XII
A pesar de que durante todo el viaje —más de diez horas de conversación con Renato— no había conseguido averiguar nada que avalase su sospecha sobre una posible conexión entre Lucrecia Roccia y Elsa Bravo, Ana era consciente de que había hecho lo correcto. Antes de salir de Roma se preocupó de escribirle a su tía contándole los motivos que la llevaban a viajar a la Toscana.
Una vez más pensó en Victoria Bertoli y en el significado que pudiese encerrar la pulsera. Seguro que no revestía ninguna importancia que Lucrecia poseyera una igual, aunque no pudo evitar una extraña sensación: le parecía que no estaba sola en aquel misterio, que alguien la ayudaba y le iba desbrozando el camino.
Miró la inmensa llanura de un paisaje sin fin y sintió que su ánimo se expandía en aquella paz infinita, solo alterada por unas discretas lomas y algún que otro esbelto ciprés que recordaba la finitud. Era el valle de Orcia, situado en la Italia central y comprendido entre el sur de Siena y el monte Amiata. Recibía su nombre del río que fluía apacible, mecido por la suavidad de las colinas en un paraje único y como tal, fuente de inspiración para muchos de los pintores renacentistas, que lo plasmaron en sus lienzos.
Se recreó en la panorámica que iban dejando a uno y a otro lado del coche y se dijo que no era aquel mal sitio para perderse.
—Mire al fondo a su derecha —le pidió Renato Brascciano.
Sobre una colina se erigía Pienza. Ana tuvo la sensación de que era como una flor expuesta a todas las miradas, solo que en su entorno no existían nada más que tranquilas y solitarias llanuras.
—A Pienza se la conoce como la ciudad de la colina —dijo él—. ¿Sabe algo de su historia?
—Nada. Nunca la había oído nombrar —confesó la joven.
—Es preciosa, ya verá como le gusta.
Silenciosa, Ana observaba… Las casas, casi todas de piedra porosa, le parecían muy cuidadas y en consonancia unas con otras; las calles rectilíneas proporcionaban una sensación de cuidado orden. «Sin duda —pensó—, la estética ha estado muy presente en los proyectos de quienes diseñaron esta ciudad».
El coche se detuvo al llegar a la Piazza Pío II y contempló entusiasmada uno de los recintos más originales que había visto hasta entonces. Tenía forma trapezoidal y los adoquines en ángulo contribuían a su indudable originalidad. La plaza, convertida en el centro neurálgico de la villa, llevaba el nombre de la persona a cuya iniciativa se debía la creación de Pienza. El papa Pío II, Eneas Silvio Piccolomini, vino al mundo en 1405 en aquel lugar, cuando este no era sino una pequeña localidad medieval llamada Corsignano. Al llegar al solio pontificio a mediados del siglo XV mandó edificar sobre su pueblo una ciudad modélica que se convirtiera en lugar de veraneo papal. De ahí que además del Duomo, la plaza estuviera circundada por los palacios Piccolomini, municipal y episcopal, todos ellos hermosas construcciones renacentistas. Desde su creación, Pienza fue considerada la primera ciudad ideal, ya que por medio de su diseño urbano se había dado forma al humanismo predominante en el Renacimiento.
Ana comprobó que además de las fuentes —mucho más sencillas que las romanas— los pozos ocupaban un lugar predominante en alguna de las plazas italianas, como aquella en la que se hallaban. Le sorprendió que el pozo de cuidado travertino no estuviera en el centro del recinto, sino situado en el ángulo que correspondía al palacio Piccolomini: la llevó a imaginar que el arquitecto lo había planeado para, de esa forma, distinguir el edificio más importante de la plaza.
Ante aquel pozo renacentista, se lamentó de que pasara de moda la costumbre de construirlos. Entendía por qué ya no eran necesarios, pero seguían siendo hermosos como elementos decorativos y encerraban un halo de espiritualidad por sus connotaciones bíblicas. Ana recordó una de las más hermosas citas evangélicas, que precisamente se desarrolla a la vera de un pozo: la conversación de Jesús con la Samaritana.
—El cochero ya ha llevado el equipaje al hotel que está en la siguiente calle —dijo Renato—. Nosotros podemos ir andando. Si le parece, paso a buscarla dentro de dos horas para que pueda descansar un poco.
—¿Es esta la plaza en la que conoció a Lucrecia? —le preguntó.
—Sí, estaba ahí, más o menos donde usted se encuentra, al lado del pozo.
Ana percibía unas vibraciones muy especiales en aquel lugar y deseaba quedarse sola para recrearse en sus sensaciones.
—Señor Brascciano, utilice todo el tiempo que necesite —le dijo—. Yo no estoy cansada y me gustaría dar un paseo. Luego iré al hotel y allí le espero.
La casa de Lucrecia no estaba lejos; en Pienza no existían grandes distancias. Se trataba de una edificación de dos plantas, armónica con el entorno, algo esencial en aquella modélica localidad.
—He pensado en trasladarme a vivir aquí —dijo Renato—. Mi casa es más grande, pero la ubicación de esta es especial.
En aquellos momentos la joven era incapaz de prestar atención a lo que le decía su interlocutor. No sabía en qué zona de la ciudad se encontraban y le costaba muchísimo mostrarse serena. Su corazón latía de una forma desacostumbrada. Cuando cruzaron el umbral de la casa de Lucrecia creyó que no podría disimular más, pero poco a poco se fue serenando…
—Está tal cual ella la tenía. No he querido cambiar nada —comentó Renato.
Era una decoración sencilla, aunque se adivinaba la delicadeza de quien la había realizado. Pasaron a una especie de salón comedor, y al mirar por un ventanal, Ana entendió el primer comentario de Renato: la casa ocupaba uno de los pétalos externos de aquella flor, Pienza, que se abría sobre una colina dominando todo su entorno.
—Es una vista increíble —exclamó.
—Maravillosa, pero acompáñeme al segundo piso —pidió él.
La escalera desembocaba en un salón que a su vez se prolongaba a una logia con un fondo de ensueño. En una de las arcadas que daban paso a esta, un sofá, una silla con un violín y una mesita auxiliar. Ana tuvo que apoyarse en Renato para no caer desplomada. Juraría que así era como ella tenía colocado el violín la noche de fin de año.
—¿Se ha mareado? ¿Le sirvo un poquito de agua? —se preocupó él muy amable.
—No, no es nada, ya se me está pasando —respondió la joven, y le comentó para disimular su asombro—: Ya sé que las personas somos diferentes, pero desde que he llegado no dejo de darle vueltas a lo mismo: no consigo entender cómo una mujer, excelente violinista, se encierra en un lugar como este, maravilloso sin duda, pero solitario y sin posibilidades de relación más que con uno mismo.
—Es fácil que esa fuera la razón por la que Lucrecia y su madre eligieron este lugar. Buscaban el aislamiento —dijo con tristeza Renato.
—¿Nunca le preguntó por qué deseaban aislarse?
—No. Siempre respeté sus silencios. Muchas tardes nos pasábamos horas y horas sin decirnos nada. Leyendo y contemplando el paisaje. Otras, Lucrecia tocaba el violín y yo me convertía en el más feliz de los mortales. Era un privilegio escucharla. A veces me dejaba asistir cuando impartía sus clases de música —siguió contando—. Recuerdo que me decía que era muy importante para ella conservar parte de su antigua actividad.
—¿Acaso era profesora? —preguntó Ana presa de la excitación.
—Creí que se lo había dicho. Ella me contó que durante un tiempo fue profesora de violín en un centro importante.
Por su estado de ánimo y por los últimos datos que le acababan de facilitar, Ana estaba convencida de que se acercaba a la verdad tanto tiempo buscada. De repente se dio cuenta de que no sabía la edad de la mujer.
—Perdone, Renato, no le he preguntado, ¿qué edad tendría ahora Lucrecia?
—No lo sé con exactitud, aunque era cuatro o cinco años mayor que yo. Calculo que tendría alrededor de los cuarenta y cinco. Yo cumpliré dentro de unos meses los cuarenta.
Ana se quedó muy pensativa: era un dato más que debía tener en cuenta, ya que en sus elucubraciones Elsa Bravo tendría los mismos años que Lucrecia. Se acercó al violín. Lo tomó en sus manos y comprobó admirada que se trataba de un amati.
—Es maravilloso. Solo había visto uno en mi vida.
—¿Lo prefiere al stradivarius?
—No es cuestión de preferir. Los violines creados por Antonio Stradivari, que fue discípulo de Nicoló Amati, sin duda son más perfectos, aunque fueron los amatis los que abrieron el camino de la innovación en este arte y su valor histórico y simbólico es indudable —dijo Ana mientras colocaba el violín sobre la silla.
Renato había sacado de uno de los cajones del secreter una especie de diario que le acercó a ella, a la vez que le decía:
—Si le parece, mientras empieza a leer el diario de Lucrecia voy a recoger y a organizar unas cosas por la casa. Le traeré unas frutas y algo de queso y vino, que en esta tierra son bastante buenos.
En un intento de relajarse, Ana aspiró en profundidad. Se había sentado en el sillón al lado del violín. Desató con cuidado la cinta que actuaba como broche del diario y lo abrió despacio… Sentía deseos de saber qué contaba y al mismo tiempo temía estar cayendo en una trampa ideada por un loco. ¿Quién le aseguraba que aquello no era un secuestro y el tal Renato no volvía a aparecer hasta dentro de un tiempo? ¿Qué podría hacer ella encerrada en aquella casa? Por más que gritara desde la logia, nadie la escucharía. ¿Y si el supuesto diario no era tal?… Aunque solo tenía que abrirlo.
Hace un tiempo que vivimos en Pienza. Me he decidido a escribir esta especie de diario, porque creo que nunca nos volveremos a ver en esta vida… y como sé que no estás muerto, tengo la ilusión de que un día puedas conocer cómo mi amor permaneció firme y no existió nadie más que tú hasta el final de mi existencia. También porque me ayuda…
Ana dejó de leer. Juraría que aquella letra era la misma del texto de la partitura, aunque se percató con rabia de que nunca podría comprobarlo: la señorita Belmonte lo había borrado. La odió con todas sus fuerzas. Siguió leyendo:
¿Qué ha podido sucederte para que en todo este tiempo no supiera nada de ti? Los primeros meses creí que llegarías a buscarme. Aguardaba esperanzada en la casa que mi familia materna posee en las afueras de Florencia y me repetía que aunque no hubieses leído el mensaje que te dejé, al no verme, tratarías de localizarme. Tú conocías la casa y habíamos hablado muchas veces de que si algún día Ernesto se encontrase en un apuro, acudiría al lugar donde vivieron algunos de nuestros antepasados. Yo, cuando decidió que saliéramos de Madrid, desconocía el destino que mi hermano había elegido, aunque sospechaba que sería Florencia y que tú entenderías mi mensaje, porque de no encontrarme allí, la familia que cuida la casa te informaría de nuestro paradero. ¿Qué te ha ocurrido? Estaba tan segura de que aunque fuera para romper nuestro compromiso acudirías a verme… Como pasaban los días y no llegabas, pensé que te darías un margen para que nadie sospechase, pero a un año le sucedió otro, y todo siguió igual, en silencio, ni una sola noticia tuya.
Aunque muchas veces en todo este tiempo me angustie la idea de que has dejado de quererme, jamás lo creeré. Siempre estuve segura de tu amor, lo mismo que ahora. Vendería mi alma al diablo por saber qué te ha sucedido, pero creo que Dios, que me está dando muestras de quererme mucho para hacerme sufrir de esta manera, impide que Satanás se me acerque.
Si pudiera, ahora mismo saldría a buscarte y no pararía hasta dar contigo. Sin embargo, sé que nunca lo haré: mi madre me necesita.
Al año de marcharnos intenté regresar, pero mi hermano me había puesto vigilancia día y noche. Era su prisionera. Vivíamos aislados de todo. Ernesto estaba obsesionado con que nos perseguían y no quería que nadie descubriera nuestra identidad. Ya sabes cómo era. Además, te odiaba y jamás consentiría nuestro matrimonio. Aun así nosotros, tú y yo, mi amor, ya teníamos decidido en qué momento nos uniríamos para siempre y sin embargo no acudiste a rescatarme.
A veces me apetece gritar, ¿por qué algo ajeno a nuestras vidas tuvo que separarnos? ¿Qué nos iba a ti y a mí en el atentado del general Prim?
Ana levantó los ojos y se dijo que la autora de aquel texto no podía ser otra que Elsa. Seguro que Lucrecia Roccia era la identidad bajo la que se escondió. Eran demasiadas coincidencias; primero un hermano llamado Ernesto, como el que le regaló el fonógrafo a su padre, y ahora esto de Prim.
Te juro que Ernesto llegó a contagiarme su miedo. Un día nos comentó que estaba buscando una casa en otra ciudad, para que nos fuéramos. Creía que nos habían descubierto. Lo cierto es que yo nunca supe el papel que desempeñó mi hermano en aquel suceso. Él estaba muy relacionado con el mundo de la política y tenía amigos en el Gobierno. Recuerdo que una vez le pregunté y se limitó a contestarme que peligraba su vida porque sabía demasiadas cosas.
Ahora no me importa decirlo, pero creo que mi hermano participó en la organización del atentado al general. Tú sabes que él se movía en ambientes distinguidos y que tenía grandes contactos en los bajos fondos. Constituía el eslabón perfecto. No puedo asegurarlo, aunque estoy convencida de que fue él quien contrató a algunos de los hombres que dispararon a Prim. Siempre tuve la impresión de que la única persona con la que se desahogó mi hermano fue con Pablo Sandoval, bien sabes, mi amor, que eran amigos.
Ana deseaba continuar leyendo, pero no pudo por menos de detenerse al ver el nombre de su padre y pensar que esas confidencias podían ser una de las razones que la llevaban a discutir tanto sobre el tema del asesinato de Prim. Prosiguió con la lectura.
No había transcurrido ni un mes cuando nos dijo, muy contento, que estaba a punto de cerrar un trato y que iniciaríamos una nueva vida en Siena. Pero fue pasando el tiempo y seguíamos en el extrarradio de Florencia.
Él solía regresar a casa sobre las siete, nunca más tarde de las ocho. Pero aquel fatídico día, mi madre, inquieta, vino a verme para decirme que eran las nueve y Ernesto no había vuelto. La tranquilicé como pude, aunque yo estaba mucho más nerviosa que ella.
A las diez aún no había llegado. No sabíamos qué hacer. Cario, el hijo de los caseros, seguro que te acuerdas de él, se ofreció para salir a buscarlo. No habían pasado cinco minutos cuando de nuevo sentí la puerta y me alegré de que ya estuvieran en casa, pero de repente escuché un grito. Era la voz de mi madre. Acudí corriendo a su lado. Mi hermano Ernesto agonizaba tirado en el suelo a pocos metros de casa, apuñalado. No pudimos hacer nada por salvarle. Murió a las pocas horas.
Es probable que contra nosotras no tuvieran nada, pero sus asesinos siempre estarían más tranquilos asegurándose de que nadie iba a hablar de lo sucedido. Además, teníamos miedo. Pensamos que lo mejor era desaparecer y confiar en que no tuvieran el interés suficiente para buscarnos. Mi madre y yo decidimos vender la casa. Reunir el poco dinero que teníamos y marcharnos a otro lugar.
Con el asesinato de mi hermano se cerraron para mí todas las posibilidades de regresar a Madrid. Nuestra presencia pondría a muchos nerviosos y en peligro nuestras vidas. Te aseguro que no me importaría y que estaría dispuesta a volver, pero me debo a mi madre. No podría vivir sin mí.
En aquellos momentos, mi amor, supe que no volveríamos a vernos, aunque para qué engañarte: todavía hoy deseo equivocarme y verte llegar a este lugar de ensueño que te entusiasmaría. Solo Cario conoce nuestra dirección y únicamente a ti te la daría. Confío en él y de todas formas a alguien tenía que decírselo por si te presentabas.
Nadie en Pienza nos conoce por nuestros nombres auténticos. Ahora somos María y Lucrecia Roccia. De esa forma evitamos posibles indiscreciones.
Ana se revolvió inquieta en el sillón. Dejó de leer y miró en derredor, como si buscara la presencia de Elsa, porque aunque aún no tenía la confirmación exacta, sabía que era ella la autora de aquel texto. Se la imaginó sola paseando por la logia y lloró. Lloró haciendo suyo el dolor que se palpaba en cada rincón de la casa… Cuando logró recuperarse, retomó la lectura.
Es duro vivir sin ti, aunque resulta mucho más doloroso no saber qué te ha pasado ni qué estarás haciendo. Con frecuencia me digo que no debo seguir engañándome más y que si no has acudido a reunirte conmigo, es porque estás muerto. Pero algo en mi interior se niega a creerlo, aunque si es verdad que vives, ¿por qué no luchas por nuestro amor? ¿Te has enamorado de alguien que ha llegado a tu vida cuando yo ya no estaba? ¿Te has visto comprometido en alguna aventura de la que no has podido salir? Mi hermano siempre censuró nuestra relación por la diferencia de edad y por tu fama con las mujeres, pero yo le doy gracias a Dios por haberte conocido, por haber podido disfrutar de tu cariño, por quererte como te quiero.
No te imaginas el sufrimiento que me produce tu ausencia. Hay días en los que no me importaría morir, aunque de inmediato rectifico porque tal vez tú puedas llegar la mañana siguiente. Como verás, si alguna vez lees estas líneas, me contradigo sin cesar. Lo cierto es que la razón me dice que si no te has ocupado de mí en todo este tiempo, ya no lo harás. Sin embargo, mi corazón, mis sentimientos se rebelan y siguen manteniendo viva la esperanza de que aparezcas en cualquier momento. Si no fuera por el violín, me volvería loca. Te quiero tanto. Me hago a la idea, al escribir estas líneas, de que las leerás y eso me da fuerza.
Antes de que asesinaran a mi hermano pensé en escribirle una carta a Pablo Sandoval para que me informara sobre tu paradero y para que me contara si mi hermano había hablado con él. No lo hice porque consideré que no debía molestarle. Estaba felizmente casado y nada que le recordara el pasado le haría bien.
—¡Dios mío! —exclamó Ana sin poder contenerse—. Mi padre estaba enamorado de ella.
El texto que acababa de leer no era tan claro como para permitirle hacer esa afirmación, pero ella lo sabía. Se había dado cuenta de que la intérprete del Capricho 24 que su padre escuchaba todas las tardes era Elsa Bravo. Regresó al diario con auténtica voracidad.
Pasé varios días dándole vueltas en un intento de encontrar a la persona que pudiera darme información sobre lo que podía haberte pasado. Por fin me decidí y escribí a Inés Mancebo. Le envié la carta a su domicilio particular. En el remite figuraba mi nombre y una dirección que Cario me proporcionó. Él fue mi única ayuda en los años de Florencia. Sé que la carta pudo haberse perdido o quizá fuera la contestación de Inés la que corriera esa suerte, pero nunca obtuve respuesta ni tampoco nos llegó la devolución al no haber encontrado al destinatario.
Soy una experta en soledad. Hay días en los que no hablo con nadie. Conozco cada árbol, cada flor de los jardines de Pienza y el pozo de su plaza se ha hecho tan amigo que se enfada si tardo en visitarle. No sabes cuántas veces soñé que te encontraba en ese lugar tan propio de las mujeres de la Biblia. ¿Por qué no iba yo a tener tanta suerte como Hagar, Rebeca, Raquel o Séfora? Ellas hallaron la solución a sus vidas a la vera del pozo; tal vez a mí me suceda lo mismo.
He dejado de escribir solo unos segundos, los precisos para tomar la fotografía que nos hicimos al lado del tilo en tu casa. ¿Te acuerdas de nuestras tardes bajo sus ramas? Él se convirtió en el símbolo de nuestro amor. Cuánto daría por tener alguno de tus dibujos que siempre quisiste firmar con el nombre de tu hermano tristemente desaparecido.
¡La casa del tilo! ¡Los cuadros! Ana recordó que, efectivamente, el dibujo que a ella le había interesado de aquella estaba firmado, lo mismo que otros, por Giovanni. Es posible —se dijo— que ese fuera el nombre del hermano. Lamentó estar sola ante semejante descubrimiento. Todas aquellas conjeturas a las que había llegado eran la pura realidad. Se sentía reforzada con la lectura del diario y deseaba compartirlo de forma especial con su tía Elvira, que había creído en ella. Porque aunque no hubiese leído el nombre, resultaba evidente que la persona amada era el bibliotecario: Bruno Ruscello.
Pienso tanto en ti que tu imagen se vuelve borrosa y tengo que acudir a la fotografía. ¿Se habrán vuelto tus cabellos blancos? Los míos se mantienen sin una sola cana, pero he envejecido, mi amor. Teníamos que haberlo hecho juntos.
Hace unos días sucedió algo que me ha estimulado; he vuelto a sentirme un poco útil. Algunas personas saben que toco el violín y una señora me ha visitado para preguntarme si accedería a enseñarle música a dos de sus hijas. No necesito decirte lo que significa la enseñanza de la música para mí, así que puedes imaginarte mi alegría. Las recibo dos tardes a la semana. Esta actividad, además de hacerme sentir viva, como te comentaba, me proporciona unos pequeños ingresos que me vienen muy bien, aunque he descubierto que no es difícil sobrevivir en lugares como este cuando no se tienen grandes necesidades.
Mi madre ha estado enferma unos días y no me he separado de su lado. Es una mujer admirable. Nunca sabré lo que supone perder un hijo, pero tiene que ser horrible. A ella jamás la escuché protestar de su mala suerte, ni de vivir aquí encerrada; solo lo siente por mí, que tendría que estar, como siempre me dice, en los grandes escenarios asombrando al público con mi arte. No creas que a veces no me siento frustrada al verme aquí aislada del mundo. Pero pronto me contento al tomar el violín en mis manos y doy gracias a Dios por poder seguir interpretando, porque si eso no me fuese posible… en tal caso, solo el tenerte cerca podría aliviar mi dolor.
He decidido no poner fecha cuando me siento a escribir: a veces pasan días entre línea y línea; otras, las palabras vuelan y me tienen ocupada toda una tarde. También por la noche me gusta hablarte, sí, Bruno, porque este es mi pequeño desahogo: soñar que te hablo y que tú algún día te enteres de todo.
Por fin, Ana supo que estaba en lo cierto; era Bruno, y ella no podía ser otra que Elsa.
Me gustaría tener poder decisorio sobre mis sueños, así esta noche y todas las pasaría contigo. ¿Te acuerdas de nuestras veladas en Biarritz al lado del mar? ¿Qué habrá sido de mi amiga Valeria? Estarás de acuerdo en que su casa era mágica. Fui muy feliz a tu lado, mi amor soñado. He dicho bien, soñado; a veces dudo de la realidad de mi existencia anterior, puede que vaya a volverme loca, aunque loca y todo seguiría queriéndote.
Algunas noches, como esta, antes de irme a dormir me recreo con el recuerdo de alguno de nuestros momentos. Doy plena libertad a mi memoria para que sea ella quien elija. Hoy me sitúa en una tarde de la primavera de 1867. Había almorzado con una amiga y regresaba sola a casa, iba por la calle Almagro, luego supe que vivías allí. Te vi venir a lo lejos y a punto estuve de cambiarme de acera, pero me di cuenta de que tú no me conocías. Yo sí, yo ya me había enamorado. En apariencia, no te había tratado, me parecías el ser más seductor que jamás había visto. Sabía que estabas soltero y que tus conquistas numerosas estaban en boca de todos, pero nada tenía importancia; solo tu cara, tus ojos, tus manos me esponjaban el alma. Eras mucho mayor que yo (treinta años creo que tenías entonces, yo cumpliría los diecisiete), pero eso tampoco me importaba. Según nos íbamos acercando, te seguí mirando con admiración: alto, delgado, pelo castaño muy liso, ojos verdes inmensos que aún no había descubierto cómo miraban. Al llegar a tu altura mi timidez me hizo bajar los ojos. De pronto escucho tu voz que me dice: «Señorita Elsa, no sabe cuánto me alegro de encontrarme con usted. Deseaba felicitarla por su interpretación en el concierto de ayer. Ha sido la mejor, es usted buenísima con el violín».
Me lo decías mirándome de una forma tal que yo creí morir. El hecho de que supieras quién era y me estuvieras hablando me hacía tan feliz que casi no podía ni respirar. Solo pude articular un tembloroso: «Muchas gracias. Es usted muy amable». «Perdóneme —me dijiste—, soy un maleducado, no me he presentado. Soy Bruno Ruscello, el bibliotecario».
Me diste la mano y quisiste saber si vivía por la zona. Cuando al despedirnos me sugeriste la posibilidad de charlar alguna tarde para que te contara cosas de Madrid —hacía solo un mes que habías llegado—, me sentí la persona más importante del mundo.
Fue nuestro primer encuentro. No me declararías tu amor hasta un año después. Recuerdo que lo hiciste de una forma atípica pero muy hermosa. Era la fiesta de final de curso y entre risas y bromas nos despedíamos alumnos y profesores. Tú participabas como uno más y siempre estabas rodeado de mujeres guapas. Creo que unas cinco compañeras y puede que otras tantas profesoras estuvieron enamoradas de ti. En un momento en el que en mi entorno hablaban varios grupos a la vez, te acercaste y muy bajo me dijiste: «La quiero, Elsa. Deseo seguir viéndola cada día. Por favor, hablemos mañana. La espero en la biblioteca».
Dios mío, Bruno, no podías dejar de verme ni un solo día. ¿Cómo lo soportas ahora? Puede que te hayas olvidado de mí, pero no, mi amor, no lo creo, porque yo de forma voluntaria tampoco podría olvidarte. Sé que nuestro amor no conocía fronteras ni límites.
Es probable que haya idealizado nuestra relación, aunque en el fondo sé que no es así. Cuando en las noches estrelladas miro al cielo, obtengo la confirmación. Ellas, las estrellas, tantas veces testigos de nuestro amor, me hablan de aquellos momentos.
Hace poco ha llegado un hombre a Pienza, Renato Brascciano. Nos hemos hecho amigos. Su familia es natural de esta localidad, pero Renato se educó en España, como nosotros, y me resulta muy sencillo hablar con él. Es todo un erudito y solo con él me atrevo a retomar el español y a abandonar este italiano que aún no domino tanto como me gustaría. Se dedica a viajar y a escribir novelas de aventuras, también relatos románticos. Creo que se quedará durante mucho tiempo aquí porque se ha enamorado de mí. Es bueno, cariñoso e intenta hacerme la vida más llevadera. Me cuenta historias de sus viajes por el mundo y también me ha regalado unos cuantos libros, entre ellos «II Piacere», que acaba de salir a la venta.
Es el primer libro de Gabrielle D’Annunzio, un personaje muy de moda en Italia, porque dicen que entiende como nadie la forma de promocionarse. No es malo, aunque lo cierto es que no me ha apasionado. No estoy de acuerdo con el concepto que del amor tiene el protagonista, cuya prepotencia me provoca rechazo y me aleja del personaje. Lo mejor, una cita atribuida a Shelley que dice: «Música, llave de plata que abre la fuente de las lágrimas, donde el espíritu bebe hasta que la mente se extravía; suavísima tumba de mil temores, donde su madre, la Inquietud, semejante a un niño que duerme, yace sosegada en las flores».
Opinan que este libro tendrá mucho éxito, es posible. Pero para mí está aún lejos del acierto de Flaubert…
Allí estaba otra clave, Ana comprendió entonces por qué su padre guardaba un ejemplar de Madame Bovary. Tal vez lo hubieran leído juntos… Volvió al diario.
… y de Stendhal. Gracias a él, hace unos días pude volver a pasear por la ciudad de mi corazón.
Querido Bruno, tú y yo podríamos ser personajes de una novela de Stendhal, creo que damos el perfil… Aunque me rebelo, nuestro final tiene que ser feliz.
Ana estaba inmersa en la lectura, pero el ruido de unos pasos a su espalda la hizo volverse. Era Renato, que entraba en la habitación con dos bandejas: una de queso y jamón y otra de fruta. Se miraron sonrientes al comprenderse. Ella fue la primera en hablar.
—No sabe cuánto le agradezco que haya insistido para que viniera a Pienza. Gracias a usted he encontrado a una de las dos personas que busco desde hace tiempo.
Renato la miró de una forma que la llevó a pensar que no era a ella a quien veía y se sintió como si fuera transparente. Muy serio y con los ojos perdidos en alguna ensoñación, dijo:
—Yo lo presentía. Pero ella la esperaba a usted.
—Creo que debería leer estos textos.
—Si ella no lo sugiere, no lo haré.
—Se lo digo porque habla de usted, Renato, y se nota que le aprecia mucho. Asegura que su presencia le hizo mucho bien. Debe saber que Lucrecia era un nombre falso: se llamaba Elsa Bravo y era española.
La expresión de Renato se volvió melancólica y respondió con los ojos empañados.
—Lo sabía, ella me lo dijo antes de morir. Deseaba que en su tumba figurase su auténtico nombre, aunque me rogó que no se lo revelara a nadie.
—¿Ni a la persona que usted considerara que debía leer estos escritos? —quiso saber Ana.
—A esa especialmente debía ocultarle la verdadera identidad, para conocer su auténtico interés.
Resultaba evidente la suerte que había tenido Elsa al encontrarse con un amigo tan maravilloso con quien poder desahogarse los últimos años de su vida. Ana sentía la necesidad de compensarle y nada mejor que volver a insistir sobre lo que de él contaba Elsa.
—Le decía que en estos textos se alegra de haberle conocido y asegura que su presencia fue muy importante para ella.
—El afortunado fui yo. Era una mujer única. El amor de mi vida.
Sin duda, Elsa y Renato eran dos personas especiales. Ana no entendía que pudieran considerarse felices por haber encontrado el amor de sus sueños, aun sin posibilidad de materializarlo. De pronto se acordó de Elvira, también ella era capaz de experimentar un sentimiento como el de ambos.
Ana no sabía qué quería decir Elsa en el texto cuando aludía a que había paseado con Stendhal por la ciudad de su corazón. Suponía que se refería a un libro, y se aventuró al imaginar cuál sería la ciudad amada:
—Renato, ¿conoce usted un libro de Stendhal dedicado a Roma?
—Sí, Paseos por Roma. Yo le regalé a Lucrecia un ejemplar y con mucho gusto le obsequiaré a usted con otro. —Ana pensó que bien podría darle el de Elsa, pero como si hubiera leído en su mente, él apuntó—: No le regalo el de ella porque hemos leído pasajes juntos y es un recuerdo muy hermoso para mí.
—Entiendo muy bien lo que usted significó en la vida de Elsa. No tanto por su compañía agradable, que sin duda lo fue, como por lo que usted representaba para ella. Corríjame si me equivoco, pero tengo la sensación de que Elsa era una persona que disfrutaba con el saber, que para ella la cultura nunca fue un deber o una obligación, sino un placer. Le gustaba estar al tanto de todo lo que sucedía en los ambientes culturales y usted era quien le facilitaba esa información.
—No ha errado en nada. Para tenerla informada, un amigo romano me enviaba con cierta regularidad los programas y las críticas de las actuaciones en el teatro Costanzi de Roma, de las que luego yo le informaba. También le facilitaba cuantos libros y revistas conseguía. Recuerdo que un día me dijo que sentía una gran curiosidad por leer la Historia de dos amantes, libro escrito por Eneas Silvio Piccolomini.
—¿Escribió el papa un libro con ese nombre? —preguntó Ana incrédula.
—Sí, pero antes de ser elegido. Me costó bastante conseguirle un ejemplar, aunque al final tuve suerte.
—Fue usted un gran consuelo para ella —manifestó Ana muy convencida.
Él no dijo nada. Se limitó a sonreír. Tomó una manzana de la bandeja y se puso en pie.
—La dejo para que siga leyendo. Pruebe el queso, creo que le gustará.
—Renato —llamó Ana—, no me ha preguntado para qué buscaba a Elsa. ¿No le interesa o ya lo sabe?
—Me lo imagino, aunque espero que usted me lo cuente. La invito a cenar esta noche, ¿acepta?
—Sí, encantada, muchas gracias.
Lo miró con detenimiento mientras se alejaba. Diría que Renato era un hombre un tanto decadente, como de otra época, aunque muy interesante, y reconoció que le apetecía cenar con él.
Llevaba más de cuatro horas leyendo y estaba convencida de conocer a Elsa Bravo. Aquella especie de diario, dirigido al amor de su vida, resultaba diáfano y reflejaba la personalidad de una singular mujer.
Hoy, después de tanto tiempo, querido Bruno, he tenido la confirmación de que algo te ha sucedido. Lo sé porque me han devuelto la carta que por fin me decidí a escribirte. De acuerdo con Renato, pusimos su nombre y su dirección en el remite y te la enviamos a la Escuela de Música. Hace unos días nos la han remitido, no te conocen.
¿Qué te ha pasado, mi amor, que te impide comunicarte conmigo? Tal vez lo hayas intentado. No he vuelto a saber nada de Cario, ni de sus padres, los caseros de Florencia. Es posible que ya no vivan allí y que tú hayas acudido a buscarme y te hayas encontrado que la casa tiene ahora diferentes dueños y nadie sabe informarte del lugar en el que estoy ahora. Solo de pensarlo me siento morir. Tendría que haberme ocupado de que pudieras seguir mi rastro. Hice todo cuanto estuvo en mi mano dada mi situación, ya que cualquier pista podría ser descubierta por los asesinos de mi hermano.
En todos estos años no me he movido de Pienza. Es el sitio perfecto para esconderse; casi no tiene visitantes. Hace días que mi madre está enferma de gravedad. El doctor me ha dicho que puede que no viva más de un mes y estoy triste, mi amor. No sé qué voy a hacer sin ella.
Sabes que soy creyente. Voy todas las mañanas al Duomo para pedirle a Dios por mi madre y siempre me acuerdo de ti. Espero que el doctor se equivoque y mi madre se quede mucho más tiempo entre nosotros, pero quiero decirte, mi amor, que cuando me quede sola venderé todo y viajaré a Madrid. Estoy segura de que te encontraré.
Llevo más de una semana sin escribir nada. No he hecho otra cosa más que llorar. Mi madre ha muerto y yo la seguiré muy pronto. Una tuberculosis vigorosa y activa no da tregua a mi pobre organismo, que cada día se muestra más retraído y débil.
Bruno, no quiero irme sin verte. Me cuesta sostener el violín y sé que al final no podré tocar, por ello todos los atardeceres te dedico el Capricho 24. ¡Qué feliz he sido a tu lado! La vida nos sonreía… ¿Cómo íbamos a imaginar lo que nos depararía el destino? Hasta el último aliento mantendré la esperanza de volver a verte. Cuando empecé a escribir este diario lo hice para que un día conocieras cómo fue mi vida sin ti y lo mucho que te quise y quiero. Si llegaba mi final sin que hubieras aparecido, lo destruiría, no contaba con nadie a quien pudiera confiárselo, pero la llegada de Renato ha sido decisiva.
Mis visitas al precioso pozo de la plaza dieron su resultado. Allí le conocí. No era la solución a mi vida que yo imploraba, pero sí una ayuda para irme tranquila porque sé que él intentará ayudarme aun cuando ya no esté.
El doctor se ha ido hace un momento. Ha intentado engañarme, pero sé que me muero. Le he pedido a Renato y a una mujer que le ayuda que me acerquen a la logia. Está lloviendo y sopla un fuerte viento. Las copas de los pinos se mueven nerviosas. Los cipreses aguantan los embates con mayor serenidad. Como aquella vez en Roma, ¿te acuerdas, mi amor? Salíamos de visitar Santa María Maggiore y miramos al cielo sorprendidos por la tonalidad con la que nos recibía la tarde. Al entrar en la iglesia, el cielo estaba azul y despejado, ahora aparecía oscurecido por la presencia de unas enormes e inquietas nubes negras. Miramos en derredor y lo cierto es que resultaba inquietante ver la ciudad con aquella luz. Todo en Roma es diferente… No habíamos terminado de bajar la escalera cuando nos cayeron las primeras gotas, enormes, despiadadas. Me agarraste de la mano y casi gritando me dijiste que querías besarme, y que debía ser bajo la lluvia, en lo que fue el templo de Vesta. Bajamos corriendo hasta los Foros Imperiales. Llegamos exhaustos.
Y allí en medio de aquella inmensidad de pasado, nuestro presente se convirtió en protagonista y fuimos envidiados por las sacerdotisas de todos los tiempos consagradas a Vesta. La colina del Capitolio nos miraba escandalizada de que en un lugar como aquel, la casa de las vestales, en medio de la mirada ciega de muchas de aquellas mujeres inmortalizadas en mármol, unos jóvenes enamorados se atrevieran a manifestar su amor y la alegría de vivir.
Eras muy romántico, Bruno, pero no percibías el hechizo de Roma. La ciudad más vieja y novedosa del universo. La mística y pagana; la augusta e imperial urbe, testigo de excepción de la Historia. ¿Te acuerdas de la pulsera etrusca que me regaló el viejo profesor napolitano que conocimos en Tívoli y del que nos hicimos amigos? Se la he dado a Renato, no porque sea mi único heredero, sino porque él sabrá cómo utilizarla. Mi queridísimo Bruno, Renato me ayudará a recuperarte, lo sé.
Me gustaría morir de repente. Te juro, mi amor, que me cuesta soportar la presencia del violín y no poder utilizarlo. Es muy triste enfrentarse de forma pausada al final. ¿Sabes?, voy a emplear toda mi energía en conseguir que alguien se interese por nosotros. Ya sé que es difícil, mas no imposible, con eso me conformo.
Llovía en Roma, en el mundo, en el cerebro —que diría mi amigo poeta—. Llovía de una forma intensa, igual que esta tarde. Agradezco al cielo que me haya permitido recordar aquellos momentos felices.
Espero que alguien lea estas reflexiones a modo de diario. De ser así, estoy convencida de que será una mujer. ¿Por qué estoy tan segura? Solo una mujer sensible puede entender el dolor de otra mujer, meterse en su piel, comprenderla. Amiga mía, gracias por estar leyendo mis notas, que no son una invención o las divagaciones de una loca solitaria. Es la verdad. Ayúdeme, por favor. Intente encontrar a Bruno Ruscello, bibliotecario en 1870 de la Escuela de Música de Madrid que poseía una casa cerca de Valdemorillo. Cuéntele por qué me fui de Madrid y dígale que le quiero y seguiré haciéndolo más allá de la muerte…
Estoy tan cansada… Mañana seguiré.
Cerró el diario y con él abrazado muy cerca del corazón, Ana se puso en pie emocionada y salió a la logia. Sentía tan cerca la personalidad de Elsa —le parecía conocerla desde siempre— que necesitaba ver el mismo escenario al que ella se asomaba… Le parecía increíble lo que le estaba sucediendo. Ella ya conocía mucho de lo escrito en el diario. ¿Cómo pudo Elsa transmitirle su inquietud? ¿Lo había hecho ella o había sido su padre?
Acarició el diario y decidió no hacerse ninguna pregunta más. Ya llegaría el momento de analizarlo todo. Ahora deseaba fundirse con el mismo escenario que Elsa miró tantas y tantas veces…
Las copas de unos pinos cercanos la saludaban risueños. Y aunque ya había tenido oportunidad de admirar el paisaje toscano en el viaje, la contemplación del valle, desde la cima de una colina, le pareció increíble. Distintas tonalidades de verde proporcionaban reposo y descanso en aquella inmensa alfombra serpenteada por un estrecho camino que llevaba a alguna parte y a dos o tres casitas, preciosas, envueltas en cipreses. Advirtió la importancia del ciprés en el paisaje de la Toscana. Jamás se había fijado en este árbol propio de los cementerios, aunque al verlo aquí se percató de su belleza y elegancia. Comprendió muy bien que Elsa saliera a la logia a tocar el violín, ella habría hecho lo mismo. En aquellos momentos en los que el sol estaba a punto de ocultarse, la tonalidad era tan increíble que la joven envidió las veces que Elsa había disfrutado de la belleza de los atardeceres en Pienza.
Desde el interior del salón, Renato la miraba embelesado, de espaldas: juraría que era Lucrecia. Se acercó despacio.
—Es hermoso, ¿verdad?
—Mucho. Es especial, único —contestó Ana sin volverse.
Él se dio cuenta de que había terminado de leer el diario.
—Murió a los pocos días. Lo último que me dijo fue que destruyera la fotografía en la que estaba con Bruno y me recordó que si no encontraba a la persona adecuada para leer el diario, debía deshacerme de él. Tenía su mano entre las mías. Se quedó en silencio y pensé que dormía, pero ella… —Renato no fue capaz de seguir hablando.
Ana, contagiada del dolor y la emoción, sintió como suya la pena del hombre y juntos lloraron por la desaparición de aquella mujer a la que no había conocido pero que sentía tan cercana a su corazón.
—He pensado que mejor dejamos para mañana la cena —dijo la joven—. No me siento con ánimos de ver a nadie; ni a usted, Renato. Me quedaré unos días en Pienza y tendremos tiempo para hablar. Quiero que me acompañe al cementerio y también me gustaría conocer alguno de los lugares que más le gustaban y frecuentaba Elsa.
—¿Nunca le habló Elsa de Pablo Sandoval? —preguntó Ana.
Renato y ella se encontraban en un pequeño restaurante. Habían pasado tres días desde su llegada a Pienza y en este tiempo, siguiendo sus deseos, el hombre la había llevado al cementerio. Allí, ante la tumba de Elsa Bravo en la que Ana depositó unas cuantas rosas amarillas y blancas, le prometió hacer todo lo posible por localizar a Bruno.
Visitaron el Duomo y los distintos palacios de Pienza. Renato quiso que Ana le acompañara a una de aquellas casas solitarias en las afueras, circundadas por cipreses y tan características del paisaje toscano, y también la llevó al pueblecito cercano de Bagno Vignoni. «Este era el único lugar por el que Lucrecia abandonaba durante unas horas Pienza. Considero —siguió contándole Renato, que aún usaba a menudo ese segundo nombre para referirse a Elsa— que es un emplazamiento único y muy original».
Lo cierto es que no le faltaban razones para calificarlo así. Bagno Vignoni era desde la época medieval una estación termal de aguas calientes y sulfúreas, procedentes de las rocas volcánicas del monte Amiata, que según la tradición solucionaban todo tipo de problemas reumatológicos así como afecciones ginecológicas. La llegada a la localidad resultaba en verdad impresionante. Después de pasar entre algunos árboles, un precioso castillo recibía a los visitantes, que tras detenerse unos minutos en su contemplación, pasaban a una serie de calles estrechas y rústicas viviendas, sobre las que sobresalían los altivos cipreses, efecto que le proporcionaba un aspecto recóndito y de gran belleza. Pero lo sorprendente y original era que la plaza del pueblo no existía: su lugar lo ocupaba una gran piscina de aguas termales, que cautivó a Ana, y no dudó en calificarlo de enclave mágico, fuera del mundo, una localidad de ensueño.
Habían sido tres días plenos de actividad y sobre todo de conocimiento mutuo: habían hablado de sus respectivas familias, de la adolescencia de Renato en España, de la vida y la muerte…
—Perdón, ¿me decía? —se disculpó él.
—Le preguntaba si recuerda que alguna vez Elsa le hablara de Pablo Sandoval. Ya le he comentado que era mi padre —repitió Ana.
—No. Jamás mencionó ese nombre. En realidad nunca me comentó nada de su pasado.
Los dos se quedaron en silencio mientras las llamas de las velas de los candelabros jugaban a iluminar distintas partes de sus rostros.
Ana no entendía de vinos, pero paladeó con agrado el Nobile de Montepulciano que había pedido Renato. La elección de la cena, como entendido que era en la gastronomía del lugar, también fue cosa suya. Ella se sentía bien a su lado; tenía la sensación de que le conocía desde hacía muchísimo tiempo. Y él, por su parte, miraba a Ana con disimulo. «Es hermosa —se dijo—. Jamás he visto unos ojos más apasionados».
Estaban sentados a la mesa, dispuestos a cenar. No era la primera vez que lo hacían, pero aquella noche resultaba especial por ser la última.
—¿Qué habría hecho usted si yo hubiese rechazado su ofrecimiento de acompañarle a Pienza?
—Esperar. No podía forzarla. Es posible que pasado un tiempo apareciera otra persona. Además, debo confesarle que a pesar de todos los indicios que me hacían creer que usted era la elegida, no tenía la completa seguridad de haber acertado al inclinarme por usted. No supe que era la adecuada hasta que observé su nerviosismo al entrar en la casa de Elsa.
—No hemos vuelto a hablar de ello —apuntó Ana—, pero recuerdo que cuando le pregunté si le interesaba saber por qué buscaba yo a Elsa, usted me contestó que se lo imaginaba.
—Sí, es muy sencillo. No tengo ni idea de las experiencias que usted ha tenido, pero sí sabía que la persona que, por una serie de coincidencias, me llevara a fijarme en ella como candidata para leer el texto, si había acertado y era la elegida, tenía que estar interesada en localizar a Elsa Bravo, porque su deseo era ayudarla a esclarecer algo que ella no pudo hacer en vida.
—Pero eso no pasa en la vida real. Muchos dirían que las personas se mueren y ya está —dijo Ana en un intento de que le aportase luz sobre lo que le sucedía a ella—, no se siguen comunicando con los vivos.
—Hay tanta energía que se puede captar —afirmó él con cierta melancolía, para añadir—: Lo que sucede es que resulta necesaria una sensibilidad especial. Pocos secundarían una afirmación como esta, pero es que vivimos de espaldas a lo oculto.
Cuanto más tiempo pasaba a su lado, más unida se sentía a Renato: hablaban un mismo idioma. Ana le contó cómo se había desencadenado todo.
—Después de la sesión de hipnosis, obtuvimos respuesta para algunas cosas, aunque no para otras. Uno de los doctores habló de la adivinación por contacto, aunque no he consultado a ningún especialista, ¿qué sabe usted de eso?
—No sé nada de adivinación ni de ocultismo ni de temas paranormales. No me interesan, solo me dejo llevar de mi intuición y no me pregunto el porqué de mis reacciones. En Roma pude no haberme encontrado con usted o simplemente no verla, aunque tenía que suceder por la serie de circunstancias que se dieron para que yo estuviera en la ciudad esos días.
Ana se acordó en aquellos momentos de Victoria Bertoli y de su interés en que acudiera al recital de Paganini en la Accademia Nazionale di Santa Cecilia, que era el lugar donde Renato la había visto.
—Alguien le ayudó. Le aseguro que si no fuera por Victoria Bertoli, jamás hubiera ido al concierto —aseguró.
—Usted fue libre para ir o no.
—Acudí porque me pareció curioso que me recomendara un recital precisamente de Paganini.
—No le dé más vueltas, Ana. Mi consejo es que no busque explicaciones a lo que le ocurra, siempre que no sean reacciones extrañas que llamen la atención. Usted encontró un texto en una partitura que despertó su curiosidad; después se dio cuenta de que si fue así, es porque perseguía alguna finalidad y quiso localizar a las dos personas implicadas, perfecto. ¡Hágalo! Y deje de preguntarse por qué le sucede eso.
Ana lo escuchaba muy atenta. Con Renato todo parecía más fácil. Le costaba entender cómo Elsa no se había enamorado de él. Aquel era un lugar idílico y la vida al lado de un hombre tan interesante tenía que ser placentera y maravillosa. A ella no le importaría quedarse una larga temporada. Advirtió que el vino le estaba haciendo efecto.
—Yo ya he cumplido mi misión, Ana. Ahora le toca a usted. ¿Qué es lo que piensa hacer para localizar a Bruno?
—Aún no lo sé. Pensaré en ello en el viaje de regreso a Madrid. Haré todo lo que esté en mi mano.
—¿De verdad no quiere que la acompañe a Siena? —preguntó Renato.
—No, muchas gracias. Aceptaría su proposición si se brindase a acompañarme a Madrid —respondió Ana muy sonriente.
—Me encantaría, pero me resulta imposible. Algún día la visitaré. Puede estar segura.
La idea de que Renato se presentara en Madrid no la entusiasmaba y se dio cuenta de que para ella el atractivo de aquel hombre residía en el entorno idílico de la Toscana.
—No me ha dicho si da clases de violín, si se dedica a la interpretación o si simplemente utiliza la música como desahogo —se interesó Renato en un intento de conocerla aún mejor.
Ella le contó sus proyectos de integrarse en un conjunto de cuerda vienés y él la felicitó animándola a emprender ese camino, sin duda mucho más atrayente, ya que le permitía, además de realizar un trabajo para el que estaba capacitada y la hacía feliz, conocer los distintos ambientes de las ciudades más destacadas y a muchas personas interesantes.
—Es usted la primera persona que me anima a dedicarme profesionalmente a la música en vez de centrarse en recalcar los inconvenientes de hacerlo —le aseguró.
—Tal vez porque mi espíritu es aventurero, como el suyo —dijo Renato, mirándola de tal forma que Ana notó cómo sus mejillas se sonrojaban.
—No creo que me caracterice por mi afán de aventuras.
—Puedo equivocarme, pero aseguraría que usted ama mucho más el riesgo y lo nuevo, incluso, que yo.
Siempre le molestaba que alguien diera muestras de conocerla mejor de lo que ella misma se conocía. En un gesto de enfado y sinceridad, no exento de cierta provocación, le dijo:
—Se equivoca, querido amigo. Cuando me vaya mañana no podré evitar las lágrimas. Soy tan feliz en este lugar que desearía quedarme aquí para siempre. Y usted, Renato, tiene mucho que ver en esta apreciación.
—La creo. Porque usted es una sentimental y se entrega a las emociones, aunque con reservas. Nos parecemos mucho, Ana, más de lo que se imagina. Yo solo cambié mi comportamiento y me di por entero, convirtiéndome en otra persona, cuando me enamoré de Lucrecia.
—¿No se había enamorado antes? —le preguntó ella sin disimular su interés.
—Enamoramientos, muchos. Amor de verdad, solo ella. Algún día me entenderá.
—¿Por qué algún día y no ahora?
—El día que usted se enamore de verdad, entonces comprenderá lo que quiero decir.
—¿Y cómo sabe que no estoy enamorada?
—Salta a la vista: si lo estuviera, desearía que fuese la persona amada y no yo quien se hallase aquí esta noche a su lado.
Ana se quedó muy seria y se dio cuenta de que no se había acordado de Santiago en todos los días de Pienza. Tomó la copa de vino y con un gesto animó a Renato a que levantara la suya.
—Por usted, Renato. Por esta cena tan maravillosa que repetiremos algún día.
—Por usted, Ana. Espero que sea pronto.