Louveteau mira a Martínez Escudero, que asiente. La hipnosis ha dado resultado y puede finalizar.
—Ana —llama Louveteau—, voy a despertarla contando hasta tres. Cuando oiga el número tres abrirá los ojos, estará despierta por completo y se sentirá perfectamente bien. Podrá recordar toda la sesión. ¡Atención! Comienzo a contar: un… dos… tres, ¡despierte! Todo ha salido bien. Tiene que estar tranquila. Se notará cansada, pero se recuperará muy pronto. Ana, quiero que recuerde todo lo que hemos hablado.
Elvira sentía unas ganas inmensas de llorar. Jamás hubiese podido imaginar que su sobrina estuviera unida de tal forma a su padre y deseaba escuchar la explicación del doctor.
Ana abrió los ojos muy despacio, tratando de descubrir el lugar exacto donde se encontraba, y respiró aliviada al ver la cara de su tía.
—Ha sido una paciente estupenda —dijo el doctor Louveteau—. Puede quedarse tranquila. Como sospechábamos, en su inconsciente estaba la respuesta. Hemos asistido a lo que llamamos «pantomnesia», es decir, determinados momentos del pasado que le han impresionado, de forma negativa, han quedado grabados en su psique con gran intensidad, pero su inconsciente los ha ocultado por el rechazo que le producen.
Al contrario de lo que pudiera pensarse, Ana miraba al doctor con expresión de placidez. Iba a comentarle que entendía perfectamente lo que le estaba diciendo, pero Louveteau seguía hablando.
—Esos pasajes guardados en su memoria podían no haber aflorado nunca, de no producirse las situaciones concretas que provocaron el recuerdo. Sabe a qué momentos me estoy refiriendo, ¿verdad? ¿Recuerda nuestra conversación?
—Sí —respondió Ana con una gran paz y exclamó—: ¡Dios mío, la música de papá era Paganini!
—Pero la había borrado porque su recuerdo le producía dolor. Sin embargo, la noche de fin de año usted se hallaba en un estado anímico muy especial —afirmó el doctor—: Añoraba a su padre, deseaba recordarle y al disponerse a tocar el violín para él, surgió la chispa e interpretó la música que usted sabía que le apasionaba.
—Lo entiendo —dijo Ana muy convencida—, aunque hay varias cosas para las que no encuentro explicación.
—¿Y son?
—La perfección con la que interpreto esa música, la hoja que dibujé de forma inconsciente y el texto que localicé en la partitura de los Caprichos.
El doctor Martínez Escudero intervino en ese momento para recordarle a su colega los pormenores del historial de Ana.
—Ciertamente, a esos interrogantes no puedo darles respuesta. Es decir, no existe explicación médica o científica para ellos. Claro que se podrían buscar aclaraciones dentro del mundo de la parapsicología, por ejemplo, la adivinación por contacto, pero es algo en lo que yo no creo —afirmó con rotundidad Louveteau.
—Comprendo que nosotros, como médicos, no debamos creer firmemente en la parapsicología, aunque yo no consideraría la adivinación por contacto una pura fantasía —matizó Martínez Escudero.
—Es usted demasiado benévolo en sus calificaciones. Yo lo considero más bien una tomadura de pelo.
Elvira escuchaba interesadísima y antes de que su sobrina dijese nada, pidió que le aclararan qué era eso de la adivinación por contacto. Fue Martínez Escudero quien las informó.
—Es una, llamémosla, teoría que asegura que los objetos quedan impregnados de quienes los poseen y algunas personas más sensibles pueden percibir a través de ellos cualidades o defectos de sus antiguos dueños.
—Será una tontería, pero me parece muy interesante —comentó Ana. Estaba dispuesta a agarrarse a cualquier posible solución. Solo quería encontrar respuestas a lo que le sucedía y por supuesto que no iba a rechazar ninguna hipótesis—. ¿Hay algún experto en Madrid con el que podamos consultar? —preguntó.
—Lo desconozco —respondió el doctor Martínez Escudero.
—La verdad es que no entiendo muy bien para qué necesitaríamos a un experto si supiéramos qué objetos son los que pueden influir en Ana —apuntó Elvira.
—¿Y cómo lo sabría? ¿Podría decirnos ahora cuáles son esos objetos que propician determinadas reacciones de su sobrina? —le preguntó Martínez Escudero.
—Parece fácil deducir que tendría que ser el violín —afirmó Elvira—, nadie mejor que él para lograr esa maestría interpretando a Paganini.
—Tiene usted razón, pero solo a medias. Supongamos que el violín que utiliza Ana, el de ella, pudo haber pertenecido antes a otra persona, y que esta interpretara a Paganini de forma excepcional. Pues con todos esos datos no se podría afirmar nada si un especialista no examina el objeto, en este caso el violín, para determinar al palparlo y estudiarlo si puede transmitir vivencias o no. Además —prosiguió el doctor—, ese virtuosismo con Paganini que Ana demuestra en determinados momentos puede recibirlo de cualquier otro objeto que haya pertenecido a algún violinista.
—¿A qué objetos se refiere, doctor? —quiso saber la joven.
—A ninguno en concreto y a todos los que estuvieron en contacto con el supuesto violinista. Cualquiera puede ser: una pipa, una prenda de vestir, unas gafas… Algo perteneciente a esa persona experta con el violín.
Ana no sabía si el violín que le había regalado su padre lo había comprado para ella o si lo había usado él en su paso por la Escuela de Música. Y de no ser el violín, estaba segura de que los objetos que podían haberle transmitido vivencias ajenas se encontraban en La Barcarola, la casa de su tía en la que todo se había desencadenado.
—Pero por favor, querido Rodrigo —dijo Louveteau—, todo eso son majaderías a las que no deberíamos prestar la menor atención. Señorita —dijo dirigiéndose a Ana—, está usted perfecta. Olvídese de la hoja de tilo, del mensaje y demás interrogantes. Seguro que son simples coincidencias y que en otra situación no les hubiera dado importancia.
—Sí, es posible —convino ella—, aunque personalmente siempre me ha parecido que las coincidencias responden a algo que ignoramos.
Elvira conocía muy bien a su sobrina y decidió intervenir para zanjar el tema.
—Mañana doy una copa en casa. Solo asistirá un reducido grupo de amigos y me encantaría que pudieran acompañarnos.
—Acepto encantado —contestó Martínez Escudero—, sobre todo porque estoy deseando ver el cuadro que le regaló Juan.
—Pero ¿por qué no me lo ha dicho antes? —le interrumpió Elvira—. Me habría encantado convidarle a merendar cualquier tarde.
—No quería molestarla. Paul —dijo dirigiéndose a Louveteau—, puede acompañarme, ¿verdad?
—Por supuesto, no me perdería una fiesta con una anfitriona tan encantadora como Elvira. Además, me ha intrigado con el cuadro, ya sabe que la pintura es mi pasión.
—Pues no hay más que hablar —concluyó el doctor mientras Elvira, ya en pie, sonreía feliz ante la perspectiva de una interesante velada.
—A partir de las siete, cuando quieran —dijo ella.
—Perfecto.
—¿Usted acudirá? —preguntó a Ana el doctor Louveteau.
—Si mi tía me convida, por supuesto que iré —respondió divertida.
—Cómo puedes dudarlo, si eres la reina de la casa —replicó sonriendo Elvira para añadir—: Convidaré también a tu profesor y a su amigo violinista.
De regreso a casa, Ana le había dicho a Elvira que necesitaba asimilar las emociones despertadas aquella tarde e intentar aclarar sus ideas y que lo mejor sería charlar con calma al día siguiente.
Sentada en el despacho de su padre, volvió a recordar con toda nitidez las imágenes recuperadas en la hipnosis. Acarició el sillón en el que él se sentaba. Nunca hasta ese momento se había atrevido a permanecer en aquel espacio. Solo hacía unos meses del fallecimiento de su padre y no soportaba el dolor que se agudizaba al entrar en contacto con aquellos lugares en los que aún le parecía sentir su presencia. Todo permanecía como él lo había dejado, y de repente sintió la necesidad de curiosear, de mirar las distintas carpetas, de rebuscar en los cajones de la mesa, de inspeccionar en las estanterías en las que a veces se guardan cosas que luego se olvidan.
Cuando estaba a punto de encaramarse en la escalera, unos suaves golpes en la puerta la hicieron detenerse.
—Perdón, señorita —dijo Berta, la doncella de su madre—, ¿dónde prefiere que le sirvamos la cena y a qué hora desea que lo hagamos?
—Creo que voy a esperar a mamá. Cenaré con ella. ¿No está Ignacia? —Ana quería a la vieja criada como si de un miembro de su familia se tratara.
—Ignacia no se encuentra muy bien y como podía arreglármelas sola, se fue a su cuarto. Señorita, permítame decirle que su señora madre no llegará muy pronto y es probable que cene fuera.
—No importa. La esperaré.
Ana había decidido hablar con su madre aquella misma noche. Necesitaba preguntarle muchas cosas. Sobre todo quería saber por qué le molestaba aquella música y quién la interpretaba. Recordó su conversación con Inés Mancebo y se preguntó si la intérprete de aquella música sería alguna de las compañeras de curso de su padre. Podría ser la propia Inés o Elsa Bravo.
La sesión de hipnosis le había aclarado muchas cosas. Pero ¿por qué tomó la decisión de perfeccionarse en Paganini? Resultaba evidente que su reacción ante el fenómeno que experimentó la noche de fin de año podría haber sido muy distinta y nunca se habría encontrado con el misterioso texto. De nuevo se planteó la misma pregunta que no dejaba de inquietarla: ¿quién la había llevado hacia las partituras de los Caprichos? Con una fotografía de su padre en las manos, Ana se dijo que él se sentiría orgulloso de su comportamiento, porque pasase lo que pasase, aunque nunca pudiera averiguar nada, estaba convencida de que hacía lo correcto.
Al abrir uno de los cajones de la mesa de despacho halló el tabaco de pipa de su padre. Aspiró el olor dulzón del capstan y cerrando los ojos volvió a deleitarse con aquel aroma y todo lo que para ella significaba, mientras se preguntaba por qué su madre no había cambiado nada del despacho. Todo seguía igual: los papeles sobre la mesa, las fotos… y la pipa, la hermosa pipa de espuma de mar con la cabeza de hombre esculpida como cazoleta. La tomó en sus manos y la acarició dulcemente mientras la emoción la embargaba. Luego la colocó en su sitio, en una especie de bandeja situada delante de una fotografía de sus padres en París.
Se fijó una vez más en aquella instantánea tomada en su luna de miel. Hacían una buena pareja. A Ana aún le parecía escuchar la voz de su padre cuando le decía con una sonrisa: «Tenías que ver la sensación que causaba tu madre a los franceses. No había lugar al que fuéramos en que no la miraran embobados». «¿Y a ti no te perseguían las francesas?», preguntaba Ana siguiendo la broma. «No, hija. Yo nunca he tenido éxito con las mujeres. Siempre daré gracias a Dios por haber conocido a tu madre y porque me aceptara».
Ensimismada en sus recuerdos, no percibió la entrada de Dolores, que la observaba desde hacía unos minutos.
—¿Te pasa algo? Jamás te ocupas de cenar conmigo, vivimos casi como dos extrañas y hoy me esperas más de dos horas —decía su madre, mientras tomaba en sus manos la fotografía que contemplaba Ana—. ¡Dios mío, cuánto he cambiado!
—No, madre, sigue siendo muy hermosa.
No mentía. Dolores Navarro aún era una mujer atractiva, con una belleza clásica de facciones perfectamente equilibradas, y aun siendo más bien baja, su imagen resultaba esbelta y airosa. Siempre había sido una maestra a la hora de rentabilizar su atractivo físico, y sabía elegir a la perfección el tipo de vestuario que más la favorecía, así como el peinado que mejor casaba con su fisonomía.
—Sí, es verdad que no estaba nada mal —dijo Dolores con una sonrisa y la mirada aún fija en la instantánea—, pero ahora mi imagen es tan distinta…
—A mí no me lo parece —insistió Ana—. Madre, ¿no ha pensado en cambiar esta habitación? ¿La dejará siempre como está?
—¿Te interesa mucho saberlo? ¿La quieres para ti? —le preguntó su madre con cierta ironía.
A Ana no le sorprendían aquellos cambios de humor, ya estaba acostumbrada. Hacía muy poco, la noche en que regresó de Valdemorillo, Dolores le había desvelado lo sola que se sentía al considerarse excluida de la vida en común entre su marido y su hija. Ana deseaba aclarar del todo la situación con su madre y pensó que aquel podría ser el momento indicado. Tenía la sensación de que algo las separaba.
—¿Por qué le ha molestado mi pregunta?
—Déjalo, no tiene importancia —respondió su madre sonriendo.
—Sí la tiene. ¿Existe alguna cosa en mí que la ponga de mal humor? —Ana dudó unos segundos y por fin le planteó algo que siempre había sospechado—. Madre, a veces tengo la sensación de que no me quiere, de que nunca me ha querido.
—¿Que no te quiero? —protestó Dolores a punto de llorar—. No existe nada en el mundo que me importe más que tú.
—Entonces, ¿por qué siempre se enfada conmigo? He deseado tanto un gesto cariñoso…
—¿Cuándo lo has deseado? Siempre he sido invisible para ti. El cariño de tu padre lo llenaba todo. No había hueco para el mío.
—Pero, madre…
Mucho tiempo atrás, Dolores había asumido que su relación con Ana estaba rota. Al principio no fue consciente de cuánto protegía Pablo a la niña, y cuando al fin se dio cuenta de lo alejada que estaba de ella, ya era tarde: no tenía fuerzas para enfrentarse a su marido y además sabía cuánto bien le hacía a la pequeña, así que prefirió callarse.
—Sí, Ana. He sufrido en silencio durante mucho tiempo. Dios quiera que nunca te suceda lo mismo. Ojalá nunca veas cómo las dos personas que más quieres forman un mundo aparte del que te sientes excluida.
—Pero si papá la adoraba. Siempre estaba pendiente de cuanto decía —manifestó Ana totalmente sobrecogida por la confesión de su madre.
—Claro que me quería. Ese no era el problema.
—¿Entonces? —preguntó con una voz apenas audible.
—El problema eras tú.
—¿Yo?
—Sí. Cada día estabas más lejos de mí. Todo cuanto hacía o decía te molestaba. Siempre acudías a tu padre para todo. ¿Dices que no te quiero? Qué sabrás tú. Yo sí tengo experiencia en el desamor de una hija. Tu padre se reía de mí cuando se lo decía, pero seguía acaparándote. Al final decidí que él se ocupara de ti. A partir de ese momento intenté distraerme con lo que fuera con tal de que me ayudase a sobrellevar mejor mi problema.
Ana escuchaba emocionada la confesión de su madre. Nunca le había parecido una persona vulnerable y sí que lo era. Se dio cuenta de que no conocía en absoluto a la mujer que tenía enfrente, la mujer que le había dado el ser. En un arranque de ternura, se abrazó a ella y llorando le pidió perdón.
—Lo siento, de verdad que lo siento. Jamás me hubiera podido imaginar lo que estaba sucediendo. Mi percepción era la contraria. Gracias por contármelo, madre.
Dolores siempre había sabido dominar su emoción y también ahora lo estaba consiguiendo, pero al escuchar a su hija, a su adorada Ana, llamarla «madre» con aquella emoción, fue incapaz de contenerse y respondió al abrazo como si no la hubiese abrazado nunca.
Permanecieron abrazadas durante unos minutos. Luego Dolores, mirando a su hija con una expresión que a Ana le pareció maravillosa, le dijo:
—Dime ahora por qué te interesas por el futuro del despacho de tu padre.
—Era simple curiosidad. Lo que pasa es que todo en esta habitación hace más vivo su recuerdo —respondió con voz triste.
—¿Y eso es malo? —preguntó su madre.
—Es doloroso.
—Tienes toda la razón. Aunque el dolor se irá pasando y llegará un momento en que esta habitación ya no nos turbará, sino que ayudará a recordar momentos vividos en su compañía.
—¿Lo echa mucho de menos, madre?
—Sí. Ni un solo minuto dejo de acordarme de él. Como te he dicho, tengo experiencia en disimular mis penas. Lo cierto es que intento seguir haciendo una vida social normal. A veces me cuesta, pero me sobrepongo. Puedes estar segura, nunca dejaré de querer a tu padre.
Ana pensó que aquel era el clima perfecto para seguir hablando con su madre de los temas que le interesaban.
—Madre, quisiera hacerle una pregunta. ¿Por qué le rompió a papá el cilindro del fonógrafo?
Dolores miró a su hija sorprendida. «¿Cómo puede acordarse de aquel incidente después de tantos años?». Dudó si responder o no, pero Ana ya era una mujer y si le preguntaba, era porque algo le preocupaba.
—Fue una tarde en la que habíamos discutido y yo estaba muy disgustada, tanto que tuve que suspender una merienda con mis amigas porque mi estado era deplorable. Recuerdo que bajé al despacho de tu padre decidida a hacer las paces creyendo que él estaría tan afectado como yo. Al entrar y verle feliz escuchando aquella música, no pude evitarlo. Deseaba hacerle daño. Y decidí eliminar aquel placer al que yo era ajena. Solo advertí tu presencia cuando me iba enfurecida del despacho. De haberte visto, tal vez no me hubiera comportado de esa forma —dijo pesarosa su madre—. Pero dime, ¿por qué me lo preguntas?
Ana no había contado a su madre nada de lo que le sucedía y de momento prefería no hacerlo, así que respondió:
—Hoy es la primera vez que entro en el despacho de papá y los recuerdos se agolpan…
—Pero, hija —dijo su madre interrumpiéndola—, ¿por qué no me lo has preguntado antes?
—No lo sé. Esta tarde, en este ambiente, he vuelto a vivir aquel momento y como me ha abierto su corazón, me atrevo a preguntárselo. Recuerdo que papá estaba tan triste…
—Sí, lo sé. Conseguí hacerle daño, que era lo que pretendía. Nuestra discusión le había dejado indiferente y necesitaba hacerle reaccionar. No te asustes, Ana, puede que algún día lo entiendas. Pero lo cierto es que lamenté de veras haberlo hecho y muchas veces le pedí perdón y aunque siempre aseguraba no acordarse del incidente, y le quitaba hierro al asunto, sé que no era así porque no volvió a utilizar el fonógrafo. Mira —dijo su madre mientras se aproximaba a una de las puertas de la parte baja de la librería—. Ven, acércate —le pidió al tiempo que la abría—. Desde aquel día el fonógrafo permaneció aquí guardado, como si no existiera.
Ana observó el fonógrafo desmontado y pensó en lo extraño del comportamiento de su padre. Ella no se había dado cuenta de que desde entonces él no escuchaba música en el despacho.
—Madre, yo creo que papá no volvió a utilizar el fonógrafo porque sabía que a usted no le agradaba, que lo hiciera —dijo sin pensarlo dos veces.
—Te equivocas totalmente, asistíamos juntos a recitales y conciertos. Lo hizo para que yo nunca olvidara el daño que le causé y puede que también porque al no poder escuchar la maldita grabación que tanto le gustaba, no desease hacerlo con otras.
—¿Quién era el intérprete? —preguntó Ana.
—No tengo ni idea. Probablemente algún violinista conocido del amigo que le compró el fonógrafo. Sé que comentaron algo sobre una serie de grabaciones que habían hecho.
—¿Cómo se llamaba ese amigo?
—Tampoco lo sé —admitió Dolores—, aunque creo que donde está guardado el fonógrafo había un sobre y es probable que en él aparezca el nombre.
—Gracias, madre.
Dolores le quitó importancia con un gesto de la mano y tras un segundo cambió de tema.
—Siento no acompañarte en la cena, pero he tomado algo en casa de los Macías y estoy agotada. Diré a Berta que te atienda. —Dolores miró a su hija sin hablar, luego se dio la vuelta—. Buenas noches.
—Buenas noches, madre, que descanse.
—Ana —le dijo ya desde la puerta—, te quiero, hija.
—Yo también, madre.
La joven se quedó muy pensativa. Tenía la sensación de que su madre ocultaba algo: certezas… tal vez sospechas… Sí, posiblemente algunas dudas habían quedado grabadas en su corazón, pero como tales no debía darlas a conocer y menos a ella. Se encaminó despacio a la librería. Buscó detrás del fonógrafo y allí estaba. Se trataba de un sobre amarillento y arrugado. «Qué raro», pensó. Su padre archivaba la correspondencia y aquel no era lugar para dejar una carta. La abrió y leyó:
Querido amigo Pablo:
Ha sido una satisfacción poder cumplir su encargo. Aquel es otro mundo. América es joven y se nota. Hemos grabado unos cilindros que le adjunto. Sé que alguno le apasionará. Espero que nos veamos el jueves en el Fornos.
Suyo afectísimo,
Ernesto Bravo
Sorprendida, se quedó unos minutos con el papel en la mano sin saber qué hacer. El autor de la carta tenía que ser hermano de Elsa. Aquel que le habían dicho que la controlaba en todo momento.
En realidad le daba lo mismo quién fuera este amigo de su padre porque nada podía hacer, ya había agotado todas las posibilidades sin conseguir ninguna pista sobre los Bravo. ¿Cómo era posible que toda una familia desapareciese sin dejar ningún tipo de rastro? El valor de aquella nota manuscrita —si es que el tal Ernesto era el hermano de Elsa— sin duda tenía importancia porque confirmaba la relación entre su padre y los Bravo, por lo menos con Ernesto y casi seguro con Elsa: si Inés le había dicho que su padre mantenía muy buena relación con todas sus compañeras de la Escuela de Música, esta carta dejaba constancia de que no era una relación esporádica, y la amistad continuaba.
Ana estaba convencida de que las personas del texto de la partitura eran las dos que misteriosamente habían desaparecido: Bruno Ruscello y Elsa Bravo.
Había quedado claro en la sesión de hipnosis que si ella interpretaba a Paganini y hablaba de lo sucedido en el asesinato del general Prim, era porque había asimilado como suyas reacciones de su padre, imitando de forma inconsciente la personalidad de aquella persona a la que amaba y admiraba. Aunque existía una diferencia entre las dos reacciones involuntarias de las que Ana había sido protagonista: en el caso de sus opiniones sobre el asesinato de Prim, ella no era consciente de haber hecho comentario alguno sobre la muerte de Prim, sin embargo, sí escuchó las notas de su violín interpretando a Paganini.
A pesar de que las dos experiencias tenían una misma explicación —eran recuerdos archivados en su inconsciente—, lo que provocó la irrupción de esos recuerdos era distinto. De ahí la diferente percepción que tenía de ellos. En el caso de sus opiniones sobre Prim, Ana se limitó a repetir las palabras que oyó tantas veces en aquellas discusiones de boca de su padre. Al no intervenir la voluntad, después no recordó nada. Sin embargo, en el caso de la música sí apareció la voluntad de la joven por agradar a un padre ausente: tras decantarse por Mendelssohn en la noche de fin de año, se había impuesto el inconsciente, que, activo aun sin saberlo ella, la llevó a interpretar a Paganini, el predilecto de Pablo Sandoval.
En esos momentos de la noche y después de darle muchas vueltas, de intentar unir las piezas de aquel rompecabezas, Ana había llegado a la conclusión de que era su padre quien la estaba guiando para que llegase al fondo del misterioso texto de la partitura, aunque era consciente de que esto no debía decírselo a nadie porque no quería que pensaran que se había vuelto loca.
Otra certeza que Ana no podía obviar, porque estaba convencida de ella, era que las dos personas desaparecidas —Elsa y Bruno— no podían estar muertas, porque de ser así, no tendría sentido el haber descubierto el texto.
¿Y la hoja del tilo? ¿Sería cierto que esas dos personas se sentían unidas por un hermoso árbol? ¿Por qué había dibujado aquella hoja? ¿Quién había guiado su mano?
Ana no albergaba ningún tipo de duda en cuanto a su misión en este misterio, pero lo cierto era (y ella lo sabía muy bien) que ya no le quedaba ninguna pista que le permitiese seguir indagando. Bueno, solo una. Mañana mismo hablaría con su tía Elvira para que le diese la dirección en Italia de los antiguos propietarios de La Barcarola. En realidad, todo había comenzado allí. En la solitaria casa de Biarritz…